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Nuestro eterno vagar es una metáfora de toda la historia humana. Los que participan en los grandes acontecimientos no ven su lugar en el esquema general. Sin embargo, que no lo veamos, no significa que no esté ahí.

REVERENDA MADRE SHEEANA, diarios de navegación del Ítaca

Sheeana volvió a caminar por la arena. Sus dedos desnudos se hundían en aquel polvo granuloso y suave. La atmósfera cerrada tenía el olor quebradizo de la piedra y el fecundo aroma a canela de la melange fresca.

Aún no había olvidado la extraña visión de las Otras Memorias en la que habló con la sayyadina Ramallo y recibió la críptica advertencia sobre los gholas. «Cuidado con lo que creas». Sheeana se tomó la advertencia en serio; como Reverenda Madre, no podía hacer otra cosa.

Pero actuar con cautela no era lo mismo que detener completamente el proyecto. ¿Qué había querido decirle Ramallo? Aunque había buscado y buscado en su mente, no había vuelto a encontrar a la antigua sayyadina fremen. El clamor de voces era demasiado fuerte. Sin embargo, sí encontró la voz más antigua de Serena Butler. La legendaria líder de la Yihad le ofrecía sabios consejos.

En el interior de la cámara de carga, de un kilómetro de largo, Sheeana avanzó con dificultad por las arenas removidas, sin molestarse en utilizar el cuidadoso paso aleatorio de los fremen de Dune. Los gusanos cautivos sabían instintivamente que había entrado en sus dominios, y ella intuía que venían.

Mientras esperaba que cargaran contra ella entre las dunas, Sheeana se tumbó sobre la arena. No llevaba un destiltraje como cuando era pequeña. Sus brazos y sus piernas estaban desnudos. Libre. Notaba los granos de arena contra su piel. El polvo se pegaba al sudor de sus poros. Arropada de aquella forma por la arena, se imaginó cómo sería ser un gusano en un desierto y poder sumergirse bajo la superficie como un gran pez en un gran mar árido.

Cuando los tres primeros gusanos se acercaban, se puso de pie. Cogió la canasta vacía para recoger especia de donde la había dejado e hizo frente a las sinuosas criaturas. Estas extendieron sus cabezas redondas, con la boca llena de relucientes dientes de cristal y pequeños puntos de llama avivados por el horno de la fricción interna.

Los gusanos originales de Arrakis eran agresivos y territoriales. Cuando el Dios Emperador volvió «a las arenas», cada uno de los nuevos gusanos que engendró llevaba en sí una perla de su conciencia, y podían actuar en colaboración cuando lo deseaban.

Ella ladeó la cabeza y levantó la canasta sellada para mostrársela.

—He venido a recoger especia, Shaitán. —En el pasado, los curas de Rakis quedaron horrorizados al oírla hablar de esa forma a su Dios Dividido.

Sheeana caminó sin miedo entre los cuerpos segmentados, como si no fueran más que altos árboles. Ella y los gusanos siempre se habían entendido. Muy pocos en la no-nave se atrevían a entrar en la cubierta de carga ahora que los gusanos se habían hecho tan grandes. Sheeana era la única que podía recoger la especia de la arena, parte de la cual se agregaba a los suministros de melange que se creaban en los tanques axlotl de la nave.

Olfateó el aire y siguió el olor hasta un nuevo afloramiento de canela. En otro tiempo, los niños de su aldea también hacían aquello. Los restos de melange que el viento esparcía por las dunas les ayudaban a comprar provisiones y herramientas. Y ahora aquel estilo de vida había desaparecido, junto con Rakis…

En su cabeza, la voz fascinante y antigua de Serena Butler llegó una vez más de las profundidades de sus Otras Memorias. Sheeana llevó la conversación en voz alta.

—Dime una cosa: ¿cómo es posible que Serena Butler esté entre mis ancestros?

Si escarbas lo bastante, yo estoy aquí. Ancestro tras ancestro, generación tras generación…

Sheeana no se dejó convencer tan fácilmente.

—Pero el único hijo de Serena fue asesinado por las máquinas pensantes. Eso fue el desencadenante de la Yihad. ¿Cómo puedes estar en mis Otras Memorias, por mucho que me remonte en el tiempo?

Levantó la vista a las extrañas figuras de los gusanos, como si pensara que en ellas iba a encontrar el rostro de la mártir.

Porque, dijo Serena, lo estoy. La voz ancestral no dijo más, y Sheeana supo que no tendría una respuesta más explícita.

Sheeana pasó rozando al gusano más cercano y acarició uno de los segmentos duros y costrosos. Intuía que ellos también soñaban con la libertad, que anhelaban un paisaje abierto donde poder sumergirse, donde poder reclamar un territorio y luchar por la dominación y propagarse.

Día a día, Sheeana los estudiaba desde la cámara de observación. Veía a los gusanos dando vueltas por la cámara, tanteando sus límites, conscientes de que debían esperar… ¡esperar! Igual que los futar que andaban arriba y abajo por su arboreto, o las refugiadas Bene Gesserit, o los judíos, Duncan Idaho, Miles Teg y los niños-ghola. Todos estaban atrapados allí, en aquella odisea. Tenía que haber un lugar seguro a donde ir.

Cuando encontró un tramo de arena de color óxido, se agachó para empujar la melange con un cepillo a su cesto impermeable. Los gusanos solo producían pequeñas cantidades, pero era fresca, la auténtica, y Sheeana guardaba la mayor parte para su uso personal.

La especia que producían los tanques axlotl era químicamente idéntica, pero ella prefería aquella conexión más íntima con los gusanos, aunque solo fuera en su imaginación. ¿Igual que Serena Butler? ¿O la sayyadina Ramallo?

Los gusanos pasaron de largo y empezaron a introducirse con sus grandes cuerpos entre la arena. Sheeana se inclinó para coger más especia.

— o O o —

En el centro médico —¡cámara de tortura, más bien!— el rabino se arrodilló junto a la obscena figura femenina y rezó, como hacía con frecuencia.

—Que nuestro Dios de antiguo te bendiga y te perdone, Rebecca. —Aunque cerebralmente estaba muerta y su cuerpo ya no se parecía al de la mujer que había conocido, el rabino seguía llamándola por su nombre. Rebecca le había dicho que estaría soñando, en compañía del millar de vidas que llevaba consigo. ¿Sería cierto? A pesar de lo que veía y olía en aquella cámara de los horrores, la seguiría recordando y la honraría.

¡Diez años como tanque!

—Madre de monstruos. ¿Por qué permitiste que te hicieran esto, hija? —Y ahora que el proyecto de los ghola estaba paralizado, su cuerpo ya ni siquiera servía para lo que se había sacrificado. Qué terrible.

Su abdomen desnudo, adornado con tubos y monitores, ya no estaba hinchado, aunque el rabino la había visto en varios embarazos tan antinaturales que el mismísimo Dios habría apartado los ojos. Rebecca y las otras dos Bene Gesserit que se ofrecieron voluntarias yacían en lechos estériles. ¡Tanques axlotl! Incluso la palabra sonaba antinatural, ajena a lo humano…

Durante años, aquellos «tanques» habían producido gholas; ahora se limitaban a secretar precursores químicos que se procesaban para convertirse en melange. Sus cuerpos no eran más que una fábrica detestable. Y se las mantenía con vida mediante un suministro continuo de fluidos, nutrientes y catalizadores.

—¿Hay realmente algo que valga un precio tan alto? —susurró el rabino, sin saber muy bien si estaba rogando al Todopoderoso en oración o le estaba preguntando a Rebecca. En cualquier caso, no hubo respuesta.

Con un estremecimiento, dejó que sus dedos rozaran el vientre de Rebecca. Las doctoras Bene Gesserit le regañaban con frecuencia, le decían que no tocara «el tanque». Pero, por más que despreciara lo que Rebecca se había hecho a sí misma, jamás le habría hecho daño.

Y había acabado por aceptar que ya no podía salvarla.

El rabino había pasado a ver a los niños-ghola. Parecían inocentes, pero a él no le engañaban. Sabía muy bien para qué habían nacido aquellos bebés genéticamente tan viejos, y no quería tener nada que ver con algo tan insidioso.

En medio del zumbido de la sala médica, oyó que alguien llegaba y al levantar la vista vio a un hombre con barba. Jacob, discreto, inteligente y competente, que velaba por el rabino, igual que hizo Rebecca en su momento.

—Sabía que le encontraría aquí, rabino. —Su expresión era grave y severa… la que él mismo habría utilizado ante un comportamiento que desaprobaba—. Le hemos estado esperando. Ya es la hora.

El rabino miró el cronómetro y se dio cuenta de que era muy tarde. Según sus cálculos y los hábitos que seguían, estaban a la puesta de sol del viernes, la hora de inicio de las veinticuatro horas del sabbat. Diría sus oraciones en la sinagoga improvisada; leería el Salmo 29 del texto original (no la versión corrompida de la Biblia Católica Naranja) y luego su pequeño grupo cantaría.

Estaba tan concentrado en sus oraciones, debatiéndose con su conciencia, que había perdido la noción del tiempo.

—Sí, Jacob. Ya voy. Lo siento.

Jacob lo cogió del brazo y le ayudó a caminar, aunque no necesitaba ayuda. Y se inclinó para enjugar unas lágrimas que de pronto empezaron a caer por las mejillas del anciano.

—Está llorando, rabino.

El anciano se volvió a mirar a aquella mujer que había estado tan llena de vida. Rebecca. Se detuvo por un largo momento, y luego dejó que su compañero se lo llevara.