No vemos la mandíbula del cazador cerrándose sobre nosotros hasta que los colmillos hacen brotar la sangre.
DUNCAN IDAHO, Un millar de vidas
Duncan tocó las almohadillas táctiles de la consola de mando para alterar ligeramente el rumbo del Ítaca por el vacío del espacio.
Sin mapas ni registros, no tenía forma de saber si algún humano había llegado tan lejos en la Dispersión. No importaba. Durante catorce años habían viajado a ciegas, sin un destino concreto. Para reducir el riesgo de accidentes, Duncan rara vez activaba los motores Holtzman.
Al menos los había mantenido a salvo. Algunos de los pasajeros —sobre todo Garimi y su facción, así como la gente del rabino— estaban cada vez más inquietos. Ya habían nacido docenas de niños, y las supervisoras Bene Gesserit se encargaban de criarlos en secciones aisladas de la nave. Todos querían un hogar.
—¡No podemos seguir huyendo para siempre! —había dicho Garimi durante una de sus recientes reuniones.
Sí podemos. Y quizá tendremos que hacerlo. Aquella nave gigante y autosuficiente solo necesitaba repostar una o dos veces cada siglo, puesto que extraía casi todo lo que necesitaba del mar enrarecido de moléculas del espacio.
La no-nave llevaba años navegando, sin dar ningún salto por el tejido espacial. Duncan los había llevado más allá de los límites imaginables para quienes habían cartografiado el paisaje espacial. No solo había evitado al Enemigo, también había huido del Oráculo del Tiempo, pues nunca sabía en quién confiar.
En todo ese tiempo, no había visto señal de la red titilante, pero le inquietaba pasar demasiado tiempo en una misma zona. ¿Por qué nos buscan el anciano y la anciana con tanto afán? ¿Es a mí a quien buscan? ¿Es la nave? ¿O alguna otra persona de a bordo?
Mientras esperaba, sus pensamientos empezaron a vagar con la nave y sintió que sus vidas se superponían, sus muchas vidas. La fusión de carne y conciencia, el flujo de experiencia e imaginación, las grandes enseñanzas y los acontecimientos épicos que había vivido. Buscó en sus incontables vidas, remontándose hasta su infancia original en Giedi Prime, bajo la tiranía Harkonnen, y luego hasta Caladan, donde fue leal maestro de armas de la casa Atreides. Dio su primera vida por salvar a Paul Atreides y dama Jessica. Luego los tleilaxu lo recuperaron como ghola con el nombre de Hayt, y sus encarnaciones posteriores sirvieron al caprichoso Dios Emperador. Tanto dolor, tantas alegrías…
Él, Duncan Idaho, había estado presente en muchos momentos críticos de la historia, la caída del Imperio Antiguo y el advenimiento de Muad’Dib, el largo mandato y la muerte del Dios Emperador… y mucho más. Y en todo momento, la historia no había dejado de destilar acontecimientos, de procesarlos y cribarlos a través de los sucesivos Duncan, de renovarlos.
En un pasado lejano, amó a la hermosa Alia, a pesar de su carácter extraño. Siglos más tarde, amó profundamente a Siona, aunque era evidente que el Dios Emperador los juntó a propósito. En sus múltiples vidas-ghola había amado a muchas mujeres exóticas y hermosas.
Entonces, ¿por qué le costaba tanto olvidar a Murbella? No podía romper el vínculo debilitador que le unía a ella.
Aquella semana había dormido muy poco, porque cada vez que se metía en la cama y se agarraba a la almohada no podía dejar de pensar en ella y sentir su ausencia. Después de tantos años… ¿por qué no disminuían el dolor y aquel anhelo adictivo?
Inquieto, deseando poner una mayor distancia entre él y el canto de sirena de Murbella, borró las coordenadas de navegación que la nave tenía en aquellos momentos y utilizó su intuición temeraria (o despiadada) para saltar aleatoriamente por el tejido espacial.
Cuando llegaron a una nueva sección no cartografiada del espacio, Duncan dejó que su mente flotara en un estado de amnesia más profundo que el trance de un mentat. Aunque no quería admitirlo, estaba buscando indicios de la presencia de Murbella, aunque sabía que no podía estar allí.
Obsesión.
Duncan no podía concentrarse, y sus ensoñaciones le pusieron a merced de la red delicada pero mortífera que había empezado a formarse alrededor de la no-nave sin que él se diera cuenta.
— o O o —
Teg llegó al puente de navegación y vio a Duncan ante los controles, sumido en sus pensamientos, como solía, sobre todo últimamente.
Su mirada se fue a los módulos de control, la pantalla panorámica, el rumbo que había seguido la nave. Estudió los patrones en la consola, luego contempló los patrones en el vacío. Pero incluso sin los sensores y las pantallas, él podía percibir el volumen de espacio vacío que los rodeaba. Un nuevo vacío, una región sin estrellas distinta de la que acababan de dejar.
Duncan había saltado de forma implacable por el tejido espacial. Pero la naturaleza de lo aleatorio era tal que la nueva localización podía estar muy cerca del Enemigo o muy lejos.
Algo inquietaba a Teg. Sus capacidades de Atreides le permitían concentrarse en ciertas anomalías y discernir cosas que no estaban. Duncan no era el único que veía cosas extrañas.
—¿Dónde estamos?
Duncan contestó con un enigma.
—¿Quién puede saber dónde estamos? —Y de golpe salió del trance, y exclamó—. ¡Miles! La red… se está cerrando a nuestro alrededor, como una soga.
Duncan no había lanzado la nave a una región yerma y segura, sino directa al Enemigo. Como arañas hambrientas que reaccionan ante una vibración inesperada en su tela, el anciano y la anciana los estaban rodeando.
Ya alerta a causa de su premonición, Teg reaccionó con un arranque de velocidad, sin pensar. Su cuerpo entró en modo overdrive, sus reflejos se activaron, sus actos se aceleraron a unas velocidades indefinibles. Moviéndose con un metabolismo que ningún cuerpo humano podía aguantar, se hizo con los mandos de navegación. Sus manos se movían en un revoltijo. Su mente corría de un sistema a otro y volvió a activar los motores Holtzman cuando aún se estaban recargando. Inconmensurablemente despierto y rápido, como una parte más de la nave… les hizo dar un nuevo y alarmante salto por el tejido espacial.
Podía intuir la red, los hilos racionales que intentaban atraparlos en un último intento, pero Teg liberó la nave, la hizo saltar por uno de los pliegues del espacio y desgarró la red. Saltaron a un lugar, y luego a otro, alejando la nave de la trampa. Atrás intuía dolor, graves daños a la red y quienes la habían arrojado, y luego indignación por haber vuelto a perder a la presa.
Teg volaba por el puente, haciendo ajustes, enviando órdenes, moviéndose con una rapidez tal que nadie —ni siquiera Duncan— sabría que estaba reparando el error del otro. Finalmente, volvió a velocidad normal, agotado, hambriento.
Asombrado por lo que Teg había hecho en menos de un segundo, Duncan meneó la cabeza para apartar de ella el pozo negro de los recuerdos de Murbella.
—¿Qué acabas de hacer, Miles?
Derrumbado ante una consola secundaria, el Bashar dedicó a Duncan una sonrisa misteriosa.
—Solo lo que era necesario. Estamos fuera de peligro.