El Hub es un bar con toda la pinta de ser un almacén reconvertido. Es demasiado grande para inspirar sentimientos amistosos, y demasiado frío para relajar a nadie. El techo es alto, está pintado de negro y recorrido por una red de cañerías y tubos de conducción eléctrica. Las mesas de la sala principal están dispersas, y las paredes están cubiertas de fotos antiguas del bar, en blanco y negro, donde se ve la cambiante clientela que ha tenido con el paso de los años. A través de una arcada muy ancha se accede a una sala menor donde hay cuatro mesas de billar. La máquina de los discos es muy grande y la festonean franjas amarillas, verdes y rojo cereza, entre las que parpadean ristras de bombillas pequeñas. El local estaba curiosamente vacío, pese a ser sábado por la noche. En la máquina sonaba un single de Willie Nelson que yo no conocía.
No había ninguna mujer en el bar y noté que las miradas masculinas se posaban en mí con tensa cautela. Me sentí olisqueada, como un perro que se aventura en un barrio extraño. El aire estaba muy cargado a causa del humo del tabaco, que difuminaba el perfil de los hombres inclinados sobre las mesas de billar con el taco en la mano. Identifiqué a Billy Polo por el gran cojín de pelo que le coronaba la cabeza. De pie resultaba más alto de lo que había imaginado, ancho de espaldas y liso de caderas. Jugaba al billar con un muchacho mejicano de unos veintidós años, chupado de cara, con los brazos cubiertos de tatuajes y un pecho hundido y magro que se le veía por la abertura de la camisa hawaiana, desabrochada hasta la cintura. En total tendría unos seis pelos en el pecho, en la casi imperceptible cavidad que tenía en mitad del esternón.
Me acerqué a la mesa y me dispuse a esperar hasta que Billy terminara la partida. Me miró con indiferencia, apuntó con la bola blanca a la número seis, golpeó aquélla con el taco y ésta se coló en una tronera lateral. Rodeó la mesa sin detenerse, apuntó a la bola número dos y la metió como un rayo en la tronera del rincón. Puso tiza al taco sin apartar el ojo de la bola número tres. Ensayó un ángulo, lo desechó, se inclinó sobre la mesa y golpeó la blanca con tal fuerza que la tres se coló en la tronera lateral y la cinco rebotó en la banda, se dirigió hacia la tronera del rincón, quedó suspendida en el borde y entró al final. Por la cara de Billy bailoteó una leve sonrisa, pero no alzó los ojos.
El mejicano, apoyado en el taco, me miró sonriente. Dijo «Te quiero» moviendo los labios, sin emitir sonido alguno. Tenía un incisivo ribeteado de oro, igual que un portarretratos, y tenía una mancha de tiza azul junto a la barbilla. Billy acabó de despejar la mesa y fue a dejar el taco en el bastidor de la pared. Al pasar junto al mejicano, le sacó un billete de veinte dólares del bolsillo de la camisa y se lo guardó en el suyo. Dijo entonces, con la cara vuelta:
—¿Eres tú el angelito que fue a buscarme a casa de mi madre?
—Exacto. Soy amiga de John Daggett.
Ladeó la cabeza, entornó los ojos, se puso la mano tras la oreja y dijo:
—¿De quién?
Sonreí con cansancio. Por lo visto estábamos jugando a las adivinanzas. Levanté la voz y repetí, vocalizando:
—Daggett. John.
—Ah, sí. Ése. ¿Y cómo le va actualmente?
Se puso a chascar los dedos, siguiendo el ritmo de la máquina de discos, donde ahora sonaba una canción de George Benson.
—Ha muerto.
Debo reconocer que sabía hacer las cosas. Fingió que se llevaba una sorpresa, pero no cargó las tintas.
—Te burlas. ¿Daggett muerto? Qué lástima. ¿Cómo fue? ¿De un ataque al corazón?
—Se ahogó. Anoche, en la dársena.
Señalé con el pulgar hacia atrás, por encima de mi hombro, hacia el puerto, para que supiera qué quería decir dársena.
—¿Aquí en Santa Teresa? Joder, qué fuerte. No lo sabía. Lo último que supe de él era que estaba en Los Ángeles.
—Me extraña que no lo hayas visto en la tele.
—Bah, nunca presto atención a esas tonterías. Me cargan, ¿sabes? Tengo cosas mejores que hacer.
Mantenía el tórax vuelto mediante una torsión de cintura y no quitaba ojo a lo que ocurría en el local. Supuse que estaría tratando de adivinar quién era yo y qué quería. Me asaeteó con la mirada.
—Disculpa, pero no he entendido bien tu nombre.
—Kinsey Millhone.
Me observó por encima.
—Creo que mi madre dijo que te llamabas Charlene.
Negué con la cabeza.
—No sé de dónde habrá sacado eso.
—¿Y a qué te dedicas?
—A la investigación. Trabajo por mi cuenta. ¿Por qué lo preguntas?
—No tienes pinta de ser amiga de Daggett. Era un pobre diablo. Y tú tienes demasiada clase para relacionarte con un muerto de hambre como él.
—No he dicho que fuéramos amigos íntimos. Lo conocí hace poco por mediación de un amigo de un amigo.
—¿Y por qué me lo cuentas? A mí me importa una mierda todo eso.
—¡Qué pena que digas una cosa así! Daggett me dijo que hablara contigo si le pasaba algo.
—¿Conmigo? Venga ya —dijo sin dar crédito a lo que oía—. Mira, aquí pasa algo raro. Creo que me confundes con otra persona. Es verdad que conocí a Daggett, pero no lo conocía. ¿Lo digieres?
—Pues tienes razón al decir que aquí pasa algo raro porque él me dijo que eras su mejor amigo.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Muñeca, el viejo Daggett estaba de bromas. No sé de qué me estás hablando. Ni siquiera recuerdo cuándo lo vi por última vez. Hace siglos, creo.
—¿En qué circunstancias?
Se quedó mirando al mejicano, que escuchaba descaradamente.
—Nos veremos más tarde, tío —luego, con desprecio, murmuró entre dientes—. Paco.
Por lo visto era un nombre que se utilizaba para insultar a todos los sudamericanos.
Me rozó el brazo y me condujo a la otra sala.
—Estos indios son todos iguales —me informó—. Creen que saben jugar al billar y no saben una mierda. No me gusta hablar de asuntos personales delante de los chicanos. ¿Puedo invitarte a una cerveza?
—Desde luego.
Me señaló una mesa vacía y apartó una silla para que tomara asiento. Colgué el impermeable en el respaldo y me senté. Llamó la atención del camarero de la barra y le enseñó dos dedos. El camarero cogió dos botellas de cerveza, las abrió y las dejó en la barra.
—¿Quieres algo para picar? —dijo Billy—. ¿Patatas? Aquí las hacen estupendas. Un poco grasientas, pero buenas de sabor.
Negué con la cabeza y le observé con curiosidad. De cerca tenía cierto atractivo, una aureola de sexualidad desnuda de la que probablemente ni siquiera se daba cuenta. De vez en cuando conozco hombres así y el fenómeno no deja de llamarme la atención.
Se acercó a la barra, dejó un par de billetes arrugados y cogió las cervezas. Dijo no sé qué al camarero y esperó un momento, mientras éste ponía un vaso invertido encima de cada botella; Billy me sonrió con picardía.
Volvió a la mesa y tomó asiento.
—Es la hostia, pides un vaso y te tratan como si hubieras pedido caviar. Son unos patanes. Si vengo por aquí es porque una hermana mía trabaja en este sitio tres noches por semana.
Ajajá, me dije, la mujer del remolque.
Llenó un vaso de cerveza, me lo pasó y se dedicó a llenar el suyo con parsimonia. Tenía los ojos hundidos y varios hoyuelos en las comisuras de la boca que le hacían una especie de pliegue.
—Mira —dijo—, creo que aquí hay un malentendido. Tú crees que sé algo que en realidad no sé. La verdad es que no conocía mucho a Daggett y creo que no le caía simpático. No sé quién te diría que yo era colega suyo, pero está claro que no fue él.
—Tú lo llamaste el lunes por la mañana, ¿no es cierto?
—¿Yo? Qué va, ¿para qué iba a llamarle?
Proseguí como si no hubiera abierto la boca.
—No sé qué le dirías, pero estaba asustado.
—Siento defraudarte, pero si alguien lo llamó, fue otra persona. En cualquier caso, cuéntame: ¿qué hacía el viejo por aquí?
—No lo sé. Su cadáver apareció en la playa de madrugada. Pensé que me ayudarías a recomponer lo que pasó. ¿Sabes dónde estuvo anoche?
—No. Ni la menor idea.
Le llamó la atención una mota de polvo que flotaba en la espuma de su vaso y la cogió con los dedos.
—¿Cuándo lo viste por última vez? Creo que no me lo las dicho.
Adoptó un tono guasón.
—Es que no me he traído la agenda, ¿sabes? Si no, te lo diría con exactitud. Puede que comiéramos por ahí alguna vez, él y yo solos.
—¿En San Luis tal vez?
Hizo una leve pausa y su sonrisa perdió un par de vatios.
—Coincidí con él en San Luis —dijo con tiento—. Yo y tres mil setecientos tíos más. ¿Y qué?
—Nada, que supuse que podíais estar en contacto.
—Ya te dije que no lo conocía mucho. Estar con él era como tener un clavo en el zapato, ¿entiendes? Y a nadie le gusta eso.
—¿Sabes si conocía a alguien en Santa Teresa, aparte de ti?
—No lo sé. Esta semana no me ha tocado seguir a nadie.
—¿Y tu hermana? ¿La conocía Daggett?
—¿A Coral? Imposible. Coral no se relaciona con muertos de hambre. Le rompería la crisma si lo hiciera. No sé por qué insistes. Ya te he dicho que no sé nada. No lo he visto ni sé nada de él. ¿Por qué no me crees?
—Porque pienso que no dices la verdad.
—¿Quién lo dice? Que yo sepa, has sido tú quien me ha buscado. No tengo por qué hablar contigo. Te estoy haciendo un favor. No sé quién eres. Ni siquiera sé qué coño buscas.
Cabeceé y esbocé una sonrisa.
—Billy, tienes la lengua muy sucia. No sabía que trataras así a las mujeres. Me siento ofendida.
—Ahora eres tú la que se quiere reír de mí, ¿no? —me escrutó la cara—. No serás de la pasma, ¿verdad?
Recorrí la botella de cerveza con la uña del pulgar y arranqué un trozo arrugado de etiqueta.
—En realidad, sí.
Lanzó un bufido. Pues se iba a enterar el pájaro.
—¿En serio? No me digas.
—Soy investigadora privada.
—No te creo.
—Pues lo soy.
Se echó atrás en la silla; le hacía gracia que quisiera engañarle de aquel modo.
—Eres la hostia, tía. ¿Con quién te crees que estás hablando? Puede que naciera de noche, pero no fue anoche. Conozco a los detectives de esta ciudad y tú no eres de la banda, o sea que invéntate otra.
Me eché a reír.
—Está bien, no lo soy. Imagínate que sólo soy una curiosona que quiere investigar la muerte de un conocido casual.
—Eso podría tragármelo, pero no explica por qué te intereso yo.
—Fuiste tú quien se lo presentó a Lovella, ¿verdad?
Estuvo unos segundos sin saber qué decir.
—¿Conoces a Lovella?
—Claro. La conocí en Los Ángeles. Vive en Sawtelle.
—¿Cuándo la conociste?
—Anteayer.
—No jodas. ¿Y te dijo que hablaras conmigo?
—¿Sabe alguien más tu paradero?
Se me quedó mirando como si asistiera mentalmente a una especie de polémica.
Pensé que un poco de coacción tal vez le tiraría de la lengua.
—¿Sabes que Daggett la trataba como a un trapo?
Se puso algo incómodo y desvió la mirada.
—Sí, bueno, pero Lovella es una gran chica. Tiene que aprender a cuidar de sí misma.
—¿Por qué no le echas una mano?
Sonrió con amargura.
—Conozco a más de uno que se echaría a reír si le dijeran que voy a echar una mano a alguien —dijo—. Además, es una mujer fuerte. No la subestimes.
—La conoces desde hace mucho, ¿verdad?
Su rodilla se había puesto a dar saltos.
—Siete años, ocho. La conocí cuando ella tenía diecisiete. Vivimos juntos un tiempo, pero no resultó. Teníamos demasiadas broncas. Es una puta asquerosa, pero yo la quería mucho. Luego me trincaron y me metieron en el talego por un piso que había desvalijado otro, entonces ella y yo, joder, no sé qué pasó. Nos escribirnos durante una temporada, pero no se puede repetir lo que ya no existe, ¿comprendes? El caso es que ahora somos amigos, creo. Yo por lo menos la aprecio y la entiendo. Pero no sé qué pensará ella de mí.
—¿La has visto últimamente?
La rodilla se detuvo en seco.
—No, no la he visto últimamente —dijo—. ¿Y tú? ¿Por qué fuiste a verla?
—Buscaba a Daggett. Le habían cortado el teléfono.
—¿Qué te dijo ella exactamente?
Me encogí de hombros.
—Poca cosa. No me quedé mucho rato y ella no se sentía del todo bien. Le habían puesto un ojo a la funerala.
—Joder —dijo. Se echó atrás en la silla—. Pero ¿por qué dejarán las mujeres que los tíos les den de hostias?
—No lo sé.
Apuró la cerveza y dejó el vaso en la mesa.
—Apuesto lo que sea a que tú no eres de las que se dejan pegar.
—Todos dejamos que nos peguen alguna vez —dije.
Se levantó.
—Perdona que te corte, tía, pero tengo que largarme.
Se dio la vuelta y se remetió los faldones de la camisa bajo el pantalón. Su lenguaje corporal decía que él ya se había puesto en marcha y que ya le alcanzaría la ropa cuando estuviera en la calle.
Me puse en pie y cogí el impermeable.
—No te irás de la ciudad, ¿verdad?
—¿Te importa mucho?
—No creo que sea buena idea, dado que la muerte de Daggett está sin resolver. Puede que la pasma quiera hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre dónde estuviste anoche, por ejemplo.
Alzó la voz.
—¿Sobre dónde estaba yo anoche? Pero ¿de qué hablas?
—Puede que la pasma quiera saber qué relación había entre Daggett y tú.
—¿Relación? Tú me estás vacilando. ¿Adónde quieres ir a parar?
—No es por mí por quien tienes que preocuparte. Lo que ha de importarte es la pasma.
—¿Qué pasma?
Cabeceé.
—Los conoces bien y sabes cómo las gastan. Si alguien les fuera con el cuento, estarías listo, muchacho.
Se sintió ofendido.
—¿Me harías eso? ¿Por qué?
—Porque no eres legal conmigo, William.
—¡He sido legal contigo! Te he dicho todo lo que sé.
—No es verdad. Creo que sabías ya lo de la muerte de Daggett. Y creo que lo viste en el curso de esta semana.
Puso los brazos en jarras y cabeceó mientras miraba hacia el otro extremo del local.
—Lo que me faltaba, tía. No te he mentido. Te he dicho la verdad. Yo sólo me ocupo de mis asuntos, como está mandado. Si ni siquiera sabía que el viejales estaba en Santa Teresa.
—Insiste todo lo que quieras —dije—, pero voy a darte un consejo. Tengo la matrícula del coche que has comprado. Como te largues de la ciudad, aviso al teniente Dolan de Homicidios.
Parecía tan desconcertado como preocupado.
—Pero ¿qué es esto? ¿Un chantaje? ¿Es eso lo que buscas?
—¿Chantaje? Pero si no tienes un clavo. Lo que quiero es información, nada más.
—Yo no sé nada. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Escucha —dije sin perder la paciencia—, ¿por qué no meditas la situación y hablamos en otro momento?
—¿Y por qué no te vas a tomar por culo?
Me puse el impermeable y me colgué el bolso del hombro.
—Gracias por la cerveza. La próxima vez te invitaré yo.
Como estaba demasiado cabreado para responder, hizo un ademán de desprecio muy exagerado. Se dirigió a la puerta y vi cómo salía. Consulté la hora. Eran las doce pasadas y me sentía hecha polvo. La cabeza empezaba a dolerme y era consciente de que toda yo olía a humo de tabaco rancio. Quería irme a casa, desnudarme, ducharme y meterme entre los pliegues del edredón. En vez de ello, aspiré una profunda bocanada de aire y fui en pos de Billy.