Cuando salí del despacho y bajé en busca del coche, las nubes que cubrían el cielo tenían el aspecto de esa pelusa gris que se acumula en los aspiradores y la lluvia había empezado a motear las aceras. Dejé el expediente de Daggett en el asiento del copiloto, retrocedí para salir del aparcamiento, giré a la derecha y enfilé por Cannon, y otra vez a la derecha para entrar en Chapel. Me detuve tres calles más allá y entré en un supermercado para comprar leche, Pepsi light, pan, huevos y papel higiénico. Seguía acariciando la idea de encerrarme y pensaba con ilusión en el momento de subir el puente levadizo y esperar la llegada del aguacero. Con un poco de suerte no tendría que salir durante varios días.
Sonaba el teléfono cuando llegué. Dejé la bolsa de la compra en el mostrador de la cocina y lo cogí.
—Menos mal, ya estaba a punto de colgar —dijo Jonah—. Te he llamado a la oficina, pero me ha respondido el contestador automático.
—Ya he terminado la jornada por hoy. Trabajo en casa cuando estoy de humor y ahora no lo estoy. ¿Has visto la lluvia?
—¿La lluvia? Ah, ¿está lloviendo? Desde que he llegado ni siquiera he tenido tiempo de mirar por la ventana. Es la hostia. Bueno, mira, he conseguido parte de la información que querías, el resto tendrá que esperar. Woody tuvo que atender una consulta prioritaria y a mí me reclamaron en otro sitio. Como mañana también trabajo, aprovecharé para recoger los papeles entonces.
—¿Trabajas los sábados?
—Sustituyo a Sobel. Es mi buena acción de la semana —dijo—. ¿Tienes papel y lápiz? Los datos que he obtenido son de Polo.
Me detalló la edad, la fecha de nacimiento, la estatura, el peso, el color de los ojos y el cabello, y el alias que utilizaba, y me hizo un resumen de sus antecedentes. Había averiguado el nombre del funcionario encargado de controlar la libertad condicional de Billy, pero no estaba en su despacho y no volvería hasta el lunes por la tarde.
—Gracias. Husmearé un poco por mi cuenta mientras tanto —dije—. Apuesto lo que quieras a que me entero de algo antes que tú.
Se echó a reír y colgó.
Puse en su sitio lo que había comprado, me senté frente al escritorio y cogí la Smith-Corona portátil. Anoté la información recién recibida en las tarjetas de fichero que utilizo para estos menesteres y me puse a barajar los datos. Billy Polo se llamaba en realidad William Polokowski, tenía treinta años, medía uno setenta y dos, pesaba setenta y cinco kilos, era moreno y de ojos castaños, y no tenía cicatrices ni tatuajes ni «defectos físicos visibles». Su ficha parecía un test periodístico sobre el Código Penal en el que había faltas y delitos de todas las cuantías. Agresiones, falsificaciones, compra de objetos robados, robos, drogas. Incluso se le había condenado en cierta ocasión por «causar daños en una cárcel», que en California se considera delito de menor cuantía. Si hubiese sido durante un intento de fuga, se le habría acusado de cometer un delito mayor. Probablemente lo habían cogido garabateando obscenidades en las paredes de la celda. Un auténtico héroe el tipo.
Por lo visto era un hombre poco perseverante en lo relativo a infringir la ley porque no había acabado de echar raíces en ningún terreno delictivo concreto. Lo habían detenido dieciséis veces y había obtenido nueve condenas, dos absoluciones y cinco sobreseimientos. Le habían concedido la libertad condicional en dos ocasiones, pero al parecer nada había conseguido modificar una conducta que por ello mismo rayaba en lo patológico. Aquel hombre estaba decidido a destruirse por completo. Desde su primera condena, a los dieciocho años, hasta la última, había pasado en la cárcel un total de nueve años. Huelga comentar el contenido de su ficha juvenil. Supuse que su amistad con John Daggett se remontaría al último delito que había cometido, atraco a mano armada, por el que había pasado dos años y diez meses en la prisión californiana de San Luis Obispo, una institución de media seguridad que se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Santa Teresa.
Volví a abrir la guía telefónica y busqué el apellido Polokowski. Nada. Joder, ¿por qué no serán más sencillas las cosas en este trabajo? En fin, tampoco era momento para lamentarse.
La lluvia repiqueteaba ya sobre el techo de vidrio del callejón que separa mi vivienda de la casa de Henry Pitts. Es mi casero desde hace casi dos años. Cuando hace buen tiempo, instala en el patio una cuna de las antiguas y se pone a amasar pan en ella. Cuando hace sol, el patio se convierte en una especie de horno de rayos solares, caliente y cerrado, y la masa se hincha y sube hasta desbordar la cuna, como si fuera un almohadón de plumas. Es capaz de preparar veinte barras de pan a la vez, que cuece a continuación en el horno de tamaño industrial que instaló cuando abandonó profesionalmente el negocio. En la actualidad elabora productos de panadería y pastelería para algunos vecinos, e incrementa con cupones la pensión que percibe de la Seguridad Social. Obtiene algún dinero extra confeccionando crucigramas que publica en un par de «revistas» de esas de bolsillo que se venden en los quioscos y en la caja de los supermercados. Henry Pitts tiene ochenta y un años y todo el mundo sabe que estoy medio enamorada de él.
Me pasó por la cabeza la idea de ir a verle, pero con el tiempo que hacía hasta un paseo de quince metros se me antojaba excesivo. Puse agua a calentar para hacerme un té, cogí el libro que estaba leyendo, me recosté en el sofá y me tapé con el edredón. Así pasé el resto del día.
La lluvia arreció por la noche y me despertó dos veces. Golpeaba las ventanas con tanta furia que era como si alguien estuviera regando el costado de la casa con una manguera. De tarde en tarde retumbaba un trueno en la lejanía, en las ventanas se reflejaba un destello azulado, las ramas de los árboles se iluminaban durante una fracción de segundo y la habitación quedaba a oscuras otra vez. Estaba claro que tendría que renunciar al footing que solía practicar a las seis de la mañana, que iba a ser un día de descanso obligatorio, y en consecuencia me refugié en las profundidades del edredón, como un animal diminuto, encantada con la idea de dormir hasta tarde.
Desperté a las ocho, me duché, me vestí y me preparé unas tostadas y un huevo pasado por agua con cantidades industriales de Sal de Mesa Lawry. Digan lo que digan, no pienso renunciar a la sal.
Jonah telefoneó cuando estaba lavando mi plato.
—¿No te has enterado? —dijo—. Ha aparecido tu amigo Daggett.
Sostuve el auricular entre la mandíbula inferior y el hombro, cerré el grifo y me sequé las manos.
—¿Qué ha pasado? ¿Lo han detenido?
—Si prefieres decirlo así… Un vagabundo lo descubrió de madrugada en la playa; estaba en la misma orilla, tendido boca abajo y dentro de una red de pescar. Había un bote encallado a doscientos metros. Estamos totalmente convencidos de que hay relación entre los dos.
—¿Murió anoche?
—Eso parece. El forense supone que cayó al agua entre medianoche y las cinco. No sabemos aún cómo murió exactamente ni a consecuencia de qué. Sabremos más detalles, como es lógico, cuando se le practique la autopsia.
—¿Cómo se supo que era él?
—Por las huellas dactilares. Se le ingresó en el depósito, aún sin identificar, y consultamos los ficheros informatizados. ¿Quieres echarle una ojeada?
—Iré enseguida. ¿Qué pasa con sus parientes más próximos? ¿Se les ha comunicado ya la noticia?
—Sí, el inspector de guardia fue a verles en cuanto supimos quién era. ¿Los conoces?
—No mucho, pero he hablado con ellos. No quisiera figurar en las actas de la encuesta, pero creo que era bígamo. Hay una mujer en Los Ángeles que también afirma que está casada con él.
—Estupendo. Pásate por aquí cuando salgas del St. Terry —dijo y colgó.
La Comisaría de Policía de Santa Teresa no tiene depósito propio. Hay un funcionario que hace de forense y que es nombrado cuando hay elecciones locales, pero a la hora de practicar las autopsias se contratan los servicios de alguno de los distintos patólogos de la provincia. El almacenamiento de los cadáveres se reparte entre el Hospital Clínico de Santa Teresa (al que todo el mundo llama «St. Terry») y el antiguo Hospital Provincial, que se encuentra junto al acceso de la Nacional 101. Daggett estaba por lo visto en el St. Terry y hacia allí me encaminé en cuanto cogí el impermeable, el paraguas y el bolso.
El aparcamiento del hospital estaba medio vacío. Era sábado y los médicos seguramente harían más tarde sus visitas de inspección rutinaria. El cielo estaba totalmente cubierto y el avance de la niebla blanca entre las nubes grises me indicó que en las alturas soplaba el viento con fuerza. El asfalto estaba alfombrado de ramitas y hojas pegadas al suelo. Por todas partes había charcos ametrallados por la lluvia incesante y uniforme. Aparqué lo más cerca que pude de la entrada de atrás, cerré el coche con llave y corrí hacia la puerta.
—¡Kinsey!
Me volví al llegar bajo la marquesina de la entrada. Barbara Daggett, procedente del otro extremo del aparcamiento, corría hacia mí con el paraguas inclinado para protegerse de la lluvia que caía oblicuamente. Llevaba gabardina y botas de tacón afilado, y el pelo blanquirrubio le rodeaba la cara igual que una aureola. Le abrí la puerta y accedimos al vestíbulo.
—¿Se ha enterado de lo de mi padre?
—Por eso estoy aquí. ¿Le han dicho lo que pasó?
—No, aún no. Tío Eugene me llamó a las ocho y cuarto. Parece que quisieron decírselo a mi madre y se puso él al teléfono. El médico le ha dado tantos calmantes que no tiene sentido comunicárselo ahora. No sabe cómo reaccionará, y como se encuentra muy débil, está preocupado.
—¿Va a venir su tío?
Negó con la cabeza.
—Dije a la policía que vendría yo. Es mi padre, no cabe la menor duda, pero alguien tiene que responsabilizarse del cadáver para que se lo lleven a la funeraria. Aunque antes tienen que hacerle la autopsia, desde luego. ¿Cómo se ha enterado usted?
—Por mediación de un policía que conozco. Le conté que trataba de encontrar a su padre y me llamó cuando lo identificaron al comprobar sus huellas. ¿Pudo localizarlo ayer al final?
—No, pero salta a la vista que alguien lo hizo —cerró el paraguas, lo sacudió y me miró a los ojos—. Comienzo a creer que lo han matado.
—No conviene sacar conclusiones tan precipitadas —dije, aunque pensaba lo mismo que ella.
Cruzamos la puerta interior y accedimos al pasillo. Dentro hacía menos frío y el aire olía a pintura plástica.
—De todos modos, me gustaría que investigara usted su muerte —dijo.
—Eh, oiga, que la policía ya está para eso. Yo no puedo encargarme de una cosa así. ¿Por qué no espera a ver qué dice la policía y luego decide?
Me observó durante unos segundos y siguió andando.
—A la policía le trae sin cuidado lo que le haya ocurrido. ¿Por qué ha de importarle? No era más que un vagabundo borracho.
—Vamos, vamos. La policía no tiene necesidad de preocuparse por ninguna víctima —dije—. Si se trata de un homicidio, su trabajo consiste en encontrar al culpable, puede estar tranquila.
Al llegar a la sala de autopsias llamé a la puerta y apareció un empleado negro enfundado en una bata verde de cirujano. Su tarjeta de identificación decía que se llamaba Hall Ingraham. Era esbelto y tenía la piel del mismo color que la madera de pacana pulimentada. Llevaba el pelo cortísimo, tanto que tenía un aire escultórico y un rostro alargado, casi estilizado, de tan perfecto.
—Ella es Barbara Daggett —dije.
La miró, pero no a los ojos.
—Vengan —dijo. Fuimos tras el empleado, que se detuvo dos puertas más allá, abrió con llave y nos hizo pasar a una sala de identificación—. Esperen aquí, será sólo un minuto.
Se fue y tomamos asiento. La sala era pequeña, de unos nueve metros cuadrados, y estaba amueblada con cuatro sillas de plástico azul, unidas por la base, una mesa baja de madera con revistas atrasadas y una pantalla de televisión inclinada, en un rincón, a cierta altura. Vi que Barbara le echaba un vistazo nervioso.
—Circuito cerrado —dije—. Se lo enseñarán por ahí.
Cogió una revista y se puso a pasar las hojas para distraerse.
—Aún no me ha dicho por qué la contrató mi padre —dijo.
Le había llamado la atención un anuncio de pantis y lo miraba con fijeza como si no le interesase mi contestación.
No se me ocurrió ninguna excusa para no contarle la verdad, pero me di cuenta de que yo misma me reprimía, una costumbre que tengo muy arraigada. No me gusta contarlo todo. Cuando la información se hace pública ya no puede anularse, por lo tanto es mejor ser prudente y no abrir demasiado la boca.
—Quería que localizara a un muchacho llamado Tony Gahan —dije.
Su llamativa mirada bicolor se encontró con la mía y me puse a pensar cuál de los dos colores me resultaba más atractivo. El verde era más original, pero el azul era más diáfano y puro. Juntos se contradecían, como un semáforo con la luz verde y la roja encendidas a la vez.
—¿Lo conoce? —añadí.
—Sus padres y su hermana menor estaban entre las cinco personas que murieron a consecuencia del accidente de que le hablé. ¿Qué quería mi padre de Tony Gahan?
—Me dijo que le había ayudado en cierta ocasión, mientras huía de la policía. Quería darle las gracias.
Puso cara de escepticismo.
—¡Eso suena a cuento chino!
—Pienso igual que usted —dije.
Pudo haberme hecho más preguntas, pero en aquel momento relampagueó la pantalla y vimos un primer plano de John Daggett. Estaba tendido en una camilla de ruedas y una sábana le cubría hasta el cuello. Tenía ese aspecto plástico e inexpresivo que la muerte produce a veces, como si la faz humana no fuera más que una página en blanco en la que las emociones y las experiencias pudieran ponerse por escrito y después borrarse. Sin afeitar y peinado de cualquier manera, parecía más un veinteañero que un cincuentón. No tenía señales en la cara.
Barbara lo miraba con atención, con la boca entreabierta y las mejillas algo pálidas. Se le humedecieron los ojos, pero no le saltaron las lágrimas, que quedaron presas en el surco de los párpados inferiores. Aparté la mirada; no quería seguir entrometiéndome. Oímos por el interfono la voz del empleado del depósito.
—Avísenme cuando lo consideren suficiente.
Barbara se dio la vuelta con brusquedad.
—Gracias —intervine yo—. Es suficiente.
La pantalla se apagó.
Minutos después llamaban a la puerta y reaparecía el empleado con un sobre cerrado de papel marrón y un cartapacio en la mano.
—Necesitamos saber qué medidas desean que se tomen —dijo con ese tono de neutralidad estudiada que ya había oído antes en boca de los que tratan con los afligidos.
Produce un efecto impersonal y tranquilizador que permite afrontar trámites y negociaciones sin que se entrometa el sentimentalismo. En realidad no había hecho falta que el empleado se tomase la molestia. Barbara Daggett era una mujer de negocios y llevaba en la sangre ese equilibrio que tanto turba a los hombres acostumbrados a la sumisión femenina. Su porte era ya sereno e indiferente, y cuando habló lo hizo con la misma impasibilidad que el empleado.
—Me he puesto en contacto con Wynington-Blake —dijo, aludiendo a una de las funerarias de la ciudad—. Avísenles cuando termine la autopsia, ellos se encargarán de todo. ¿Tengo que firmar algo?
El empleado asintió y le pasó el cartapacio, que llevaba incorporado un bolígrafo.
—Es para entregarle sus efectos personales —dijo.
Barbara garabateó una rúbrica como si estuviera firmándole un autógrafo a un admirador pesado.
—¿Cuándo se sabrán los resultados de la autopsia?
El empleado le entregó el sobre, que al parecer contenía los objetos encontrados en el cadáver.
—A última hora de la tarde, seguramente.
—¿Quién está de servicio? —pregunté.
—El doctor Yee. Entra a las dos y media.
Barbara Daggett me señaló con la mirada.
—Es detective privada. Quiero que toda la información se le comunique a ella. ¿Tengo que firmar para eso alguna autorización especial?
—Pues no lo sé. Quizás haya algún trámite, pero lo desconozco. Lo consultaré y la llamaré más tarde si quiere.
Barbara deslizó una tarjeta comercial bajo el sujetapapeles y devolvió el cartapacio al empleado.
—De acuerdo.
El empleado la miró a los ojos por vez primera y advertí que reaccionaba ante la rareza que producía el que fuesen de color distinto. Barbara se apartó de él y se encaminó hacia la salida. El empleado la siguió con la mirada. La puerta se cerró.
Le di la mano.
—Señor Ingraham, soy Kinsey Millhone.
Sonrió por vez primera.
—Ah, sí. Kelly Borden me habló de usted. Mucho gusto en conocerla.
Kelly Borden era un empleado del depósito al que había conocido en el curso de una investigación criminal que había llevado a cabo en agosto.
—Lo mismo digo —repliqué—. ¿Qué le pasó al paciente?
—No es mucho lo que puedo decirle. Lo trajeron a eso las siete, que es cuando empieza mi turno.
—¿Sabe cuánto tiempo llevaba muerto?
—No lo sé con seguridad, pero no pudo ser mucho. No estaba hinchado ni presentaba síntomas de descomposición. Por mi experiencia con ahogados, yo diría que entró en el agua a última hora de la noche. No lo tome al pie de la letra. El reloj que llevaba se había parado a las dos y treinta y siete minutos, pero a lo mejor estaba estropeado. Es un reloj muy ordinario y parece que ha recibido muchos golpes. Está en el sobre con sus demás efectos personales. En fin, no sé nada más. Yo soy aquí el último mono. Y al doctor Yee no le gusta que hablemos con la gente de estas cosas.
—No se preocupe, no diré ni una palabra. Le pregunto por motivos exclusivamente profesionales. ¿Qué me dice de su ropa? ¿Cómo iba vestido?
—Chaqueta, pantalón, camisa.
—¿Zapatos y calcetines?
—Zapatos sí. No llevaba calcetines, ni billetera, ni nada que se le pareciese.
—¿Alguna herida?
—Yo no he visto ninguna.
Como no se me ocurría nada más por el momento, le di las gracias y añadí que estaríamos en contacto.
Salí en busca de Barbara Daggett. Si iba a trabajar para ella, teníamos que formalizar la operación.