El funeral se celebró en una capilla perteneciente a una oscura rama del cristianismo. El edificio era de una sola planta, estaba pintado con yeso amarillo, carecía de adornos, estaba situado junto a la autopista y era, en pocas palabras, la típica iglesia que entrevemos al pasar cuando nos dirigimos a otro sitio. Llegué tarde. Después de demoras incontables había recogido el VW en la tienda de lunas a las dos menos cuarto, aunque confieso que estuve un rato subiendo y bajando la nueva ventanilla y pasándomelo como los indios. La llovizna se estaba poniendo pesada y el saber que no iba a mojarme me llenaba de entusiasmo.
Cuando llegué a la zona de estacionamiento que había junto a la capilla, vi que había ya cincuenta coches metidos en un espacio donde sólo cabían treinta y cinco. Algunos habían invadido las plazas libres de la parcela contigua, otros estaban pegados a la valla que bordea la autopista. No tuve más remedio que dejar atrás la iglesia, meterme como pude al extremo de una hilera interminable de vehículos y volver andando. Podía oír la música de un órgano electrónico que sonaba a toda pastilla como si aquello fuera una pista de patinaje y no la casa de Dios. Por el rótulo de la entrada me enteré de que el oficiante no era un «padre» o un «reverendo», sino un «pastor», y me pregunté si tendría algún significado. Pastor Howard Bowen. El nombre de la iglesia consistía en una ristra de palabras larguísimas y me hizo pensar con inquietud en esas confesiones que reparten folletos por las casas. Esperaba que no fuera una secta de fanáticos ansiosos por convertir a todo el mundo.
El señor Sharonson, de Wynington-Blake, estaba solo en la escalinata y me miró compungido al entregarme un ejemplar mimeografiado del programa, en cuya cubierta había un lirio dibujado a mano. Su actitud daba a entender que se trataba de un servicio de segundo orden, espiritualmente hablando, ya que en el ranking confesional aquella iglesia tenía que ocupar uno de los últimos puestos.
Entré. El sacristán de turno cogió una silla plegable de un montón que había junto a la puerta y la abrió para que me sentara. Los fieles se habían puesto de pie para cantar y me quedé en la última fila, emparedada entre los que también habían llegado tarde. La mujer de mi izquierda me ofreció la mitad derecha de su antifonario, acepté la invitación y recorrí la página con los ojos a toda velocidad. En aquel momento cantaban la cuarta estrofa de un poema que sólo hablaba de sangre y pecado. Me puse a hacer ruidos bucales con la esperanza de que pasaran inadvertidos entre el griterío general. Al margen de que no creo en este tinglado, canto peor que un ganso y me preocupaba la posibilidad de que se notaran ambas cosas.
En la parte delantera me pareció distinguir la cabeza rubia de Barbara Daggett, pero no vi a ninguna otra persona conocida. Nos sentamos entre los frufrú de la ropa y los crujidos de las patas metálicas de las sillas. Mientras el pastor Bowen, trajeado de negro, hablaba sobre nuestra perversidad, me puse a mirar las baldosas de vinilo que componían el suelo y las imponentes ventanas decoradas con unas imágenes relativas al tormento espiritual que me pusieron los pelos de punta. Incluso me di cuenta de que empezaba a tener ganas de arrepentirme.
El ataúd de Daggett estaba junto al altar; no sé por qué, pero me recordó a esas cajas que utilizan los magos para partir en dos a la gente con una sierra. Consulté el programa. Habíamos pasado ya la oración introductoria y la invocación, y después de despachar el primer himno se nos estaba edificando, por lo visto, con un encendido discurso sobre las tentaciones de la carne que me hizo pensar en las múltiples y variadas ocasiones en que había sucumbido a ellas. No estaba mal, era entretenido.
El pastor Bowen era un sesentón bajito y casi calvo, de cara redonda y tensa y que parecía tener mal aliento. Había elegido como tema un pasaje del Deuteronomio: «Te herirá el Señor de úlcera maligna, de la que no podrás sanar, en las rodillas y en las piernas, de la planta del pie a la coronilla» y aguanté sin dormirme más de lo que había imaginado. Sentía curiosidad por saber lo que diría sobre John Daggett, que había pecado mucho y arrepentídose poco, pero el muy cuco se las ingenió para eludir el tránsito del difunto, alegando: «El te prestará y tú no le prestarás; él será la cabeza y tú serás la cola», y se embarcó de lleno en una plegaria que recitamos todos a coro.
Cuando nos levantamos para el himno final, me dio la sensación de que me miraba alguien, alcé los ojos y vi a Marilyn Smith dos filas más allá, en compañía de un hombre que supuse sería su marido, Wayne. Vestía de rojo. Se me ocurrió que a lo mejor se subía de un salto en el ataúd y se ponía a bailar un zapateado. Los fieles estaban tocando ya el fondo espiritual de las cosas y por todas partes se oía exclamar hosanna, amén y aleluya, y mucho rasgar de vestiduras. Yo quería escurrir el bulto, pero no me atrevía. Aquello empezaba a parecer una clase de aerobic espiritual.
La mujer que tenía al lado comenzó a balancearse con los ojos cerrados mientras berreaba algún que otro «Sí, Señor». No soy dada a esta clase de arrebatos públicos en plan ortodoxo y comencé a desplazarme hacia la puerta. El pastor se había puesto a hacer ejercicios de brazos en alto y encabezaba ya una especie de conga eclesiástica, seguido por los feligreses de más edad y por Essie Daggett en último término.
Al salir me di de manos a boca con Billy Polo y su hermana Coral. Billy me cogió por el brazo y me hizo a un lado en el momento en que el oficio se daba por finalizado y la multitud se apelotonaba en la puerta. Essie Daggett se deshacía en lágrimas y medio la llevaban a hombros, igual que a los toreros cuando han hecho muy bien la faena. Barbara Daggett y Eugene Nickerson se le habían puesto uno a cada lado y la protegían como podían. Por el motivo que fuese, los demás afligidos querían tocarla, acariciarla, agarrarla, como si el dolor la hubiese dotado de poderes curativos.
En último lugar iban los portadores del féretro, que en vez de llevarlo sobre los hombros lo habían puesto en un carretón de mano. Ninguno de los seis parecía tener menos de sesenta y cinco años, y no sería de extrañar que Wynington-Blake hubiera pensado en la posibilidad de que les flaquearan las piernas o se les cayera la caja en mitad de la nave. El caso es que el carretón tenía una rueda floja que se bamboleaba y chirriaba como un demonio. El ataúd, como dotado de voluntad propia, iba de un lado a otro, amenazando con salir disparado contra las sillas. Los portadores se esforzaban por mantenerlo en equilibrio sin perder la expresión fúnebre y seguían tirando del carretón como animales testarudos.
Entreví a Tony Gahan durante una fracción de segundo, pero desapareció antes de que pudiera decirle nada. El coche fúnebre se colocó ante la entrada y los portadores tuvieron que inclinar el ataúd para bajar la escalinata y meterlo por la parte trasera de aquél. Acto seguido apareció la limusina y ayudaron a Essie a instalarse en los asientos de atrás. Llevaba un vestido negro y se cubría con un sombrero negro de paja y ala ancha del que pendía el velo. Más que una viuda desconsolada, parecía una apicultora. Picada por el aguijón del Espíritu Santo, me dije. Barbara Daggett llevaba un conjunto gris marengo y zapatillas negras; sus ojos bicolores destacaban de un modo casi electrizante en el óvalo pálido del rostro. La lluvia caía con ritmo monótono y el señor Sharonson repartía paraguas negros mientras la gente salía corriendo hacia el aparcamiento con la cabeza encogida.
Los coches arrancaban por grupos entre rugidos y nubes de humo, y la gravilla saltaba al maniobrar para ponerse en hilera y formar el cortejo que avanzaba ya con solemnidad hacia el camposanto, que estaba a unos tres kilómetros de allí. Cuando llegamos tuvimos que dejar otra vez los coches en una hilera interminable; se oyó un sinfín de portazos y avanzamos por la hierba mojada. Por lo visto era un cementerio de construcción muy reciente, había pocos árboles y más bien parecía un pegujal de terreno llano que se hubiera sembrado para producir una cosecha anómala. Las lápidas eran rectangulares y pequeñas, carentes de esa belleza marchita que proporcionan los ángeles de piedra y los corderos de granito. El terreno estaba bien conservado, aunque se reducía a una red de caminos asfaltados que serpeaban alrededor de parcelas vendidas antes de que hubiera necesidad de utilizarlas. Me pregunté si los cementerios, como los campos de golf, los proyectaban expertos preocupados por conseguir el máximo efecto estético. Aquél parecía un club periférico de los baratos en el que los difuntos advenedizos pagasen una cuota reducida. A los ricos y los próceres se les enterraba en otra parte, y estaba claro que John Daggett no tenía categoría suficiente para descansar entre ellos.
Wynington-Blake había instalado un palio sobre la tumba y, al lado de ésta, un toldo de mayor tamaño que cubría una serie de sillas plegables. Nadie sabía qué hacer ni adónde ir y reinaba bastante confusión. A Essie y Barbara Daggett las condujeron hasta el toldo y, flanqueadas por Eugene Nickerson y una señora gorda, se sentaron en primera fila, en una serie de cuatro sillas plegables y unidas por la base. Las patas traseras se hundieron en el suelo mojado y los cuatro quedaron inclinados hacia atrás. Me los imaginé atrapados en aquellas sillas, con los ojos clavados en el toldo, las piernas colgando, sin poder levantarse. ¿Por qué el dolor parece confabularse siempre con el absurdo?
Me puse a un lado del toldo, pero no quise sentarme. Casi todos los afligidos eran ancianos y (tal vez) necesitaban las sillas más que yo. Toda la comunidad, por lo visto, se había solidarizado con Essie.
El pastor Bowen no había querido ponerse un impermeable y estaba al descubierto, recibiendo la lluvia en el pelo raleante y esperando con paciencia a que se instalaran todos. Fue entonces cuando vi que tenía un sonotone empotrado en el oído derecho. Vi que lo manipulaba con discreción, poniendo cara de buena persona para no llamar la atención de los presentes. Me pregunté si la humedad le habría estropeado las pilas. Vi que lo golpeaba con el índice y que daba un respingo como si el aparato se hubiera puesto a funcionar de pronto.
En la otra parte del toldo vi a Marilyn y Wayne Smith delante de Tony Gahan, que estaba con su tía Ramona. Tony parecía todo un caballero preuniversitario con su pantalón de lana gris, su camisa blanca, su chaqueta deportiva de color azul marino y su corbata de seda. Sus ojos buscaron los míos como si se hubiera dado cuenta de que le miraba y vi que tenía una expresión tan vacua como la de un robot. Si estaba dando rienda suelta al odio o a un dolor contenido durante mucho tiempo, la verdad es que no se le notaba. Billy Polo y su hermana se habían quedado fuera del toldo, bajo la lluvia, con un paraguas para los dos. Coral tenía expresión de sufrimiento. Al parecer seguía resfriada, ya que estrujaba en la mano un puñado de pañuelos de papel. Más le habría valido quedarse en cama con mucho Vick’s Vaporub en el pecho. Billy parecía intranquilo y observaba a la multitud con atención. Seguí la dirección de su mirada, preguntándome si buscaría a alguien concreto.
—Queridos hermanos —dijo el sacerdote con voz cascada—. Nos hemos reunido aquí con motivo de la lamentable muerte de John Daggett, para ser testigos de su regreso a la tierra con la que fue hecho, para dar constancia de su tránsito y celebrar su presentación ante Jesús, Nuestro Señor. John Daggett nos ha dejado. Ya está libre de los cuidados y preocupaciones de esta vida, libre de pecado, libre de su carga, libre de toda culpa…
Al fondo se oyó gritar a una mujer:
—¡Sí, Señor!
Y otra bramó:
—¡Una mieeeeerdaaaa! —imitando la cantinela de la otra.
El sacerdote, que no había oído bien, tomó ambas expresiones por respuestas litúrgicas, por gritos bíblicos de ánimo para que arreciara el nervio retórico. En consecuencia levantó la voz, cerró los ojos y se puso a recitar anatemas contra el pecado, la inmundicia, la carne corrupta, la concupiscencia y la depravación.
—¡John Daggett fue el cabrón más cabrón que se haya parido y hay que decirlo con claridad! —exclamó la segunda mujer.
Las cabezas se volvieron. Lovella se había puesto en pie casi al fondo. Todos se volvían para mirar con cara de estupefacción.
Estaba borracha. Tenía los ojos algo rojizos y era probable que hubiera añadido al alcohol un poco de maría de la buena. Aún tenía el ojo izquierdo algo hinchado, aunque la moradura se le había vuelto amarilla y parecía más una alergia que el fruto de un puñetazo del muerto. Seguía teniendo el pelo rubio y rizado y su boca parecía un brochazo bermejo. Había llorado en abundancia, se le había corrido el rímel y debajo de los párpados inferiores tenía manchas que parecían de hollín. Tenía la piel salpicada de manchas y la nariz, que se le había puesto roja, le moqueaba. Había optado para la ocasión por un vestido negro de lentejuelas y escote generoso. Tenía casi al aire los pechos, que le abultaban como condones hinchados en broma. No supe si lloraba de rabia o de pesar y me pareció que los presentes no estaban preparados para afrontar ninguna de las dos cosas.
Eché a andar hacia ella. Por el rabillo del ojo vi que Billy Polo hacía lo mismo que yo por el otro lado del toldo. El sacerdote se había dado cuenta ya de que aquella mujer no jugaba en su equipo y miró con desconcierto al señor Sharonson, que hizo una seña a sus empleados para que entraran en acción. Todos llegamos a nuestro destino prácticamente a la vez. Billy la sujetó por los brazos, doblándoselos hacia atrás. Lovella se soltó repartiendo puntapiés a diestro y siniestro y gritando: «¡Cabrones! ¡Hipócritas de mierda!». Un empleado de la funeraria la cogió por el pelo y el otro por los pies. Lovella se puso a gritar y a dar sacudidas mientras se la llevaban hacia el camino. Fui tras ellos, aunque no sin echar un vistazo a mis espaldas. Los que se habían levantado para ver mejor tapaban a Barbara Daggett, pero vi que Marilyn Smith paladeaba cada segundo de la actuación de Lovella.
Cuando llegué donde esta última, se encontraba tendida en los asientos delanteros del Chevrolet de Billy, con las manos sobre la cara como si llorase. Todas las portezuelas estaban abiertas y Billy estaba de rodillas, tranquilizándola, murmurándole cosas y acariciándole el pelo mojado. Los dos empleados de la funeraria cambiaron una mirada, convencidos de que Lovella estaba ya bajo control. Su presencia irritó a Billy.
—Venga, tíos, yo me encargo de ella. Ya se ha tranquilizado. Ahora, largaos de aquí.
En aquel momento llegó Coral y se puso junto a él con el paraguas en alto. Parecía confundida por el comportamiento de Billy, disgustada por la escena que Lovella había organizado. Entre los tres componían un grupo desigual y me dio la sensación de que su relación era más reciente de lo que Billy quería que creyera.
Deduje que la ceremonia fúnebre se estaba terminando. Bajo el toldo resonaban las voces discordantes de los presentes, que se habían puesto a entonar un himno eclesiástico. Los sollozos de Lovella habían adquirido la intensidad torpe y cacofónica del llanto infantil. ¿Estaba realmente apenada por Daggett o por algo que yo ignoraba?
—¿Qué pasa, Billy? —dije.
—No pasa nada —dijo con hosquedad.
—Pasa y mucho. ¿Cómo se ha enterado de la muerte de Daggett? ¿Se lo dijiste tú?
No me hizo caso y hundió la cara en el pelo femenino. Coral desvió la mirada y la posó en mí.
—Él no sabe nada.
—¿De qué, Coral? ¿Te apetece que charlemos sobre ello?
Billy la fulminó con una mirada de advertencia y Coral cabeceó en sentido negativo.
Murmullos y actividad bajo el toldo. La multitud se dispersaba y algunos grupos avanzaban hacia nosotros.
—Cuidado con la cabeza —dijo Billy a Lovella—. Voy a cerrar —cerró la portezuela del conductor y rodeó el coche para hacer lo mismo con la otra. Esperó con la mano en el tirador a que Lovella encogiese las piernas para hacerle sitio. Billy oteó con indiferencia aparente a los que aún se apelotonaban bajo el toldo. De pronto vi que parpadeaba y fruncía el ceño—. ¿Quiénes son? —dijo.
Miraba al pequeño grupo formado por Ramona Westfall, Tony y los Smith. Los tres adultos charlaban mientras Tony, con las manos en los bolsillos, se quitaba el barro de la suela del zapato, frotándola contra el travesaño de una silla. Barbara Daggett estaba detrás de él, hablando con otra persona. Le fui diciendo los nombres. Me pareció que quien le interesaba era Wayne, pero no estaba segura. También podía ser Marilyn.
—¿Por qué han venido los Westfall?
—Quizá por lo mismo que tú.
—Tú no sabes por qué he venido yo —dijo.
Estaba nervioso, jugueteó con las llaves del coche y volvió a fijarse en el grupo anterior.
—Ya me lo dirás un día de éstos.
Esbozó una sonrisita afectada para decirme que naranjas de la China. Hizo una seña a Coral y ésta se instaló en el asiento trasero. Billy se puso al volante, puso en marcha el vehículo y arrancó sin mirar atrás.