Aquella noche cené queso con galletas sin sal y un par de guindillas para mantener la boca despierta. Me había despojado del vestido multiuso y me había puesto unos tejanos, una camiseta y unas zapatillas. Comí sentada ante el escritorio y regué el banquetazo con una Pepsi light con hielo. Me puse a inspeccionar la falda y los zapatos. Me probé el derecho. Me venía muy grande. Tenía el talón gastado y la puntera se estrechaba de un modo que tenía que producir callos. El sudor había borrado el nombre del fabricante que suele haber en la planta. No le habrían venido mal unas plantillas contra el mal olor. La falda resultó más informativa, era de talla 8 y de una marca que había visto en Village Store y en Post and Rail. Hasta el forro parecía nuevo, aunque con unas arrugas que indicaban que había estado en remojo recientemente. Pasé la lengua por el tejido. Estaba salado. Inspeccioné los bolsillos de las costuras, pero no encontré nada. Tampoco parecía haber pasado por ninguna tintorería. Pensé en las mujeres relacionadas de un modo u otro con el fallecimiento de Daggett. La falda podía ser de cualquiera de ellas, salvo quizá de Barbara Daggett, que era de esqueleto grande y a la que no le pegaba la ropa estudiantil y menos aún de color verde. Ramona Westfall era una candidata inmejorable. Marilyn Smith, quizá. Lovella Daggett y Coral, la hermana de Billy, habrían podido ponerse una talla 8, pero no les pegaba aquel estilo… a no ser que la prenda procediera del Ejército de Salvación. Me dije que por la mañana, si tenía tiempo, pasaría por un par de tiendas a ver si los empleados la reconocían. No contaba con muchas posibilidades. Mejor sería enseñarle la falda y los zapatos a las cinco mujeres y ver si alguna admitía ser la propietaria. Dadas las circunstancias, era poco probable que la propietaria en cuestión se delatara. Y era una lástima que no estuviese yo en situación de entrar a hurtadillas en la casa de las cinco para registrarlas. El suéter verde que hacía juego con la falda podía estar en el ropero de cualquiera de ellas.
Fui a la cocina y fregué el plato. Comer sola es una de las escasas desventajas que comporta la soltería. En alguna revista he leído que cuando una vive sola ha de cocinar con el mismo esmero que si viviera acompañada. Por eso como queso con galletas sin sal. Porque no sé nada de cocina. Mi concepto de la educación en la mesa se reduce a no dejar el cuchillo dentro del tarro de la mayonesa. Como suelo trabajar mientras como, me parece absurdo hacerlo a la luz de las velas. Cuando no me apetece trabajar, apoyo el Times en un montón de expedientes y lo leo mientras mastico, en particular las secciones de libros y cine, ya que se me acaba el interés cuando llego a la de economía y finanzas.
El teléfono sonó a las nueve y dos minutos. Era el encargado nocturno de la Compañía de Taxis La Mejor, un sujeto que dijo llamarse Chuck. Al fondo oí los chirridos de la radio.
—Ron me dejó una nota diciéndome que la llamara —dijo—. Sacó las hojas de ruta del viernes por la noche y me dijo que le facilitase la información que le interesaba, pero en realidad no sé qué es lo que busca.
Se lo expliqué y esperé mientras revisaba las hojas.
—Ah, sí. Tiene que ser éste. Ron le puso una señal. Es un servicio que hice yo y seguramente por eso me dijo que la llamase. Viernes por la noche, a la una y veintitrés… bueno, para mí es la madrugada del sábado. Dejé a una pareja en el cruce de State con Cabana. Un hombre y una mujer. Creo que iban a uno de los moteles que hay por allí.
—Me han dicho que el hombre iba borracho.
—Sí, mucho. Ella también había bebido, pero no tanto como él, que iba trompa perdido. No olía precisamente a rosas y me dejó apestado a mierda el asiento trasero. A veces creo que soy demasiado tolerante con los clientes.
—¿Puede decirme algo de ella?
—Me parece que no. Era de noche, todo estaba oscuro y llovía a cántaros. Me limité a llevarles adonde me dijeron.
—¿Habló con ellos?
—Ni palabra. No soy de los que se enrollan con los clientes. A casi nadie le gusta hablar y me canso de decir siempre lo mismo. Que si la política, que si el tiempo, que si los resultados de béisbol. Siempre bobadas. Los clientes no quieren hablar conmigo y yo no quiero hablar con ellos. Bueno, si me preguntan algo, respondo con educación, no vaya usted a creerse, pero es que no me nace.
—¿Y ellos? ¿Hablaron entre sí?
—Ni idea. No les presté la menor atención.
Joder, vaya ayuda.
—¿Recuerda alguna otra cosa, algo en particular?
—Así, de pronto, no. Pensaré en ello aunque le advierto que fue un servicio de lo más normal. Lo siento.
—Bueno, por lo menos me ha confirmado usted algo que sospechaba y se lo agradezco. Disculpe por la molestia.
—No se preocupe, mujer.
—Ah, otra cosa. ¿Dónde los recogió?
—Eso sí lo sé, menos mal. ¿Conoce ese cuchitril de mala muerte que hay en Milagro, el Hub? Pues allí los recogí.
Después de colgar me quedé abstraída mirando el teléfono. Fue como si viera una película hacia atrás, fotograma a fotograma. Daggett sale del Hub el viernes por la noche en compañía de una rubia. Han bebido mucho, se ríen a carcajadas, caminan bajo la lluvia muy juntos, haciendo eses, se caen, se levantan. Paso a paso, calle tras calle, la rubia lo lleva hacia la dársena, lo conduce hasta el bote, le ayuda a salir del puerto para dar el que será el último paseo de su vida. La rubia tenía que ser un alma de cántaro, y con unos nervios más templados que los míos.
Tomé unas cuantas notas a todo correr y guardé las tarjetas de fichero en el cajón superior del escritorio. Me quité las zapatillas y me puse las bambas y un jersey. Cogí la falda y los zapatos, el bolso, las llaves del coche, cerré y eché a andar hacia el VW. Empezaría por Coral. Puede que supiera si Lovella seguía en Santa Teresa. Recordé la conversación deshilachada que había oído a medias la noche que había estado espiando a Billy y a su hermana. Ésta le había dicho algo a propósito de una mujer. No recordaba con exactitud lo que había dicho, pero sí que hablaba de una mujer. Puede que Coral hubiera visto a la que yo buscaba.
Cuando llegué al campamento de remolques vi un resplandor en el de Coral, como si al salir hubiera dejado encendida una bombilla de escasa potencia para desanimar a los ladrones. El Chevrolet de Billy estaba bajo el cobertizo. El capó estaba frío. Llamé a la puerta. Al cabo del rato oí pasos que se acercaban.
—¿Sí? —dijo Billy con la voz amortiguada por la puerta.
—Soy Kinsey —dije—. ¿Está Coral?
—No, está trabajando.
—¿Puedo hablar contigo?
Titubeó durante unos segundos.
—¿De qué?
—Del viernes por la noche. Será sólo un momento.
Se produjo una pausa.
—Espera, voy a ponerme algo encima.
Instantes después me abría la puerta y me hacía pasar. Se había puesto solamente unos tejanos, porque iba descalzo y estaba desnudo de cintura para arriba. Iba despeinado. Parecía como si no hubiera dado golpe en los últimos tiempos, aunque el pecho y los brazos, cubiertos de pelusa negra, aún se le notaban musculosos.
En el interior del remolque reinaba el desorden: periódicos y revistas por todas partes, restos de cena para dos en la mesa todavía y poyos y anaqueles llenos de latas de comida, cajas de galletas, bolsas de harina, azúcar y copos de cereales. No había ninguna superficie libre ni sitio donde apoyar el culo para sentarse. El aire estaba cargado y olía a tabaco reciente.
—Siento molestarte —dije. Me miraba como si le hubieran desenchufado los sesos y me pregunté si tendría a alguien en el dormitorio—. ¿Estás acompañado?
Se volvió hacia el fondo del remolque y se le acentuaron los hoyuelos.
—No, qué va. ¿Por qué? ¿Te interesa?
Sonreí y cabeceé en sentido negativo mientras me imaginaba jodiendo con Billy Polo entre sábanas que emitían el mismo olor cálido y almizcleño que él. De su piel brotaba un perfume masculino que me hizo pensar en las cochinadas que habríamos practicado si no existieran las barreras. Puse cara de indiferencia, aunque noté que se me encendían un tanto las mejillas.
—Se me ha ocurrido que Coral podía ayudarme a resolver un par de incógnitas.
—Pues tú verás. Ve al Hub si quieres. Estará allí hasta la hora de cerrar.
Puse la falda y los zapatos encima del televisor, ya que era la única superficie libre.
—¿Sabes si son suyos?
Les echó un vistazo, pero era demasiado astuto para picar.
—¿De dónde los has sacado?
—Me los dio un amigo de un amigo. Pensé que a lo mejor sabías de quién eran.
—Y a mí me pareció que querías hablarme del viernes por la noche.
—Es lo que hago. He hablado con un taxista y dice que cogió a Daggett delante del Hub el viernes por la noche y que lo llevó al puerto.
—Me rindo, no sé de qué hablas.
—Le acompañaba una rubia. El taxista cogió a los dos. Creo que se reunió con Daggett en el Hub y pensé que a lo mejor la vio Coral.
Billy sabía algo. Se le notaba en la cara. Estaba procesando la información, cuyo sentido no acababa de dilucidar. Perdí la paciencia.
—Me cago en la leche, Billy, sé sincero conmigo.
—Sí lo soy.
—No lo eres. Me vienes mintiendo desde que hablaste conmigo por primera vez.
—No es verdad —dijo con acaloramiento—. Pregunta lo que quieras.
—Empecemos por Doug Polokowski. ¿Qué relación tenías con él? ¿Era hermano tuyo?
Guardó silencio. Le miré con fijeza mientras esperaba.
—Hermanastro —dijo a regañadientes.
—Sigue.
Bajó la voz, a causa de la turbación al parecer.
—Mis padres se separaron, pero no legalmente, y ella quedó embarazada de otro. Yo tenía diez años entonces y me sentó fatal. Empecé a tener problemas y cada dos por tres me metían en el reformatorio, donde por lo menos me sentía a gusto. Mi madre consiguió al final que me considerasen un… bueno, como se diga.
—¿Un menor incorregible?
—Sí, eso. Fue lo mejor. En el fondo me importó una mierda. ¿Quería echarnos de casa? Pues que nos echara. Como si quería tener un montón de niños. Era una tarada, así que se podía ir a la mierda.
—Doug y tú nunca fuisteis muy íntimos entonces, ¿no?
—A duras penas. Lo veía de tarde en tarde, cuando me dejaba caer por casa, pero no nos tratábamos mucho.
—¿Cómo te llevas ahora con tu madre?
—Bien. Volvimos a tratarnos. Desde la muerte de Doug nos llevamos mejor. Son cosas que pasan.
—Pero tuviste que saber que el causante fue Daggett.
—Claro que sí. Desde luego. Mi madre me escribió para decirme que lo habían enviado a San Luis. Al principio quería vengarme. Aunque sólo hubiera sido por ella. Pero la cosa fue por otro lado. Era un hombre demasiado sentimental. ¿Sabes lo que quiero decir? Pues que al final casi me dio pena y todo. Le despreciaba por lo maricón y quejica que era, pero no me apartaba de su lado. Como si quisiera torturarle. Me gustaba verlo sufrir. Sé que soy raro, pero no un asesino. Nunca he matado a nadie.
—¿Y Coral? ¿Qué papel jugaba en todo esto?
—Tendrás que preguntárselo a ella.
—¿Pudo ser ella quien estuvo aquella noche con Daggett? A mí me parece que se trataba de Lovella, pero no estoy segura.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? Yo no estaba allí.
—¿Te ha comentado algo Coral?
—No quiero seguir hablando de esto —dijo con irritación.
—Vamos. Hablaste con Daggett el jueves por la noche. ¿Te habló de la mujer?
—No hablamos de mujeres.
Empezó a golpearse la mano izquierda con los dedos de la derecha, como si batiera palmas, con chasquidos suaves y huesos. Empezaba a sentirme como un cachorro de perdiguero que lamiera y mordisqueara sin parar un huesecillo recubierto de piel seca.
—Él la conocía —dije—. No pudo brotar de la nada. Y se dedicó a excitarle. Ella sabía lo que hacía. Fue un plan calculado al milímetro.
Los chasquidos cesaron de pronto y Billy adquirió un dejo de astucia.
—A lo mejor estaba compinchada con los tipos que querían recuperar el dinero —dijo.
Le miré con atención. No estaba mal pensado, a pesar de que no se me había ocurrido a mí.
—¿Les diste el soplo?
—Oye, tía, yo no soy un asesino y tampoco un chivato. Si Daggett se buscó un lío con alguien, era asunto suyo. ¿Te percatas de la sutileza?
—¿Qué discutimos entonces? Porque yo no entiendo qué me quieres ocultar.
Dio un suspiro y se pasó la mano por el pelo.
—Déjalo estar, ¿vale? Yo no sé nada más, o sea que olvídalo.
—Vamos, Billy. Dime lo que aún no me has contado.
—Joder, qué tía. No fue el jueves —dijo de pronto—. Me encontré con Daggett el martes por la noche y fue entonces cuando me pidió ayuda.
—Para esconderse de los tipos de San Luis —añadí para que viera que sabía por dónde iban los tiros.
—Pues claro. Lo llamaron el lunes por la mañana, por eso se vino pitando a Santa Teresa. Hablamos por teléfono el lunes a última hora. Estaba como una cuba y yo no tenía ganas de líos. Acababa de llegar a casa y estaba hecho polvo. Por eso le dije que nos viéramos al día siguiente por la noche.
—¿En el Hub?
—Exacto.
—Y os visteis —dije para facilitarle las cosas.
—Sí, nos vimos y hablamos un rato. Estaba muerto de miedo y me puse a pincharle, para divertirme un poco. No hay ningún mal en ello.
—Pero ¿por qué me mentiste? ¿Por qué no me lo contaste todo desde el principio?
Le estaba forzando, pero me parecía que era el momento de insistir.
—Me daba mala espina. No quería verme envuelto en esta historia. Preferí decirte que había sido el jueves por la noche. Para que no pareciera que tenía prisa por hablar con él. Para que no pensaras que estaba deseoso de verle. En fin, no sé qué otra explicación darte.
Era tan poco convincente lo que me decía que me pareció verdad.
—Está bien —dije—. Te creeré por el momento. ¿Qué más ocurrió?
—Nada, eso fue todo. Ya no volví a verle. Reapareció el viernes por la noche, Coral lo vio y me avisó, pero cuando llegué ya se había ido.
—¿Con la mujer?
—Sí.
—Entonces Coral la vio.
—Claro, pero no sabía quién era. Pensó que era una zorra que quería sacarle los cuartos, una puta. La tía le invitaba a una copa tras otra y él aceptaba encantado. Coral llegó a preocuparse. No es que a ella o a mí nos importase mucho el viejo, pero ya sabes lo que pasa. Aunque un tipo no te caiga bien del todo, te jode ver que se aprovechan de él.
—En particular si sabes que el tipo lleva treinta mil dólares encima, ¿no? —dije.
—No eran treinta. Eso lo dijiste tú. Eran veinticinco —después de darle a la lengua, ahora, por lo visto, se me quería hacer el estrecho—. Además, ¿para qué insistes tanto? Ya te he dicho todo lo que sé.
—¿Y Coral? Si mentiste tú, puede que ella también.
—Coral no haría una cosa así.
—¿Qué te dijo cuando llegaste al Hub?
Se le demudó un tanto el rostro y pensé que había dado con algo interesante, pero no sabía qué. Me anticipé a sus palabras.
—¿Fue Coral tras ellos? —pregunté.
—Claro que no.
—¿Qué te dijo entonces?
—Mira, a Coral no le interesaba este asunto para nada —dijo, algo nervioso.
—Pero ¿qué hizo? ¿Se fue a casa?
—No exactamente. Se encontraba mal por el resfriado y se tomó unas pastillas. Le dio un bajón y se metió en la trastienda para echarse un rato en el sofá. El camarero de la barra creyó que se había ido. Me cabreó no encontrarla cuando llegué. Tampoco vi a Daggett. No sé qué pasó. Me quedé un rato y volví al remolque, creyendo que Coral estaría aquí. Pero no estaba. Fue una confusión tonta y nada más. Coral no salió del Hub, estuvo allí todo el tiempo.
—¿A qué hora volvió?
—No lo sé. Tarde. A las tres en punto. Tuvo que esperar a que el dueño hiciera el balance de caja y luego la trajo en el coche, pero no hasta la puerta. Tuvo que recorrer seis manzanas bajo el aguacero. Desde entonces tiene un catarro que no veas.
Lo miré con suma atención mientras los engranajes del cerebro seguían dando vueltas. Imaginé a Coral en el embarcadero, con Daggett. Todo encajaba.
—¿Por qué me miras así? —dijo.
—Voy a decirte lo que pienso. Pudo ser tu hermana, ¿verdad? Me refiero a la rubia que salió del Hub con él. Por eso estás tan preocupado estos días.
—No, te equivocas —dijo.
Pero no pudo apartar los ojos de los míos. No le gustaba el hilo que seguían mis reflexiones, pero estaba segura de que también él había pensado en aquella posibilidad.
—La única prueba con que cuentas para saber que existe esa otra mujer es la palabra de tu hermana —dije.
—El taxista también la vio.
—Pero podía ser Coral. Coral pudo ser la mujer que invitó a Daggett en el Hub. Daggett la conocía y se fió de ella porque se fiaba de ti. Luego llamó al taxi y se marchó con él. El de la barra creía que se había ido, pero a lo mejor fue porque la vio salir.
—Vete de aquí inmediatamente —murmuró Billy.
La cara se le había ensombrecido y vi que los músculos se le ponían en tensión. Había estado tan absorta en mis propias especulaciones que no me había dado cuenta del efecto que le causaban. Recogí la falda y los zapatos y, sin perderle de vista, me acerqué a la puerta. Me abrió con brusquedad.
No había terminado de bajar los peldaños de la entrada cuando la puerta se cerró de golpe tras de mí. Apartó la cortinilla y se puso a observarme con actitud agresiva mientras me alejaba por el lado del cobertizo. En cuanto volvió a correr la cortinilla me di la vuelta y me acerqué a la ventana por la que le había espiado la otra vez. La celosía estaba echada, pero entre el marco y la cortina había un resquicio de anchura suficiente para dar un vistazo parcial.
Billy se había dejado caer en el sofá con la cabeza entre las manos. Alzó los ojos. La mujer que había permanecido en el dormitorio del fondo acababa de aparecer y se había apoyado en la pared mientras encendía otro cigarrillo. No la veía entera, pero distinguía el dobladillo del salto de cama de nilón amarillo y parte de sus macizos muslos. Como hombre que se ahogara, Billy alargó los brazos, la atrajo hacia sí y hundió la cara entre sus pechos. Lovella. Se puso a besuquearle los pezones a través del nilón, que quedó húmedo de saliva. Ella le miraba con esa expresión que adoptan las madres que acaban de parir cuando dan de mamar al niño en público. Se ladeó para apagar el cigarrillo en un plato sucio y le pasó la mano por el pelo. Billy la cogió por las rodillas y la recostó sobre el piso mientras le subía el salto de cama hasta la cintura. Se puso encima de ella.
Me dirigí al Hub.