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No es cobardía ni paranoia saltar sobre las sombras cuando existe una amenaza real.

MADRE COMANDANTE MURBELLA, diarios privados

La enorme nave sin identificar apareció en mitad del espacio muy lejos del sistema de Casa Capitular. Se quedó allí, escaneando con cautela antes de acercarse más. Con la ayuda de sus sensores de largo alcance, una nave de la Cofradía que se dirigía a Casa Capitular detectó su presencia más allá de cualquier órbita planetaria, una extraña nave que acechaba donde no debía.

Siempre preocupada por el Enemigo, sin saber cuándo ni cómo podían producirse los primeros ataques, la madre comandante envió a dos hermanas en una veloz nave de reconocimiento a investigar. Las mujeres se aproximaron con tiento, dejando muy claro que su intención no era hostil.

La extraña nave abrió fuego y destruyó a la nave exploradora en cuanto la tuvo a tiro. En la última transmisión, la piloto dijo: «Es una especie de nave de guerra. Parece como si hubiera pasado por un infierno, presenta importantes daños…». El mensaje se cortó y solo quedó la estática.

Con un ánimo sombrío, Murbella reunió a sus comandantes para responder de forma inmediata y contundente. Nadie conocía la identidad ni el armamento con que contaba el intruso, si era el largamente esperado Enemigo Exterior o se trataba de algún otro poder. Pero era una amenaza concreta.

Muchas de las antiguas Honoradas Matres, incluida Doria, se morían por entrar en combate desde el final de la batalla de Conexión, hacía cuatro años. La violencia burbujeaba en su interior, y sentían que sus capacidades para la guerra se estaban oxidando. Ahora tendrían la oportunidad de desfogarse.

En cuestión de horas, veinte naves de ataque —que formaban parte de la marina de Casa Capitular desde los días del bashar Miles Teg— aceleraron y salieron del sistema. Murbella las dirigía, a pesar de las quejas de algunas de sus consejeras Bene Gesserit más tímidas, que no querían que se arriesgara. Ella era la madre comandante e iría al frente de la misión. Era su estilo.

Mientras las naves de la Nueva Hermandad se aproximaban, Murbella estudió las imágenes que iban apareciendo en sus pantallas, y reparó en las marcas oscuras que señalaban el casco del intruso, las brillantes emisiones de energía que escapaban de los motores dañados, los enormes boquetes abiertos por las detonaciones, por donde la atmósfera se filtraba al espacio.

—Es una nave siniestrada —transmitió la bashar Wikki Aztin.

—Pero muy mortífera —señaló una ayudante—. Aún puede disparar.

Como un predador herido, pensó Murbella. Era una nave grande, mucho más que sus naves de combate. Al analizar los escáneres, reconoció parte del diseño, así como el sigilo de batalla del casco dañado por el calor.

—Es una nave de las Honoradas Matres, pero no pertenece a ninguno de los grupos asimilados.

—¿Alguno de los enclaves rebeldes, entonces?

—No… esta nave procede de más allá de los límites de la Dispersión —transmitió—. De mucho más allá.

A lo largo de las décadas, una gran cantidad de Honoradas Matres habían entrado en el Imperio Antiguo como plaga de langosta, pero su número era mucho mayor en los mundos lejanos. Las Honoradas Matres se organizaban en células independientes y aisladas de otros grupos, no solo como forma de protegerse, sino por una xenofobia natural.

Al parecer, la extraña nave había ido a parar a aquella sección del espacio por casualidad. A juzgar por su aspecto, estaba demasiado dañada para llegar a su destino. ¿Casa Capitular? ¿O quería llegar simplemente a algún planeta habitable?

—Permaneced fuera de su campo de fuego —advirtió a sus comandantes, y luego ajustó su sistema de comunicaciones—. ¡Honoradas Matres! Soy Murbella, la legítima Gran Honorada Matre, puesto que asesiné a mi predecesora. No somos vuestro enemigo, pero no reconocemos vuestra nave ni sus distintivos. Habéis destruido a nuestras naves de reconocimiento innecesariamente. Si volvéis a dispararnos será con gran riesgo para vosotras.

El silencio y la estática fueron la única respuesta.

—Vamos a abordaros. Lo ordeno en calidad de Gran Honorada Matre. —Hizo avanzar a sus naves, aunque seguía sin recibir respuesta.

Finalmente, una mujer ojerosa y de aspecto severo apareció en la pantalla de comunicaciones, con una expresión afilada como cristal roto.

—Muy bien, Honorada Matre. No abriremos fuego… todavía.

Gran Honorada Matre —la corrigió Murbella.

—Eso aún está por ver.

Avanzando con cautela, con sus sistemas de ataque activados y listos para responder, las veinte naves de la Nueva Hermandad rodearon aquella carcasa. Por un canal privado, Doria comentó:

—Podríamos colarnos fácilmente por uno de los boquetes del casco.

—Prefiero que no nos vean como agresoras —replicó Murbella, y luego transmitió por un canal abierto a la capitana sin nombre de la nave—: ¿Están operativas aún vuestras cubiertas de aterrizaje? ¿Son graves los daños?

—Una de las cubiertas aún sirve. —La capitana les dio instrucciones.

Murbella ordenó a la bashar Aztin y a la mitad de sus naves que se quedaran fuera vigilando, y entró al frente de las otras diez para enfrentarse a aquellas supervivientes de la que seguramente había sido una terrible batalla.

Cuando ella y las suyas desembarcaron en la cubierta de aterrizaje, Murbella se encontró con trece mujeres de aspecto magullado, todas ellas ataviadas con mallas de colores. Muchas tenían hematomas, heridas mal curadas y emplastes.

La mujer con la expresión de cristal roto llevaba la mano liada en un vendaje. Murbella, siempre tan desconfiada, pensó enseguida que escondía un arma, aunque no era probable. Las Honoradas Matres veían sus propios cuerpos como armas. Aquella en particular miró con ira a Murbella y las suyas, algunas de las cuales vestían como Bene Gesserit, mientras que otras llevaban los arreos propios de las Honoradas Matres.

—Pareces diferente… extraña —dijo la capitana. En sus ojos aparecieron motas naranjas.

—Tú pareces derrotada —espetó Murbella. Las Honoradas Matres respondían a la fuerza, no a las palabras conciliadoras—. ¿Quién os ha hecho esto?

La mujer contestó con desprecio.

—El Enemigo, por supuesto. El Enemigo, que ha estado persiguiéndonos durante siglos, extendiendo plagas, destruyendo nuestros mundos. —Su rostro delataba escepticismo—. Si no sabes esto, es que no eres una Honorada Matre.

—Conocemos la existencia del Enemigo, pero llevamos mucho tiempo en el Imperio Antiguo. Muchas cosas han cambiado.

—¡Y por lo visto muchas han sido olvidadas! Parece que os habéis vuelto blandas y débiles, pero sabemos que el Enemigo ha estado en este sector. Hemos explorado lo mejor que hemos podido con esta nave. Y hemos encontrado varios planetas carbonizados, con destructores, sin duda.

Murbella no la corrigió, ni le dijo que esos planetas —mundos tleilaxu o Bene Gesserit, sin duda— habían sido destruidos por otras Honoradas Matres, no por el Enemigo Exterior.

Murbella se adelantó con hastío, preguntándose si aquellas trece Honoradas Matres eran las únicas que quedaban en toda la nave.

—Decidnos lo que sabéis de nuestro mutuo enemigo. Cualquier información nos ayudará a defendernos.

—¿Defenderos? No es posible defenderse contra un enemigo invisible.

—Aun así, lo intentaremos.

—¡Nadie puede plantarles cara! Debemos huir, coger lo que podamos para nuestra supervivencia y ser más rápidos que Él. Tú ya deberías saberlo. —Sus ojos amoratados se entrecerraron; el cristal roto de su expresión pareció más cortante—. A menos que no seas realmente una Honorada Matre. No reconozco a estas mujeres que te acompañan, ni su extraño atuendo, y tú tienes algo extraño… —Miró como si estuviera a punto de escupir—. Todos sabemos que el Enemigo tiene muchos rostros. ¿Es el tuyo uno de ellos?

Aquellas Honoradas Matres desconocidas se pusieron en tensión y saltaron sobre Murbella y las suyas. No conocían las superiores habilidades en combate de la Nueva Hermandad unificada, y estaban cansadas, heridas. Aun así, la desesperación dio alas a su agresividad.

Cuando el baño de sangre acabó, antes de que sometieran y mataran a las rebeldes, con la excepción de su capitana, había cuatro camaradas de Murbella muertas en el suelo.

Cuando quedó claro que sus compañeras iban a morir, la líder de las Honoradas Matres huyó por el muelle de amarre hacia un ascensor. Las Bene Gesserit que había con Murbella estaban perplejas.

—¡Es una cobarde!

Murbella ya había echado a correr hacia el ascensor.

—No, no es una cobarde. Se dirige hacia el puente. Destruirá la nave antes que permitir que caiga en nuestras manos.

El ascensor más próximo estaba dañado y no funcionaba. Murbella y varias hermanas corrieron hasta que encontraron un segundo ascensor que las llevó a toda velocidad hasta la cubierta de mando. La capitana podía destruir todos los registros de navegación y hacer estallar los motores (si es que seguían lo bastante operativos para responder a la orden de autodestrucción). No tenía ni idea de cuántos de los sistemas de la nave seguirían funcionando.

Cuando Murbella, Doria y otras tres bajaron en la cubierta de mando, los dedos de la capitana repiqueteaban con tanta fuerza sobre los diferentes paneles que las yemas le sangraban. Los paneles de control estaban cortocircuitados, y despedían chispas y humo. Murbella la alcanzó en un instante, la agarró por los hombros y la apartó de los mandos. La mujer se arrojó contra ellas, pero con un único golpe, la madre comandante le partió el cuello. No había tiempo para interrogatorios pausados.

Doria llegó la primera al panel y con impetuosidad arrancó los paneles con las manos y desconectó así la consola. Después, se los quedó mirando, incapaz de detener el daño que ya se había iniciado. Los extintores sofocaron los fuegos eléctricos.

Expertas Bene Gesserit examinaron los sistemas de control mientras Murbella esperaba, preocupada por la posibilidad de que la nave estallara. Una de las hermanas levantó la vista de uno de los puestos de navegación.

—Secuencia de autodestrucción interrumpida con éxito. La capitana ha destruido la mayoría de registros, pero he podido recuperar un grupo de coordenadas del exterior del Imperio Antiguo… el último lugar adonde viajó esta nave antes de huir hasta aquí.

Murbella tomó una decisión.

—Debemos averiguar lo que podamos sobre lo que ha pasado allí. —Aquel misterio llevaba años carcomiéndola—. Mandaré naves de reconocimiento a que exploren las coordenadas. Después de lo que ha pasado aquí, no quiero que nadie vuelva a insinuar que son imaginaciones mías cuando digo que un Enemigo viene a por nosotras. Si el Enemigo se ha puesto por fin en marcha, tenemos que saberlo.