Eran las dos cuando salí del restaurante y el aire olía a agua sucia. O quizás era sólo la imagen sombría de la acompañante de Daggett, que me producía escalofríos. Ya sospechaba yo que había estado alguien con él aquella noche; por fin había encontrado la prueba; no de que hubiera sido un asesinato, faltaría más, pero sí de que había una lógica detrás de los acontecimientos que habían desembocado en la muerte de Daggett, una lógica y una tentadora imagen de mujer, la imagen de aquel «otro» tras cuya pista fantasmal andaba yo.
Por la descripción de Dinah, la primera cara que me vino a la cabeza fue la de Lovella Daggett. Su pinta de rubia del arroyo me había hecho pensar, nada más verla en su casa de Los Ángeles, que se dedicaba a la prostitución. Aunque también es verdad que casi todas las mujeres que había conocido hasta la fecha eran más bien jóvenes y de pelo rubio: Barbara Daggett, Coral, es decir, la hermana de Billy Polo, Ramona Westfall, incluso Marilyn Smith, la madre de la niña muerta. Tendría que averiguar dónde se encontraban todas y cada una la noche del crimen, un asunto delicado porque no podía obligar a nadie a que me dijera la verdad. La policía tiene poder, una investigadora privada no.
Pasé por el banco y retiré el cheque de Tony Gahan de la caja de seguridad. Me metí en una cafetería, comí aprisa y pasé la tarde en la oficina arreglando papeles. Cerré a las cinco, me fui a casa, me puse a hacer cosas y a las seis y media me dirigí al domicilio de Ferrin y Ramona Westfall para encontrarme con Tony Gahan.
Los Westfall vivían en un barrio que llaman el Recinto, en una calle sin salida y flanqueada de robles que hay cerca del Museo de Historia Natural. Crucé la portada de piedra y me adentré en el silencio sombrío de la intimidad. Sólo hay ocho casas en esta calle sin salida, todas de estilo victoriano remozado y limpias como una patena. La zona parece, incluso en la actualidad, una comunidad rural trasplantada del pasado por arte de magia. Las fincas están rodeadas por muros de mampostería de poca altura, y los jardines están llenos de cañas de bambú, helechos y cortaderas. Era ya noche cerrada y el Recinto estaba envuelto en niebla. La vegetación era muy abundante y olía con intensidad, de un modo casi empalagoso, a causa de la lluvia reciente. Sólo había una farola, y las ramas de un árbol tapaban su esfera luminosa.
Encontré el número que buscaba, dejé el coche en la calle y eché a andar por el camino de entrada. La casa era de armazón de madera, de color cremoso y de una sola planta; tenía un porche espacioso y contraventanas pintadas de blanco, todo muy pulcro y bien conservado. Los muebles del porche eran blancos, de mimbre, y había cojines con estampados blanco y crema. En dos maceteros de mimbre, de estilo victoriano, había helechos gigantes. Todo era demasiado perfecto para mi gusto.
No quise espiar por la mirilla ovalada de la puerta, de vidrio decorado, y llamé al timbre. Tenía la impresión de que por dentro se parecería a una ilustración de esas de la revista House and Garden, una exquisita mezcla de lo antiguo, lo moderno y lo inusual. Me influían, por supuesto, la sequedad con que me había tratado Ferrin Westfall y la hostilidad sin rodeos de Ramona. Soy humana y también sé guardar rencor.
Ramona Westfall abrió la puerta y me hizo pasar. Me mostré educada, pero sin condescender en elogios excesivos de una casa que, a simple vista por lo menos, no parecía tener ningún defecto. Me hizo pasar al salón delantero y se fue, cerrando tras de sí las puertas de corredera de paneles de roble. Aguardé con la mirada inflexiblemente clavada en el suelo. Oí murmullos en el pasillo. Segundos más tarde se abría la puerta y entró un hombre que dijo llamarse Ferrin Westfall… como si no lo hubiera adivinado. Nos dimos la mano.
Era alto y esbelto, de cara agradable y fría y cabello cano. Tenía los ojos de color verde oscuro y tan exentos de calidez como el puerto. Había indicios de que algo le bullía en lo más profundo, pero ningún rastro de vida. Llevaba pantalón gris marengo y un suéter de cachemir gris, muy suave, que pedía a gritos una caricia. Me dijo por señas que tomara asiento y seguí su indicación.
Dedicó unos momentos a inspeccionarme, empezó por las botas, siguió por los tejanos raídos y acabó por el suéter de lana que comenzaba a formar bolitas en los codos. Estaba resuelta a no darme por enterada de su actitud descalificadora, pero tuve que hacer un esfuerzo. Lo miré con indiferencia y neutralicé su desprecio imaginándomelo sentado en la taza del váter.
—Tony vendrá enseguida. Ramona me ha contado lo del cheque. ¿Tiene usted inconveniente en enseñármelo?
Me lo saqué del bolsillo de los tejanos, lo desdoblé y se lo di para que lo mirase. A lo mejor pensaba que era falso o robado. Lo inspeccionó por todas partes, al derecho y al revés, y me lo devolvió, al parecer convencido de que era auténtico.
—¿Por qué le encargó esta misión el señor Daggett? —preguntó.
—La verdad es que no lo sé —dije—. A mí me contó que había ido al antiguo domicilio de Tony. No tuvo suerte y me encargó que lo localizara y le diera el cheque.
—¿Sabe cómo consiguió el dinero?
Volví a sentir que se me despertaba el instinto de protección. Lo que me preguntaba no era asunto suyo, aunque lo más probable es que quisiera convencerse de que el dinero no procedía de ningún negocio turbio: drogas, putas, venta de perros y gatos a laboratorios para experimentos.
—Lo ganó en las carreras —dije.
La verdad es que no me había creído la explicación que me había dado Daggett al respecto, pero me importaba un ardite que Ferrin Westfall se tragara o no la mentira. Al parecer se la creyó tanto como yo. Cambió de tema.
—¿Prefiere estar a solas con Tony?
La propuesta me sorprendió.
—Sí, lo prefiero. Lo que en realidad querría es ir a cualquier parte con él y tomar una Coca-Cola.
—No hay inconveniente, siempre que no tarde en volver. Está en una escuela vespertina.
—Claro, claro. Se lo agradezco mucho.
Llamaron a la puerta. El señor Westfall se levantó y se dirigió a la entrada.
—Seguramente es Tony —dijo.
Se abrió la puerta y entró Tony Gahan. Parecía un quinceañero sin desarrollar. Mediría uno sesenta y siete y pesaría alrededor de sesenta kilos. Me presentó su tío. Alargué la mano y nos dimos un apretón. Tenía los ojos negros y el pelo castaño, cortado de un modo atractivo, que me llamó la atención por lo inusual. No sé por qué, pero casi todos los estudiantes que he visto en los últimos tiempos parecen ir al mismo especialista en enfermedades del cuero cabelludo. Sospechaba que aquel corte de pelo era una concesión al concepto que Ferrin Westfall tenía del buen gusto y me pregunté qué opinaría él personalmente.
Se conducía con nerviosismo. Parecía un niño deseoso de gustar a toda costa. Miraba con aprensión a su tío en busca de indicaciones oculares sobre lo que se esperaba de él y cómo debía comportarse. Daba pena verlo.
—A la señorita Millhone le gustaría invitarte a una Coca-cola y charlar un rato contigo —dijo el señor Westfall.
—¿Por qué? —graznó Tony.
Parecía a punto de desplomarse allí mismo, y durante una fracción de segundo me acordé de lo mucho que me cargaba comer y beber delante de adultos desconocidos cuando tenía su edad. Las comidas son como trampas cuando no se dominan las prácticas sociales al uso. No quería ponerlo más nervioso, pero estaba convencida de que en aquella casa jamás podría hablar a gusto con él.
—Ella te lo explicará —dijo el señor Westfall—. Nadie te obliga evidentemente. Y si prefieres quedarte, no tienes más que decirlo.
Por lo visto no fue capaz de interpretar las palabras de su tío, neutrales en apariencia, pero con segundas y terceras intenciones. Las palabras «no tienes más que» le confundieron y el «evidentemente» no le aclaró nada.
Me miró medio encogiéndose de hombros.
—Sí, bueno, no sé. ¿Ahora mismo?
El señor Westfall asintió.
—Será sólo un rato. Pero ponte una chaqueta.
Tony salió al pasillo, fui tras él y esperé mientras buscaba la prenda en el ropero de la entrada.
Me pareció que con quince años podía apañárselas solo para saber si necesitaba llevar una chaqueta o no, pero nadie me consultó al respecto. Le abrí la puerta para que saliese. El señor Westfall nos observó durante unos segundos y luego cerró a nuestras espaldas. Ni que Tony y yo fuéramos novios, joder. A punto estuve de prometerle que le haría volver a casa a las diez en punto. Qué gente.
Avanzamos por el camino a oscuras.
—¿Vas al colegio de Santa Teresa?
—Sí.
—¿A qué curso?
—Segundo.
Subimos al coche. Tony quiso bajar la ventanilla rota pero sólo consiguió desprender un fragmento de vidrio. Lo dejó estar.
—¿Qué pasó?
—Un descuido —dije sin más explicaciones.
Giré en redondo el camino del jardín y puse rumbo a Los Relojes, un tugurio para adolescentes que está en State Street y que todos consideran sucio, cochambroso y vicioso, y realmente lo es: porque es una escuela de delincuentes juveniles. Los chicos acuden al local (hartos de pastillas) para tomarse unas Coca-Colas, fumarse unos canutos y hacer el ganso. Me había iniciado en sus misterios un camello de diecisiete años y pelo rosáceo que se llamaba Mike y que ganaba más que yo. No lo había visto desde el mes de junio, y cada vez que entraba en un bar dudoso lo buscaba con la mirada.
Dejamos el coche en un aparcamiento pequeño que había detrás y entramos por la puerta trasera. Es un local largo y angosto, pintado de gris marengo, y techo alto y bordeado de tubos de neón rosa y morado. Una serie de móviles, que parecen engranajes gigantescos de reloj, dan vueltas en el aire cargado de humo. El ruido es ensordecedor los fines de semana, tanto que vibra hasta el suelo. Los días laborables por la noche reina la tranquilidad y resulta extrañamente íntimo y acogedor. Encontramos una mesa libre y fui a la barra en busca de un par de Cocas. Alguien me tocó en el hombro, y al darme la vuelta vi a Mike. Sentí una descarga de simpatía.
—¡Precisamente pensaba en ti! —dije—. ¿Qué tal estás?
Una franja rosada le palpitó en las mejillas y me sonrió con coquetería.
—Fabuloso. ¿Qué haces últimamente?
—Poca cosa —dije—. Llevas un pelo genial —la última vez que lo había visto lucía una cresta rosa que le corría de la frente al occipucio, y se había afeitado el pelo de los parietales. Ahora llevaba el pelo como una plantación de tomates, con mechones morados, rematados con un toque blanco y sujetos individualmente con sendas gomas elásticas. Al margen del pelo, era un chico bien parecido, de piel clara, ojos verdes y dentadura perfecta—. Bueno, estoy con el chorbo ese de ahí… creo que sois compañeros de clase.
—¿De veras?
Se volvió y miró a Tony por encima.
—¿Lo conoces?
—Me suena. No va con la misma gente que yo.
Volvió a mirar a Tony y creí que iba a decir algo, pero lo dejó correr.
—¿Y tú? ¿Sigues trapicheando?
—¿Yo? ¿Qué dices, tronca? Ya te dije que lo iba a dejar —repuso en tono de indignación puritana, aunque con los ojos, naturalmente, me estaba diciendo lo contrario.
La verdad es que si seguía dedicándose a actividades ilegales yo no quería saberlo, así que cambié de tema.
—¿Y los estudios? Terminas este año, ¿no?
—En junio. Ya he solicitado el ingreso en la universidad.
—¿En serio?
No sabía si se choteaba de mí o no.
Se dio cuenta de lo que pensaba.
—Saco buenas notas —dijo en son de queja—. No soy tan burro como crees. La pasta que me gano es para hacer lo que quiero. Es el fundamento de la empresa privada, ¿no?
Tuve que echarme a reír.
—Desde luego —dije. La camarera me puso delante dos Cocas y se las aboné—. Me voy con mi ligue.
—Me alegro de haberte visto —dijo—. Déjate caer por aquí y charlamos un rato.
—No sería mala idea —dije, le sonreí y mentalmente le dije que no.
Coquetuelo de mierda. Volví a la mesa de Tony, le pasé una Coca y me senté.
—¿Conoces a ese tipo? —preguntó Tony con timidez.
—¿A Mike? Claro que lo conozco.
Observó a Mike de reojo y volvió a posar los ojos en mí, esta vez con algo que se parecía al respeto. Mira por dónde, a lo mejor no era yo ningún bicho raro.
—¿Te ha dicho tu tío por qué quería hablar contigo?
—Por encima. Mencionó el accidente y al viejo borracho.
—¿Te molesta hablar de ello?
Se encogió de hombros a modo de contestación, pero sin mirarme a la cara.
—Tengo entendido que no ibas en el coche —dije.
Se echó el flequillo a un lado.
—No. Discutí con mi madre por eso. Querían celebrar la comida del domingo de Pascua en casa de mi abuela, pero yo no tenía ganas de ir.
—¿Sigue viviendo tu abuela en la ciudad?
Se removió en la silla.
—En un asilo de ancianos. Sufrió un ataque.
—¿Es abuela tuya por parte de madre?
El detalle me traía sin cuidado. Yo sólo quería que se relajara y tomara confianza.
—Sí.
—¿Cómo te llevas con tus tíos?
—Bien. Aunque no de maravilla. Mi tío está siempre encima, pero ella es simpática.
—Tu tía me dijo que tenías problemas en clase.
—¿Y?
—Nada, que me llama la atención. Dice que eres muy listo pero que sacas malas notas. Me preguntaba por qué.
—Porque el colegio me carga —dijo—. Porque no me gusta que ningún cabrón meta las narices en mis asuntos.
—Claro —dije.
Tomé un sorbo de refresco. Su hostilidad era como una letrina embozada y a lo mejor se servía de mí para desatascarse. No me molestaba que me insultase. Yo podía insultarle el doble cualquier otro día. Se sintió obligado a hablar al ver que yo no reaccionaba.
—Hago lo posible por sacar buenas notas —dijo más bien a regañadientes—. Pero no aguanto las mates ni la química, son un coñazo. Por eso me suspenden.
—¿Qué te gusta más? ¿Lengua? ¿Arte?
Titubeó.
—¿Qué eres? ¿Psiquiatra o algo así?
—No. Detective. Creí que lo sabías.
Se me quedó mirando.
—No lo entiendo. ¿Qué tienes que ver tú con el accidente?
Saqué el cheque y lo puse sobre la mesa.
—El responsable del accidente me contrató para que te buscara y te lo diera.
Cogió el cheque y le echó un vistazo.
—Es un talón de caja por veinticinco mil dólares —añadí.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé con exactitud. Creo que la intención de John Daggett era reparar de algún modo lo que hizo.
Su confusión era tan transparente como la rabia con que reaccionó.
—No lo quiero —dijo—. ¿Por qué quiere dármelo a mí? Megan Smith murió en el accidente, como sabes, y también aquel chico, Doug. ¿También hay dinero para ellos, o sólo lo hay para mí?
—Sólo para ti, que yo sepa.
—Quédatelo entonces. No lo quiero. Odio a ese viejo hijoputa.
Dejó el cheque en la mesa y le dio un manotazo.
—No te precipites. Antes quisiera contarte una cosa. Aceptarlo o no es decisión tuya. Única y exclusivamente. En serio. Tu tía se sintió ofendida y lo comprendo. Nadie puede obligarte a que aceptes el dinero si no quieres. Pero oye lo que tengo que decirte, ¿de acuerdo?
Había puesto cara de enfado y miraba a otra parte. Bajé la voz.
—Es verdad que John Daggett era un borracho y quizá también un ser despreciable, pero le remordía la conciencia por haber hecho algo sin querer y creo que trataba de repararlo. Concédele esto, nada más que esto, medítalo y después decide.
—No quiero dinero a cambio de lo que hizo.
—Aún no he terminado.
La boca le temblaba. Se pasó la manga de la chaqueta por los ojos, pero no se marchó.
—Las personas cometen errores —dije—. Hacen cosas sin querer. Él no mató a nadie adrede…
—¡Es un borracho cabrón! Y tenía que estar en la puta calle a las nueve de la mañana. Mi padre, mi madre y Hilary… —se le quebró la voz e hizo un esfuerzo para dominarse—. No quiero nada de él. Le odio a muerte y no quiero su cheque de mierda.
—¿Por qué no lo cobras y regalas el importe a quien sea?
—¡No! Quédatelo. Devuélveselo. Dile de mi parte que se vaya a tomar por culo.
—Imposible. Ha muerto. Lo mataron el viernes por la noche.
—Me alegro. Ojalá lo hayan cosido a puñaladas. Se lo merecía.
—Tal vez. A pesar de todo, cabe la posibilidad de que sintiera algo por ti y quisiera devolverte parte de lo que te quitó.
—¿Qué va a devolverme? Todos están muertos.
—Tú no, Tony. Y tienes que adaptarte como sea, tienes que seguir viviendo…
—Es lo que hago, ¿no? Además, estoy harto de rollos. Ya me has dicho lo que tenías que decirme. Ahora quiero volver a casa.
Se puso en pie con el cuerpo en tensión y vomitando furia por los poros. Se dirigió a la puerta trasera, apartando sillas con brusquedad. Cogí el cheque y fui tras él.
Al llegar al aparcamiento vi que daba puñetazos a lo que quedaba de la ventanilla rota de mi coche. Fui a protestar, pero me contuve.
En el fondo me era igual. De todas maneras tenía que cambiar el cristal. Le observé sin decir palabra. Cuando se cansó, se apoyó en el vehículo y se puso a llorar.