En el Hub era una noche como cualquier otra. La lluvia había vuelto a reanudarse y los clientes eran escasos. El agua se filtraba por el techo en un par de sitios y el camarero había puesto un par de cubos para recoger las goteras, uno encima de la barra, el otro en el lavabo de señoras. El local, cuando funcionaba a tope, se llenaba de gente del barrio: señoras mayores de tobillos gruesos y suéter ancho, que entraban a las dos de la tarde y se tomaban una cerveza tras otra hasta la hora de cerrar, y hombres de voz nasal y risa cascada y con la nariz hinchada y roja de tanto beber. Los que jugaban al billar eran casi todos mejicanos jóvenes que fumaban hasta que los dientes se les ponían amarillos y que se peleaban entre sí como cachorros de una misma camada. La sala de los billares estaba vacía aquella noche y el fieltro verde de las mesas parecía brillar como si estuvieran iluminadas por dentro. En total no vi más que cuatro clientes, uno de los cuales dormía con la cabeza apoyada en los brazos. La máquina de los discos estaba estropeada y la música parecía un gorjeo submarino.
Me acerqué a la barra, ante la cual estaba Coral encaramada en un taburete con respaldo alto y asiento de material sintético. Vestía una camisa vaquera adornada con hilos de plata y unos tejanos ceñidos con la pernera arremangada por encima del tobillo; calzaba zapatos de tacón alto y calcetines blancos, muy cortos. Tuvo que haberme visto en el entierro y reconocerme porque cuando le dije que quería hablar con ella, bajó del taburete sin decir palabra y rodeó el extremo del mostrador para ponerse detrás de la barra.
—¿Qué quieres tomar?
—Vino con soda, gracias —dije.
Me sirvió un chato y ella se preparó una cerveza de barril. Ocupamos un reservado del fondo para que pudiera ver a los parroquianos cuando le hicieran alguna seña. Visto de cerca, su pelo parecía tan seco y encrespado que temí se le declarase un incendio por generación espontánea. Se había maquillado de un modo demasiado chillón para su cutis pálido y tenía manchados los bordes de los incisivos como si hubiera estado mordisqueando galletas bañadas en chocolate. Parecía más resfriada que nunca. Tenía la frente surcada de arrugas y los ojos entornados, como en los anuncios de productos contra la sinusitis. Tenía la nariz tan tupida que no tenía más remedio que respirar por la boca. Pese a todo no se privaba de fumar, ya que encendió un cigarrillo rubio en cuanto tomamos asiento.
—Deberías estar en cama —le dije, y al instante me pregunté por qué le había sugerido precisamente aquello.
Billy y Lovella estarían revolcándose en el suelo en aquellos instantes y el remolque entero experimentaría unas sacudidas espantosas. ¿Quién podía pegar ojo así?
Coral dejó el cigarrillo y sacó un pañuelo de papel para sonarse la nariz. Siempre he tenido curiosidad por saber dónde se aprende la técnica de sonarse. Coral era partidaria del método bidigital: extendía el pañuelo sobre ambas manos y cada vez que se sonaba se hurgaba en las fosas nasales con ambos índices hundidos hasta la falangeta. Desvié la mirada y me pregunté en el ínterin si sabría dónde se encontraba Lovella en aquellos instantes.
—¿Qué le pasaba a Lovella? En el entierro parecía enajenada.
Interrumpió las operaciones y se me quedó mirando. Reparé, con un poco de retraso, en que a lo mejor no entendía lo que significaba estar enajenado. Vi que lo deducía del contexto.
—Ya está bien. Lo que pasa es que no sabía que no estaban legalmente casados. Por eso le dio aquel berrinche.
Se limpió la nariz por dentro por última vez y aspiró con fuerza mientras recogía el cigarrillo.
—Pues habría tenido que dar gracias al cielo —dije—. Por lo que me han contado, Daggett le daba unas palizas de muerte.
—Al principio no. Entonces estaba enamoradísima de él. Y lo sigue estando.
—Sin duda por eso dijo en el entierro que era el cabrón más cabrón que habían parido —puntualicé.
Se me quedó mirando y a continuación se encogió de hombros como si la cosa no fuera con ella. Era más lista que Billy, pero sólo poco más. Me dominaba la misma sensación que cuando había hablado con su hermano. Quería meter la nariz en un agujero que ellos querían tapar, pero ignoraba dónde estaban los puntos más sensibles. Seguí tanteándola.
—Me dio la impresión de que Billy y Lovella habían estado enrollados en otra época.
—Fue hace años, cuando ella tenía diecisiete. Una tontería sin importancia.
—Ella me contó que Billy la había puesto en contacto con Daggett.
—Sí, más o menos. Le habló de ella a Daggett y Daggett le escribió una carta para preguntarle si podían mantener una correspondencia continua.
—Lástima que no le dijera que ya estaba casado —dije—. Quiero hablar con ella. ¿Querrías hacerme el favor de decirle que me llame, si la ves?
Le di una tarjeta comercial y la miró con un encogimiento de hombros.
—No creo que la vea —dijo.
—Eso es lo que tú piensas —dije.
Se volvió para mirar al camarero de la barra, que le estaba haciendo señas.
—Espera un momento.
Se acercó a la barra, cogió un par de combinados y se dirigió con ellos a la otra mesa ocupada. Traté de imaginármela empujando a Daggett de la barca, pero no dio resultado. Encajaba en la descripción, pero le faltaba no sé qué.
Cuando volvió al reservado le enseñé los zapatos.
—¿Son tuyos?
—Nunca llevo zapatos de ante —dijo de modo taxativo.
Me encantó su forma de decirlo. Como si calzar zapatos de ante contraviniese su estilo personal.
—¿Y la falda?
Dio la última calada al cigarrillo, lo apagó en el cenicero metálico y exhaló el humo por la boca.
—No. ¿De quién es?
—Si no me equivoco, la rubia que mató a Daggett el viernes por la noche la llevaba puesta.
Se concentró en la falda. Un poco tarde.
—Pues es verdad. Sí la vi —dijo como si acabaran de susurrárselo al oído.
—Entonces, ¿es la falda que llevaba aquella mujer?
—Podría ser la misma.
—¿Conoces a la mujer de la que estamos hablando?
—No.
—Mira, Coral, no quisiera ser grosera, pero no me costaría nada recurrir al teléfono. Se trata de un homicidio.
—Ya he dicho todo lo que sabía —dijo con aburrimiento.
—¿Quieres decir que te trae sin cuidado?
—¿Bromeas? ¿Por qué tendría que preocuparme el tal Daggett? Ese tío era una mierda.
—¿Qué me dices de la rubia? ¿Recuerdas algo acerca de ella?
Sacó otro cigarrillo del paquete.
—Tómate un descanso, ¿quieres? No eres policía y no tienes ningún derecho a interrogarnos.
—Yo pregunto lo que quiero —dije sin perder los papeles—. No puedo obligarte a contestar, pero puedo hacer las preguntas que me dé la gana.
Se removió con una mezcla de brusquedad y nerviosismo.
—¿Sabes? —dijo—. Me caes gorda. La gente como tú me pone a parir.
—¿De veras? ¿A qué gente te refieres?
Se entretuvo más de lo normal sacando un fósforo de una caja y frotándolo contra la lija hasta que ardió. Encendió el cigarrillo. El fósforo provocó un ruidito tintineante cuando Coral lo echó al cenicero. Apoyó la barbilla en la palma de la mano y me sonrió con displicencia. Habría estado más presentable con los dientes limpios.
—Todo te ha resultado fácil en la vida, ¿verdad? —dijo con una entonación que quiso ser sarcástica.
—Facilísimo.
—En una casa de clase media donde nadie se manchaba las manos. Con tu mamá, tu papá y toda la pesca. Seguro que tenías hermanos pequeños. Y un perrito blanco con mucha pelusa.
—Eres asombrosa —dije.
—Y dos coches. La mujer de la limpieza, una vez por semana. Yo no he pisado nunca un colegio. Y jamás tuve un padre que me lo solucionara todo.
—Bien, ahora lo entiendo —dije—. Conocí a tu madre hace unos días. Parece una mujer que ha estado bregando desde que nació. Es una lástima que no sepas valorar lo que ha hecho por ti.
—Pero ¿qué ha hecho? Si trabaja en un supermercado, en la caja.
—Ya. Según tú, tendría que trabajar en algo más digno de tu categoría.
—No pienses que voy a trabajar aquí toda la vida, para que lo sepas.
—¿Qué fue de tu padre? ¿Dónde estaba mientras tanto?
—No sé. Se largó hace mucho tiempo.
—¿Os dejó solos con vuestra madre?
—Olvídalo, ¿quieres? Ni siquiera sé por qué estamos hablando de esto. Además, tengo que trabajar, así que date prisa.
—Háblame de Doug.
—No es asunto tuyo —salió del reservado—. Se ha acabado el tiempo —dijo y se alejó.
Y eso que la estaba tratando con amabilidad, joder.
Cogí los zapatos y la falda y dejé un par de dólares encima de la mesa. Fui a la puerta y me detuve en el umbral antes de salir bajo la lluvia. Eran las diez y diecisiete minutos y no circulaba nadie por Milagro. La calle era una estela de betún resplandeciente y el crepitar de la lluvia recordaba el chirrido que produce el tocino cuando se fríe en una sartén. Las trampas enrejadas de las alcantarillas echaban humo y se habían formado torrentes de cierta anchura alrededor de los albañales desbordados.
Me sentía inquieta, sin ganas de dar la jornada por concluida. Pensé en ir al local de Rosie, pero seguramente habría el mismo ambiente que en el Hub: humo, abatimiento y tristeza. El aire de la calle, por lo menos, aunque frío, olía al perfume cargado y dulce del asfalto húmedo. Arranqué, di la vuelta y puse rumbo a la playa con el parabrisas perlado de lluvia.
Al llegar a Cabana giré a la derecha y recorrí el paseo. A mi izquierda, las olas, aunque no había luna, emitían brillos plomizos mientras cabriolaban con ruidosa monotonía. Las luces de las torres de los pozos petrolíferos parpadeaban en alta mar entre el aguacero. Acababa de frenar en un semáforo cuando oí un claxon a mi espalda. Miré por el retrovisor. Un Honda pequeño y pintado de rojo se me acercaba por el carril de la derecha. Era Jonah, al parecer camino de casa, lo mismo que yo. Me hizo una seña en sentido circular. Me incliné sobre el asiento del copiloto y bajé la luna de la portezuela derecha.
—Te invito a un trago.
—De acuerdo. ¿Dónde?
Me señaló el Vigía, a su derecha, un restaurante cuyas luces exteriores estaban aún encendidas. El semáforo se puso en verde y arrancó. Lo seguí y aparqué detrás de él. Bajó antes que yo, medio encogido, y con un paraguas con el que se acercó a la portezuela de mi Cucaracha. Nos apretujamos bajo el paraguas y corrimos hacia la entrada del restaurante. Me abrió la puerta, entré y la mantuve abierta mientras cerraba el paraguas con una sacudida.
El interior del Vigía se había decorado, sin muchas ganas, con motivos náuticos que consistían sobre todo en redes y aparejos de pesca que colgaban de las vigas, y en cartas de navegación empotradas bajo las láminas de poliuretano que cubrían las mesas. El comedor estaba cerrado, pero en la barra se servía con toda normalidad. Habría unas diez mesas ocupadas. Todos hablaban en voz baja y la iluminación indirecta se subrayaba mediante una serie de lámparas de pantalla muy grande, de forma esférica y color anaranjado. Jonah me condujo a una mesa del fondo, al otro lado de una pequeña pista de baile. El local tenía su punto de emoción. La lluvia nos aislaba del resto del mundo como si fuéramos dos almas que han coincidido por casualidad en un aeropuerto.
Se acercó la camarera y Jonah se me quedó mirando.
—Pide tú —dije.
—Dos cócteles de tequila. Cuervo Gold y Grand Marnier. Que los pasen por la coctelera. Sin sal —dijo.
La camarera se alejó tras asentir con la cabeza.
—Me has dejado boquiabierta —dije.
—Pensé que te gustaría así. ¿Cómo es que estás en la calle a estas horas?
—Daggett —dije. Le puse al corriente y mientras lo hacía me dije que por aquella noche ya estaba bien de Billy y su parentela—. Pero hablemos de otra cosa —añadí a modo de conclusión—. ¿Qué tal el trabajo?
—Eso no vale. Estoy aquí para descansar.
Llegó la camarera con los cócteles y guardamos silencio mientras se agachaba ligeramente con las rodillas juntas, ponía dos posavasos en la mesa y dejaba los cócteles sobre éstos. Vestía como un marinero, sólo que con pantaloncito corto de fibra elástica y con las trenzas colgándole por la espalda. Me pregunté cuánto durarían aquellos uniformes si obligaran al dueño a ceñirse sus peludas nalgas del mismo modo.
Cuando la camarera se hubo ido, Jonah rozó mi vaso con el suyo.
—Por las noches de lluvia —dijo.
Bebimos. El tequila me quemó un poco el gaznate y tuve que darme unas palmadas en el pecho. A Jonah le hizo gracia mi reacción y esbozó una sonrisa.
—¿Y qué hacías tú en la calle a estas horas? —le pregunté.
—Solucionar un par de trámites para ponerme al día. Y retrasar el momento de volver a casa. Camilla tiene una hermana en Idaho y ha venido a pasar con nosotros una semana. Seguramente estarán ahora dándole al vino y poniéndome como un trapo.
—Sospecho que tu cuñada te cae gorda.
—Creo que soy un fracasado. Camilla es de familia rica. Según Deirdre, no deberían relacionarse con asalariados, ¿no te jode? Y encima policía. Oh, qué burgués. En fin, aquí me tienes, siempre quejándome de la vida familiar. Empiezo a parecerme a Dempsey.
Sonreí. El teniente Dempsey había estado en la Brigada de Estupefacientes durante un montón de años, era infeliz en su matrimonio y se pasaba los días lamentándose de su suerte. La mujer había fallecido al cabo del tiempo y el teniente había vuelto a casarse con otra igual que la primera. Se había jubilado antes de lo normal y los dos se habían ido a correr mundo con un RV. Las postales que mandaba a sus antiguos colegas no carecían de gracia, pero dejaba a todos con mal sabor de boca, como esos cómicos en directo que cuentan chistes conyugales con mala leche.
La conversación empezó a decaer. La música de fondo era una cinta de canciones antiguas de Johnny Mathis y las letras evocaban aquella época en que enamorarse estaba libre de los herpes, del miedo al sida, de los matrimonios en cadena, de las pensiones alimentarias, del feminismo, de la revolución sexual, de la Bomba, de la Píldora, del visto bueno del psiquiatra y de la amenaza de los hijos cada dos fines de semana.
Jonah tenía buen aspecto. La luz de las lámparas y las sombras pronunciadas le borraban las arrugas y le intensificaban el azul de los ojos. Como la lluvia le había mojado el pelo, parecía tenerlo más sedoso y negro que de costumbre. Llevaba una camisa blanca, con el cuello desabrochado y las mangas subidas; tenía los antebrazos cubiertos de una película de vello oscuro. Entre nosotros suele haber una comunicación de tipo eléctrico, generada, imagino, por esa necesidad primigenia que hace de la raza humana una especie capaz de reproducirse. La mayoría de las veces, sin embargo, la reacción química se bloquea por culpa de mi cautela, la ambigüedad de su situación matrimonial, las circunstancias, su nerviosismo, y porque los dos sabemos que cuando se cruzan ciertas fronteras no hay forma de volver atrás ni de prever los resultados.
Pedimos otra ronda de cócteles y luego otra. Bailamos agarrados sin decirnos ni palabra. Jonah olía a jabón, tenía las mejillas suaves como el terciopelo y de tarde en tarde tarareaba la música con un rumor sordo que no oía desde que, siendo yo muy pequeña, tanto que aún no entendía el lenguaje de los adultos, mi padre me sentaba en sus rodillas y me leía cuentos. Pensé en Billy Polo recostando a Lovella en el suelo del remolque. La imagen me obsesionaba porque describía con claridad inequívoca lo que el joven deseaba. Siempre he sido una estrecha, siempre he tenido miedo de cometer errores. A veces me pregunto qué diferencia habrá entre ser prudente y estar muerta. Pensé en la lluvia, en lo bonito que sería estar en una buena cama, con las sábanas limpias. Eché atrás la cabeza y Jonah me miró intrigado.
—La culpa la tiene Billy Polo —dije.
Sonrió.
—¿Qué has dicho?
Lo observé durante unos instantes.
—¿Qué haría Camilla si no fueras a casa esta noche?
Se le fue la sonrisa y puso cara de carnero degollado.
—Ella es la que quiere una relación abierta —dijo.
Me eché a reír.
—Seguro que lo dice por ella, no por ti.
—Ya no —dijo.
Me dio la sensación de que no era la primera vez que me besaba.
Nos fuimos a los pocos minutos.