El día amaneció de un color gris oscuro que poco a poco fue aclarándose hasta adquirir una cualidad fría y brillante. No suelo correr cuando llueve, pero no había dormido bien y necesitaba quitarme de encima los restos de la ansiedad. No sabía exactamente qué era lo que me preocupaba. A veces me despierto con la desagradable sensación de que un temor en miniatura se me ha aposentado en las entrañas. Al margen del alcohol y las drogas, que a las seis de la mañana apetecen poco, lo único que me tranquiliza es correr.
Me puse el chándal, busqué el carril para bicicletas y recorrí los dos kilómetros y medio que hay hasta el parque de atracciones. El viento había despojado a los árboles de sus hojas secas, que yacían sobre el césped semejantes a plumas empapadas. El océano era de plata y las olas susurraban como una falda de seda con volantes. La playa era de un castaño monótono, y sobre la arena sobrevolaban las gaviotas en busca de crustáceos. Las palomas se elevaban en bandadas para contemplar el paisaje desde lo alto. Tengo que confesar que en el fondo no soy aficionada al campo. Siempre soy consciente de que, por debajo de su animado gorjeo, ciertas criaturas de ojos encendidos, sin sentimientos ni conciencia, se dedican a machacar huesos y a hacerse collares con tripas ajenas. Cuando necesito estar a gusto y tranquila no busco estas cosas en la Naturaleza.
Había poco tráfico. Sólo yo hacía jogging en aquellos momentos. Dejé atrás los lavabos públicos, una construcción de piedra artificial y pintada de rosa en la que se habían apretujado dos vagabundos y un carrito de la compra. A uno de ellos lo había visto hacía un par de noches y se me quedó mirando con indiferencia. Su colega, que parecía un montón de trapos viejos, permanecía encogido bajo una frazada de cartones. Llegué al final del paseo y recorrí los dos kilómetros y pico de vuelta. Llegué a casa con las Etonics empapadas, el chándal medio mojado y el pelo adornado de gotas resplandecientes que parecían perlas. Me di una ducha muy larga con agua caliente y, con la sensación de seguridad que proporciona la vuelta a casa, recuperé el optimismo.
Desayuné, ordené la casa, revisé el seguro del coche y vi que cubría lo de la ventanilla rota, aunque había que desembolsar cincuenta dólares recuperables. A las ocho y media me fui a recorrer tiendas de lunas para pedir presupuestos y convencer a quien fuese de que me arreglara la ventanilla antes de mediodía. Volví a enfundarme en mi vestido multiuso, desenterré un bolso negro de piel, muy presentable, que guardo para las ocasiones «formales», y metí dentro todo lo básico, amén del cheque de las narices.
Dejé el coche ante una tienda de lunas que hay cerca de mi oficina y recorrí a pie el resto del camino. Aunque iba con zapatillas, me dolían los pies, y con los pantis era como caminar con una mano caliente y húmeda en la ingle.
Al entrar en el despacho di comienzo a la rutina diaria. Acababa de enchufar la cafetera de filtro cuando sonó el teléfono.
—¿Señorita Millhone? Soy Ramona Westfall.
—Ah, hola, ¿qué tal? —dije.
El estómago se me encogió un poco y me pregunté si Tony Gahan le habría contado lo de su rabieta en Los Relojes durante la noche precedente.
—Bien, bien —dijo—. La llamo porque quisiera hablar con usted, a ser posible esta misma mañana, si tiene un momento libre.
—Tengo libres todos los momentos, lo que no tengo es coche. ¿Le importaría pasar por aquí?
—No, claro que no; es más, lo prefiero. ¿Le va bien a las diez? Sé que es meterle prisa, pero…
Consulté la hora. Veinte minutos.
—De acuerdo —dije.
Murmuró una frase de despedida y colgó. Pulsé el interceptor para que hubiese línea y llamé a Barbara Daggett, a casa de su madre, para preguntar por la hora exacta del entierro. No pudo ponerse la aludida, pero Eugene Nickerson me dijo que el servicio sería a las dos y yo le dije a mi vez que estaría presente.
Dediqué unos minutos a abrir el correo de la víspera y a rellenar dos impresos para ingresar sendos cheques en mi cuenta, y llamé a la compañía de seguros para exponer con detalle lo del cristal del coche. No había hecho más que colgar cuando el teléfono sonó otra vez.
—¿Kinsey?, soy Barbara Daggett. Ha ocurrido algo. Al llegar esta mañana me he encontrado en el porche con una mujer que dice que es la mujer de mi padre.
—Lovella. Lo que faltaba.
—¿Sabe quién es?
—La conocí la semana pasada, cuando estuve en Los Ángeles tratando de averiguar el paradero de su padre.
—¿Y estaba usted al tanto de lo que afirma?
—En líneas generales, sí. Pero pensé que se trataba de esas convivencias que el derecho consuetudinario acaba sancionando con el paso del tiempo.
—Pero tiene un certificado de matrimonio. Lo he visto personalmente. ¿Por qué no me lo dijo usted? No supe qué responderle. Se puso a gritarme como una arrabalera y no tuve más remedio que llamar a la policía. Resulta inconcebible que ni siquiera lo mencionara usted.
—¿Cuándo? ¿Cuándo debía habérselo dicho? ¿En el depósito? ¿En la funeraria, mientras su madre sufría el ataque?
—Podía haberme llamado en otro momento. Podía haber pasado por mi despacho incluso.
—Barbara, pude haber hecho muchas cosas pero no ha sido así. Si le soy sincera, su padre me inspiraba sentimientos de protección y confiaba en que ustedes no se enterasen nunca de la existencia de ese «presunto» enlace matrimonial. El certificado en cuestión puede ser falso. Toda la historia puede ser un montaje. Pero aunque todo sea auténtico, ya tienen ustedes bastantes problemas para que encima añadan la bigamia a la lista de errores de su padre.
—No es usted quien tiene que decidirlo. Mi madre quiere saber ahora qué es todo este lío y no sé qué decirle.
—Comprendo su disgusto, pero creo que no rectificaría mi comportamiento.
—¡Su actitud es inconcebible! No me gusta que me mantengan en la ignorancia —dijo—. La contraté para que investigase y esperaba que me comunicaría cuanto averiguara.
—Su padre me contrató mucho antes que usted —dije.
Aquello le tapó la boca durante un momento, pero no tardó en volver al ataque.
—¿Para hacer qué? Porque usted nunca lo ha concretado.
—Desde luego que no. Lo que me dijo es secreto profesional. Todo era mentira, pero mi oficio no consiste en divulgar lo que me cuentan. No duraría en esta profesión si me dedicara a comentar toda la información que se me proporciona.
—Yo soy su hija y tengo derecho a saberlo. En particular si resulta que mi padre era bígamo. Le pago para eso, ¿no?
—Usted me paga para que estruje esta cabecita que tengo encima de los hombros —dije—. Por favor, Barbara. Sea razonable. Pongamos que se lo cuento. ¿Qué finalidad tendría? Si sus padres estaban legalmente casados, Lovella no tiene ningún derecho a reclamar nada y, por lo que sé, se da perfecta cuenta de ello. ¿Por qué aumentar el dolor de ustedes cuando esta mujer puede marcharse con el rabo entre las piernas en cualquier momento?
—¿Cómo supo ella que había muerto mi padre?
—Por mí no, se lo aseguro. No soy idiota. Lo que menos deseaba yo en este mundo es que se pusiera a dar un mitin ante la casa de ustedes. Puede que se enterase por la prensa, o por la televisión —murmuró no sé qué, momentáneamente apaciguada—. ¿Qué ocurrió cuando se presentó la policía? —añadí.
Guardó silencio mientras se debatía entre informarme o seguir metiéndose conmigo. Me dio la sensación de que disfrutaba fastidiando a la gente y que le costaba abandonar cuando tenía ocasión de hacerlo. Desde mi punto de vista, no me pagaba lo suficiente para aguantarla. Un poco sí, pero no hasta ese extremo. Sospecho que debería haberla advertido.
—Los dos agentes se la llevaron aparte y hablaron con ella. Se marchó hace unos minutos.
—Bueno, si vuelve a asomar la nariz, ya me encargaré yo de ella —dije.
—Pero ¿por qué tendría que aparecer otra vez?
Caí entonces en la cuenta de que, presuntas bigamias aparte, no había informado a mi interlocutora acerca de los infames veinticinco mil dólares, que según Billy Polo formaban parte de la «herencia» de Daggett. Puede que Lovella hubiera acudido para cobrar.
—Creo que sería conveniente que usted y yo tuviéramos una charla cuanto antes —dije.
—¿Por qué? ¿Es que hay algo más?
Levanté la vista, Ramona Westfall estaba en la puerta.
—Siempre hay algo más —dije—. Es la sal de la vida. Disculpe, pero acaba de llegar una visita. La llamaré por la tarde.
Colgué, me puse en pie y la señora Westfall y yo nos dimos la mano. La invité a sentarse y preparé café para las dos con la esperanza de que aquel rito social la relajase.
Parecía abatida, con manchas de cansancio en la piel que rodeaba con delicadeza sus ojos amables. Llevaba una blusa de popelín café con leche, con hombreras, y un bolso de lona y malla que habría podido servir para un safari improvisado. El pelo, claro de por sí, le brillaba como en un anuncio de champú Breck de los que salen en las revistas. Traté de imaginármela con impermeable, rondando la dársena con el brazo de Daggett sobre sus hombros. ¿Habría podido tirarlo, con el culito en pompa, del bote de remos? Desde luego que sí. ¿Por qué no?
Me miraba con inquietud mientras me organizaba la mesa con ademanes mecánicos. Puso en fila tres lápices con la punta hacia mí, como si fueran sendos misiles tierra-aire, y se aclaró la garganta.
—Bueno, verá. Queríamos saber… Tony no nos ha dicho ni palabra y hemos pensado que sería conveniente preguntarle a usted. ¿Le contó a Tony lo del dinero cuando estuvo con él anoche?
—Desde luego —dije—. Pero fue inútil. No conseguí nada. Se mostró inflexible. Ni siquiera quiso hablar del asunto.
Se ruborizó un tanto.
—Creo que vamos a aceptarlo —dijo—. Anoche, mientras Tony estaba con usted, Ferrin y yo hablamos del tema y pensamos en la posibilidad de abrir una cuenta a plazo fijo… por lo menos hasta que cumpla los dieciocho años y tenga criterio suficiente para saber emplearlo.
—¿Qué les ha hecho cambiar de idea?
—Oh, supongo que todo. Celebramos una reunión familiar y el terapeuta piensa que podemos canalizar parte de la indignación y el sufrimiento. Cree que las jaquecas que padece Tony están relacionadas hasta cierto punto con la angustia, que es una especie de indicador de su negativa, mejor dicho, de su incapacidad para aceptar la desgracia. Me he estado preguntando hasta qué extremo habré contribuido a estas cosas. Tampoco yo he sabido aceptar la muerte de Abby y supongo que mi actitud tiene que haberle influido negativamente —se detuvo y cabeceó con suavidad, como si estuviera aturdida—. Sé que es una reacción invertida. Hemos sido bruscos con usted de un modo innecesario y le pido disculpas.
—No tiene por qué hacerlo —dije—. Me complacería personalmente que se quedaran ustedes con el dinero. Por lo menos me librarían de la responsabilidad que supone. Si después cambian de idea, siempre pueden donarlo para una buena causa. Hay muchas en el mundo.
—¿Y la familia de Daggett? Pueden pensar que el dinero les pertenece, ¿no cree? Vamos, yo no querría quedármelo si va a haber complicaciones legales.
—Tendría que hablar usted con un abogado —dije—. El cheque se extendió a nombre de Tony, y Daggett me contrató para que se lo entregara. No creo que sus intenciones puedan ponerse en duda. Puede que haya pejigueras legales que ignoro, pero, si lo desean, son ustedes muy dueños de consultar antes con quien les parezca.
En el fondo quería que se llevase el cheque de una maldita vez y se acabara aquel embrollo.
Se quedó mirando el suelo durante unos instantes.
—Tony ha dicho… anoche comentó que quería ir al entierro. ¿Le parece oportuno? Vamos, le pregunto si le parece buena idea.
—No lo sé, señora Westfall. Es algo que escapa a mi competencia. ¿Por qué no lo consulta con el analista del muchacho?
—Quise hacerlo, pero está fuera de la ciudad y no vuelve hasta mañana. No quiero que Tony sufra más trastornos.
—Sus sentimientos son sus sentimientos. Y eso no se puede controlar. Puede que Tony tenga que pasar por ello.
—Ferrin dice lo mismo, pero yo no estoy convencida del todo.
—¿Qué es eso de las jaquecas? ¿Desde cuándo las tiene?
—Desde el accidente. Anoche, por ejemplo, volvieron a darle. Usted no tuvo la culpa —se apresuró a añadir—. Empezó a dolerle la cabeza una hora después de volver a casa. Entre las doce y las cuatro estuvo vomitando cada veinte minutos. Al final tuvimos que llevarlo a urgencias, al St. Terry. Le pusieron una inyección y se quedó dormido. Pero cuando despertó, no hace mucho, dijo que quería ir al entierro. ¿Se lo comentó a usted anoche?
—En absoluto. Le conté que Daggett había muerto, pero no pareció impresionarle. Lo único que dijo es que se alegraba. ¿Se encuentra con fuerzas para ir?
—Supongo. Las jaquecas que tiene son muy extrañas. Unas veces parece que no se le van a ir nunca y otras se le pasan al instante y le dan un hambre de lobo. El viernes por la noche le pasó algo así.
—¿El viernes? —dije.
La noche de la muerte de Daggett.
—Bueno, pudo haber sido peor. Cuando volvió de clase, ya sabía que iba a tener una jaqueca. Le dimos unas pastillas para prevenirla, pero sin resultado. El caso es que se le pasó enseguida y acabó devorando dos bocadillos de carne que le preparé a las dos de la madrugada. Se sentía como nuevo. También es verdad que tuvo otra el martes, y la de anoche. Y dos la semana anterior. Ferrin piensa que asistir al entierro tal vez tenga un significado simbólico para él. Algo así como liquidar una pesadilla para siempre y recuperar la libertad.
—Siempre es posible.
—¿No se opondrá Barbara Daggett?
—No sé por qué —dije—. Creo que se siente tan culpable como su padre y está deseosa de cooperar.
—En tal caso veré cómo se encuentra Tony cuando vuelva a casa —dijo y consultó la hora—. Tengo que irme.
—Espere, le daré el cheque.
Saqué el bolso del cajón del fondo, cogí el cheque y se lo di. Al igual que su marido la noche anterior, lo planchó con la mano y lo inspeccionó como si por una de aquéllas fuera una falsificación traída por los pelos. Volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolso mientras se ponía de pie. No se había tomado el café. Tampoco yo había tocado el mío.
Le indiqué el lugar y la hora del oficio y la acompañé a la puerta. Cuando se hubo marchado, volví a tomar asiento y repasé lo que me había contado aquella mujer. Tenía ganas de hablar con Tony en privado para comprobar si Ramona Westfall había estado en casa mientras mataban a Daggett. Costaba imaginársela en plan homicida, pero no sería la primera vez que me engañaban.