El lunes por la mañana di comienzo a la pesada tarea de reponer los objetos que tenía en el bolso. Me dirigí primero a la Dirección de Tráfico porque abría sus oficinas a las ocho. Rellené la solicitud y aboné tres dólares por el duplicado de mi carnet de conducir. En cuanto abrieron el banco, cancelé la cuenta corriente y abrí otra. Pasé por casa y llamé a Sacramento, al Negociado de Recaudaciones e Investigaciones de la Dirección General del Consumidor y solicité un certificado de renovación de mi carnet de detective. Cogí un puñado de tarjetas comerciales y busqué un bolso viejo donde meterlas hasta que pudiera comprar otro. Fui al drugstore e hice unas cuantas compras para reponer parte de los avíos prácticos que suelo llevar conmigo, por ejemplo, píldoras anticonceptivas. También tendría que poner otra ventanilla al coche. ¡Qué fastidio!
No pude pasar por el despacho hasta mediodía, y cuando entré vi que el piloto del contestador telefónico parpadeaba con insistencia. Dejé a un lado el correo matutino, apreté la tecla de rebobinado al pasar ante el escritorio y escuché al autor de la llamada mientras abría el balcón para que entrase aire.
«Señorita Millhone, soy Ferrin Westfall, teléfono 5556790. Mi mujer y yo hemos hablado acerca de su deseo de ponerse en contacto con nuestro sobrino Tony y, si tiene usted la bondad de llamarnos, veremos qué puede hacerse. Comprenda nuestra preocupación. No queremos causar ningún trastorno al muchacho. Confiamos en que sea usted prudente y comedida a la hora de tratar con él lo que tenga que tratar».
Oí el chasquido que indicaba el fin de la comunicación. El tono de voz era frío y formal, en consonancia con su pronunciación perfecta. Nada de «eh», «este», «bueno», nada de titubeos ni jadeos al presentarse. Arqueé las cejas valorativamente. Tony Gahan estaba en manos de personas responsables. Pobre chico.
Me preparé un café y me tomé media taza antes de devolver la llamada. Contestaron al segundo timbrazo.
—P.F.C., buenos días —dijo una voz de mujer.
P.F.C. eran las siglas de Perforated Formanek Corporation, una empresa dedicada al suministro industrial de abrasivos, afiladores, tornos, epóxidos, cizallas, ruedas, muelas y herramientas de precisión. Lo sé porque se lo pregunté y la mujer me recitó el inventario completo canturreando, creyendo tal vez que tenía intención de comprar alguno de los artículos enumerados. Le pedí que me pusiera con Ferrin Westfall y me dio las gracias a cambio. Oí un chasquido.
—Westfall —dijo el aludido.
Me presenté. Se produjo un silencio (tal vez) para intimidarme. Contuve el impulso de lanzarme a la carga con un montón de palabras inútiles y dejé que prolongase el silencio todo lo que quisiera.
—Si a usted le viene bien —dijo por fin—, lo arreglaremos para que vea a Tony esta tarde, entre las siete y las ocho.
Me dio la dirección.
—Estupendo —dije—. Y gracias —«so jodío», añadí mentalmente.
Colgué a continuación.
Me eché atrás en la silla giratoria y apoyé los pies en la mesa. Vaya día que llevaba. Quería recuperar el bolso. Quería recuperar la pistola. Quería reconciliarme con la vida y dejar de perder el tiempo con trámites burocráticos que no iban a ninguna parte. Miré por el balcón. Por lo menos no llovía. Cogí el correo y lo miré por encima. Casi todo era publicidad.
Me puse a pensar en John Daggett y en su paseo portuario en barca y volví a sentirme intranquila. El día anterior, en la playa, la idea de buscar testigos entre el vecindario se me había antojado inútil. Ahora ya no estaba tan segura. Puede que alguien le hubiera visto. Las borracheras públicas suelen llamar la atención, en particular cuando no hay mucha gente en la calle. Seguramente no quedaba ya ningún dominguero en los moteles de la playa, pero me dije que valía la pena comprobarlo. Cogí la cazadora y las llaves del coche, cerré la oficina y bajé por las escaleras de atrás.
Mi VW se desintegraba a ojos vistas. Es un modelo color óxido, con adornos que los malintencionados confunden con abolladuras, y cuenta ya con catorce años de rodaje. Y encima le habían roto un cristal. No es ningún lujo, se mire como se mire, pero tuve que pagarlo con dinero de mi bolsillo. Cada vez que pienso en comprar otro, se me revuelve el estómago. No quiero entramparme con letras, cada mes, ni con los líos del seguro, ni pagar más impuestos. La cédula fiscal que tengo actualmente me cuesta veinticinco dólares al año y ya está bien. Giré la llave de contacto y el motor se puso en marcha al instante. Acaricié la consola de mandos, salí en marcha atrás, accedí a State Street y puse rumbo al sur, hacia la playa.
Aparqué en Cabana, ante la entrada del embarcadero. A lo largo del paseo hay ocho moteles en fila y ninguna de sus habitaciones cuesta menos de sesenta dólares por noche. Aunque estábamos en temporada baja no había nada disponible. Empecé por el primero, el Pasajero Marítimo, donde me identifiqué ante el dueño, averigüé quién había estado en el turno de noche el viernes de la semana anterior, tomé nota del nombre y dejé una tarjeta con unas palabras escritas en el dorso. Al igual que muchos otros aspectos de mi profesión, la investigación puerta a puerta exige una paciencia de santo y un gusto por las repeticiones que no se adquieren sin más ni más. Pero hay que hacerlo, porque por una de aquéllas puede haber alguien, donde sea, que a lo mejor proporciona un detalle que tal vez es de utilidad a la larga. Al salir del último motel, cogí otra vez el coche y seguí por el paseo en dirección a la dársena, que está a casi un kilómetro.
Aparqué junto al Depósito de la Marina, en el aparcamiento que hay pegado al puerto. No había muchos peatones en la zona. El cielo estaba encapotado y el aire estaba cargado con un fuerte olor a pescado fresco y a gasóleo. Anduve por el paseo que bordea el puerto, treinta y cuatro hectáreas con capacidad para mil cien embarcaciones. Un embarcadero de madera, de dos carriles de anchura, se adentra en el agua, rematado por una grúa y poleas para izar botes. Ante mí tenía el muelle del combustible y el muelle de los invitados, donde dos hombres amarraban una motora de gran tamaño en la que al parecer acababan de llegar.
A mi derecha había una serie de establecimientos portuarios: una pescadería con una marisquería en el primer piso, una tienda de postales y artículos de pesca, un centro de pesca submarina, dos agentes dedicados a la venta de yates. Todas las fachadas son de madera, de un gris desgastado, con toldos azul de montaña que imita el azul de las lonas que hay en todas las embarcaciones del puerto. Me detuve unos momentos ante un escaparate para mirar las fotos de las embarcaciones que estaban a la venta: catamaranes, yates de lujo, barcos de vela para seis personas. En el puerto hay un reducido núcleo de «vecinos de a bordo», esto es, personas cuyo domicilio principal es el propio barco. La idea me atrae hasta cierto punto, pero tengo mis dudas sobre la efectividad de los lavabos químicos en plena noche y de las duchas públicas de los muelles. Crucé el paseo y me apoyé en una barandilla metálica para contemplar el agitado bosque de mástiles desnudos.
El agua era de color caqui verdoso. En las lóbregas profundidades se transparentaban rocas de gran tamaño que parecían ruinas sumergidas. Se veían pocos peces. Vi dos cangrejos pequeños que se arrastraban sobre las rocas, al borde del agua, pero, en su mayor parte, los bajíos parecían fríos y estériles, vacíos de toda vida marina. En un banco de arena y barro había encallado una botella de cerveza. No lejos de allí había dos lanchas patrulleras amarradas.
Distinguí una fila de botes amarrados a un muelle situado más allá y se me reavivó el interés. Hay cuatro dársenas que permanecen cerradas y a las que sólo se accede con una tarjeta expedida por la Jefatura del Puerto, pero aquélla estaba abierta al público. Bajé por la grada para ver mejor. Habría unos veinticinco botes, de madera y fibra vítrea, casi todos de unos tres metros de eslora. No tenía forma de saber a cuál de aquellos botes había subido Daggett, pero había algo que estaba claro: quien cortase la amarra de cualquiera de aquellos botes había tenido que salir remando de la dársena, doblar por la punta del muelle y cruzar el puerto. En la dársena no había corriente, y una barca a la deriva se limitaría a chocar contra los pilotes sin ir a ninguna parte.
Subí otra vez por la grada, volví al paseo y seguí por la izquierda hasta llegar a la Dársena Uno. Al fondo de la grada vi una valla de tela metálica y una puerta cerrada. Me quedé en el paseo observando a los transeúntes. Al cabo de un rato se acercó un cuarentón con la tarjeta en una mano y una bolsa de comestibles en la otra. Tenía aspecto musculoso, buena presencia y un bronceado del color del cuero sin curtir. Llevaba bermudas, marinera y un suéter holgado de algodón y cuello en forma de uve por donde le asomaba un manojo de pelos grises.
—Disculpe —dije—. ¿Vive usted ahí abajo?
Se detuvo y me miró con curiosidad.
—Sí.
Tenía la cara tan arrugada como una bolsa de papel usada que se estira para que preste un nuevo servicio.
—¿Le molesta si bajo con usted hasta la dársena? Estoy investigando la muerte del hombre que apareció el sábado en la playa.
—No, de ningún modo. Ya me contaron lo ocurrido. El bote que se llevó es de un amigo mío. Por cierto, me llamo Aaron. ¿Y usted?
—Kinsey Millhone —dije mientras bajaba con él por la grada—. ¿Cuánto hace que vive aquí?
—Seis meses. Me separé y mi mujer se quedó con la casa. Creo que he ganado con el cambio. Por aquí hay mucha gente simpática. ¿Es usted policía?
—Investigadora privada —dije—. ¿A qué se dedica?
—A la propiedad inmobiliaria —dijo—. ¿Cómo se metió en esto?
Introdujo la tarjeta en la ranura y empujó la puerta. Me hizo pasar delante y esperé al otro lado para que volviera a ponerse en vanguardia.
—Me contrató la hija del muerto —dije.
—Me refería al trabajo como detective.
—Ah. Fui policía durante un tiempo, pero no me despertaba el entusiasmo. La parte práctica del trabajo estaba bien, pero la burocracia es otra historia. Ahora trabajo por mi cuenta. Me gusta más así.
Pasamos ante un remolino de gaviotas lanzadas en picado sobre un objeto que flotaba en la superficie del agua. Sus graznidos movilizaron incluso a las congéneres que estaban a medio kilómetro y que surcaron el aire como cohetes.
—Es un aguacate —dijo con indiferencia—. Les gustan mucho a las gaviotas. Vivo aquí.
Se había detenido ante un palangrero de dos motores y doce metros de eslora, con puente de mando.
—Es un barco precioso.
—¿Le gusta? Puedo alojar hasta ocho personas —dijo con satisfacción. Bajó de un salto a la cubierta de popa, se dio la vuelta y me tendió la mano—. Descálcese, suba a bordo y échele un vistazo. ¿Le apetece una copa?
—No, gracias. Aún tengo muchas cosas que hacer. ¿No podría usted presentarme al propietario de la barca robada?
Se encogió de hombros.
—Lo veo difícil. Se pasa el día entero mar afuera, en una barca de pesca, pero, si quiere, le puedo dar su nombre y su teléfono. El bote creo que lo confiscó la policía, o sea que si quiere inspeccionarlo tendrá que hablar con ellos.
No esperaba gran cosa de la situación, pero me convenía dejar la puerta abierta por si acaso. Saqué una tarjeta, apunté en el dorso mi teléfono particular y se la di.
—¿Me haría el favor de decirle que me llame si sabe algo?
—Hay una persona con quien tal vez le interese hablar —dijo—. Seis plazas más allá hay una balandra, The Seascape. Mire a ver si está el propietario. Se llama Phillip Rosen. Está enterado de todo lo que pasa por aquí.
—Gracias.
The Seascape era una balandra Flicka de ocho metros de eslora, con vela cangreja, mástil de siete metros, cubierta de teca y casco de fibra de vidrio que imitaba la madera.
Di unos golpecitos en el techo de la camareta y dije hola hacia la puerta, que estaba abierta. Phillip Rosen apareció con la cabeza encogida para no darse contra el techo. Su ascenso a cubierta fue como un gag de película porque era uno de los hombres más altos que he visto en mi vida, exceptuando a ciertos jugadores de baloncesto. Mediría dos metros diez y todo en él era descomunal: manos grandes, pies grandes, cabeza grande coronada por una aureola de pelo rojo y una cara inmensa en la que se había dejado crecer barba y bigote, también de color rojo; iba descalzo, y desnudo de cintura para arriba. De no ser por los tejanos de pernera recortada se habría dicho que era un vikingo condenado a reencarnarse cruelmente en un bajel indigno de su talla. Me presenté y le dije que Aaron me había sugerido que hablara con él. Le hice un resumen de lo que me interesaba.
—Bueno, yo no los vi, pero sí una amiga que venía a verme y que se cruzó con ellos en el aparcamiento. Eran un hombre y una mujer. Mi amiga me dijo que el viejo estaba borracho perdido y que andaba haciendo eses. La tía que estaba con él apenas podía sujetarlo.
—¿Sabe qué aspecto tenía la mujer?
—Pues no. Dinah no me dio detalles. Pero si quiere preguntárselo, le puedo dar el teléfono.
—Se lo agradecería —dije—. ¿A qué hora fue?
—Hacia las dos y cuarto. Dinah trabaja de camarera en el restaurante del embarcadero y termina a las dos. Sé que aquella noche no se quedó hasta que cerraron y sólo se tarda cinco minutos en venir. Más aún, si caminara sobre el agua, cruzaría el puerto en el tiempo que tarda en llegar al aparcamiento.
—¿Está trabajando ahora?
—¿El lunes por la tarde? A lo mejor. No sé qué turno tiene esta semana, pero vaya a ver. Está arriba, en el salón. Es pelirroja. Si está, la reconocerá en cuanto la vea.
Así fue, efectivamente. Recorrí los ochocientos metros que hay entre la dársena y el embarcadero y dejé el coche al cuidado del mozo que trabajaba en el aparcamiento del restaurante. Subí por la escalera descubierta y accedí a la terraza de madera. Dinah abandonaba la barra en aquel instante y se dirigía hacia una mesa del rincón con unos cócteles a base de tequila que llevaba en una bandeja. Tenía el pelo más anaranjado que rojo, demasiado carotinoideo para no ser natural. Mediría uno ochenta con tacones, llevaba pantis de malla negra y un conjunto «marinero» de color azul oscuro con una falda tan corta que casi se le veían las bragas. Se cubría con un gorro de marinero, y todo en ella indicaba que sabía distinguir babor de estribor desde el instante en que le salió el primer vello.
Aguardé hasta que sirvió las bebidas y emprendió el regreso a la barra.
—¿Dinah?
Me miró con expresión interrogadora. Vi que tenía la cara cubierta por una pátina de pecas anaranjadas y una nariz larga y estrecha. Llevaba pestañas postizas, como una sucesión ininterrumpida de comas alrededor de unos ojos de color avellana claro que le realzaban la expresión de asombro. Repetí una vez más el resumen que había hecho a mis últimos interlocutores.
—El viejo sé quién era —dije—. Lo que quiero es saber quién era la mujer.
Se encogió de hombros.
—Bueno, no les vi bien, sólo al pasar. Siempre hay luces encendidas en la dársena, pero alumbran poco. Además, caía un aguacero de miedo.
—¿Qué edad cree usted que tendría?
—Era más bien joven. Veintitantos, más o menos. Rubia. No muy alta, al menos comparada con él.
—¿Pelo largo? ¿Corto? ¿Tetona? ¿Sin pecho?
—No le vi bien la figura. Llevaba una gabardina o un impermeable, algo así. El pelo le llegaría hasta los hombros, algo rizado, pero no mucho. Un poco cardado.
—¿Era guapa?
Meditó un segundo.
—No sé, pero recuerdo que pensé que pasaba algo raro, ¿no? Por ejemplo, él iba trompa perdido. Echaba un pestazo que se olía a tres metros. A bourbon. ¡Puaf! La verdad es que pensé que era una puta que quería aprovecharse de un viejo. Estuve a punto de decirle algo, pero pensé que no era asunto mío. Él se lo estaba pasando que no veas, pero ya se sabe cómo son estas cosas. Estaba tan borracho que ella podía quitarle lo que le diera la gana.
—Sí, parece que es lo que hizo. Quitárselo todo, hasta la vida.