Después de hablar con Ramona Westfall, pasé por casa, me puse unos pantis, unos zapatos sin tacón y el vestido multiuso. Hace cinco años que lo tengo y está hecho con un tejido mágico que no se gasta ni se arruga y disimula las manchas. Puede doblarse como un pañuelo y guardarse en el bolso sin estropearse. Puede lavarse además incluso en la pila del cuarto de baño, se tiende por la noche y por la mañana ya está seco. Es negro, ligerísimo, de manga larga, con cremallera atrás, y supongo que también es «complementable», término relacionado con la ropa femenina que no he entendido nunca. Yo me lo pongo «al natural» y siempre me parece impecable. Me doy cuenta de que me miran de vez en cuando, pero tal vez por la sorpresa que representa verme con algo distinto de unos tejanos y un par de botas.
La «Empresa de Servicios Fúnebres Wynington-Blake. Entierros, incineraciones y transportes. Se admiten todas las religiones» se encuentra en el sector oriental de la ciudad, en una travesía con mucha sombra y mucho espacio para aparcar. Cuando se construyó era una casa normal y corriente y aún conserva el aire de un domicilio unifamiliar como Dios manda. La planta baja es actualmente una nave inmensa dividida en seis salas espaciosas, las seis amuebladas con sillas plegables de metal y bautizadas con un término que evoca paz de espíritu.
El caballero que me recibió, un tal Sharonson, vestía, como era de esperar, un traje azul marino, tenía una expresión inmutable y hablaba como si estuviera en una biblioteca pública. John Daggett yacía en la sala «Meditación», que estaba al fondo del pasillo a la izquierda. La familia, me dijo entre murmullos, se encontraba en la Capilla del Amanecer, por si no quería esperar. Le dije por señas que esperaría. El señor Sharonson se alejó con el mayor sigilo y quedé sola en la estancia. Ésta se encontraba flanqueada de sillas y el ataúd se alzaba en el centro. Dos gladiolos blancos, semejantes en todo a esos ramos artificiales que proporciona la misma funeraria, sustituían a las coronas que suelen enviar los afligidos. Al fondo se oía música de órgano como si fuera un mensaje subliminal para suscitar pensamientos relativos a la brevedad de la vida.
Me acerqué de puntillas al ataúd para echar un vistazo a Daggett. Tenía la piel de un color y una textura muy parecidos a los de una muñeca Betsy-Wetsy que me habían regalado de pequeña. Tenía las facciones algo estiradas, y supuse que sería a consecuencia de las operaciones propias de la autopsia. Desuéllale el careto a una persona y verás lo difícil que resulta ponérselo otra vez en su sitio. La nariz le había quedado un poco al bies, como cuando se mete una almohada en la funda y ésta queda con la costura torcida.
Oí pasos detrás de mí y apareció Barbara Daggett a mi derecha. Estuvimos unos instantes sin pronunciar palabra. No sé por qué la gente observa y hace compañía a los difuntos de este modo. Para mí es como rendir homenaje a la caja de nuestros mejores zapatos cuando se han estropeado. Al final murmuró no sé qué y se dirigió a la puerta, donde acababan de aparecer Eugene Nickerson y Essie Daggett.
Essie llevaba un vestido de rayón azul marino; los hoyuelos que le punteaban los gruesos brazos destacaban en la palidez de la piel. Tenía el pelo hinchado y ahuecado, como si acabara de hacerse la permanente y se lo hubieran rociado con una capa de polvo gris. Eugene, enfundado en un traje oscuro, la llevaba cogida por el codo, con el que maniobraba como si fuese el timón de un barco. La mujer echó una mirada al ataúd y se le doblaron las anchas rodillas. Barbara y Eugene la sujetaron antes de que cayera materialmente al suelo. La llevaron hasta una silla tapizada y la sentaron. La mujer cogió un pañuelo y se lo apretó contra la boca como si quisiera cloroformizarse.
—Dulce Jesús mío… —murmuró con fervor y con los ojos apuntando al techo—. Cordero de Dios…
Eugene le palmeó la mano y Barbara se sentó junto a ella y la abrazó con actitud protectora.
—¿Le traigo un vaso de agua? —pregunté.
Barbara asintió y eché a andar hacia la puerta. El señor Sharonson, que había intuido lo que sucedía, apareció en aquel momento con un interrogante en las facciones. Le transmití el encargo y asintió. Abandonó la sala y yo volví junto a la señora Daggett. La buena señora se lo estaba pasando en grande dándole a la cabeza adelante y atrás y recitando pasajes bíblicos con voz aguda. Barbara y Eugene trataban de contenerla, y deduje que Essie había dado a entender que tenía unas ganas locas de meterse en el ataúd con el amado consorte. Yo misma la habría aupado.
El señor Sharonson volvió con un vaso de papel que Barbara cogió y acercó a los labios de Essie. Ésta apartó la cabeza con brusquedad, reacia a todo consuelo, por mínimo que fuera.
—«Sobre mi lecho, durante las horas nocturnas —murmuraba—, busqué a quien ama mi alma; le busqué y no le hallé. Me levantaré y daré la vuelta a la ciudad, por las calles y plazas; buscaré a quien ama mi alma. Halláronme los guardianes que rondan la ciudad». Oh, Señor… Dios de los Cielos…
Me di cuenta, con no poca sorpresa, de que se trataba de un fragmento del Cantar de los Cantares, que recordaba de la época en que iba a la Escuela Dominical Metodista. A los pequeños no nos dejaban leer este libro de la Biblia porque decían que era muy obsceno, pero a mí me despertó una curiosidad muy viva el que un hombre tuviese las piernas como columnas de alabastro asentadas sobre basas de oro fino. Además, que se hablase de muslos y espadas me llamaba mucho la atención también. Creo que al tercer domingo ya no pude más y le dije a mi tía que me llevara al colegio de los presbiterianos, que estaba en nuestra misma calle.
Essie se desmandaba a ojos vistas y no tardó en sufrir unas convulsiones tan alarmantes que entre Eugene y el señor Sharonson la pusieron en pie y la sacaron de la sala. Oí apagarse sus gritos mientras se la llevaban pasillo abajo. Barbara se pasó la mano por la cara.
—Señor —dijo—, apiádate de mi madre —y a mí—. ¿Qué tal le ha ido la jornada?
Me senté a su lado.
—No creo que sea éste el mejor momento para hablar —dije.
—No se preocupe. Ya se calmará. Es la primera vez que lo ve. Arriba hay una especie de salón. Descansará allí un rato y se pondrá bien. ¿Y Ramona Westfall? ¿Pudo hablar con ella?
La puse al corriente de la breve entrevista que había sostenido con la aludida y derivé mi exposición hacia lo que en aquellos momentos me preocupaba en el fondo y que se relacionaba con las otras dos personas fallecidas en el accidente. Barbara cerró los ojos, estaba claro que aquel tema le hacía daño.
—Una era una niña que se llamaba Megan Smith, era amiga de Hilary Gahan. Creo que sus padres siguen viviendo en la zona. Buscaré la dirección y el teléfono cuando llegue a casa. El padre se llamaba Wayne. He olvidado el nombre de la calle, pero seguramente figura en la guía.
Saqué el cuaderno y tomé nota del nombre.
—¿Y la quinta persona?
—Un muchacho que quiso ir con ellos. Le recogieron en el acceso a la autopista para darle un paseo por la ciudad.
—¿Cómo se llamaba?
—Doug Polokowski.
Me quedé mirándola.
—¿Bromea?
—¿Por qué dice eso? ¿Lo conoce?
—Polokowski es el verdadero apellido de Billy Polo. Es lo que dice su ficha policial.
—¿Cree usted que hay algún parentesco?
—Yo diría que inevitablemente. Sólo hay una familia Polokowski en la ciudad. Tenía que ser pariente suyo, primo, hermano, lo que fuera.
—Esto no tiene sentido. Yo creía que Billy Polo era el mejor amigo de mi padre.
El señor Sharonson volvió a la sala y se quedó mirando a Barbara.
—Su madre pregunta por usted, señorita Daggett.
—Vaya con ella —dije—. Ahora tengo mucho que hacer. La llamaré a su casa.
Barbara fue en pos del señor Sharonson y yo me dirigí al vestíbulo, donde me hice con una guía telefónica. Wayne y Marilyn Smith vivían en Colgate, en Tupelo Drive, al lado mismo de Stanley Place, si no me fallaba la memoria. Acaricié la idea de llamarles previamente, pero tenía curiosidad por ver cómo reaccionaban al saber que Daggett había muerto, en el caso de que no se hubieran enterado aún. Paré en una gasolinera para llenar el depósito del VW y puse rumbo a la autopista.
La casa de los Smith era la única aislada e independiente en un radio de doce manzanas de parcelas idénticas y supuse que habría sido la primera en construirse en el centro de lo que antaño había sido un amplio naranjal. Aún podían verse algunas hileras irregulares de naranjos, interrumpidas en la actualidad por las carreteras, las vallas de los chalets y una escuela de primera enseñanza. El buzón de los Smith consistía en una maqueta de la casa, y el número de la calle, tallado en una tabla de pino, gruesa y ahumada, pendía sobre los peldaños del porche. La casa en cuanto tal era de armazón de madera, tenía dos plantas, estaba pintada de blanco y poseía ventanas altas y estrechas y techumbre de pizarra. Detrás del edificio había un huerto mal cuidado, al final del cual se alzaba el garaje. Un neumático sujeto por una cuerda colgaba de un sicómoro que crecía en el patio. Los naranjos se extendían por los cuatro costados, pero tenían mal aspecto, sin duda porque sus años de productividad habían pasado ya a la historia. Probablemente era más barato dejarlos donde estaban que talarlos. La profusión de bicicletas de chico que había en el porche indicaba que había muchos varones en la familia, o que en el interior se estaba celebrando una reunión de algún club de ciclistas.
El timbre consistía en una manivela metálica en mitad de la puerta. La giré y emitió un chirrido agudo. Como en la casa de los Christopher, la mitad superior de la puerta era de vidrio, lo que me permitió espiar el interior: techos altos, suelos de pino encerados, alfombras raídas y antigüedades de la época colonial norteamericana que a mi ojo inexperto le parecieron auténticas. Las paredes estaban cubiertas por mantas de retales, tan descoloridas que sólo presentaban ya matices pálidos del malva y el azul. De una percha que había a la izquierda colgaban incontables cazadoras infantiles; debajo de ellas había una fila ordenada de botas de goma.
Una mujer con tejanos y una camisa blanca que le venía grande bajó corriendo por las escaleras con la mano en la barandilla. Me sonrió mientras abría la puerta.
—Hola. ¿Eres la madre de Larry? —por mi expresión adivinó al instante que yo no tenía ni zorra idea de lo que me decía. Lanzó una carcajada—. Ya veo que no. Los chicos salieron del cine hace media hora y estamos esperando a la madre de Larry. Disculpe.
—No tiene importancia. Soy Kinsey Millhone —dije—. Soy de aquí y me dedico a la investigación privada.
Le di mi tarjeta.
—Pues usted dirá.
Tendría treinta y tantos años, era rubia y llevaba el pelo anudado en la nuca. Tenía ojos negros y el bronceado saludable de la persona que trabaja al aire libre. Supuse que sería la típica madre que no permitía que sus hijos comieran azúcar blanca y que vigilaba los programas de televisión que veían. Siempre dudo si tanto celo da resultado. Para mí, los niños y los perros pertenecen a la misma especie, por eso los prefiero silenciosos, inteligentes y obedientes.
—John Daggett murió el viernes por la noche, aquí en Santa Teresa —dije.
Le pasó una sombra por la cara, pero es posible que sólo fuese porque percibía que estaba a punto de resurgir un tema desagradable.
—Pues no me he enterado. ¿Cómo fue?
—Se cayó de un bote y se ahogó.
Meditó unos segundos.
—Bueno, pudo ser peor. Ahogarse es muy fácil, ¿no dicen eso?
Hablaba con ligereza, incluso con satisfacción. Tardé un minuto en darme cuenta de lo depravado de sus sentimientos y me pregunté por las torturas que habría deseado a aquel hombre.
—Son muy pocos los que pueden escoger su forma de morir —dije.
—Mi hija no escogió la suya, téngalo por seguro —dijo con acritud—. ¿Fue un accidente o le dieron un empujoncito?
—Eso es lo que trato de averiguar —dije—. Me han dicho que vino de Los Ángeles el lunes, pero al parecer nadie sabe dónde pasó el resto de la semana.
—En mi casa no, desde luego. Si Wayne le hubiera echado el ojo, lo habría… —la frase se convirtió en sonrisa y añadió casi en tono de burla—. Iba a decirle que lo habría matado, pero no en sentido literal. O quizá sí. No lo sé, no estoy en el pellejo de Wayne.
—¿Y usted? ¿Cuándo lo vio por última vez?
—No tengo ni la menor idea. Hace dos años por lo menos.
—¿En el juicio?
Negó con la cabeza.
—Yo no asistí. Wayne acudió un día, pero no pudo soportarlo y no volvió. Creo que habló en cierta ocasión con Barbara Daggett, pero desde entonces estoy segura de que no ha habido ningún encuentro. No sé por qué, tengo la impresión de que a ese hombre lo han matado. ¿No piensa usted lo mismo?
—Es posible. La policía cree que no, pero tal vez cambie de idea si encuentro alguna prueba. Sospecho que hay muchas personas que deseaban la muerte de Daggett.
—Yo soy una de ellas. Me ha dado una gran alegría al comunicármelo. Habrían tenido que matarlo nada más nacer —dijo—. ¿Quiere pasar? No sé si podré serle útil, pero por lo menos estaremos cómodas.
Volvió a mirar mi tarjeta, leyó el nombre otra vez y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
Se hizo a un lado para que yo pasara, crucé el umbral y me detuve en espera de que me indicase adónde quería que nos dirigiésemos. Me condujo a la sala de estar.
—¿Estuvieron en casa el viernes por la noche usted y su marido?
—¿Por qué? ¿Somos sospechosos?
—Ni siquiera se ha abierto una investigación formal —dije.
—Yo sí estuve aquí. Wayne estuvo trabajando hasta muy tarde. Es contable.
Me señaló una silla y tomé asiento. Ella hizo lo propio en el sofá, con actitud serena. Llevaba una pulsera de oro en la muñeca derecha, se puso a darle vueltas y la cadenita emitió un suave tintineo.
—¿Conocía usted personalmente a John Daggett? —preguntó.
—Sólo lo vi una vez. Se presentó en mi oficina el sábado de la semana pasada.
—Ya. Seguro que estaba en libertad condicional. Ya llevaría más de diez minutos adentro —como no hice ningún comentario, añadió—. ¿Qué hacía en Santa Teresa? ¿Visitar otra vez el escenario de la matanza?
—Quería localizar a Tony Gahan.
Aquello le hizo gracia, al parecer.
—¿Con qué objeto? No es asunto mío, pero me pica la curiosidad.
Me desconcertaba su actitud, que se me antojaba una extraña combinación de burla y resentimiento.
—No sé con seguridad cuáles eran sus intenciones —dije con cautela—. Por otro lado, lo que me contó no era cierto, así que no vale la pena repetirlo. Creo que en el fondo quería reparar lo sucedido.
Se le borró la sonrisa y me traspasó con una mirada que me produjo escalofríos.
—No hay «reparación» que valga para lo que hizo ese hombre. Megan murió de un modo horrible. Cinco años y medio. ¿Le han contado los detalles?
—Tengo los recortes de prensa en el coche. He hablado además con Ramona Westfall, que me ha puesto al corriente —dije, mintiendo a propósito. No quería conocer los detalles de la muerte de Megan. Fueran cuales fuesen, creo que no los habría soportado—. ¿Ha estado usted en contacto con las otras familias?
Creí durante unos instantes que iban a resultar inútiles mis esfuerzos y que a pesar de todo me iba a contar una historia sangrienta de las que no se olvidan. Por su cara parecieron desfilar imágenes de barbarie. Titubeó y su expresión sufrió esa transformación (la nariz que enrojece, la boca que cambia de forma, las arrugas que apuntan al suelo) que precede al llanto. Perdió parte del dominio de sí y me miró con los ojos empañados.
—Perdón, ¿qué ha dicho?
—Le preguntaba si había hablado últimamente con los demás. Con la señora Westfall o los Polokowski.
—Casi le diría que ni siquiera con Wayne. La muerte de Megan estuvo a punto de matarnos a nosotros también.
—¿Y sus otros hijos? ¿Cómo lo sobrellevan?
—Mejor que nosotros, desde luego. La gente suele decir: «Bueno, aún os quedan los chicos». Pero no es cierto, las cosas no pueden plantearse así. No se puede sustituir a un hijo por otro.
Cogió un pañuelo de papel con algo de retraso y se sonó la nariz.
—Lamento habérselo hecho recordar —dije—. No tengo hijos, pero creo que no hay nada más doloroso que perder uno.
Volvió a sonreír, con amargura y durante unos segundos.
—Se equivoca usted, hay algo peor. Saber que hay un hombre en prisión cumpliendo unos meses de condena por «homicidio accidental» cuando en realidad asesinó a cinco personas. ¿Sabe usted cuántas veces lo detuvieron conduciendo borracho antes del accidente? Quince. Lo multaron en un par de ocasiones. Se lastimó una mano. En cierto momento lo condenaron a treinta días de cárcel, pero la mayoría de las veces… —se interrumpió y cambió de tono—. Mierda. ¿Qué importancia tiene esto ya? Nada cambia nunca ni termina. Le diré a Wayne que ha estado usted aquí. Puede que él sepa dónde estuvo Daggett.