12

Ya ante el volante sufrí un estremecimiento. Nunca había estado tan en tensión después de una entrevista. A Daggett ciertamente lo habían matado. No me cabía en la cabeza otra solución. Pero no acababa de entenderlo. La moral del homicidio la veo clara por lo general. Sean cuales fueren los defectos de la víctima, un asesinato siempre es injusto, y la gravedad del castigo que se impone al culpable tiende a compensar la gravedad del delito. Pero en el presente caso este enfoque se me antojaba simplista. Era el propio Daggett el que había alterado el orden del mundo. Cinco personas habían muerto por su culpa, por lo que su muerte, fuera cual fuese la causa, devolvía el equilibrio al planeta, restauraba, por decirlo de algún modo, el orden moral del universo. Ignoraba todavía si su deseo de reparación era auténtico o formaba parte de algún plan preconcebido. Lo único que sabía era que estaba metida en aquella maraña y que tenía que interpretar mi papel, aunque por el momento ignoraba cuál era.

Arranqué y me dirigí a casa. El cielo volvía a encapotarse. Eran las cinco pasadas y por las montañas avanzaba ya un ocaso prematuro. Detuve el coche ante mi casa y apagué el motor. Eché un vistazo a mis ventanas, tras las que sólo había oscuridad. Me sentía intranquila, sin ganas de retirarme todavía. Movida por un impulso, arranqué otra vez y puse rumbo a la playa, atraída por el aroma salado del aire. A lo mejor me calmaba dando un paseo.

Estacioné el coche en un aparcamiento del ayuntamiento, me quité los zapatos y los pantis y los eché al asiento de atrás, al lado del bolso. Me subí la cremallera del anorak, salí del vehículo, eché el seguro, me guardé las llaves en el bolsillo y crucé el carril de bicicletas, camino de la orilla. El océano era de plata, pero las olas eran de un castaño sucio y la arena que bordeaba la costa estaba salpicada de piedras. Así era la playa en invierno, cambiaba el perfil de la arena y afloraban a la superficie grandes pedruscos negros. Las gaviotas revoloteaban en lo alto con el ojo puesto en las olas tumultuosas, atentas al menor síntoma de vida comestible.

Anduve en sentido paralelo a la costa empujada por el viento racheado. Un windsurfista agarrado al larguero de una vela de color verde subido se contorsionaba para contrarrestar la fuerza del viento mientras avanzaba hacia la playa. Dos barcas de pesca entraban farfullando en la dársena. Por todas partes había sensación de apremio y amenaza, el blanco rasgado del oleaje tormentoso, el gris del cielo que ennegrecía. Al otro lado del puerto, el océano arremetía implacable contra la costa, golpeando contra el rompeolas con monotonía insidiosa y elevando chorros de espuma que caían con violencia sobre el dique. Casi alcanzaba a oír el impacto chapoteante de las olas al dar contra el paseo de hormigón que discurría sobre el dique.

Dejé atrás el acceso al muelle. La playa se dilataba ante mí, curvándose hacia la izquierda, hacia la dársena, donde los palos desnudos de los botes de vela oscilaban como metrónomos a instancias del viento. La arena era allí más blanda, más profunda también, y para andar había que esforzarse. Me di la vuelta y anduve de espaldas unos metros para orientarme. El cadáver de Daggett se había encontrado en algún punto de aquel tramo de playa. En el telediario había visto una imagen parcial y trataba de encontrar el sitio exacto. Tenía que estar por allí, a este lado de la grada de los botes. Delante y a mi derecha se extendía el parque infantil con su centro de atracciones y la piscina para niños, rodeada por una valla.

Al fondo de la imagen ofrecida en el telediario había visto un fragmento de la dársena, con el malecón y el rompeolas en primer término. Fui desplazándome hasta que los tres puntos de referencia quedaron configurados igual que en la imagen del telediario. La parte seca de la playa estaba cubierta de huellas de pies y de neumáticos. En el terraplén arenoso que señalaba el límite del agua había desaparecido todo rastro de actividad. No cabía la menor duda de que los técnicos habían llevado a cabo una inspección cuando menos superficial y rutinaria. Examiné la zona, aunque no esperaba encontrar ninguna «prueba». Cuando se mata a una persona totalmente borracha arrojándola al mar desde un bote, es imposible que queden pistas reveladoras. El bote se había abandonado a merced de las olas y, por lo que Jonah me había dicho, había ido a la deriva hasta encallar cerca del embarcadero.

Aspiré el perfume embriagador de las aguas mientras contemplaba el incesante rugir del oleaje y me volvía poco a poco hasta quedar de espaldas al océano y frente a la fila de moteles que se alzaba al otro lado del paseo. Daggett había muerto al parecer entre las doce y las cinco de la madrugada. Me pregunté si valdría la pena interrogar al vecindario para encontrar algún testigo. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que hubiera sido el mismo Daggett quien hubiera cortado la amarra y se hubiera alejado solo con ayuda de los remos. Con una alcoholemia de 3,5 no parecía probable. Cuando la alcoholemia alcanza los 4 gramos por litro de sangre, el borracho en cuestión está prácticamente anestesiado y es incapaz de una proeza tan atlética como la de remar. Cabía la posibilidad de que primero se hubiera alejado del puerto y luego, ya instalado en el bote bambolearte, se hubiera puesto a beber hasta quedar en coma; pero no acababa de creérmelo. En la imaginación seguía viéndole con otra persona… a la espera, al acecho… hasta que lo había cogido por los pies y lo había arrojado de espaldas. «A ver cómo saltas de espaldas, Daggett. Ay, mierda, te has caído. Mal te veo, so pringao. Te estás muriendo».

El asesino tuvo que servirse de alguna estratagema para hacerle subir al bote, ya que Daggett estaba como una cuba, pero el resto tuvo que ser coser y cantar.

Miré a mi derecha. Un viejo vagabundo con un carrito de los de la compra rebuscaba en un cubo de basura. Eché a andar hacia él. Cuando estuve más cerca vi que tenía la piel gris a causa de la suciedad, curtida por el viento y con una pátina roja que podía deberse a una insolación reciente o a cualquier morapio peleón, por ejemplo a ese que los vagabundos más arrastrados llaman Perro Loco 20-20. Tendría setenta y tantos años y estaba hinchado como un tonel a causa de la cantidad de ropa que llevaba. Se tocaba con un gorro de punto, de los de marinero, y de los bordes le sobresalían las mechas grises como si fueran las guitas de una fregona. Olía a macho cabrío, a tigre viejo. El tufo le brotaba del cuerpo casi en forma de ondas visibles, como a las mofetas de los tebeos.

—Hola —dije.

Siguió con lo suyo, sin hacerme el menor caso. Sacó un par de zapatos femeninos de tacón alto, los miró por encima y los metió en una bolsa de basura. No le interesó un periódico de hacía dos días. ¿Latas de cerveza? Pues sí, por lo visto le gustaban. Tampoco quiso una caja de Kentucky Fried Chicken. ¿Y una falda? La levantó para examinarla con ojo crítico y acabó metiéndola en la bolsa de basura, junto con los zapatos. Habían tirado al cubo un balón de playa agujereado. El viejo lo puso aparte.

—¿Ha oído hablar del tipo que encontraron ayer en la playa? —pregunté. No hubo respuesta. Me sentí igual que un fantasma, como si le hablase desde el más allá. Levanté la voz—. Me han dicho que alguien de por aquí lo encontró y avisó a la policía. ¿Sabe usted quién fue?

Sospecho que no tenía ganas de hablar del tema. Desde luego no me miraba ni por asomo. No había cogido el bolso y en consecuencia no podía enseñarle el carnet de detective, ni siquiera un dólar, a modo de carta de recomendación. No tuve más remedio que dejarlo en paz. Me alejé. Mientras tanto, el viejo había llegado al fondo del cubo y apenas se le veía la cabeza. Para que te fíes de las tácticas entrevistadoras.

Cuando volví al aparcamiento, ya no había casi luz, por lo que capté la anomalía mucho antes de verla con mis propios ojos. La portezuela delantera derecha estaba entornada. Me detuve en seco.

—No —murmuré.

Me acerqué con cuidado, como si me hubieran convertido el Cucaracha en un coche bomba. Al parecer habían metido un gancho de percha bajo el listón cromado de la puerta con objeto de forzar la cerradura. Como no había dado resultado, el cabrón hijoputa había roto la ventanilla, había metido la mano y había abierto la portezuela. La guantera estaba abierta y el contenido desparramado en el asiento. Mi bolso había desaparecido. La irritación me duró medio segundo; entonces sentí miedo. Abatí el asiento delantero y cogí el maletín. Habían cortado la correa de seguridad y se habían llevado la pistola.

—No, nooo —gemí.

Me puse a proferir insultos. Cuando iba al instituto de segunda enseñanza, salí con algunos chicos de esos que se las saben todas y que me enseñaron a soltar unos tacos perfectos. Me puse a ensayar combinaciones que hacía años que no me pasaban por la cabeza. Estaba furiosa conmigo misma por haber dejado todo aquello en el asiento, a la vista de cualquiera, y furiosa con el soplapollas que me lo había robado. El Cucaracha era de los pocos vehículos que quedaban ya en el aparcamiento y seguramente había llamado la atención como el faro de Alejandría. Lo cerré de un portazo y, todavía descalza, me encaminé hacia el paseo, gesticulando y murmurando como una loca de atar. Ni siquiera tenía monedas para avisar a la policía.

Me dirigí a un puesto de hamburguesas que había cerca de allí y con un poco de mano izquierda convencí al empleado para que la llamase él. Volví junto al vehículo y esperé hasta que llegó la lechera. Dio la casualidad de que conocía a los agentes de servicio, Pettigrew y Gutiérrez (Gerald y María, respectivamente), porque habían detenido a una persona en mi barrio hacía unos meses.

Ella redactó el informe y él se dedicó a emitir interjecciones de simpatía. Hicieron cuanto estuvo en su mano por consolarme, incluso avisaron a un técnico que se presentó al poco rato y se puso a buscar huellas con el polvillo de rigor. Todos sabíamos que era absurdo, pero hizo que me sintiera mejor. Pettigrew dijo que comprobaría en el ordenador el número de serie de mi pistola, que estaba registrada, a Dios gracias. La recuperaría si, con un poco de suerte, aparecía después en una casa de empeños.

Yo amaba mi pequeña semiautomática; hacía lustros que vivíamos juntas; me la había regalado la tía que me había criado al morir mis padres. Era lo único que me quedaba, la herencia que simbolizaba el extraño vínculo que había habido entre nosotras. Mi tía me había enseñado a disparar al cumplir yo los ocho años. Nunca se había casado ni tenido hijos propios. Todas las ideas singulares que tenía acerca de la formación del carácter femenino las había puesto en práctica conmigo. Disparar un arma de fuego, según ella, me enseñaría a valorar tanto la seguridad como la precisión. Además, me ayudaría a coordinar los reflejos combinados de la mano y el ojo, cosa que a ella se le antojaba muy útil. Me había enseñado a coser y bordar para que aprendiera a tener paciencia y sentido del detalle. No había querido enseñarme a cocinar porque le parecía aburrido y sólo conseguiría hacerme engordar. Soltar tacos estaba bien siempre que se soltaran en casa, pero tenía que vigilar el lenguaje cuando estuviese ante personas que pudieran sentirse ofendidas. El ejercicio era importante. La moda no. Leer era esencial. Dos de cada tres enfermedades se curaban solas, según ella, o sea que podía prescindir de los médicos salvo en caso de accidente. Por otro lado, una dentadura en malas condiciones era intolerable, aunque los dentistas, según ella, eran individuos con planes absurdos para la boca humana. Uno de ellos, quitar todos los empastes antiguos y sustituirlos por otros de oro. Preceptos como los mencionados los tenía por docenas, y casi todos los sigo poniendo en práctica.

La Regla Número Uno, lo primero y principal, o importante de todo, era la independencia económica. Una mujer no debería nunca jamás, por los siglos de los siglos, depender económicamente de nadie, y menos de un hombre, porque desde el instante en que depende de otra persona, abusan de ella. A las personas económicamente subordinadas (los jóvenes, los viejos, los pobres) se las maltrata de manera automática, y no hay forma de evitarlo. Una mujer siempre debería tener recursos propios. Mi tía opinaba que todas las mujeres deberían desarrollar facultades comercializables; y que cuanto más cobrasen por ellas, mejor. Todo objetivo femenino cuya finalidad última no fuese aumentar la autosuficiencia había que descartarlo. Entre dichos objetivos no figuraba «Cómo Ligarte al Hombre de Tu Vida».

Cuando yo era estudiante, a la asignatura «Economía Doméstica» ella la llamaba «Economía Indigéstica», y me felicitaba cuando me suspendían. En su opinión, era mucho más lógico que los chicos hicieran Economía Doméstica y que las chicas estudiaran Mecánica Aplicada y Artesanía. Pero, ojo, no nos confundamos; los hombres (algunos) le gustaban mucho, pero no le apetecía cuidar a ninguno como si fuera una señora de la limpieza o una niñera. No era madre de nadie, ni siquiera mía, y no tenía por qué comportarse como tal.

He aquí la explicación cabal y exhaustiva de por qué quería yo recuperar la pistola. Por suerte no me hizo falta decir nada a G. Pettigrew ni a M. Gutiérrez. Ambos sabían que yo había sido pasma durante dos años y ambos sabían lo que vale una pistola.

Cuando abandonamos el aparcamiento ya era noche cerrada y volvía a chispear. Cojonudo.

Fui a casa y me puse a confeccionar una lista de objetos que tenía que reponer, el carnet de conducir, el talonario de cheques, la tarjeta de la gasolina, etc., etc. Mientras la elaboraba, cogí las fotocopias de las tarjetas de crédito que guardaba en el archivador y llamé a los números de urgencia de las entidades correspondientes para comunicarles el robo. En efectivo sólo me habían robado unos veinte dólares, no era mucho, pero aun así me fastidiaba. En conjunto, la situación era demasiado cabreante para quedarme pensando en las musarañas. Me duché, me puse los tejanos y un suéter, me calcé las botas y me fui al bar de Rosie a comer algo.

Rosie’s es el bar de mi barrio y lo lleva la propia Rosie, una sesentona húngara, bajita y pechugona, y con un pelo teñido que en los últimos tiempos tiende a combinar el matiz cinabrio de las rasillas con el de la calabaza asada. Rosie es una dictadora: no tiene pelos en la lengua, le gusta marimandar y recela de los desconocidos. Cuando tiene ganas cocina como los ángeles, pero se mete con lo que piden los clientes y acaba sirviéndoles lo que se le antoja. Es maternal, a veces generosa, con frecuencia irritante. Al igual que a las abuelitas chifladas, hay que soportarla para que no arme un escándalo. Yo me dejo caer por el bar porque no tiene pretensiones y está sólo a media manzana de mi casa. Por lo visto Rosie cree que mi asiduidad la autoriza a darme órdenes; y en términos generales está en su derecho.

Cuando entré aquella noche, se fijó en mi expresión y me sirvió un vaso de vino blanco de su reserva privada. Me encaminé hacia mi reservado preferido, que estaba al fondo. Los tabiques de separación son altos, de madera de conglomerado, están llenos de manchas oscuras y tienen unos adornos laterales parecidos a las orejas de los sillones. Momentos después, Rosie se materializaba junto a la mesa y me ponía delante el vaso de vino.

—Me han reventado la ventanilla del coche y me han robado todo lo que tenía de valor, incluida la pistola —dije.

—Te he preparado sóska leves —anunció—. Después te traeré ensalada de apio, pollo a la pimienta, bollos preparados por Henry, rollos de queso y col y cerezas a la sartén; pero sólo si eres buena y rebañas el plato. La casa se hace cargo de tus tribulaciones y te invita, no lo olvides ni por un segundo mientras comes. Si tuvieras un novio como Dios manda, no te habría pasado y no tengo nada más que decir.

Me reí por vez primera en los últimos días.