7

Se dictaminó que la muerte de Daggett había sido accidental. Jonah me llamó a casa a las cuatro para comunicarme la noticia. Después de comer había vuelto a meterme bajo el edredón, con la esperanza de terminar el libro. Acababa de enchufar la cafetera de filtro y de meterme otra vez bajo las mantas cuando sonó el teléfono. Cuando me lo dijo me quedé intrigada, sin acabar de creérmelo. Estuve esperando la coletilla graciosa hasta que me di cuenta de que no era un chiste.

—No lo entiendo —dije—. ¿Está Yee al tanto de los antecedentes del muerto?

—Muchacha, la alcoholemia de Daggett llegaba a tres coma cinco. Intoxicación etílica aguda, casi para provocar un coma.

—¿Y murió de eso?

—Bueno, murió ahogado, pero Yee dice que no hay nada que indique irregularidad. Nada en absoluto. Daggett se fue con el bote, se enganchó con la red, cayó al agua y como estaba demasiado borracho, se ahogó.

—Y un jamón con chorreras.

—Kinsey, hay personas que mueren por casualidad. Está comprobado.

—No me lo creo. En este caso no.

—El equipo encargado de investigar en el lugar de los hechos no encontró nada. Ni el menor indicio. ¿Qué quieres que te diga? Ya conoces a los muchachos. Son todo lo eficaces que se puede esperar. Si estás convencida de que es un homicidio, presenta pruebas. Mientras tanto, tendremos que considerarlo accidente. Por lo que a nosotros respecta, el caso está cerrado.

—¿Y qué hacía borracho perdido en una barca de pesca? —pregunté—. Estaba hecho una cuba y caían chuzos de punta. ¿A quién le alquiló la barca?

Le oí suspirar.

—A nadie. Fue a la Dársena Uno, recorrió el embarcadero, subió a un bote de tres metros de eslora y cortó la amarra. El jefe del puerto identificó el bote, y si quieres te puede enseñar por dónde se cortó la maroma.

—¿Dónde encontraron la barca?

—En la playa, cerca del muelle. No había huellas de interés.

—No me gusta esto.

—Escucha, sé a qué te refieres y te has ganado un punto. En cierto modo coincido contigo, si eso te hace sentir mejor, pero nuestra opinión no le importa a nadie. Considéralo más bien una ventaja. Si se hubiese decretado homicidio, tendrías que mantenerte al margen. De este modo tienes carta blanca… dentro de un orden, se entiende.

—¿Sabe Dolan que estoy en esto?

El teniente Dolan era uno de los subjefes de la brigada y antagonista mío de toda la vida. Detestaba a los detectives privados que metían la nariz en los asuntos de la policía.

—Es Feldman quien lleva el caso. Seguramente le importará una mierda. ¿Quieres que hable con él?

—Sí, por favor —dije—. Y de paso aclara las cosas con Dolan. Estoy harta de broncas.

—De acuerdo. Te llamaré a primera hora del lunes —dijo—. Si averiguas algo mientras, dímelo.

—Está bien. Gracias.

Llamé a Barbara Daggett y le repetí la información que acababan de comunicarme. Cuando terminé, guardó silencio.

—¿Usted qué piensa? —preguntó al cabo de un rato.

—Trataré de explicárselo. No me doy por satisfecha, pero se trata de su dinero. Si quiere, husmeo durante un par de días y si no descubro nada, damos carpetazo al asunto y vive usted el resto de sus días pendiente del tema.

—¿Qué posibilidades hay?

—Lo ignoro por completo. Lo único que sé hacer es buscar una pista y ver adónde me conduce. Puede que al final nos encontremos en seis callejones sin salida, pero por lo menos sabrá usted que lo intentamos.

—Adelante entonces.

—Genial. Volveré a llamarla.

Aparté el edredón y me levanté. Esperaba que Polo estuviese aún a tiro. No sabía por qué otro sitio empezar.

Desenchufé la cafetera, lo que me sobró de café lo vertí en un termo y a continuación me preparé un emparedado de crema de cacahuete y pepinillos en vinagre, que metí en una bolsa de papel como una colegiala. Notaba en las tripas prácticamente la misma sensación, el mismo temor informe que me embargaba cuando tenía ocho años y me dirigía a paso cansino hacia la Escuela Nacional Woodrow Wilson. No tenía ganas de salir con aquella lluvia. No tenía ganas de complicarme la vida con Billy Polo, que seguramente era un neurótico tan peligroso como pelmazo. Estaba convencida de que se parecía a los chicos de sexto que tanto me asustaban: rebeldes, violentos y mezquinos.

Rebusqué en el armario hasta que di con el impermeable y el paraguas. Salí del hogar, del dulce hogar, y puse rumbo a la casa de la calle Merced donde Billy Polo había vivido antaño. Eran las cuatro y cuarto y había empezado a oscurecer antes de lo normal. El barrio había tenido que ser muy bonito en otra época, pero los bloques de viviendas lo habían invadido poco a poco y en la actualidad no era más que una desafortunada mezcla de insipidez y desidia. Las casitas que aún conservaban alguna decoración estaban encogidas entre prismas blancos de tres plantas y garaje subterráneo, y por todas partes había muestras de la misma insensibilidad y desdén por la historia.

Detuve el coche bajo un turbinto y aproveché sus ramas para protegerme de la lluvia mientras abría el paraguas. Consulté el número de la casa y el nombre de los dos vecinos primitivos con la esperanza de que alguno de ellos me diera una pista sobre el paradero actual de Polo.

En la primera puerta a la que llamé me recibió una anciana en silla de ruedas, con las piernas vendadas y los pies embutidos en unos zapatos llenos de cordones y con cortes laterales para alivio de los juanetes. Me quedé en el derrengado porche delantero y hablé con ella a través del cancel, que no quiso abrir. Recordaba vagamente a Billy, pero no sabía qué había sido de él ni dónde estaría. Me remitió a una casita alquilada que había detrás de la propiedad vecina. No se trataba de ninguna de las direcciones que había copiado del directorio municipal. La anciana me dijo que la familia de Billy había vivido antaño en la propiedad en cuestión y que en la casita de atrás vivía desde hacía treinta años un señor mayor que se apellidaba Talbot. Le di las gracias, bajé los peldaños mojados y me dirigí a la parte trasera por el sendero del garaje.

La vivienda delantera tenía que ser de las primeras que se habían construido en la zona: planta baja coronada por medio piso, todo ello de madera blanca, con tejado a dos aguas, dos mansardas y un porche frontal que se había cerrado en fecha posterior y amueblado de tal modo que parecía una trapería. Distinguí los tubos espirales de la parte posterior de un frigorífico viejo y junto a éste, una especie de columna construida con envases lácteos de cartón y llena de libros de bolsillo. Las hortensias y buganvillas formaban una tupida red a lo largo del costado de la casa. Del desagüe del canalón brotaba un chorro de agua que inundaba el sendero y que me obligó a dar un rodeo por la derecha.

La vivienda de atrás parecía haber sido originalmente una especie de cobertizo para guardar herramientas; a la izquierda se le había adosado un alpende y a la derecha un cobertizo que hacía de garaje. No había ningún vehículo a la vista y casi todo el espacio cubierto estaba lleno de leña amontonada contra la pared. Quedaba sitio para una bicicleta y poco más.

El armazón era de madera blanca y tabiques, de piedra artificial, había ventanas a ambos lados de una puerta y una chimenea diminuta que sobresalía de la techumbre. La casita era calcada a la que todos hemos dibujado de pequeños, incluso por el rizo de humo que salía de la chimenea.

Llamé a la puerta y me abrió un viejo cascado y sin dientes. La boca era una raya ancha que apenas le separaba la punta de la nariz de la respingona barbilla. Cuando me vio y se dio cuenta de que era una desconocida, se alejó de la entrada y volvió con la dentadura postiza, que encajó sonriendo en su sitio. La dentadura producía un ruido crujiente, parecido al de los caballos cuando mastican el freno. Tenía que tener setenta y tantos años, era de complexión frágil y de piel clara y moteada de rojo y azul. Se había peinado hacia atrás el pelo canoso, que le tapaba las orejas y le rozaba por detrás el cuello de una camisa raída por las décadas y los infinitos lavados. Encima llevaba una chaqueta de punto que probablemente había pertenecido a una mujer en otra época. Los botones eran de imitación de piedra preciosa, y los ojales estaban en el lado contrario. Se echó el pelo hacia atrás con mano trémula y esperó a que le dijera qué quería.

—¿El señor Talbot?

—Depende de quién lo busque —dijo.

—Soy Kinsey Millhone. Su vecina me sugirió que hablase con usted. Busco a Billy Polo. Su familia vivía en esa casa de delante hace unos cinco años.

—Sé muy bien quién es Billy. ¿Qué quiere de él?

—Necesito información sobre un amigo suyo —dije, y le expliqué someramente lo que sucedía.

Como no había motivo para mentir, me limité a exponerle mis intenciones para ver como reaccionaba. Parpadeó.

—Billy Polo es un bicho muy malo. Se lo digo por si no lo sabe.

Tenía la voz cascada y además un tic por el que sacudía la cabeza mientras hablaba. Supuse que sufriría de alguna variante de la enfermedad de Parkinson.

—Lo sé, lo sé. Me dijeron que hasta hace muy poco se encontraba en la Colonia Penitenciaria de California. Creo que fue allí donde conoció al hombre el que aludí antes. ¿Sabe usted cómo localizarlo?

—Bueno, mire, la casa ésa —me señaló con la cabeza la vivienda de delante— era de su madre. La vendió hace un par de años, cuando volvió a contraer matrimonio.

—¿Sigue la madre en la ciudad?

—Sí, creo que vive en la calle Tranvía. Ahora es la señora de Christopher —se alejó arrastrando los pies y reapareció al cabo de unos segundos con un cuaderno de direcciones en la mano—. Es una mujer encantadora. Todos los años me envía una postal navideña. Aquí está. Bertha Christopher. Suelen llamarla Betty. Dele recuerdos si la ve.

—Lo haré, señor Talbot. Muchas gracias.

Tranvía era una travesía, ancha y sin árboles, de la calle Milagro, y se encontraba en el sector oriental de la ciudad, en una zona de chalecitos de madera rodeados de vallas de tela metálica, nogueruelas abatidas por la lluvia y juguetes infantiles empapados y abandonados en los senderos pavimentados con franjas paralelas de cemento. No todos los vecinos manifestaban la misma preocupación por el mantenimiento y cuidado de su casa, y la de Bertha Christopher, con sus paredes de color mostaza y cenefas castaño oscuro, era de las que tenían mejor aspecto. Aparqué el VW Cucaracha al otro lado de la calzada, que, como tenía unos cincuenta metros de anchura, me permitió observar el lugar sin llamar la atención. Casi todos los vehículos aparcados por los alrededores estaban destartalados, o sea que el mío pasaba totalmente inadvertido.

Eran ya las cinco de la tarde, la luz diurna comenzaba a irse y el frío había aumentado. La lluvia había amainado bastante y por tanto no cogí el paraguas. Me puse el impermeable amarillo y me cubrí con la capucha. Eché el seguro del coche y crucé la calzada, pisando los charcos y ensuciándome el cuero de las botas. La lluvia tabaleaba en el tejido del impermeable con sonido tan hueco que me sentía como encajonada en una diminuta tienda de campaña.

La propiedad de los Christopher estaba rodeada por un muro bajo de piedra, a base de pedruscos de arenisca y hormigón. Una fila de macetas colgantes protegía del exterior las ventanas de la fachada, y un carillón de tubos de vidrio colgado en una esquina del porche tintineaba a merced del viento. A ambos lados de una mesa metálica había dos sillas de lona y armazón de aluminio. Todo estaba empapado y olía a hierba húmeda.

Como no había timbre, llamé con los nudillos en el panel de vidrio de la puerta principal y puse una mano sobre los ojos para escrutar el interior, que estaba a oscuras y sin el menor indicio de que hubiera alguna luz encendida. Seguí la barandilla del porche y oteé las casas adyacentes, a oscuras asimismo. Supuse que estaría todo el mundo trabajando. Minutos más tarde me encontraba otra vez en el coche.

Encendí el motor, puse la calefacción un rato y dejé que los cristales se empañaran hasta que apenas vi más allá de mis narices. Limpié un pequeño círculo en el centro del parabrisas y me puse a espiar. Se encendieron las farolas. A las seis menos cuarto me comí el bocadillo, sólo por hacer algo. A las seis y cuarto tomé un sorbo de café, encendí la radio y me puse a escuchar una entrevista con un experto en parapsicología. Quince minutos más tarde, acabadas las noticias de las seis y media, apareció un coche que redujo la velocidad y entró en el sendero de la casa de los Christopher.

Bajó una mujer, pero la escasa luz que daban las farolas no me permitió verla bien. Se detuvo como para abrir un paraguas, pero en él último instante optó por correr hacia el edificio. La vi recorrer el sendero y dirigirse a la parte trasera. Momentos después se encendían las luces una por una: primero la del fondo, seguramente de la cocina, luego la de la sala de estar y por último la del porche. Dejé que transcurrieran unos minutos para que tuviera tiempo de colgar el abrigo y me encaminé hacia la entrada.

Volví a llamar con los nudillos. La vi escrutar el pasillo desde el fondo de la casa y luego avanzar hacia la puerta. Me miró con expresión de desconcierto, y luego acercó la cara al panel de vidrio para verme mejor.

Tendría cincuenta y tantos años, era de piel cetrina y tenía la cara surcada por profundas arrugas. El castaño del pelo era demasiado uniforme para ser natural. Se peinaba con raya lateral, y sobre la frente llena de arrugas le colgaba un flequillo largo y cardado. Tenía los ojos como monedas diminutas de cobre, y llevaba un maquillaje que parecía necesitar un retoque a aquella hora del día. Vestía una especie de uniforme que no me era desconocido, pantalón castaño y túnica a cuadros castaños y amarillos. Pero no recordaba dónde lo había visto antes.

—¿Sí? —dijo del otro lado del vidrio.

Alcé la voz para que me oyera a pesar de la lluvia.

—Busco a Billy. ¿Ha vuelto ya?

—No vive aquí, querida, pero me dijo que pasaría a eso de las ocho. ¿Quién eres?

Le dije el primer nombre que se me ocurrió.

—Charlene. ¿Es usted su madre?

—Charlene ¿y qué más?

—Una amiga suya me dijo que lo saludara de su parte si alguna vez pasaba por Santa Teresa. ¿Está en el trabajo?

Me miró con extrañeza, como si la idea de que Billy pudiese trabajar no le hubiera pasado nunca por las mientes.

—Se fue a recorrer las tiendas de coches usados, a ver si encontraba uno que le gustase.

Tenía una cara que me resultaba muy familiar y de pronto recordé, aunque con algo de retraso, que era una de las cajeras del supermercado donde voy a comprar a menudo. Incluso habíamos cambiado unas palabras superficiales sobre el hecho de que yo trabajara como detective privado. Me aparté de la luz para que no me identificara y me levanté las solapas del impermeable como si soplase el viento.

Pareció darse cuenta, no obstante, de que pasaba algo extraño.

—¿Para qué lo buscas?

Pasé por alto la pregunta, como si no la hubiera oído.

—Mejor vuelvo más tarde, cuando esté en casa —dije medio gritando—. Dígale que ha estado aquí Charlene, y que volveré a pasar cuando pueda.

—Bueno —dijo a regañadientes.

Me despedí con la mano y me di la vuelta. Bajé los peldaños del porche y me sumergí en la oscuridad, consciente de que la muy suspicaz me estaría observando. Tuvo que perderme de vista en aquel momento porque se apagó la luz del porche.

Regresé al vehículo sacudida por una de esas tiriteras incontenibles que nos hacen temblar de pies a cabeza. Cuando localizara a Billy le explicaría quién era yo y qué quería de él, pero por el momento prefería no descubrir la oreja. Consulté el reloj y me acomodé para afrontar la espera. Comenzaba a ser ya una nochecita larga.