Cuando tienes suficientes abejas trabajando para ti, el día transcurre envuelto en un delicioso zumbido.
BARÓN VLADIMIR HARKONNEN, el original
En un fuerte estado de agitación, el niño de doce años miraba a un prado prístino de flores coloridas. Una cascada se precipitaba bulliciosamente sobre las rocas y formaba una laguna azul y helada. Ver tanto de eso que llamaban «belleza» le resultaba doloroso e inquietante. En el aire no había olores industriales y químicos. No soportaba respirar aquella cosa.
Para romper la monotonía y consumir parte de su energía, el joven Vladimir Harkonnen había salido a dar un largo paseo, a kilómetros del complejo donde le habían condenado a vivir en el planeta de Dan. Caladan, se recordó a sí mismo. La abreviatura le ofendía. Había leído la historia, había visto las imágenes de sí mismo cuando era un barón viejo y gordo.
Ya llevaba tres años exiliado allí, y añoraba los laboratorios de Tleilax, a la madre superiora Hellica e incluso el olor de los excrementos de los sligs. El chico estaba atrapado allí, bajo la tutela y adiestramiento de aquellos Danzarines Rostro tan sosos, y estaba impaciente por hacer algo grande. Después de todo, su figura era importante para el plan… fuera cual fuese.
Poco después de que lo enviaran a Caladan por el trivial delito de sabotear el tanque axlotl donde estaba el ghola de Paul Atreides, el bebé nació en Bandalong… sano y salvo, a pesar de los esfuerzos de Vladimir. Khrone apartó al pequeño Atreides de Uxtal y lo llevó a Caladan para instruirle y tenerlo bajo observación. Por lo visto los Danzarines Rostro tenían una misión vital para el Atreides, y necesitaban la ayuda de un Harkonnen.
El niño, al que llamaban Paolo para distinguirlo de su doble histórico, ya tenía tres años. Los Danzarines Rostro tenían mucho cuidado de tenerlo en un recinto separado, «a salvo» de Vladimir, que estaba impaciente por que pudieran… jugar juntos.
En tiempos pasados, Caladan había sido un mundo de sencillos pescadores, vinateros y granjeros. Con su inmenso océano, había demasiada agua y demasiada poca tierra para desarrollar grandes industrias. En la actualidad, la mayoría de pueblecitos habían desaparecido, y la población local no era más que un porcentaje muy pequeño de lo que fue. La Dispersión había roto muchos de los hilos que unían las civilizaciones intergalácticas y, dado que Caladan tenía tan pocas cosas de interés comercial, nadie se había molestado en volver a incluirla en el conjunto.
Vladimir había investigado a conciencia en el castillo reconstruido. De acuerdo con la historia escrita, la casa Atreides había gobernado aquel lugar «con mano firme pero benevolente», pero él sabía que no hay que tragarse la propaganda. La historia siempre lava la realidad y el tiempo distorsiona incluso los sucesos más dramáticos. Evidentemente, los archivos locales habían sido embellecidos con comentarios elogiosos del duque Leto.
Los Atreides y los Harkonnen eran enemigos mortales, y él sabía perfectamente que era su familia la que había tenido una actuación heroica. Cuando recuperara sus recuerdos, podría recordar aquellas cosas por sí mismo. Quería volver a sentir aquellos hechos con un realismo visceral. Quería saber hasta qué punto los Atreides eran traicioneros y los Harkonnen valerosos. Quería sentir la adrenalina de vivir una victoria real y probar la sangre del enemigo en sus dedos. Quería recuperar sus recuerdos ¡ya! No soportaba tener que esperar tanto para que le devolvieran los recuerdos de su antigua vida.
Solo en el prado, se puso a jugar con una pistola infernal que había encontrado en el castillo. Aquel entorno natural tan exuberante de los cabos le desagradaba. Quería que las máquinas lo cubrieran y lo pavimentaran. ¡Que abrieran paso a la verdadera civilización! Las únicas plantas que quería ver aparecer allí eran las de las fábricas. No soportaba ver tanta agua cristalina por todas partes; él quería que los productos químicos la enturbiaran y le dieran un olor sulfuroso.
Con una sonrisa diabólica, Vladimir activó la pistola y vio que el cañón se ponía de color anaranjado. Tocó el botón amarillo para activar el quemador del primer estadio y vio la fina capa de partículas incendiarias extenderse sobre el prado como semillas de destrucción. Tras desplazarse a una zona segura entre las rocas, tocó el botón rojo de la segunda fase y el cañón del arma vomitó una llamarada. Las partículas inflamables se encendieron y transformaron el prado en una conflagración.
¡Qué bonito!
Con una perversa felicidad, el niño se desplazó a un lugar más elevado para ver cómo las llamas ardían y chisporroteaban, enviando humo y chispas a cientos de metros de altura. En el otro lado del prado, el fuego lamía la superficie de roca, como si buscara una presa. Ardía con tanta intensidad que el calor agrietó la misma piedra e hizo que grandes fragmentos cayeran a la pacífica laguna en una ruidosa cascada.
—¡Mucho mejor!
El ambicioso joven había visto las imágenes holográficas de Gammu y las había comparado con imágenes de los tiempos en que se llamaba Giedi Prime y estaba bajo el dominio de los Harkonnen. Con los siglos, su hogar ancestral había degenerado a un estado primitivo y agrícola. Los signos de civilización, tan duramente conseguidos, habían quedado en algo sórdido y blando.
Mientras sentía el purificador olor del fuego y el humo en sus fosas nasales, deseó tener pistolas infernales más potentes y material pesado para cambiar la fisonomía de aquel lugar. Con el tiempo, con las herramientas y la fuerza de trabajo adecuados, podía convertir aquel planeta atrasado de Caladan en un lugar civilizado.
En el proceso, incendiaría vastas extensiones de verdes paisajes, para dejar sitio a nuevas fábricas, pistas de aterrizaje, minas a cielo abierto y plantas de procesamiento de metales. Las montañas que veía a lo lejos también eran feas, con sus cimas blancas. Le habría gustado allanar todo el terreno con poderosos explosivos y cubrirlo de fábricas que produjeran bienes para la exportación. ¡Con beneficios! Vaya, eso sí que devolvería Caladan al mapa galáctico.
Evidentemente, no destruiría los ecosistemas totalmente como habían hecho las Honoradas Matres con sus quemadores de planetas. En zonas remotas, poco aptas para la industria, dejaría la suficiente vegetación para mantener el nivel de oxígeno. Y los mares proporcionarían pescado y algas para alimentar a la población, porque importarlo todo de otros planetas sería excesivamente caro.
Tal como estaba, Caladan se estaba desaprovechando. Qué poco adorno veía allí… pero qué bonito podía ser con un poco de esfuerzo. Con bastante esfuerzo, en realidad. Pero valdría la pena… esculpir el planeta natal de sus enemigos mortales —la casa Atreides— según su propia visión. La visión de un Harkonnen.
Aquellas sensaciones y fantasías hicieron que se sintiera mucho, mucho mejor. Vladimir se preguntó si sus recuerdos ya estarían listos para regresar, poco a poco. Esperaba que sí.
Oyó ruido de piedras a su espalda y se volvió.
—Te he estado observando —dijo Khrone— y me alegra comprobar que tu pensamiento discurre por el camino adecuado, como el antiguo barón Harkonnen. Necesitarás algunas de estas técnicas cuando pongamos al joven Paolo a tu cargo.
—¿Cuándo podré jugar con él?
—Tu supervivencia depende de ciertos factores. Debes entender una cosa: ayudarnos con el ghola de Paul Atreides es el objetivo más importante de tu vida. Él es la clave para nuestros numerosos planes, y tu supervivencia depende de lo bien que lo haga.
Vladimir esbozó una sonrisa feroz.
—Es mi destino estar junto a Paolo y triunfar con él. —Besó al Danzarín Rostro en la boca, con desapasionamiento, y Khrone lo apartó.
Por dentro, Vladimir no sonreía. Incluso en aquella extraña representación de su vida, seguía sintiendo la necesidad de estrangular al ghola de Atreides.