Pasaron cuatro horas. Dejó de llover. No sólo estaba claro que Billy se retrasaba sino que además cabía la posibilidad de que no apareciese en toda la noche. A lo mejor había comprado un coche y se había ido de Santa Teresa, o había telefoneado a su madre en algún momento y había decidido dar esquinazo a la visita que se había presentado con el nombre de «Charlene». Me había terminado todo el café del termo y el cerebro me chisporroteaba a causa de la cafeína. Creo que si fumara habría consumido una cajetilla entera. Lo que sí hice fue tragarme otros ocho noticiarios radiofónicos, el parte para los agricultores y una hora de música sudamericana. Me planteé la posibilidad de aprender español con aquellas canciones para estreñidos. Pensé en Jonah y en mis consortes. Estaba convencida de que si volvían a romperme el corazón, el crujido sonaría igual que aquella música, aunque, hasta donde yo entendía, las letras hablaban de gusanos y hernias inguinales que, gracias al lirismo de la música, adquirían prestancia espiritual. La verdad es que estuve a punto de morirme de aburrimiento de tanto pensar en lo que sucedía dentro de mi cabeza, por eso respiré de alivio cuando vi que se acercaba un coche y se detenía junto a la acera de la casa de enfrente. Parecía un Chevrolet 1967, blanco, con una matrícula provisional pegada al parabrisas. No pude ver bien al sujeto que bajó del vehículo, pero no le quité el ojo de encima mientras subía los peldaños del porche con un par de zancadas y llamaba a la puerta.
Le abrió Betty Christopher. Desaparecieron al cerrarse la puerta. Segundos después veía bailotear las dos sombras a la luz de la cocina. Supuse que se habrían sentado para tomarse una cerveza y hablar de sus asuntos. Pero de súbito se abrió la puerta y salió el hombre. Me encogí en el asiento hasta que mis ojos quedaron a la altura de la base de la ventanilla. El cielo seguía cubierto, no había luna y los coches aparcados a lo largo de la acera realzaban la sensación de oscuridad. El hombre observaba la calle y con la mirada recorría uno por uno los coches estacionados. El corazón se me disparó cuando vi que bajaba los peldaños y venía directamente hacia mí.
Se detuvo en el centro de la calzada. Se acercó a una furgoneta aparcada a dos plazas de mi coche. Encendió una linterna y abrió la portezuela del conductor, al parecer para mirar la documentación del vehículo. Lo perdí de vista. Pasaron los segundos. Escruté las sombras mientras me preguntaba si no se habría puesto a reptar para abordarme por la derecha. Oí el ruido sordo que produjo al cerrar la puerta de la furgoneta. La luz de la linterna se detuvo en el coche que había delante de mí y se reflejó en el parabrisas del mío, aunque no era lo bastante potente para revelar mi presencia. Apagó la linterna. Se quedó inmóvil, a la espera, observando la calle en ambas direcciones. Por lo visto había llegado a la conclusión de que no había motivo para preocuparse porque echó a andar hacia la casa. Al llegar al porche apareció la mujer con una bata sobre los hombros. Hablaron durante unos minutos, el hombre volvió al coche y se fue. En cuanto la mujer cerró la puerta, puse en marcha el VW, hice una maniobra en forma de herradura y salí en pos del hombre. Esperaba que no fuera un truco para que me delatara.
Ya había girado a la izquierda y luego a la derecha cuando lo descubrí a dos manzanas de distancia. Íbamos por calles secundarias, sin semáforos, y donde lo único que interrumpía el avance era alguna que otra señal de stop. Tenía que reducir la distancia o me arriesgaba a perderlo. Las persecuciones individuales son absurdas si no sabemos a quién seguimos ni adónde vamos. Había muy poco tráfico a aquella hora, y si aceleraba se daría cuenta de que la presencia de mi Cucaracha no se debía a la casualidad.
Pensé que se dirigía a la autopista, pero antes de llegar al acceso norte redujo la velocidad y giró a la derecha. Como entre su vehículo y el mío sólo había ahora media manzana de distancia, me pegué a la acera, frené y apagué el motor. Eché el seguro y apreté a correr en diagonal hacia la esquina opuesta. Vi las luces traseras de su coche a media manzana. En aquel momento giraba a la izquierda para entrar en un campamento de remolques de aspecto destartalado.
Puente es una angosta callejuela del sector oriental que discurre en sentido paralelo a la Autopista 101, y el campamento estaba emparedado entre ambas arterias y protegido de la autopista por una valla de madera de tres metros y macizos de adelfas. Avancé con rapidez. Las casas eran sombrías, los senderos de entrada estaban bloqueados por coches antiguos, casi todos con abolladuras. Las farolas apenas daban luz en aquella zona, pero el campamento de remolques que tenía delante estaba engalanado con múltiples bombillitas de colores.
No vi ni rastro del Chevrolet cuando llegué a la entrada, pero como era un sitio pequeño pensé que no sería difícil dar con él. El camino que recorría el campamento era de dos carriles. El asfalto brillaba aún a causa de la lluvia y caían gotas de los eucaliptos que se alzaban aquí y allá. Por todas partes había rótulos: NO ACELERAR. LA VELOCIDAD MATA. PARKING RESERVADO PARA LOS ARRENDATARIOS. NO BLOQUEAR LA SALIDA.
Casi todos los remolques eran del tipo unipersonal, de cinco a siete metros de longitud, como esos que hace muchos, muchos años podían engancharse al coche para viajar como Dios manda. Las marcas que más abundaban eran Nomad, Airstream y Concord. Todos llevaban un cartón en la ventanilla con el número de la parcela que ocupaban. Algunos se habían instalado en los reducidos cuadros de césped que se reservaban para los vehículos de paso, pero había muchos residentes fijos que, por su aspecto, llevaban años allí. Las parcelas eran cuadrados de hormigón rodeados de vallas blancas de madera, de sesenta centímetros de altura, o separados entre sí por esterillas de bambú estropeadas. Los patios y jardines, allí donde existían, estaban llenos de patos y ciervos de plástico.
Eran casi las once y muchos remolques estaban a oscuras. A veces veía el resplandor grisáceo que emitían las pantallas de los televisores. Encontré el Chevrolet, con el capó caliente, el motor quejándose todavía, estacionado junto a un remolque verde oscuro, abollado, con un toldo roto y la mitad del rodapié de aluminio arrancada. En el interior se oía el golpeteo sordo de una pieza de rock a un volumen demasiado elevado para un espacio tan reducido.
Las ventanillas de la roulotte eran óvalos de luz amarilla muy potente y estaban a unos treinta centímetros por encima de mis ojos. Lo rodeé desplazándome hacia la derecha, acercándome al máximo y mirando a mi alrededor para ver si algún vecino me había descubierto. El remolque contiguo tenía un rótulo de SE ALQUILA pegado con cinta adhesiva al costado, y el de enfrente tenía las cortinillas echadas. Volví a la ventana, me alcé de puntillas y eché un vistazo al interior. La ventanilla estaba entornada y por la rendija salía una corriente de aire caliente que olía a cebolla frita. Las cortinillas eran trapos de cocina ensartados en una varilla de latón, de la que pendían en forma tan irregular que distinguí con claridad a Billy Polo y a la mujer con la que hablaba. Estaban sentados ante la mesa abatible de la cocina, tomando cerveza y moviendo la boca para pronunciar unas palabras que no alcanzaba a oír por culpa de la música. El interior del remolque era un collage deprimente a base de tabiques baratos, platos sucios, basura, tapicería rota, periódicos y latas de comida amontonadas en todos los rincones. En lo alto de la puerta había una pegatina de coche que decía: ¡HE ESTADO EN LOS 48 ESTADOS!
Encima de una caja de cartón había una tele portátil, en blanco y negro; estaba encendida y en aquellos momentos emitía lo que parecía ser el final de un episodio de una serie policíaca de gran audiencia. La acción era trepidante. Un coche incontrolado se puso a dar vueltas de campana, cayó por un precipicio y explotó en el aire. Cambió la escena y vi a dos hombres en un despacho, uno de ellos hablando por teléfono. Ni Billy ni su compañera parecían prestar atención a la película, aunque con el ruido de la música habría sido imposible que se enteraran de lo que decían los personajes.
Sentí un calambre en la pantorrilla derecha. Busqué algo en que subirme para no forzar tanto los músculos. El jardín contiguo era una selva de arbustos que habían crecido a la buena de Dios, y el espacio para estacionar el vehículo estaba alfombrado de trastos. Debajo de la puerta del remolque había un fragmento de escalera. Me abrí paso por entre los matojos, empapándome los tejanos y las botas. Confiaba en que el estrépito de la música ahogara el ruido que hice al coger la escalera, arrastrarla por entre los arbustos y colocarla debajo de la ventanilla.
Subí los peldaños con precaución y me puse a mirar otra vez lo que pasaba dentro. Pese a haber vivido como criminal a lo largo de sus treinta años, Billy Polo tenía sorprendentemente cara de adolescente. Su pelo era una esfera morena y rizada que le enmarcaba el rostro. La nariz era pequeña, la boca carnosa, y tenía un hoyuelo en la barbilla que parecía una cicatriz. No era hombre fornido, aunque poseía una complexión nervuda que evidenciaba unos músculos potentes. Había algo frenético en él, una especie de tensión en los ademanes. No dejaba los ojos quietos y tendía a mirar de soslayo cuando hablaba, como si mirar a los ojos le pusiera nervioso.
La mujer tendría poco más de veinte años, boca grande, mentón fuerte, y una nariz de perro pequinés que parecía de masilla. No llevaba maquillaje y tenía un pelo rubio y espeso, mal cortado, con las puntas abiertas, que le caía hasta los hombros en una serie de ondulaciones inmóviles y rígidas. Tenía la piel muy pálida y cubierta de pecas. Llevaba una bata de seda demasiado grande, de hombre, y al parecer estaba resfriada. Llevaba en el bolsillo un paquetito de pañuelos de papel con los que se sonaba de vez en cuando. La tenía tan cerca que distinguía el enrojecimiento que de tanto sonarse se le había formado entre la base de la nariz y el labio superior. Me pregunté si sería alguna novia antigua de Billy. No había nada sexual en su forma de tratarse, pero sí un curioso sentido de la intimidad. Puede que se tratara de una antigua historia amorosa que hubiese acabado por apagarse.
La música rock empezaba a sacarme de quicio. Con aquel alboroto no iba a enterarme nunca de lo que decían. Me bajé del fragmento de escalera, rodeé el remolque y me acerqué a la puerta. La ventanilla de la derecha estaba abierta de par en par, pero con las cortinas echadas y sujetas.
Esperé a la pausa que hay entre canción y canción. Aspiré una profunda bocanada de aire y aporreé la puerta.
—¡A ver si bajáis ese ruido, joder! —grité—. ¡Así no hay quien duerma!
—Disculpe —dijo la mujer desde el interior.
La música cesó de pronto y fui al otro lado a ver qué podía oír.
El silencio había sido como mano de santo. Sin duda habían bajado antes el volumen del televisor porque los anuncios que desfilaban por la pantalla en aquel momento se veían sin música ni voces y me permitieron oír parte de lo que hablaban, aunque lo hacían en voz demasiado baja.
—… claro que ella lo contará. ¿Qué esperabas? —dijo la mujer.
—No me gusta que me presionen. No me hace ninguna gracia cargar con ella… —dijo Billy y añadió algo que no pude entender.
—¿Y eso qué importa? Nadie la ha obligado. Joder, es libre, blanca y mayor de edad… la cuestión es… entrar en… para que ella no crea… todo el asunto, ¿no?
La voz femenina había bajado de tono y cuando respondió Billy, lo hizo con la mano en la boca y no entendí nada de lo que dijo. Además, prestaba atención a medias y mientras hablaba desviaba los ojos hacia la pantalla del televisor. Tenían que ser las once en punto porque en aquel momento empezó el telediario local. Dieron la entrada de siempre, un plano largo de la mesa ante la que estaban sentados los dos presentadores, los dos trajeados, el uno de blanco y el otro de negro, igual que un conjunto a juego. Estaban serios, como correspondía. La cámara enfocó un primer plano del negro. A sus espaldas apareció una foto de John Daggett durante unos segundos. Hubo un plano muy breve de la playa. Tardé unos momentos en darme cuenta de que se trataba del lugar donde habían encontrado el cadáver de Daggett. Al fondo vi la bocana del puerto y la draga.
Billy dio un respingo y cogió a la mujer por el brazo. Ésta se volvió para ver lo que Billy le señalaba. El presentador siguió hablando y puso a un lado la primera página. La cámara enfocó al otro presentador y en la pantalla apareció una foto fija de un depósito local de basuras.
Billy y la mujer cambiaron una mirada larga de nerviosismo. Billy comenzó a retorcerse las manos, los nudillos le crujieron.
—¡Copón!
La mujer cogió el periódico y se lo arrojó.
—Te dije que era él, lo supe en cuanto leí que habían encontrado a un vagabundo en la playa. ¡Maldita sea, Billy! Todo lo que tocas se convierte en mierda. Pero, claro, eres tan listo. Lo tienes todo tan previsto y calculado. Joder, cuestas más de criar que un hijo tonto.
—No saben que nos conocíamos. Es imposible que lo sepan.
La mujer lo miró con desprecio, ofuscada por el hecho de que Billy quisiera defenderse.
—¡Que la policía no es tonta! Seguramente lo han identificado por las huellas dactilares. Saben por tanto que estuvo en San Luis. No hace falta ser una lumbrera para averiguar que estuviste allí con él. Vendrán a buscarte antes de que te des cuenta. «¿Cuándo viste a este tío por última vez?». O sea que vete preparando.
Billy se puso en pie con brusquedad. Se acercó a la despensa y la abrió.
—¿Tienes Black Jack?
—No, ya no queda. Te lo bebiste todo anoche.
—Ponte cualquier cosa. Nos vamos al Hub.
—¡Estoy resfriada! No pienso salir a estas horas. Vete tú. Además, ¿qué necesidad tienes de salir a beber?
Billy cogió su chaqueta y se la puso.
—¿Tienes pasta? Sólo me queda un dólar.
—Pues busca trabajo y costéate tus vicios. Estoy harta de darte dinero.
—Te he dicho que te lo devolveré. ¿Por qué estás preocupada? Vamos, aprisa —dijo Billy, chasqueando los dedos con impaciencia.
La mujer se tomó su tiempo, pero acabó rebuscando en el bolso y sacando un billete arrugado de cinco dólares que Billy cogió sin el menor comentario.
—¿Dormirás aquí? —preguntó ella.
—Aún no lo sé. Puede que sí. No eches la llave.
—Procura no hacer ruido, ¿quieres? Estoy hecha una mierda y no me gustaría que me despertaras.
Billy le puso las manos en los brazos.
—Eh —dijo—, tranquilízate. Te preocupas demasiado.
—¿Sabes cuál es tu problema? Que crees que por decir esas tonterías ya está todo solucionado. El mundo no funciona así. Nunca ha funcionado así.
—Bueno, para todo hay una primera vez. Tu problema es que eres una pesimista…
En aquel punto me dije que lo mejor era largarse y volver al coche. Bajé de mi atalaya y durante un segundo me debatí entre quitar de allí el fragmento de escalera o dejarlo donde estaba. Era preferible quitarlo. Me puse a tirar de la escalera y la arrastré por entre los matojos hasta un claro donde había un montón de escombros. La dejé en el suelo, crucé el campamento en sombras y salí a la calle.
Corrí hacia el coche, arranqué y giré en redondo, previendo que Billy volvería por donde había llegado. En efecto, vi por el retrovisor que el Chevrolet giraba a la izquierda para acceder a la travesía y se dirigía hacia mí. Me siguió durante un par de manzanas pegado a mi parachoques trasero, contraviniendo lo que estipula el código de circulación. Me adelantó haciendo sonar el claxon con impaciencia, giró a la izquierda como una exhalación y se alejó hacia Milagro. Como sabía adónde iba, no me di prisa. A tres calles de allí había un bar que se llamaba el Hub. Entré en el local unos diez minutos después que Billy. Había comprado una botella de Jack Daniels y se la estaba bebiendo mientras jugaba al billar.