Cuando llegamos a su casa estaba sereno y pensativo, como si no hubiera pasado nada fuera de lo corriente. Detuve el coche delante de la casa, bajó, cerró de un portazo y echó a andar por el camino de acceso sin decir palabra. Estaba segura de que no comentaría con sus tíos su arranque de mal humor, lo cual era una suerte porque había prometido no decir nada que pudiese afectarle. Conservaba aún el cheque de Daggett y me pregunté si no estaría condenada a pasarme la vida tratando inútilmente de que me lo quitasen de las manos.
Volví a casa y vacié el VW, operación que me llevó veinte minutos. Aunque suelo tener la casa bastante limpia, jamás había practicado mis cualidades organizativas en el coche. Por lo general tengo el asiento trasero lleno de expedientes, libros jurídicos, el maletín y prendas de vestir de lo más heterogéneo, pantis, cazadoras, zapatos, sombreros, que en ocasiones utilizo para «disfrazarme» por asuntos relacionados con el trabajo.
Lo metí todo en una caja de cartón y me dirigí al patio de atrás, que es donde está la puerta de mi casa. Abrí el candado que cerraba el cuarto trastero que hay pegado al porche de atrás, metí la caja donde pude y volví a echar el candado.
Al llegar a mi puerta vi que de las sombras surgía una figura.
—¿Kinsey?
Di un respingo y me di cuenta, algo tarde, de que se trataba de Billy Polo. No le pude ver bien los rasgos, dada la oscuridad reinante, pero la voz era inequívocamente suya.
—Mierda, ¿qué haces aquí? —dije.
—Perdona, no quería asustarte. Tengo que hablar contigo.
Me fui recuperando poco a poco del sobresalto y tardé algo en reaccionar.
—¿Cómo has sabido que vivo aquí?
—Lo consulté en la guía telefónica.
—Mi dirección no figura en la guía.
—Sí, ya lo sé. Primero probé en tu oficina, y como no estabas pregunté en la compañía de seguros que hay al lado.
—¿Te han dado mi dirección en La Fidelidad de California? —dije—. ¿Con quién hablaste?
No me creía ni por asomo que en F.C. le hubieran facilitado una información de aquel tipo.
—Con una mujer, pero no me dijo su nombre. Le dije que era un cliente tuyo y que se trataba de una urgencia.
—Mentira.
—No, es verdad. Lo que pasa es que no tuvo más remedio porque me puse algo duro con ella.
Estaba claro que no iba a darme otra versión y no insistí.
—Bueno, ¿de qué se trata? —dije.
Era consciente de mi brusquedad, pero es que no me gustaba que se hubiera personado en mi domicilio, y no me creía la explicación que me había dado sobre cómo había sabido mi paradero.
—¿Es necesario que hablemos aquí fuera?
—Sí, Billy, es necesario. Vamos, desembucha.
—Oye, no tienes por qué ponerte así conmigo.
—¿Y cómo quieres que me ponga, joder? Te escondes en la oscuridad y me das un susto de muerte. Aún no sé si eres Jack el Destripador o la Mula Francis, de modo que no tengo por qué invitarte a pasar.
—Está bien, está bien.
—Dime lo que tengas que decir. Y arreando porque tengo prisa.
Se hizo el nervioso, pero pensé que era para impresionarme.
—He hablado con mi hermana Coral —dijo por fin— y me ha dicho que sea sincero contigo.
—Oh, fabuloso, qué consejo. ¿Sobre qué has de ser sincero?
—Daggett —murmuró—. Me buscó.
—¿Cuándo?
—El lunes pasado, cuando llegó a Santa Teresa.
—¿Te llamó por teléfono?
—Eso mismo.
—¿Cómo sabía dónde estabas?
—Me llamó a casa de mi madre, y como yo no estaba en aquel momento, le dio su número y lo llamé más tarde.
—¿Desde dónde llamó?
—No lo sé. Desde algún tugurio. Se oía mucho ruido al fondo. Estaba borracho y supuse que se habría metido en el primer bar que le había salido al paso.
—¿A qué hora fue?
—Hacia las ocho de la tarde. Más o menos.
—Sigue.
—Me dijo que estaba asustado y que necesitaba ayuda. Le habían llamado a Los Ángeles para decirle que iban a cargárselo por una faena que había hecho poco antes de que lo pusieran en libertad.
—¿Qué faena?
—No conozco los detalles. Parece que a su compañero de celda lo borraron del mapa y Daggett se agenció un montón de pasta que el otro había escondido en el catre.
—¿Cuánto?
—Unos treinta de los grandes. Eran de una operación relacionada con el tráfico de drogas; por lo visto hubo trampa y por eso mataron al otro. Daggett se lo llevó todo y querían que lo devolviese. Le buscaban. Eso le dijeron al menos.
—¿Quiénes?
—No quiero mencionar nombres. Sospecho de quién se trata y lo podría averiguar, pero no quiero meterme en líos si puedo evitarlo. La cosa es que le seguí la corriente. Yo no tenía intención de ayudar a esa momia apestosa. De ninguna de las maneras. Se había metido en un buen atolladero, pues que saliera solo. Yo no quería líos. Y menos con aquellos tipos buscándole. Le tengo demasiado cariño a mi pellejo.
—¿Qué pasó entonces? ¿Hablasteis por teléfono y eso fue todo?
—Bueno, no. Nos vimos para tomar un trago. Coral dice que es mejor que te lo diga.
—¿En serio? —dije—. ¿Y por qué?
—Por si pasa algo. No quiere que parezca que estoy ocultando información.
—Entonces piensas que dieron con él.
—Está muerto, ¿no?
—¿Y eso qué demuestra?
—A mí no me lo preguntes. Vamos, yo sólo sé lo que Daggett me contó. Tenía que desaparecer y creyó que yo le ayudaría.
—¿De qué modo?
—Proporcionándole un sitio para esconderse.
—¿Cuándo os visteis?
—El jueves. Yo estaba muy ocupado.
—Compromisos sociales urgentes, sin duda.
—Eh, eh, para el carro. Estaba buscando empleo. Estoy con la condicional y tengo que cumplir ciertos requisitos.
—¿Seguro que no lo viste el viernes?
—No. Sólo una vez y fue el jueves por la noche.
—¿Sabes qué hizo Daggett mientras tanto?
—Ni idea. No me lo dijo.
—¿Dónde os visteis?
—En el bar donde trabaja Coral.
—Ahora lo entiendo. Le preocupa que vaya haciendo preguntas por ahí y me cuenten que te vieron con él.
—Pues sí, ¿y qué? A Coral no le gusta que tenga problemas con la ley, sobre todo estando en libertad condicional.
—¿Y cómo es que los bandidos en cuestión tardaron tanto en encontrarlo? Hacía seis semanas que Daggett estaba en libertad.
—Puede que al principio no supieran que había sido él. Daggett no era muy espabilado. No había hecho nada importante en su vida. Pensarían que era demasiado estúpido para meter la mano en un colchón y largarse con la pasta.
—¿Sabes si llevaba el dinero encima cuando os visteis?
—¿Me tomas el pelo? Pero si quiso sacarme diez dólares —dijo con cara compungida.
—¿Había condiciones? —pregunté—. ¿Le habrían dejado en paz si hubiera devuelto el dinero?
—Lo dudo.
—Sí, yo también —dije—. ¿Qué papel crees que juega Lovella en esto?
—Ninguno. Ella no tiene nada que ver en el asunto.
—Yo no estaría tan segura. El viernes por la noche vieron a Daggett junto a la dársena; iba trompa perdido y con una rubia de aspecto barriobajero.
Aunque estaba oscuro me di cuenta de que me observaba con suma atención.
—¿Una rubia?
—Exacto. Más bien joven, por lo que me han dicho. Daggett estaba que se caía y ella le ayudaba a sostenerse.
—No tengo ni zorra idea de eso.
—Yo tampoco, pero creo que se trataba de Lovella.
—Pregúntale a ella entonces.
—Es lo que pienso hacer —dije—. ¿Qué pasó después?
—¿Sobre qué?
—Por ejemplo, sobre los treinta billetes. Daggett ha muerto. ¿Quiere ello decir que los que le buscaban han recuperado la pasta?
—Si la encontraron, sí —dijo con algo de intranquilidad.
—¿Y si no la encontraron?
Titubeó.
—Pues no sé. Si está escondida, digo yo que será de su viuda. Le pertenecerá por herencia.
Empecé a ver claro. Pero no sabía si él también.
—¿Te refieres a Essie?
—¿A quién?
—A Essie, la viuda de Daggett.
—Estaban divorciados —dijo.
—Me parece que no. Por lo menos, no legalmente.
—Estaba casado con Lovella —dijo.
—Legalmente no.
—Te estás quedando conmigo.
—Ve mañana al entierro y lo comprobarás.
—¿La pasta la tiene esa tal Essie?
—No, pero yo sé dónde está. Veinticinco mil, así como lo oyes.
—¿Dónde? —dijo con incredulidad.
—En mi bolsillo, cielo. En forma de cheque a nombre de Tony Gahan. Te acuerdas de Tony, ¿verdad?
Silencio absoluto.
Bajé la voz.
—¿Por qué no me cuentas quién es Doug Polokowski?
Se dio la vuelta y se fue.
Me quedé inmóvil durante unos momentos y, aunque el asunto no me hacía gracia, eché a andar detrás de él, sin poder quitarme de la cabeza la circunstancia de que supiese dónde vivía yo. La última vez que nos habíamos visto ni siquiera sabía que era investigadora privada. Ahora, de golpe y porrazo, me buscaba y se ponía a contarme secretos sobre Daggett delante de mi propia casa. Aquello no tenía lógica.
Al llegar a la calle oí que cerraba el coche de un portazo. Me mantuve en la oscuridad y vi que ponía en marcha el Chevrolet, que había aparcado delante de otra casa. Salió flechado en dirección al puerto. No supe si seguirle o no, pero por otro lado no me hacía ninguna gracia la idea de ponerme a espiar otra vez el remolque de Coral. Ya había tenido bastante. Volví sobre mis pasos y entré en casa. Me puse a pensar en el forzamiento del VW y en el hecho de que me hubiesen robado el bolso con todos los papeles identificadores. ¿No habría sido Billy Polo? ¿Se había enterado así de mi dirección? Me resistía a creer que me hubiera seguido hasta la playa, pero esto explicaría que hubiese sabido dónde encontrarme.
Estaba segura de que se traía algo entre manos, pero no acababa de tener claro lo que se proponía. ¿Por qué se habría inventado aquel cuento de los bandidos de la cárcel? Casaba con algunos hechos comprobados, pero carecía de esa sobria perfección que suele tener la verdad.
Cogí un fajo de tarjetas de fichero y lo puse todo por escrito. Puede que adquiriese sentido más tarde, cuando me enterara de más cosas. Terminé a eso de las diez. Saqué del frigorífico la botella de vino blanco, la descorché y me serví un vaso. Me desnudé, apagué las luces, fui al cuarto de baño y dejé el vaso en el alféizar de la ventana, que está junto a la bañera. Me quedé mirando la calle a oscuras. A cierta distancia hay una farola medio oculta por las ramas de una jacarandá, bastante desplumada ya por la lluvia. La ventana estaba entornada y por la rendija se colaba, estremecedora y secreta, una brisa húmeda y nocturna. La lluvia empezó a tamborilear en el techo de plástico. Me sentía inquieta. Cuando era niña, a los doce años aproximadamente, me paseaba por las calles en noches como aquélla, descalza, con un impermeable y dominada por la ansiedad y la extrañeza. Creo que mi tía no sabía nada acerca de mis expediciones nocturnas, aunque puede que estuviera al tanto. Era muy nerviosa de suyo y cabe la posibilidad de que respetara mis brotes de desasosiego. Pensaba mucho en ella últimamente, sin duda a causa de Tony. La familia de Tony, al igual que la mía, había fallecido en un accidente de tráfico y también en su caso era su tía quien se encargaba de su educación. En ocasiones, sobre todo en noches así, tenía que admitir que la muerte de mis padres no había sido tan trágica a lo mejor. Mi tía, pese a todos sus defectos, había sido una tutora perfecta: desvergonzada, distante, excéntrica e independiente. De no haber muerto mis padres, mi vida habría seguido un rumbo muy distinto. No me cabía la menor duda. Me gusta mi historia tal como ha sido, pero pienso que también había otras posibilidades.
Mientras pensaba en mi pasado, me di cuenta de lo mucho que me había identificado con Tony cuando se había puesto a golpear la ventanilla de mi coche. Su rabia y su soberbia me habían fascinado y afectado en lo más hondo. El día siguiente por la tarde se iba a celebrar el entierro de Daggett y esto también me afectaba, pero en otro sentido; me hacía pensar en tristezas de antaño, en los buenos amigos que habían desaparecido para siempre. A veces me imagino la muerte como una escalera de mármol muy ancha, por la que desfila el silencioso cortejo de los que se van. Veo a la muerte con demasiada frecuencia para preocuparme, pero echo de menos a los que fallecen y me pregunto si aceptaré el trago sin protestar cuando me llegue la hora.
Apuré el vino, me dirigí al sofá cama y me metí, desnuda como estaba, entre los cálidos pliegues del edredón.