Ya que estaba en Los Ángeles, me dejé caer por el banco. La encargada de atender a los clientes no pudo ser menos atenta. Tendría poco más de veinte años, era morena y seguramente nueva en el trabajo, porque escuchó mis preguntas con la suspicacia típica de quien no está al tanto de las normas vigentes y que en consecuencia dice que no a todo. No quiso comprobar el número de cuenta de «Alvin Limardo» ni si la cuenta se había cancelado. Tampoco me dijo si había alguna otra cuenta a nombre de John Daggett. Yo sabía que tenían que tener archivada una copia del cheque nominativo, dado que era un talón de caja, pero se negó a consultar la información que Daggett había tenido que dar en su momento. Me puse a pensar si habría otra manera de abordar el asunto, en particular porque era muy elevada la cantidad en juego. El banco, sin duda, estaría preocupado por el destino de aquellos veinticinco mil dólares. No abandoné el mostrador y me quedé mirando con fijeza a la mujer, que me devolvió la mirada. Tal vez no había comprendido.
Saqué la fotocopia de mi licencia y se la enseñé.
—¿Ve lo que es esto? —dije—. Soy investigadora privada y tengo un problema gordo. Me contrataron para entregar un cheque nominativo, no localizo al hombre que me lo dio, desconozco el paradero de la persona a quien he de entregárselo y me limito a buscar una forma de cumplir el encargo para el que me contrataron.
—Entiendo —dijo la mujer.
—Pero usted sigue negándose a darme información, ¿no?
—Es que va contra las normas bancarias.
—¿Va contra las normas bancarias que Alvin Limardo me extienda un cheque sin fondos?
—Pues sí.
—¿Qué hago entonces con el cheque? —dije.
En realidad sabía la respuesta: metérmelo donde me cupiera. Pero aquel día estaba yo de un humor obstinado y perverso.
—Denúncielo en el juzgado de guardia —dijo.
—Si se desconoce su paradero no se le puede procesar.
Me miró sin expresión ni comentarios.
—¿Y qué pasa con los veinticinco mil? —añadí—. ¿Qué hago con ellos?
—No lo sé.
Me quedé mirando la superficie del mostrador. Cuando estaba en la guardería, me daba por morder a los demás niños y aún tengo que esforzarme para contener el impulso. Pero es un ejercicio que relaja, la verdad sea dicha.
—Quiero hablar con su jefe.
—¿Con el señor Stallings? Se ha ido y no volverá hasta mañana.
—¿Hay alguna otra persona en esta entidad a la que pueda recurrir?
Negó con la cabeza.
—Yo soy la encargada de atender a los clientes.
—Pero usted no me atiende. Usted no hace una puñetera mierda.
La boca se le encogió.
—Por favor, no emplee aquí ese lenguaje. Es realmente ofensivo.
—¿Qué tengo que hacer entonces para que me atiendan?
—¿Tiene usted cuenta en este banco?
—¿Me ayudaría usted si la tuviera?
—Es imposible. No podemos divulgar información sobre nuestros clientes.
Pues estábamos apañados. Me alejé del mostrador. Me entraron ganas de soltarle una fresca de las que hacen historia, pero no se me ocurrió ninguna. Sabía que en el fondo la culpa la tenía yo por haber aceptado aquel encargo, pero me habría gustado desahogarme un poco con ella; aunque no habría servido de nada. Cogí el coche y puse rumbo a la autopista. Llegué a Santa Teresa a las cuatro treinta y cinco. No quise pasar por la oficina y me dirigí a casa. Mi ánimo mejoró en cuanto entré. Vivo en lo que fue antaño un garaje monoplaza y que en la actualidad es una habitación de unos cuatro a cinco metros de largo, con una prolongación a la derecha que me sirve de cocina y que está separada del resto por un mostrador. El espacio está distribuido con sentido de la economía: tengo un lavaplatos pegado a la cocina, estanterías con libros y armarios empotrados. Es una vivienda ordenada y completa y a mí me basta. Tengo un sofá-cama de dos metros en el que suelo dormir sin necesidad de abrirlo, una mesa, una silla, una mesita multiuso y almohadas mullidas que sirven para sentarse cuando tengo visita. El cuarto de baño es de esos prefabricados donde todo parece de una pieza, la barra para la toalla, la jabonera, incluso el vano de la ventana que da a la calle. A veces me quedo de pie en la bañera, me apoyo en el alféizar del ventanuco, me pongo a mirar los coches que pasan y pienso en lo afortunada que soy. Me encanta la vida de soltera. Es casi como ser rica.
Dejé el bolso en la mesa y colgué la cazadora de un gancho. Me senté en el sofá y me quité las botas; luego me acerqué al frigorífico y cogí una botella de vino blanco y un sacacorchos. De vez en cuando me esfuerzo por comportarme como una persona con clase, quiero decir que bebo vino embotellado en vez del que venden en envases de cartón. Descorché la botella y me serví un vaso. Me acerqué a la mesa, saqué la guía telefónica del cajón superior y me la llevé al sofá junto con el teléfono y el vaso de vino. Dejé el vaso en la mesita y consulté la guía para ver si Billy Polo estaba abonado. Por cierto que no lo estaba. Busqué el apellido Gahan. Tampoco. Tomé un sorbo de vino y me puse a cavilar sobre lo que haría a continuación.
Movida por un impulso busqué el apellido Daggett. Lovella me había dicho que su consorte había vivido antaño en Santa Teresa. Puede que aún tuviera familia en la ciudad.
Había cuatro Daggett. Los fui llamando por orden, y a todos les decía lo mismo: «Buenas, busco a una persona que se llama John Daggett y que antes vivía en este sector. ¿Podría decirme si vive ahí?».
No saqué nada en claro de las dos primeras llamadas, pero al hacer la tercera el hombre que se puso al habla contestó a mi pregunta con uno de esos silencios anormales que dan a entender que está en marcha el procesador de datos.
—¿Para qué lo busca? —preguntó.
Parecía un sesentón y hablaba como si midiese las palabras y tuviera miedo de mis reacciones, como si aún no supiese cuánta información estaba dispuesto a darme.
La pregunta que me había hecho tenía su miga. A juzgar por todo lo que sabía de él, Daggett era un desaprensivo y no me atreví a decir que era amiga suya. Si revelaba que me debía dinero, mi interlocutor colgaría en el acto. Por lo general, en situaciones así, insinúo que soy yo quien tiene dinero para él. Pero no sé por qué, me pareció que el truco no iba a funcionar. La gente ha espabilado mucho y ya no se traga el cuento. Así que le conté la primera mentira que me pasó por la cabeza.
—Pues mire, le diré la verdad —dije—. Sólo he visto a John una vez, pero quiero localizar a un amigo común y creo que John sabe su dirección y su teléfono.
—¿A quién quiere localizar exactamente?
La pregunta me cogió desprevenida, ya que aún no había preparado nada en ese sentido.
—¿A quién? Pues… a Alvin Limardo. ¿Le ha hablado John de Alvin en alguna ocasión?
—No, creo que no. Tal vez se equivoque usted de persona. El John Daggett que vivía aquí está ahora en la cárcel, desde hace… yo diría que casi dos años.
Deduje que mi interlocutor era un hombre que a causa de su aislamiento podía ver virtudes incluso en los menos virtuosos. En cualquier caso me dije que estaba de suerte porque acababa de encontrar un filón.
—A ése es al que busco, a ése —dije—. Al que estaba en San Luis Obispo.
—Allí sigue.
—No. Ha salido. Lo soltaron hace seis semanas.
—¿A John? No, señora. Está aún en la cárcel y espero que se quede en ella. No quisiera hablar mal de él, pero es lo que yo llamo una persona problemática.
—¿Problemática?
—Pues sí. Así es como yo lo llamaría. John es de esas personas que crean problemas, y por lo general son bastante serios.
—¿De veras? —dije—. Pues no me había dado cuenta —aquel individuo estaba deseoso de cotillear y si conseguía que lo desembuchara todo tal vez diese con la forma de echarle el guante a Daggett. Me lancé en picado—. ¿Es usted su hermano?
—Su cuñado, Eugene Nickerson.
—Está usted casado con su hermana, ¿no?
Se echó a reír.
—No, él está casado con mi hermana, que se apellidaba Nickerson antes de convertirse en Daggett.
—No me diga. ¿Es usted hermano de Lovella?
Era un poco raro que entre dos hermanos hubiera una diferencia de cuarenta años.
—No, de Essie.
Me aparté del oído el auricular y me lo quedé mirando. ¿Qué decía aquel hombre?
—Un momento, estoy algo confusa. Creo que no hablamos de la misma persona.
Le hice una somera descripción del John Daggett que había conocido. No me cabía en la cabeza que pudiera haber dos individuos iguales, pero saltaba a la vista que había algo extraño allí.
—Sí, señora, el mismo, el mismo. ¿Cómo dice que lo conoció?
—Fue el sábado pasado, aquí, en Santa Teresa.
Silencio profundo al otro extremo del hilo. Al final tuve que romperlo yo.
—¿Le parece bien que pase por su casa para hablar del asunto?
—Creo que sería lo mejor —dijo—. ¿Me ha dicho ya cómo se llama usted?
—Kinsey Millhone.
Me indicó cómo llegar a su domicilio.
La casa era blanca, de madera, con un porche pequeño también de madera, y se alzaba a la sombra de Capillo Hill, en el sector occidental de la ciudad. La calle era muy corta, sólo tres casas a cada lado antes de que el asfalto se convirtiera en la pequeña extensión de grava que constituía el aparcamiento de la casa de Daggett. Al otro lado de ésta, la falda montañosa ascendía en una cuesta pronunciada y salpicada de árboles y matorrales. El sol no llegaba a dar en el jardín. La propiedad estaba rodeada por una valla de tela metálica poco tupida. Los arbustos plantados en línea no habían prosperado y ya no eran más que amasijos de ramas secas. La casa tenía un aspecto derrotado, como un perro perdido y que se esconde hasta que llegan los de la perrera.
Subí los empinados peldaños de madera y llamé a la puerta. Me abrió Eugene Nickerson en persona. Era más o menos como me lo había imaginado: sesentón, de estatura mediana, de pelo rizado y canoso y cejas que se unían en un nudo. Tenía ojos pequeños y claros, y unas pestañas casi blancas. Estrecho de espaldas, gordo de cintura, tirantes, camisa de franela. Llevaba una Biblia en la mano izquierda con el índice encogido entre las páginas, para no perder el pasaje que sin duda estaba leyendo.
Ah, ah, me dije.
—¿Le importaría repetirme su nombre? —dijo mientras me hacía pasar—. Mi memoria ya no es lo que era.
Nos dimos la mano.
—Kinsey Millhone —dije—. Mucho gusto en conocerle, señor Nickerson. Espero no haberle interrumpido.
—No, de ningún modo. Estábamos repasando la Biblia. Solemos reunirnos los miércoles por la noche, pero como el pastor cogió la gripe y ha estado indispuesto toda la semana, pospusimos la reunión. Le presento a mi hermana, Essie Daggett, la esposa de John —dijo, y me señaló a la mujer sentada en el sofá—. Puede llamarme Eugene si lo prefiere —añadió.
Le sonreí para darle las gracias y centré la atención en la mujer.
—Hola, qué tal. Les agradezco que me hayan permitido venir.
Avancé hacia ella y le tendí la mano, en la que depositó la punta de sus dedos durante una fracción de segundo. Fue como estrecharle la mano a un guante de cocina.
Tenía la cara ancha y pálida, un pelo canoso de corte impresentable, y llevaba gafas de vidrio grueso y montura ancha de plástico. A la derecha de la nariz tenía un quiste del tamaño de una avellana. La mandíbula inferior, adornada a ambos lados con sendos bultos puntiagudos, le sobresalía de manera agresiva. Olía tanto a muguete que mareaba.
Eugene me dijo que tomara asiento, y tuve que elegir entre el sofá de Essie y una silla de brazos con un travesaño suelto. Opté por la silla y me senté con precaución, echada hacia delante para no acabar de romperla. Eugene hizo lo propio en una mecedora de mimbre que crujió al sentir su peso. Cogió la cinta estrecha y morada que colgaba del extremo superior del lomo de la Biblia, la puso entre dos páginas y dejó el libro en la mesa que tenía delante. Essie, con la mirada fija en el regazo, no decía nada.
—¿Me permite invitarla a un vaso de agua? —dijo Eugene—. No aprobamos las infusiones estimulantes, pero puedo traerle un Seven Up, si lo prefiere.
—Estoy bien, gracias —dije.
Mi alarma aumentaba por momentos. Estar con cristianos fervientes es como estar con multimillonarios. Se tiene la impresión de que hay unas reglas superiores, una etiqueta misteriosa que puede infringirse en el momento más inesperado. Procuré pensar en cosas apacibles e inofensivas para no soltar ningún taco sin darme cuenta. ¿Cómo podía estar relacionado John Daggett con aquellos dos?
Eugene carraspeó para aclararse la garganta.
—Le contaba a Essie lo de nuestra confusión sobre el paradero de John Daggett. Por lo que nosotros sabemos sigue en la cárcel, pero parece que la información que usted posee no coincide con la nuestra.
—Yo estoy tan confusa como ustedes —dije. Me pregunté cuánta información podía darles gratis sin regalarles nada en el fondo. Aunque se la tenía jurada a Daggett, no me parecía conveniente ser indiscreta. No se trataba sólo del asunto tocante a su libertad condicional, sino que además estaba lo de Lovella. No quería ser la voz del destino que revelase la existencia de otra esposa a la mujer que, por lo visto, seguía legalmente casada con el marido común—. ¿No tendrían por casualidad una foto suya? —pregunté—. Cabe la posibilidad de que el hombre con quien hablé quisiera hacerse pasar por su cuñado.
—No sé, no sé —dijo Eugene en tono dubitativo—. Por la descripción que usted me hizo, era él, sin lugar a dudas.
Essie se hizo a un lado y cogió una foto en color enmarcada en un portarretratos de plata.
—Se la hizo con motivo de nuestro trigésimo quinto aniversario de boda —dijo con voz nasal y tono de resentimiento.
Entregó la foto al hermano como si éste no la hubiera visto en su vida y tuviera ganas de echarle una ojeada.
—Fue poco antes de que se lo llevaran a San Luis —complementó Eugene, alargándome la foto.
Por su tono se habría dicho que John estaba en viaje de negocios.
Observé la foto con detenimiento. Era Daggett, no había duda, y estaba tan rígido y pendiente de sí como si se hubiera hecho la foto en una de aquellas barracas en que la gente se disfrazaba de soldado de la Confederación o de personaje de la época victoriana. El cuello de la camisa le apretaba demasiado y se había echado en el pelo más brillantina de lo normal. Tenía los músculos faciales en tensión, como si fuera a echar a correr de un momento a otro. Essie estaba sentada junto a él, tranquila y apacible como unas natillas. Llevaba un vestido lila de crespón, con hombreras, botones de cristal y un ramillete de orquídeas prendido del hombro izquierdo.
—Es una foto encantadora —dije, y al instante me sentí culpable y falsa. Era un asco de foto. Ella parecía un bulldog, y John tenía toda la pinta de contenerse un pedo. Se la devolví a Essie—. ¿Qué delito cometió?
Essie tragó aire ruidosamente.
—Preferimos no hablar de ello —intervino Eugene con delicadeza—. ¿Por qué no nos cuenta usted cómo lo conoció?
—Bueno, la verdad es que apenas lo conozco. Creo que ya se lo dije por teléfono. Tenemos un amigo común y él es el único que sabe cómo localizarlo. John me comentó de pasada que tenía familia en esta zona y quise probar suerte. Pero tengo la sensación de que ustedes no han hablado con él últimamente.
Essie se removió en el sofá.
—Le hemos sido leales hasta donde hemos podido. El pastor piensa que hemos hecho más que suficiente. No sabemos con qué lucha John en las profundidades de su alma, pero la tolerancia de los demás tiene un límite.
Hablaba con un timbre tan particular que me pregunté por sus ingredientes: rabia, humillación tal vez, el martirio de los mansos de corazón que sufren por culpa de los descarriados.
—John ha tenido que ser una dura prueba para usted —dije.
Essie apretó la boca y entrelazó las manos en el regazo.
—Ya lo dice la Biblia. «Ama a tus enemigos, bendice al que te maldice, haz el bien a los que te odian y reza por los que te tratan con violencia y con desprecio».
Lo dijo en tono acusador. Empezó a removerse con nerviosismo.
Vaya, vaya, me dije, parece que el termómetro de la señora se ha disparado.
Crujió la mecedora de mimbre y Eugene llamó mi atención con un ligero carraspeo.
—Dijo usted que lo vio el sábado. ¿Puedo preguntarle en qué circunstancias?
Me di cuenta entonces de que habría tenido que perfeccionar el embuste que le había contado porque advertí que no sabía qué responder; la perorata de Essie Daggett me había deprimido tanto que me había dejado la cabeza vacía.
—¿Ha recibido usted la salvación? —preguntó Essie, inclinándose hacia mí.
—Perdón, ¿qué ha dicho? —dije, entornando los ojos.
—¿Ha aceptado a Jesús en su corazón? ¿Ha renunciado al pecado? ¿Se ha arrepentido? ¿Se ha lavado con la Sangre del Cordero?
Me saltó a la cara una gota de saliva, pero no me atreví a limpiármela.
—Pues últimamente no —dije.
¿Por qué atraeré a mujeres así?
—Por favor, Essie, no ha venido para sondear el estado de su alma —dijo Eugene, que echó un vistazo a su reloj—. Cáspita, creo que es la hora de tu medicina.
Aproveché la ocasión para levantarme.
—No quiero robarles más tiempo —dije con toda normalidad—. Les agradezco la ayuda que me han prestado, ya les llamaré si necesito más información.
Saqué una tarjeta del bolso y la dejé encima de la mesa.
El mercurio de Essie había acabado por salir a chorro por el extremo superior del termómetro.
—«Te lapidarán y te descuartizarán con sus espadas; y prenderán fuego a tus casas, y ejecutarán en ti la sentencia en presencia de muchas mujeres; así dejarás de prostituirte y no volverás a dar salario de ramera[1]».
—Sí, estupendo, muchas gracias —dije mientras me dirigía a la puerta.
Eugene, demasiado absorto para preocuparse por mi partida, palmeaba las manos de Essie.
Cerré la puerta y me dirigí al coche casi corriendo. Empezaba a anochecer y no me gustaba aquel barrio.