6

La encontré en el vestíbulo, mirando hacia el aparcamiento. Seguía lloviendo con monotonía, y el viento agitaba de vez en cuando la copa de los árboles. En todos los edificios que rodeaban el aparcamiento se habían encendido las luces, y la imagen acogedora que evocaban no hacía más que subrayar la humedad y el frío del exterior. Una enfermera, cuyo uniforme blanco se entreveía bajo los faldones de la gabardina azul oscuro, venía corriendo hacia la puerta, saltando por encima de los charcos como una niña que jugara al tejo. Llevaba las medias blancas salpicadas de manchas color carne, a causa de la lluvia, que se las había empapado, y en la punta de sus zapatos blancos había pegotes de barro. Le abrí la puerta cuando llegó a la entrada.

—¡Uf! —exclamó, sonriéndome—. Gracias. Ha sido como una carrera de obstáculos.

Se sacudió el agua de la gabardina y se alejó por el vestíbulo, dejando tras de sí una estela de pisadas húmedas.

Barbara Daggett parecía haber echado raíces en el suelo.

—Tengo que ir a casa de mi madre —dijo—. Alguien tiene que contarle lo que ha pasado —se volvió para mirarme—. ¿Cuánto cobra por sus servicios?

—Treinta la hora más los gastos; es lo normal en la región. Si es usted persona seria, esta misma tarde puedo llevarle el contrato a la oficina.

—¿Hay anticipos?

Calculé a toda velocidad. Por lo general pido un anticipo, sobre todo en un caso como aquél, en que no tendría más remedio que colaborar con la policía. No hay privilegios estatuidos entre el detective privado y el cliente, pero cuando me dan dinero de entrada sé por lo menos a quién he de rendir cuentas.

—Bastará con cuatrocientos —dije, y me pregunté si la causa de que se me hubiera ocurrido aquella cantidad no habría sido el cheque sin fondos de Daggett.

Era extraño, pero quería defender y proteger a aquel hombre. Me había tomado el pelo (no me cabía la menor duda), pero había aceptado trabajar para él y, de acuerdo con mis principios, la misión estaba aún por cumplir. No habría sido tan generosa si hubiera estado vivo, lógicamente, pero los muertos están indefensos y alguien tiene que velar por ellos en este mundo.

—Diré a mi secretaria que le envíe un talón el lunes por la mañana sin falta —dijo.

Se volvió y se quedó mirando la puerta doble con melancolía. Apoyó la cabeza en el vidrio.

—¿Se encuentra bien?

—No sabe usted cuántas veces he deseado que muriera mi padre —dijo—. ¿Ha vivido alguna vez con una persona alcoholizada? —negué con la cabeza y añadió—. Sacan de quicio a cualquiera. Yo estaba convencida de que podía dejar el alcohol con sólo proponérselo. No sabe cuántas veces hablé con él, cuántas veces le rogué que lo dejara. Llegué a pensar que no lo entendía, que no se daba cuenta de lo que sufríamos mi madre y yo. Recuerdo cómo se le ponían los ojos cuando se emborrachaba. Encogidos y chispeantes como los de un cerdo. Y todo el cuerpo le olía. A bourbon. Dios mío, cuánto detesto ese olor. Era como si vaciaran una botella de Early Times sobre un ventilador, y éste emitiera vaharadas de olor desagradable. Mi padre apestaba del mismo modo.

Me miró y vi que en sus ojos no había lágrimas ni compasión.

—Tengo treinta y cuatro años y he odiado a mi padre con todos los poros de mi cuerpo desde que tengo memoria. Y ahora tengo que cargar con él. Ha ganado, ¿no es verdad? No cambió nunca, nunca se corrigió, jamás cedió un palmo de terreno. Era un gusano apestoso y me dan ganas de romper estas puertas a puntapiés. Ni siquiera sé por qué me preocupa cómo falleció. Debería respirar tranquila al fin, pero me siento deprimida. Lo irónico del caso es que su recuerdo seguirá acosándome probablemente.

—¿Por qué dice eso?

—Fíjese en lo que ha conseguido ya. Cada vez que tomo una copa pienso en él. Pienso en él si decido no probar ni gota. Si me encuentro con un hombre que bebe o veo a un vagabundo en la calle o me viene a la nariz el olor del bourbon, su cara es lo primero que me viene a la cabeza. Dios mío, ni siquiera soporto a los que me rodean cuando han bebido demasiado. Me aíslo entonces. Mi vida está llena de cosas que me recuerdan a él. Sus excusas, su simpatía falsa y seductora, su forma ruidosa de gemir cuando estaba bajo los efectos del alcohol. Las veces que perdía el conocimiento, las veces que lo metían en la cárcel, las veces que se gastaba hasta el último céntimo que habíamos ahorrado. Mi madre se volvió muy religiosa cuando yo tenía doce años y no sé qué fue peor. Mi padre por lo menos se despertaba casi siempre de buen humor. Mi madre desayunaba, comía y cenaba con Jesucristo. Era grotesco. Y encima, la alegría de ser hija única —se interrumpió de pronto y pareció experimentar una sacudida—. ¡Mierda! ¿Qué importancia tendrá esto ahora? Sé que me estoy compadeciendo de mí misma, pero ha sido una vida de perros y no hay ningún indicio de que vaya a terminar.

—Pues yo diría que a usted le ha ido bastante bien —dije.

Volvió a mirar hacia el aparcamiento y vi por el reflejo del cristal que esbozaba una sonrisa de resignación.

—Ya sabe lo que suele decirse, que vivir bien es la mejor venganza. Yo tuve suerte porque no tenía otra manera de defenderme. El motivo más poderoso de mi vida ha sido el deseo de huir. Escapar de él, escapar de ella, alejarme y olvidar aquella casa. Lo gracioso es que no he avanzado ni un centímetro, y cuanto más corro, más pronto vuelvo con ellos. Hay arañas que lo hacen así. Se meten bajo tierra, excavan un túnel, y cuando la víctima pasa por encima, el suelo cede y cae en la trampa. Hay leyes para todo, salvo para regular el daño que las familias se hacen a sí mismas.

Se dio la vuelta y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Abrió la puerta empujándola con el hombro y entró una ráfaga de aire frío.

—¿Qué hará usted? ¿Viene o se queda?

—Creo que voy a ir derecho a la oficina —dije.

Apretó el botón que había en el mango del paraguas y éste se abrió con un murmullo apagado. Lo sostuvo de modo que también me protegiera a mí y fuimos juntas hasta mi coche. El tamborileo de la lluvia producía un rumor sordo en el tejido del paraguas, como cuando se fríe maíz en una sartén tapada.

Abrí el coche, subí y ella se alejó hacia su vehículo al tiempo que me decía por encima del hombro:

—Llámeme al despacho en cuanto se entere de alguna cosa. Llegaré a eso de las dos.

El edificio donde yo trabajaba estaba vacío. La Fidelidad de California cierra los fines de semana y todas las oficinas estaban con las luces apagadas. Entré y recogí el correo matutino que habían metido por la ranura de la puerta. No había mensajes en el contestador automático. Saqué un contrato del cajón superior e invertí unos minutos en rellenar los espacios en blanco. Miré la tarjeta de Barbara Daggett para comprobar la dirección, cerré el despacho y bajé por las escaleras principales.

Recorrí andando las tres manzanas, entregué el contrato en su oficina y me encaminé hacia la calle Floresta, donde está la policía. Como era fin de semana y hacía mal tiempo, la Comisaría tenía el mismo aspecto vacío que el edificio donde yo trabajaba. El delito no es partidario de la semana de cuarenta horas, aunque hay días en que hasta los delincuentes parecen estar en huelga. El suelo de la entrada era un laberinto de pisadas húmedas, como un diagrama de pasos de baile demasiado complicado. El ambiente olía a tabaco y uniformes húmedos. Alguien se había hecho un sombrero con papel de periódico y lo había dejado empapado en el banco de madera que hay nada más entrar.

Un funcionario de la sección de identificación y archivos llamó a Jonah por el teléfono interior; éste apareció por la puerta del vestíbulo, que siempre está cerrada con llave, y me hizo pasar.

No tenía buen aspecto. Había engordado diez kilos en verano, pero como me había dicho que seguía frecuentando el gimnasio, deduje que su mala cara no tenía nada que ver con el ejercicio. Llevaba el pelo mal cortado y se le notaban las ojeras. También parecía rodeado por esa aureola de abatimiento que produce la desdicha.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté mientras nos dirigíamos a su oficina.

Se había reconciliado con su mujer en junio, después de un año de separación, pero por lo visto no marchaba la cosa.

—Camilla quiere una relación abierta —dijo.

—Vamos, hombre —exclamé sin dar crédito a lo que oía.

Me recompensó con una sonrisa de cansancio.

—Pues es lo que me ha dicho la señora.

Me abrió la puerta y entramos en una sala en forma de L, amueblada con grandes mesas de madera.

Personas Desaparecidas está incluida en Delitos Contra Personas, que a su vez forma parte de la División de Investigaciones, junto con Delitos Contra la Propiedad, Estupefacientes e Investigaciones Especiales. La sala estaba vacía en aquellos momentos, aunque de tarde en tarde se veía gente que entraba y salía. De la habitación de las entrevistas, que daba al pasillo interior, me llegó la voz de una mujer que hablaba a gritos, y deduje que la estaban interrogando. Jonah, defensor instintivo de los secretos profesionales, cerró la puerta del pasillo.

Sirvió café en dos vasos de plástico, los puso sobre la mesa y me alargó sendos sobres de Cremora y Equal. Justo lo que me faltaba, un buen vaso de toxinas calientes. Nos dedicamos a adulterar el brebaje, que encima olía a recalentado.

Tardé unos minutos en exponerle el caso Daggett. Como aún no sabíamos los resultados de la autopsia, que hubiese sido un homicidio no era más que una teoría. Pese a todo, le conté lo que había hecho y averiguado hasta la fecha, y le di detalles sobre los personajes principales de la historia. Hablé con él como con un amigo y no como con un policía, y él me escuchó como si fuese parte interesada, pero extraoficial.

—¿Desde cuándo estaba Daggett en Santa Teresa? —preguntó.

—Desde el lunes, lo más seguro —dije—. Puede que fuera antes a otro sitio, pero, según Lovella, si realmente necesitaba ayuda lo más probable es que fuera directamente donde Billy Polo.

—¿Te sirvió la información sobre Polo?

—Aún no, pero ya le llegará el momento. Mientras no sepa con qué contamos no puedo aventurarme a hacer nada. Sospecho que, aunque se trate de una muerte accidental, Barbara Daggett querrá que siga investigando. Para empezar, ¿qué hacía en un bote de pesca con el aguacero que caía? ¿Y dónde había estado mientras tanto?

—¿Dónde has estado tú? —preguntó Jonah.

Caí en la cuenta de que él había cambiado de tema.

—¿Quién? ¿Yo? Dando vueltas por ahí.

Cogió un lápiz y se puso a tamborilear con ritmo como si le estuvieran haciendo una prueba para entrar en una banda de blues. Sabía lo que quería decir la mirada con que me asaeteaba, una mirada ardiente y tanteadora.

—¿Estás saliendo con alguien?

Negué con la cabeza y le sonreí.

—Los únicos hombres buenos que conozco están casados.

Empezaba a ponerme en plan coqueto y a él pareció gustarle.

Me traspasó con sus ojos azules y se le tiñeron un tanto las mejillas.

—¿Qué haces respecto al sexo?

—Correr en la playa. ¿Y tú?

Sonrió y desvió la mirada.

—En otras palabras, que no es asunto mío.

Me eché a reír.

—No estoy escurriendo el bulto. Te he dicho la verdad.

—¿En serio? Es curioso, pero siempre he pensado que te ibas por ahí de pendoneo y que organizabas la de Dios.

—Me lo montaba así hace años, pero en la actualidad ya no lo soporto. La sexualidad ata mucho y he de vigilar con quién me relaciono. Además, no tienes ni idea de cómo está el mercado. Los ligues de una sola noche, más que encuentros parecen encontronazos, con llaves, zancadillas y todo. Sólo con hablar de ello se me cae el alma a los pies. Prefiero estar sola.

—No sé a qué te refieres. El año que estuve sin Camilla salía bastante, a ver qué pillaba, pero no acabé de cogerle el tranquillo. Entraba en un bar y a veces se me acercaba alguna tía, pero siempre me salía mal. Me quise comportar con desenvoltura en un par de ocasiones y me dijeron que era un grosero.

—Pues tener éxito es peor aún —dije—. Tendrías que dar gracias por no haber aprendido a utilizar la mano izquierda. Conozco a un par de tipos del circuito de la marcha, y son auténticos ogros. Se lo pasan mal y odian a las mujeres. Follar, follan, pero nada más.

El teniente Becker apareció detrás de él y se sentó junto a una mesa situada al otro extremo de la sala. Jonah volvió a tamborilear con el lápiz y se detuvo. Dejó el lápiz a un lado y se echó atrás en la silla.

—Me gustaría que la vida fuera menos complicada —dijo.

Seguí hablándole con dulzura.

—La vida no es complicada. Tú eres quien la complica. Que yo sepa, te lo estabas pasando genial sin Camilla. Pero te hace una seña y tú vuelves corriendo. Y ahora dices que no sabes qué es lo que no funciona. Deja de hacerte la víctima, tú eres el único verdugo.

Esta vez se echó a reír.

—Kinsey, eres la hostia. ¿Por qué no me dices lo que realmente piensas?

—No entiendo el sufrimiento voluntario. Si eres desdichado, cambia, cambia lo que sea. Si no funciona, da el salto y desaparece. En esta vida no hay nada eterno.

—¿Es lo que hiciste tú?

—Mitad y mitad. Al primero le di la patada yo, el segundo me la dio a mí. Entre una experiencia y otra sufrí lo que había que sufrir, pero cuando me pongo a pensar en aquello, no sé cómo pude aguantar tanto. Fue absurdo. Una pérdida de tiempo enorme.

—Nunca me has contado nada de tus maridos.

—Es verdad. Bueno, ya lo haré en otro momento.

—¿Te apetece que tomemos una copa cuando termine?

Le dirigí una mirada rápida y negué con la cabeza.

—Acabaríamos en la cama.

—De eso se trata, ¿no?

Sonrió y arqueó las cejas a toda velocidad, a lo Groucho Marx.

Me eché a reír y volví al caso Daggett mientras me levantaba.

—Llámame en cuanto el doctor Yee tenga resultados oficiales.

—Te llamaré para algo más que eso.

—Primero pon orden en tu vida.

Me siguió con la mirada y tuve que hacer un esfuerzo para marcharme. Tenía unas ganas locas de correr hacia él, sentarme en sus rodillas y llenarle la cara de lengüetazos, pero la comisaría ya no sería la misma de siempre si lo hacía. Al volverme me di cuenta de que Becker nos observaba con suspicacia mientras fingía inspeccionar su cubículo.