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En solo un instante, un amigo se puede convertir en competidor o en un peligroso enemigo. Es esencial analizar las probabilidades en todo momento, para evitar que nos cojan por sorpresa.

DUNCAN IDAHO, observación de mentat

Agitado, con sus gafas puestas, el rabino andaba a toda prisa por el corredor con un rollo bajo el brazo, musitando:

—¿Cuántos más crearéis? —Había reforzado sus argumentos reuniendo pruebas en los escritos talmúdicos, pero las Bene Gesserit no estaban impresionadas. Podían contestarle citando otras tantas profecías oscuras y confundirle con un misticismo tan antiguo como el suyo.

Duncan Idaho se cruzó con él, pero el rabino estaba demasiado preocupado y no se dio cuenta. Con los años, su presencia en el corredor exterior del centro médico y la guardería de gholas se había convertido en algo habitual. Varias veces a la semana el rabino visitaba los tanques axlotl, rezaba por la mujer que él había conocido como Rebecca y echaba un vistazo a aquel grupo de extrañas criaturas que habían sido incubadas en los tanques. Aunque era inofensivo, el pobre hombre parecía aislado, y se aferraba a una realidad que solo existía en su mente y su sentimiento de culpa. Aun así, Duncan y los otros trataban de mostrarle el respeto que merecía.

Cuando el rabino se fue, Duncan también estuvo observando cómo los niños-ghola interactuaban entre ellos como niños normales, extraordinariamente brillantes, pero ajenos a sus personalidades previas. El maestro tleilaxu Scytale mantenía a su ghola separado de los otros niños, pero los ocho gholas históricos, con edades que iban de uno a ocho años, se criaban juntos. Todos eran equivalentes celulares perfectos.

Duncan era el único que los recordaba como fueron realmente. Paul Atreides, dama Jessica, Thufir Hawat, Chani, Stilgar, Liet-Kynes, el doctor Yueh y el bebé Leto II. Ahora no eran más que niños, dulces e inocentes, un grupo poco ortodoxo con distintas edades. En aquellos momentos, en una de las salas, Paul y su madre, que curiosamente era más joven, estaban jugando juntos, posicionando soldados de juguete y armamento en torno a un castillo.

Paul, que era el mayor de los gholas, era tranquilo, inteligente y curioso. Era exactamente igual que las imágenes de archivo de las Bene Gesserit de sus primeros años de vida en el castillo de Caladan. Duncan le recordaba bien.

La decisión de que dama Jessica fuera el siguiente había suscitado debate en la no-nave. En su primera vida, dama Jessica había arrojado los cuidadosos planes reproductores de la Hermandad a un torbellino. Había tomado decisiones impetuosas basándose en su conciencia y su corazón, y obligó con ello a la Hermandad a revisar un sistema con siglos de antigüedad. Entre las seguidoras de Sheeana algunas pensaban que el consejo y la experiencia de Jessica podía ser muy útil; otras disentían… de forma contundente.

A continuación, Teg y Duncan defendieron enérgicamente el regreso de Thufir Hawat, porque el guerrero-mentat podía ayudarles en una situación crítica de combate. También querían al duque Leto Atreides, otro gran líder, aunque en un primer momento hubo problemas con el material celular.

La amada de Muad’Dib, Chani, fue otra de las primeras escogidas, aunque solo fuera como mecanismo de control, por si el kwisatz haderach daba muestras de convertirse en lo que todos temían. Pero sabían muy poco sobre la joven original. Fue hija de un fremen; por tanto en los registros Bene Gesserit no se conservaba ningún dato sobre la primera parte de su vida, y buena parte de su pasado era un misterio. La información fragmentaria que tenían procedía de su relación con Paul y del hecho de que fuera hija de Liet-Kynes, el planetólogo visionario que había arengado a las gentes de Dune para que convirtieran su mundo desértico en un jardín.

Sí, Liet-Kynes también estaba allí, y era dos años más joven que su hija… Debemos olvidar la imagen que tenemos de la familia, pensó Duncan. Los detalles de la edad y el linaje no eran más extraños que la existencia misma de los niños.

El comité Bene Gesserit había decidido recuperar a Kynes por sus dotes para pensar a largo plazo, para planificar a gran escala. Por razones similares, un año más tarde recuperaron al gran líder fremen Stilgar.

Allí también estaba el ghola de Wellington Yueh, el gran traidor que provocó la caída de la casa Atreides y la muerte del duque Leto.

La historia denostaba a Yueh, por eso Duncan no entendía los motivos de la Hermandad para resucitarlo. ¿Por qué Yueh y no, por ejemplo, Gurney Halleck? Quizá las Bene Gesserit lo consideraban un experimento interesante, nada más.

Hay tantas figuras históricas aquí, pensó Duncan. Incluido yo.

Levantó la vista a un panel de pantallas de vigilancia que había muy altas en las paredes. La guardería, el centro médico, las salas de biblioteca y la sala de juegos… todas quedaban controladas por las cámaras. Mientras observaba, Duncan vio que los gholas reparaban en él, uno a uno. Lo miraron con ojos de adulto en sus cuerpos de niños, y luego siguieron jugando, inventando, experimentando con los juguetes.

Aunque las actividades parecían perfectamente normales, un grupo de supervisoras tomaba nota diligentemente de cada interacción, de cada juguete que escogían, de cada pelea. Se fijaban en las preferencias en colores, en las amistades que hacían, y analizaban los resultados buscando posibles significados.

El bashar Miles Teg, otra leyenda reencarnada, entró en la cámara. Le sacaba a Duncan media cabeza, y vestía pantalón negro y camisa blanca, con la insignia dorada en el cuello, el símbolo de su rango pasado como Bashar.

—Nunca me acostumbraré a verles así, Miles. Es como si hubiéramos jugado a ser Dios al elegir a quiénes resucitábamos y a quiénes manteníamos bajo llave celular.

—Algunas decisiones eran obvias. Aunque las células estaban ahí, es evidente que no queremos a otro barón Harkonnen, a otro conde Fenring o a Piter de Vries. —Frunció el ceño con desaprobación al ver que el bebé de Leto II, con su pelo negro, lloraba porque había perdido un gusano de arena de juguete ante Liet-Kynes, de tres años.

—Yo amaba al pequeño Leto y su hermana Ghanima —dijo Duncan— cuando eran gemelos huérfanos. Y, como Dios Emperador, Leto me mató una y otra vez. A veces, cuando ese pequeño ghola me mira, tengo la sensación de que ya tiene los recuerdos del Tirano. —­Meneó la cabeza.

—Algunas de las hermanas más conservadoras —dijo Teg— piensan que hemos creado un monstruo. —Leto II, aunque era más pequeño que Kynes, peleó con fiereza por su juguete—. Su muerte provocó la Dispersión, la Hambruna… y ahora, por causa de aquella gran y despiadada diáspora, hemos provocado que un Enemigo venga a por nosotros. ¿Es este realmente un fin aceptable para su Senda de Oro?

Duncan arqueó las cejas y dijo pensativo, de mentat a mentat:

—¿Quién puede decir si la Senda de Oro ha llegado a su fin? Incluso después de tanto tiempo, quizá todo esto sea parte del plan de Leto. No subestimes su presciencia.

En tanto que gholas, él y Teg habían asumido buena parte de la responsabilidad del proyecto. Los verdaderos problemas aún tardarían años en aparecer, cuando los niños alcanzaran un nivel de madurez suficiente para despertar sus recuerdos. En lugar de ocultarles la información, Duncan insistía en que tuvieran libre acceso a los datos sobre sus vidas previas, con la esperanza de que eso les ayudaría a convertirse en armas útiles más deprisa.

Aquellos niños eran como espadas de doble filo. En ellos podía estar la clave para salvar a la no-nave de futuras crisis, o quizá ellos serían quienes provocaran los problemas. Eran más que seres de carne y hueso, más que personalidades individuales. Representaban un sorprendente despliegue de talentos en potencia.

Como si acabara de tomar una importante decisión, Teg entró en la sala, separó a los dos niños y buscó otros juguetes para tenerlos contentos. Duncan seguía mirando, y pensó en todas las veces que él mismo había tratado de asesinar al Dios Emperador y cuántas veces Leto II lo había devuelto a la vida en forma de ghola. Si hay alguien capaz de encontrar la forma de vivir para siempre, ese es él.