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La magia de nuestro Dios es nuestro único puente.

De las escrituras sufí-zensuníes, catecismo de la Gran Creencia

A pesar del temor constante, Uxtal seguía trabajando con los numerosos gholas de Waff, y lo hacía lo bastante bien para seguir con vida. Las Honoradas Matres veían progresos. Tres años antes, había decantado a los primeros ocho gholas idénticos del maestro tleilaxu. Y, con el desarrollo corporal acelerado, aquellos niños grises aparentaban más del doble de la edad que tenían.

Mientras los veía jugar, a Uxtal le parecieron bastante atractivos, con aquel aspecto encanijado que te desarmaba, las narices puntiagudas, los dientes afilados. Tras una rápida imprimación educativa, habían aprendido a hablar en solo unos meses, y aun así parecían algo salvajes y se mantenían unidos en su mundo particular, sin interactuar apenas con sus guardianes.

Uxtal los estimularía como considerara necesario. Aquellos gholas eran como pequeñas bombas de relojería de información, y tenía que encontrar la forma de detonarlas. Ya no pensaba, ni le importaban, los dos primeros gholas que había creado. Khrone se los había llevado a Dan hacía mucho tiempo. ¡Con viento fresco!

Sin embargo, aquella prole estaba bajo su control. Waff era uno de los viejos maestros herejes, y estaba listo para el readoctrinamiento. Ciertamente, Dios había dado un buen rodeo para mostrarle a Uxtal cuál era su verdadero destino. Los navegantes, desesperados por conseguir especia, creían que él era un instrumento, que estaba haciendo lo que ellos querían. En cambio, a él le daba igual si los navegantes extraían algún provecho de aquello, o si la Madre Superiora se quedaba con todo. Él no veía nada de todo aquello.

Ahora estoy haciendo un trabajo sagrado, pensó. Eso es lo que importa.

Según las escrituras más sagradas, el profeta —mucho antes de reencarnarse como Dios Emperador— pasó ocho días en el desierto, donde recibió unas extraordinarias revelaciones. Fueron momentos de prueba y tribulación, como los que padecieron los tleilaxu perdidos durante la Dispersión, como la dura prueba que él mismo estaba pasando. En sus momentos más oscuros, el profeta había recibido la información que necesitaba, igual que le había pasado a él. Iba por el buen camino.

Aunque el pequeño investigador no había sido nombrado maestro oficialmente, él consideraba que lo era por defecto. ¿Quién había con una posición de poder mayor que la suya? ¿Quién tenía más autoridad, más conocimientos genéticos? Una vez aprendiera los secretos que guardaban las mentes de aquellos Waffs, superaría a cualquiera de los ancianos tleilaxu perdidos o de los antiguos maestros de Bandalong. Lo tendría todo (incluso si el navegante y las Honoradas Matres se lo quitaban).

Uxtal inició el proceso de romper la cáscara de los ocho gholas idénticos en cuanto pudieron hablar y pensar. Si fracasaba, siempre podía probar con los ocho siguientes, que ya se habían desarrollado en los tanques. Los guardaría en reserva, junto con las posteriores hornadas. Seguro que alguno de los Waffs revelaría sus secretos.

En unos pocos años, los cuerpos en rápido crecimiento de los ocho primeros alcanzarían la madurez física. Y sí, aunque eran muy monos, Uxtal los veía principalmente como carne criada con un propósito específico, como los sligs de la granja que Gaxhar tenía allí al lado.

Por el momento, los ocho gholas de Waff andaban correteando en el interior de un cercado electrónico. Los niños acelerados querían salir, y cada uno de ellos tenía una mente pequeña y brillante. Los Waffs tanteaban el campo reluciente con los dedos para ver cómo funcionaba y cómo podían desactivarlo. Si les daba tiempo, Uxtal estaba convencido de que lo lograrían. Rara vez hablaban si no era entre ellos, y Uxtal sabía lo diabólicamente inteligentes que podían ser.

Pero él lo era más.

Interesante, porque entre ellos veía disensión y competencia, pero muy poca cooperación. Los Waffs peleaban por los juguetes, la comida, por el lugar donde sentarse, y todo con muy pocas palabras. ¿Sería telepatía? Qué interesante. Quizá tendría que diseccionar a alguno.

Discutían incluso cuando se encaramaban unos encima de otros para ver si podían saltar por encima del campo de fuerza, porque todos querían ser el que estaba arriba. Eran idénticos, y sin embargo no confiaban los unos en los otros. Si conseguía enfrentarlos, Uxtal estaba seguro de que podría aplicar la presión justa para obtener la información que necesitaba.

Uno de los niños trastabilló en el borde de una rampa resbaladiza y cayó al suelo. Se puso a llorar, sujetándose el brazo, que parecía roto, o cuanto menos muy magullado. Para tenerlos controlados, Uxtal les había marcado un pequeño número en la muñeca izquierda. Aquel era el número 5. Aunque el crío lloriqueaba, sus hermanos gemelos no le hicieron caso.

Uxtal dijo a dos de sus ayudantes de laboratorio que abrieran el campo de fuerza para poder entrar. Le disgustaba e impacientaba tener que dispensarles asistencia médica innecesariamente; quizá sería más fácil controlarlos si se limitaba a tenerlos atados a unas mesas, como sus predecesores donantes de esperma.

La vieja Ingva estaba allí, como siempre, vigilando, mirando de reojo, haciendo sentir su presencia amenazadora en silencio. Uxtal intentó concentrarse en sus obligaciones más inmediatas. Se arrodilló y trató de examinar el brazo del número 5 para ver si era grave. El Waff se apartó bruscamente y no dejó que se acercara.

De pronto, los otros siete Waffs formaron un círculo alrededor del investigador. Cuando se acercaron, Uxtal pudo oler su aliento agrio. Algo no iba bien.

—¡Apartaos! —ladró tratando de intimidarlos. Lo rodeaban por todos lados, y tuvo la inquietante sensación de que le habían engañado para que entrara.

Los ocho Waffs se abalanzaron sobre él enseñando sus dientes afilados, mordieron y arañaron su piel y sus ropas. Él se debatía, dando golpes, pidiendo ayuda a gritos a sus ayudantes, tratando de quitarse de encima a los pequeños gholas. No eran más que críos, y sin embargo habían formado un grupo mortífero. ¿Actuarían en grupo como las abejas en un panal, como hacían los Danzarines Rostro? Incluso el niño que supuestamente estaba herido se metió en la refriega, porque lo del «brazo herido» no había sido más que una treta.

Afortunadamente, los Waffs aún no eran fuertes, y pronto estuvieron todos por los suelos. Los inquietos ayudantes de laboratorio ayudaron a Uxtal a mantenerlos a raya mientras lo sacaban del interior del campo.

Uxtal trató de recuperar la compostura y miró a su alrededor buscando a quién culpar, sudando, con la respiración agitada. Sus heridas eran poco importantes, apenas unos rasguños y moretones, pero le asustaba pensar que le habían cogido por sorpresa.

De nuevo en su corralito, los gholas idénticos se pusieron a corretear frenéticamente de frustración. Finalmente, guardaron silencio y se fueron a diferentes partes del recinto a jugar, como si nada hubiera pasado.

—Los hombres deben hacer el trabajo de Dios —se recordó Uxtal a sí mismo, pensando en el catecismo de la Gran Creencia. La próxima vez iría con más cuidado con esos pequeños monstruos.