El viernes me levanté a las seis y fui a la playa a correr un rato. A causa de una herida no había podido correr mucho durante el verano, pero después de dos meses de recuperación ya me sentía bien. Nunca me ha entusiasmado el deporte y me lo ahorraría si pudiera, pero me doy cuenta de que a medida que envejezco, el cuerpo se me vuelve blando como la mantequilla fuera del frigorífico. No me gusta que me cuelguen los jamones ni que los muslos se me hinchen como pantalones de montar rellenos de gelatina. Para caber en unos tejanos ceñidos, mi prenda favorita, corro cinco kilómetros al día por el carril para bicicletas que serpentea paralelo a la playa.
La aurora coloreaba el horizonte oriental como una pintura a la aguada: el azul cobalto, el violeta y el rosa se fundían en franjas horizontales. Había nubes en alta mar, hinchadas y oscuras, que impregnaban con el aroma de la lejanía el oleaje tumultuoso. Hacía fresco y corrí tanto para entrar en calor como para mantenerme en forma.
Volví a casa a las seis y veinticinco, me duché, me puse unos tejanos, un suéter y las botas, y luego me tomé un tazón de copos de maíz. Leí el periódico de la primera a la última página y presté particular atención al mapa meteorológico, que indicaba la aproximación de un temporal procedente de Alaska. Se esperaba, con un 80 por cien de probabilidades, que cayera un chaparrón durante la tarde y lluvias dispersas durante el fin de semana; el cielo no se despejaría hasta el lunes por la noche. Las lluvias no son no son frecuentes en Santa Teresa y, cuando se anuncian, se esperan con espíritu festivo. Mi primera reacción consiste siempre en encerrarme y meterme en la cama con un buen libro. Acababa de comprar la última novela de Len Deighton y tenía ganas de leerla.
A eso de las nueve saqué a regañadientes un anorak del fondo del armario, cogí el bolso, cerré con llave la puerta de casa y me dirigí al despacho. El sol brillaba aún, aunque calentaba poco, mientras el frente nuboso, negro como el carbón, se acercaba desde las islas que se alzan a poco más de cuarenta kilómetros de la costa. Estacioné el coche en el aparcamiento, subí por las escaleras de atrás y pasé ante la doble puerta vítrea de La Fidelidad de California, que ya estaba en plena actividad.
Entré en el despacho y dejé el bolso en una silla. En realidad tenía poco que hacer. Me dije que trabajaría un poquito para volver pronto a casa.
No había mensajes en el contestador automático. Miré el correo de la víspera y pasé a máquina las notas que había tomado a raíz de la visita que había hecho a Lovella Daggett, a Eugene Nickerson y a su hermana, Essie. Puesto que al parecer nadie sabía dónde estaba John Daggett, me dije que sería cuestión de seguirle la pista a Billy Polo, a ver si había mejor suerte. Pero para emprender una búsqueda en toda regla necesitaba datos. Llamé a la policía de Santa Teresa y pedí que me pusieran con el sargento Robb.
Había conocido a Jonah en junio, mientras buscaba a una persona desaparecida. Dada su anómala situación matrimonial no me pareció aconsejable liarme con él, aunque me seguía despertando el apetito. Era, como suele decirse, un irlandés moreno: pelo oscuro, ojos azules y (tal vez) con una vena de masoquismo. No lo conocía hasta el extremo de saber cuánto de su sufrimiento era voluntario, ni estaba segura de querer averiguarlo. A veces creo que una relación no consumada es la solución más prudente. No hay peleas, no hay exigencias, no hay desilusiones, y cada cual mantiene su neurosis bajo llave. Pese a lo que digan las apariencias, casi todos los seres humanos tenemos una maquinaria emocional muy retorcida. Cuando se intima, empiezan a enseñarse los cables rotos, los fusibles quemados, los desperfectos ocasionados por pasiones que han chocado como dos trenes que circularan por una misma vía en direcciones opuestas. Con el paso de los años había acabado por hartarme de aquellas cosas. Y puesto que mi salud sentimental no era mejor que la suya, ¿para qué complicarme la vida?
Respondieron luego de dos timbrazos.
—Personas Desaparecidas, al habla el sargento Robb.
—Qué hay, Jonah, soy Kinsey.
—Hola, muñeca —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti que sea legal en este estado?
Sonreí.
—Buscarme los antecedentes de dos ex presidiarios, por ejemplo.
—Eso está hecho —dijo.
Le facilité ambos nombres y la escasa información de que disponía. Tomó nota de todo y dijo que me llamaría más tarde. Rellenaría una solicitud y haría las averiguaciones a través de los Archivos Centrales de la Dirección General de la Policía, una desgracia nacional puesto que yo no estaba autorizada a utilizarlos. Por lo general, quienes nos dedicamos a la investigación privada no tenemos más derechos que el ciudadano normal y corriente, y tenemos que recurrir al ingenio, la paciencia y la iniciativa para obtener datos que suelen estar a disposición de los distintos organismos de la seguridad del estado. La situación es frustrante, pero no catastrófica, ya que me apaño relacionándome con personas que trabajan en distintos puntos del engranaje. Tengo conocidos en la compañía telefónica, en la oficina del crédito bancario, en la Southern California Gas, en la Southern Cal. Edison, y en la Dirección Provincial de Tráfico. A veces me dejo caer por algún que otro departamento ministerial, pero sólo si tengo algo con lo que negociar. En cuanto a la información de índole más personal, suelo confiar en la natural tendencia de la gente a hablar mal del prójimo con el menor pretexto.
Hice una lista de datos comprobables en relación con Billy Polo y puse manos a la obra.
Conocía a Jonah y sabía que llamaría a Libertad Condicional para obtener la dirección actual de Polo. En el ínterin, quería sentar ciertas bases por mi cuenta. Las búsquedas personales siempre dan frutos inesperados. No quería despreciar el factor sorpresa, porque equivale a la mitad de la diversión. Sabía que Polo no figuraba en la última guía telefónica, pero de todos modos llamé a Información por si había solicitado el teléfono hacía poco. Tampoco figuraba entre los últimos abonados.
Llamé al amiguete que tengo en la compañía de suministros urbanos para preguntarle si mi personajillo se había dado de alta. No constaba en los archivos de la compañía. Al parecer no había solicitado el alta de agua, gas o electricidad con su propio nombre, aunque cabía la posibilidad de que viviera realquilado, o en un piso amueblado y con los servicios a punto.
Llamé a cinco o seis pensiones de mala muerte que hay en la parte baja de State Street. Polo no estaba hospedado en ninguna y a nadie parecía sonarle el nombre. Ya que estaba en ello, pregunté por John Daggett, con idénticos resultados negativos.
Sabía que de la delegación local de la Seguridad Social no obtendría nada sin los permisos necesarios, y no creía que el nombre de Billy Polo figurase en las listas del censo electoral.
¿Qué más podía hacer?
Consulté la hora. Habían transcurrido sólo treinta minutos desde que hablara con Jonah. Ignoraba cuánto tardaría en llamarme y no quería cruzarme de brazos hasta que lo hiciera. Cogí el anorak, cerré la oficina, bajé a State Street por las escaleras principales y recorrí las cuatro calles que hay hasta la biblioteca municipal.
Encontré una mesa vacía en la sala de consulta y pedí las guías telefónicas de Santa Teresa de los últimos cinco años. Las consulté una por una, de la más reciente a la más antigua. Encontré a Polo en el cuarto volumen. Genial. Tomé nota de la dirección que figuraba allí, Merced Street, y me pregunté si habría desaparecido de las guías posteriores por haber ido a la cárcel.
Fui a la sala de historia de Santa Teresa y consulté el directorio municipal correspondiente al mismo año de la guía telefónica. Además de una lista de nombres ordenados alfabéticamente, el directorio trae una lista de calles ordenada de igual modo, o sea que si se tiene una dirección y se quiere saber quién vive en ella, basta con consultar la sección de calles y ver el nombre y el teléfono que figuran junto al número que nos interesa. En la segunda mitad del directorio están los teléfonos ordenados correlativamente. Si sólo se tiene un número de teléfono, en el directorio municipal pueden encontrarse el nombre y la dirección del abonado. Si consultamos a continuación la lista de calles, veremos otra vez el nombre, la profesión y el nombre de los vecinos de toda la calle. Al cabo de diez minutos había elaborado una lista con el nombre de siete personas que habían vivido cerca de Billy Polo en la calle Merced. Tras consultar el nombre de las siete en el directorio del año en que estábamos, descubrí que dos de ellas seguían en el mismo domicilio. Apunté el teléfono actual de las dos, devolví los libros y volví al despacho.
El cielo, que en las últimas horas se había visto a ratos, estaba ya casi totalmente cubierto por las nubes que habían avanzado hasta no dejar más que un fragmento despejado, semejante al agujero de un poncho. El aire empezaba a enfriarse con rapidez y soplaba una brisa húmeda que alborotaba la falda de las mujeres. Miré hacia el océano y vi a lo lejos ese muro gris y silencioso que indica que llueve ya a pocos kilómetros de distancia. Apreté el paso.
Ya en la oficina, archivé la última información en el expediente que había abierto. Estaba a punto de terminar la jornada diaria cuando oí que llamaban a la puerta. Vacilé, me dirigí a la entrada y me asomé. Había una mujer en el pasillo, tendría casi cuarenta años, era pálida y carecía de expresión.
—¿Desea algo?
—Soy Barbara Daggett.
Rogué al cielo que no se tratara de la esposa número tres. Procuré enfocar la situación por el lado más optimista.
—¿La hija de John Daggett?
—Sí.
Era una de esas rubias frías, de piel tan delicada como una colcha de seda, alta, maciza, y con un pelo corto y áspero que le aureolaba el cráneo como un abanico abierto. Tenía pómulos altos, frente aristocrática y la mirada penetrante de su padre. Tenía el ojo derecho verde y el izquierdo azul. En cierta ocasión había visto un gato blanco con los ojos así y me había producido el mismo desconcierto. Llevaba un traje sastre de lana gris y una blusa blanca, de cuello alto y con encajes, muy apropiada. Calzaba zapatos de piel granate que combinaban con el bolso que llevaba colgado del hombro. Parecía abogada o corredora de bolsa, una persona acostumbrada al poder.
—Pase, por favor —dije—. Precisamente estaba pensando qué podía hacer para ponerme en contacto con su padre. Supongo que ha sido su madre quien le ha dicho que venga a verme, ¿no?
Yo quería trivializar el asunto, pero ella no me daba pie. Se sentó y me traspasó con la mirada mientras yo rodeaba el escritorio y me sentaba enfrente de ella. Pensé invitarla a un café, pero en el fondo no quería que la visita fuera tan larga. Hasta el aire que la envolvía parecía helado y no me gustaba su forma de mirarme. Me eché atrás en la silla giratoria.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Quiero saber por qué busca a mi padre.
Me encogí de hombros como quien no da importancia a la cosa y me ceñí a la versión que había adoptado desde el comienzo.
—En realidad no lo busco a él, sino a un amigo suyo.
—¿Por qué no se nos comunicó que lo habían puesto en libertad? Mi madre está como si hubiera sufrido un ataque. Tuvimos que llamar al médico para que le administrara un tranquilizante.
—Lo siento de veras —dije.
Cruzó las piernas y se alisó la falda con ademán nervioso.
—¿Que lo siente? Usted no sabe el golpe que ha representado para ella. Precisamente cuando empezaba a sentirse tranquila, nos enteramos de que él está en Santa Teresa. Ahora parece un manojo de nervios. No comprendo qué pasa aquí.
—Mire, Daggett, yo no soy funcionario de prisiones —dije—. No sé cuándo lo soltaron ni por qué no se les notificó a ustedes. Los problemas de su madre no comenzaron ayer precisamente.
Vi que se ruborizaba un poco.
—Es verdad. Sus problemas comenzaron el día que se casó con él. Él le estropeó la vida. Nos la ha estropeado a todos.
—¿Se refiere al hecho de que su padre bebía demasiado?
Pasó por alto la observación.
—Quiero saber dónde está. Tengo que hablar con él.
—En este momento no sé dónde se encuentra. Si lo localizo, le diré que quiere usted verle. No puedo hacer nada más.
—Mi tío me ha dicho que lo vio usted el sábado.
—Sólo un momento.
—¿Qué hacía en Santa Teresa?
—No hablamos de eso —dije.
—¿De qué hablaron entonces? ¿Qué podía tener en común con una investigadora privada?
Como no tenía intención de decírselo, utilicé su táctica y pasé por alto la pregunta. Cogí papel y lápiz.
—¿Hay algún número al que pueda llamarla?
Abrió el bolso, sacó una tarjeta comercial y me la puso delante. Trabajaba en State Street, a tres calles de mi oficina, y por lo que decía la tarjeta era presidenta y directora general de una compañía llamada F.M.S., Financial Management Software.
—Diseño programas de gestión financiera para empresas fabriles —dijo como si le hubiera preguntado al respecto—. Ése es el número de mi despacho. No figuro en la guía. Si quiere localizarme en casa, llame a este número.
—Parece interesante —observé—. ¿Qué estudios ha hecho?
—Me licencié en matemáticas y química por la Universidad de Stanford y tengo el máster de ciencias e ingeniería de la informática por la Universidad de la Baja California.
Arqueé las cejas con admiración. No acababa de comprender en qué sentido le había estropeado la vida Daggett, pero preferí callarme. Estaba claro que Barbara Daggett era algo más que una profesional bien situada. Puede que fuera una de esas mujeres que destacan en el trabajo pero fracasan en sus relaciones con los hombres. Como también a mí me habían acusado de lo mismo, me dije que no estaba en situación de criticar a nadie. ¿Quién ha dicho que la vida en pareja es la medida de todas las cosas?
Consultó el reloj y se puso en pie.
—Tengo un compromiso. Si tiene noticias de mi padre, por favor, hágamelo saber.
—¿Puedo preguntarle qué quiere de él?
—Quiero que mi madre pida el divorcio, pero hasta ahora no ha hecho más que negarse. Tal vez pueda convencerlo a él.
—Me sorprende que no se divorciara de él hace años.
Me sonrió con frialdad.
—Ella dice que se casó para estar con él «en la fortuna y en la adversidad». Hasta ahora no ha habido ninguna «fortuna». A lo mejor no quiere desistir hasta haberla saboreado un poco.
—¿Y por qué metieron a su padre en la cárcel?
Hubo un chisporroteo en sus facciones y al principio pensé que no iba a contestarme:
—Homicidio por imprudencia —dijo al cabo del rato—. Conducía borracho y hubo un accidente. Murieron cinco personas, tres adultos y dos niños.
No se me ocurrió ningún comentario ni ella esperaba ninguno al parecer. Terminamos el encuentro con un apretón de manos superficial y se marchó. Oí cómo su taconeo se alejaba por el pasillo.