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Dejé la Autopista de Ventura en Sherman Oaks y tomé la de San Diego, en dirección sur, hasta Venice Boulevard, donde la abandoné girando a la derecha al final de la rampa de salida. Si los cálculos no me fallaban, la dirección que me interesaba estaba cerca de allí. Di la vuelta para seguir por Sawtelle, la avenida que discurre en sentido paralelo a la autopista.

Al encontrarme ante el edificio que buscaba recordé que lo había visto por detrás al pasar por la autopista. Lo habían pintado de color verde menta y cruzaba la fachada una pancarta de color naranja subido que decía: PISOS EN ALQUILER. Estaba separado de la autopista por una acequia de paredes de cemento y por un muro de piedra artificial y tres metros de altura, lleno de pintadas contra el tráfico. Al pie del muro crecían los matojos, y de los pocos arbustos decentes que sobrevivían a pesar de la contaminación colgaba la mierda igual que los adornos de un árbol navideño. Me había fijado en el edificio porque era típico de L.A.: soso, de construcción barata y hecho un asco. Había algo plebeyo y ruin en la parte trasera, pero la fachada principal resultó aún peor.

La calle estaba formada en su mayor parte por típicos bungalows californianos, es decir, chalecitos de madera y yeso, con dos dormitorios, un jardincito sucio y desordenado y ni un solo árbol. Casi todos habían sido pintados con tonos pastel, con un turquesa y un malva rarísimos que probablemente se habían comprado en unas rebajas y que no habían conseguido tapar del todo la pintura de debajo. Vi un sitio para aparcar en la acera de enfrente, cerré el coche con llave y me dirigí al complejo de viviendas.

El edificio empezaba a desmoronarse. El estuco tenía un aspecto harinoso y reseco, y los marcos metálicos de las ventanas estaban doblados y llenos de abolladuras. La verja de la entrada, de hierro forjado, se había salido de las jambas de piedra, dejando unos agujeros tan grandes que se podía meter el puño por ellos. En la planta baja había dos viviendas condenadas con tablas. La administración, previsoramente, había surtido al vecindario de una serie de cubos de basura, pero por lo visto no pagaba al Ayuntamiento el impuesto correspondiente. Un perrazo amarillo escarbaba en aquel estercolero con muestras de entusiasmo, aunque a cambio de sus esfuerzos sólo pudo obtener un trozo de pizza. Se alejó al trote con el pedazo de pasta seca entre las fauces, como si fuera un hueso.

Entré en el zaguán. Casi todos los buzones habían sido arrancados y el correo se amontonaba en el suelo del vestíbulo igual que la hojarasca. Según la dirección que figuraba en el cheque, Limardo vivía en el apartamento 26, que supuse estaría en el primer piso. Al parecer había cuarenta viviendas, aunque sólo constaba el nombre de unos cuantos vecinos. Me pareció raro y curioso. Los carteros de Santa Teresa no dejan el correo si no hay un buzón en buen estado y con un nombre totalmente legible. Me imaginé al cartero de aquel barrio, vaciando la cartera como si fuera la cesta de la ropa sucia y echando a correr para que los inquilinos no se le echaran encima como un enjambre de avispas.

Las viviendas estaban dispuestas en gradas, alrededor de un «jardín» de grava sin apisonar, losas de color rosado y esas juncias que llaman cebolletas. Subí los peldaños de hormigón resquebrajado.

En el descansillo del primer piso vi a un negro sentado en una silla plegable de metal, esculpiendo con un cuchillo una pastilla de jabón Ivory. Se había puesto en los muslos un periódico abierto para recoger las virutas. Era gordo e informe, tendría unos cincuenta años y el pelo, rizado y muy corto, le blanqueaba alrededor de las orejas. Tenía los ojos de color castaño turbio, y un párpado se estiraba en sentido oblicuo a causa de la palpitante cremallera de puntos de sutura que le bajaba por la mejilla.

Me miró y volvió a posar los ojos en la escultura que adquiría forma entre sus manos.

—Usted debe buscar a Alvin Limardo —dijo.

—Es verdad —dije, sorprendida—. ¿Cómo lo adivinó?

Me sonrió, enseñándome una dentadura perfecta y tan nívea como el jabón que tallaba. Alzó la cara y pareció hacerme un guiño con el ojo lesionado.

—Usted no vive aquí, criatura. Conozco a todos los que viven aquí. Y por la cara que pone, usted no busca casa. Si supiera adónde va, iría derecha al sitio. Pero no hace más que mirar a su alrededor, como si alguien fuera a echársele encima, yo incluido —hizo una pausa para observarme—. Yo diría que es usted asistenta social, funcionaria de prisiones o algo parecido. Puede que de la beneficencia.

—Caliente, caliente —dije—. Pero ¿por qué Limardo? ¿Por qué cree que le busco a él?

Volvió a sonreír y esta vez me enseñó las encías sonrosadas.

—Aquí todos se llaman Alvin Limardo. Es una broma nuestra. Un nombre inventado y que damos cuando queremos engañar a la gente. Yo lo utilicé la semana pasada en la cola de los cupones de la Seguridad Social. A nombre de Limardo nos dan vales, cupones, pases, ayudas, subsidios. La semana pasada vino no sé quién con una orden de búsqueda. Le dije que Alvin Limardo se había ido, que aquí ya no vivía nadie con ese nombre. El Alvin Limardo que usted busca… ¿es blanco o negro?

—Blanco —le dije, y a continuación le describí al hombre que se había presentado el sábado en mi oficina.

El negro se puso a asentir con la cabeza a mitad de descripción, mientras seguía raspando con el cuchillo la superficie del jabón. Al parecer había esculpido una marrana echada de costado, con un montón de cerditos peleándose para mamar. El conjunto tendría unos diez centímetros.

—Ése es John Daggett. Ay, joder. Mal bicho. Es el que usted busca, pero ya no está, se ha marchado.

—¿Sabe adónde?

—Me dijeron que a Santa Teresa.

—Sí, sé que estuvo en Santa Teresa el sábado. Por eso lo busco —dije—. ¿Sabe si ha vuelto?

El negro frunció la boca con escepticismo.

—Lo vi el lunes y volvió a marcharse. Puede que lo busque alguien más. Se comportaba como si huyera y no quisiera que lo atraparan. ¿Para qué lo busca usted?

—Me dio un cheque sin fondos.

Me miró con asombro.

—¿Y usted aceptó un cheque de un hombre como él? ¡Por los clavos de Cristo! Pero ¿de qué árbol se ha caído usted, criatura?

No tuve más remedio que echarme a reír.

—Sí, lo sé, la culpa es sólo mía. El caso es que creí que podría echarle el guante antes de que desapareciera definitivamente.

Cabeceó, incapaz de compadecerme.

—De gente así no hay que aceptar nada. Ése ha sido su primer error. El segundo ha sido venir a este lugar.

—¿Hay alguien aquí que sepa cómo localizarle?

Me señaló con el cuchillo una vivienda que estaba dos puertas más allá.

—Pregunte a Lovella. Puede que ella sepa algo. Aunque tal vez no.

—¿Es amiga de Daggett?

—Es posible. Es su mujer.

Al llamar al apartamento 26 me sentía un poco más optimista. Tenía miedo de que Daggett se hubiera mudado definitivamente. La puerta era de esas de chapa y que están huecas por dentro; en la parte inferior, a la altura de la espinilla, habían abierto un agujero de un puntapié. La claraboya, de vidrio corredizo, estaba medio abierta y por la abertura sobresalía un trapo. El vidrio estaba roto en sentido diagonal y las dos mitades se mantenían juntas mediante un esparadrapo ancho. Percibí olor a comida, coles probablemente, con tocino y un poco de vinagre.

Se abrió la puerta y se asomó una mujer. Tenía el labio superior hinchado como esas heridas que se hacen los niños cuando están aprendiendo a ir en bicicleta y se caen. Le habían amoratado el ojo izquierdo no hacía mucho y ahora lo tenía veteado de azul intenso y enmarcado en verde, amarillo y gris. Tenía el pelo de color pajizo, con raya en el centro y recogido sobre las orejas con sendas horquillas. Fui incapaz de calcular la edad que tenía. Era más joven de lo que había imaginado, habida cuenta de la edad de John Daggett, que tendría cincuenta y tantos.

—¿Lovella Daggett?

—Yo misma.

Parecía reacia incluso a admitir aquello.

—Soy Kinsey Millhone y busco a John.

Se lamió con nerviosismo el labio superior como si aún no se hubiera acostumbrado a su tamaño y forma actuales. Se le había formado una costra en la zona arañada, no mayor que medio bigote.

—No está. No sé dónde está. ¿Qué quiere de él?

—Me contrató para que hiciera un trabajo y me pagó con un cheque sin fondos. Pensé que podríamos aclarar la situación.

Me observó mientras asimilaba lo que le decía.

—¿Para qué la contrató?

—Para entregar una cosa.

No me creía ni por asomo.

—¿Es de la pasma?

—No.

—¿Qué es usted, entonces?

A modo de contestación, le enseñé la fotocopia de mi licencia. Se dio la vuelta y se alejó sin cerrar la puerta. Deduje que era su forma de invitarme a pasar.

Cerré y avancé por la salita. La moqueta era de ese paño verdoso que tanto aprecian los propietarios de inmuebles de todo el mundo. Los únicos muebles de la estancia eran una mesa camilla y dos sillas de madera. Junto a la pared había un rectángulo de unos dos metros de base donde la moqueta era de un color más claro, lo que indicaba que había habido un sofá en aquel rincón, y la serie de estrías apreciables en la alfombra revelaba la antigua presencia de dos sillones y una mesita de café, dispuestos en lo que los decoradores suelen denominar «reunión de familia». Daggett, por lo visto, en vez de quedarse con la familia, había preferido romperle la cara a su cónyuge, llevándose por delante todo lo que había encontrado. La única bombilla que vi la habían reventado y del casquete sobresalían los filamentos igual que nervios enmarañados.

—¿Dónde están los muebles?

—Los empeñó la semana pasada y se gastó en el bar lo que le dieron. Ya lo había hecho antes con el coche. No era más que un montón de chatarra, pero lo había comprado yo. Tendría usted que ver lo que tenemos ahora en vez de cama. Un colchón viejo y lleno de meadas que encontró en la calle.

Había dos taburetes de bar junto al fogón; me senté en uno mientras Lovella se movía en el reducido espacio que hacía las veces de cocina. En el hornillo de gas había un cazo de aluminio donde el agua hervía ya a todo meter. En otro quemador había una olla con abolladuras donde las coles se cocían a fuego lento.

Lovella vestía tejanos azules y una camiseta blanca puesta al revés, con la etiqueta de «The Fruit of the Loom» visible en la parte posterior del cuello. Se había subido los bajos de la prenda y se había hecho un nudo por encima del diafragma.

—¿Quiere un café? Estoy haciéndolo.

—Sí, por favor —dije.

Enjuagó una taza bajo el grifo del agua caliente y le dio una pasada rápida con una toalla de papel. La puso en el banco de mármol y le echó una cucharada de café soluble; luego se sirvió de la misma toalla de papel para retirar el cazo del fuego. El agua chirrió en el borde del cazo al verterla. Puso agua en otra taza, removió el contenido y la empujó hacia mí con la cucharilla apoyada aún contra el borde.

—Daggett es un cabrón. Deberían encerrarlo de por vida —dijo casi con indiferencia.

—¿Se lo hizo él? —pregunté, recorriendo con los ojos su cara hinchada.

Clavó en mí un par de ojos grises y exánimes, pero no se molestó en replicar. Vista de cerca no parecía tener más de veinticinco años. Apoyó los codos en el banco de mármol con la taza entre los dedos. No llevaba sostén, tenía los pechos grandes, tan blandos y colgantes como globos llenos de agua, y los pezones le destacaban bajo la tela de la camiseta igual que chicles masticados. Me pregunté si haría la calle. Había conocido a varias putas con la misma sexualidad indiferente: en ellas todo era superficie, sin ningún sentimiento por dentro.

—¿Cuánto llevan casados?

—¿Le importa si fumo?

—Está usted en su casa —dije—. Puede hacer lo que quiera.

Me recompensó con un asomo de sonrisa, la primera que le veía. Cogió una cajetilla de Pall Mall 100, encendió automáticamente un quemador de la cocina y prendió el cigarrillo ladeando la cabeza para no chamuscarse el pelo. Aspiró una bocanada profunda y exhaló una nube de humo hacia mí.

—Seis semanas —dijo, respondiendo a mi pregunta con algo de retraso—. Nos conocimos por correspondencia mientras él estaba encerrado en San Luis. Nos escribimos durante un año y nos casamos en cuanto lo pusieron en libertad. ¿Le extraña? ¡Jesús! ¿Me cree capaz de semejante tontería?

Me encogí de hombros porque el asunto ni me iba ni me venía. A ella también le traía sin cuidado mi opinión.

—¿Cómo entraron en contacto al principio de todo?

—Por mediación de un colega suyo. Un tío llamado Billy Polo y con el que yo salía antes. Se pusieron a hablar de mujeres y salió a relucir mi nombre. Billy, según creo, me puso por las nubes al describirme y Daggett le pidió mi dirección.

Tomé un sorbo de café. Tenía el típico sabor aguado y medio agrio del café soluble; junto al borde de la taza flotaban algunos grumos diminutos.

—¿No tendría un poco de leche por ahí?

—Sí, claro, disculpe —dijo.

Fue al frigorífico y sacó una lata pequeña de Carnation.

No era exactamente lo que yo habría deseado, pero eché un poco de leche evaporada en el café y me quedé mirando con desconcierto los puntos blancos que quedaron flotando en la superficie. Me pregunté si habría adivinas capaces de interpretar el dibujo que formaron, tal como suele hacerse con los posos. Me pareció detectar en mi futuro una indigestión, aunque no habría puesto la mano en el fuego.

—Cuando quiere —dijo— es un hombre encantador. Pero en cuanto se toma un par de tragos, se vuelve peor que las serpientes.

Ya había escuchado antes aquella historia.

—¿Por qué no lo deja? —pregunté, como siempre hago.

—Porque me buscaría, por eso —respondió en plan cortante—. Usted no lo conoce. Me mataría sin vacilar un segundo. Si llamase a la pasma sería lo mismo. En cuanto se le replica se pone a repartir leña como un loco. Lo que pasa es que odia a las mujeres. Cuando está sobrio no, cuando está sobrio se pone suave como la espuma y consigue de mí cualquier cosa que se le antoje. En cualquier caso, ojalá se haya ido para siempre. Lo llamaron por teléfono el lunes por la mañana y salió disparado como una bala. Desde entonces no sé nada de él. Bueno, la verdad es que nos cortaron ayer el teléfono, o sea que no podría llamarme aunque quisiese.

—¿Por qué no habla con el funcionario encargado de vigilarle?

—Sí, podría hacerlo —dijo de mala gana—. Daggett va a verle cuando le toca. Tuvo un trabajo en cierta ocasión, pero lo dejó al cabo de dos días. En teoría, como es lógico, no prueba ni gota. Creo que al principio quiso jugar limpio, pero no pudo, era demasiado para él.

—¿Y por qué no huye, ahora que puede?

—¿Y adónde voy? No tengo un céntimo.

—Hay sitios donde pueden refugiarse las mujeres maltratadas. Llame al centro de mujeres violadas y pida información.

Hizo un ademán despectivo.

—Me encanta la gente como usted. ¿Nunca le ha dado un tío una buena hostia?

—Ninguno con el que estuviera casada —dije—. Por ahí no paso.

—Yo también decía eso, hermana, pero ya ve. No es tan fácil huir. Sobre todo cuando se vive con un cabrón como Daggett. Ha jurado que me seguiría hasta el fin del mundo y sería capaz de hacerlo.

—¿Por qué lo encarcelaron?

—Nunca me lo dijo ni yo se lo pregunté jamás. Sé que es ridículo, pero al principio no me importó. Se portó bien durante un par de semanas. Como un niño, ¿me entiende? Era de un tierno… joder, siempre estaba pendiente de mí, igual que un perrito faldero. Nunca nos cansábamos el uno del otro, era como en las cartas que nos habíamos escrito. Pero una noche pisó un tapón de Jack Daniels y todo acabó de repente.

—¿Le habló alguna vez de un tal Tony Gahan?

—Pues… no. ¿Quién es?

—No estoy segura. Creo que un muchacho, Daggett me dijo que lo encontrara.

—¿Cuánto le pagó? ¿Podría enseñarme el cheque?

Lo saqué del bolso y lo puse sobre el banco de mármol. Preferí no hablarle del cheque nominativo. No creo que le hiciera gracia saber que su marido iba regalando el dinero por ahí.

—Limardo es un nombre falso, según me han dicho.

Observó el cheque con detenimiento.

—Sí, pero Daggett tenía dinero en esta cuenta. Seguramente la canceló poco antes de irse.

Dio una chupada al cigarrillo y me devolvió el cheque. Aparté la cabeza antes de que me echara el humo a la cara otra vez.

—Esa llamada que recibió el lunes, ¿sabe a propósito de qué fue?

—No tengo ni idea. Yo estaba en la lavandería. Al volver vi que estaba hablando por teléfono y con una cara más gris que ese trapo de cocina. Colgó en el acto y se puso a meter cosas en un petate. Puso la casa patas arriba mientras buscaba la libreta de ahorros. Tuve miedo de que creyera que la había cogido yo, pero estaba demasiado fuera de sí para preocuparse por mi existencia.

—¿Eso le dijo?

—No, pero estaba totalmente sobrio y las manos le temblaban mucho.

—¿Se le ocurre adónde pudo haber ido?

Vi un destello en sus ojos, sin duda el reflejo de alguna emoción que quiso ocultarme desviando la mirada.

—Sólo tenía un amigo, el Billy Polo ése de Santa Teresa. Si necesitaba ayuda, seguro que fue a verle a él. Además, creo que tenía algunos parientes por allí, aunque no sé si seguirán en Santa Teresa. Daggett hablaba muy poco de su familia.

—¿Polo está en libertad entonces?

—Me dijeron que lo soltaron hace poco.

—Bueno, como es la única pista que tengo, no estaría mal averiguar su paradero. ¿Me llamará usted si sabe algo de cualquiera de los dos? —saqué una tarjeta comercial y apunté en el dorso mi dirección y teléfono particulares—. A cobro revertido.

Miró la tarjeta por ambos lados.

—Pero ¿pasa alguna cosa?

—Ni lo sé ni me importa demasiado. En cuanto le ponga las manos encima a Daggett, cierro el negocio y lo traspaso.