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Entregamos el cuerpo de nuestra hermana al descanso, aunque su mente y sus recuerdos jamás callarán. Ni siquiera la muerte puede apartar a una Reverenda Madre de su misión.

Ceremonia en memoria de las Bene Gesserit

Como comandante veterano en el campo de batalla, el bashar Miles Teg había asistido a más funerales de los que habría querido.

Sin embargo, aquella ceremonia le resultaba extraña y poco familiar, una ceremonia en reconocimiento al sufrimiento pasado de sus hermanas que las Bene Gesserit se negaban a olvidar.

El pasaje al completo se reunió con solemnidad en la cubierta principal, cerca de una de las pequeñas cámaras de despresurización de carga. Aunque era una sala grande, los ciento cincuenta asistentes se apiñaban contra las paredes para mirar. Sheeana, Garimi y las otras dos Reverendas Madres, Elyen y Calissa, estaban en una plataforma elevada en el centro de la sala. Cerca de la trampilla de la cámara de despresurización, con sudarios negros, estaban los cinco cuerpos recuperados en la cámara de tortura de las Honoradas Matres.

Duncan estaba junto a Sheeana, no muy lejos de Teg, y había dejado el puente de navegación para asistir al funeral. Aunque oficialmente era el capitán de la no-nave, las Bene Gesserit jamás habrían dejado que un simple hombre —ni siquiera un ghola con cien vidas— mandara sobre ellas.

Desde que salieron de aquel universo extrañamente distorsionado, Duncan no había vuelto a utilizar los motores Holtzman ni había cambiado de rumbo. Sin una guía, cada salto por el tejido del espacio conllevaba un riesgo considerable, de modo que en aquellos momentos la no-nave estaba suspendida en el espacio sin unas coordenadas concretas. Duncan podía haber trazado mapas de los sistemas estelares más cercanos con las proyecciones de largo alcance y haber localizado planetas para explorar, y sin embargo dejó que la nave fuera a la deriva.

En los tres años que habían pasado en el otro universo, no habían encontrado ni rastro del anciano y la anciana, ni de la red que Duncan seguía insistiendo en que les buscaba. Teg, aunque no dejaba de creer en los miedos de aquel hombre sobre unos misteriosos perseguidores que solo él veía, también deseaba un final para aquella odisea, o al menos un objetivo.

Garimi observaba los cadáveres momificados, con un mohín severo en la boca.

—¿Veis? Hicimos bien en dejar Casa Capitular. ¿Acaso necesitamos más pruebas de que brujas y rameras no deben mezclarse?

Sheeana levantó la voz, dirigiéndose a toda la concurrencia.

—Durante tres años, hemos llevado con nosotros los cuerpos de nuestras hermanas caídas sin saberlo. Tres años durante los que no han podido encontrar el reposo. Estas Reverendas Madres murieron sin Compartir, sin agregar sus recuerdos a los de las Otras Memorias. Solo podemos imaginar la terrible agonía que pasaron antes de que las rameras las mataran.

—Lo que sí sabemos es que se negaron a revelar la información que tenían —declaró Garimi—. Casa Capitular permaneció intacta y nuestro saber siguió a salvo, hasta la alianza impía de Murbella.

Teg asintió para sus adentros. Cuando las Honoradas Matres volvieron al Imperio Antiguo, exigieron a las Bene Gesserit el secreto para manipular la bioquímica del cuerpo, supuestamente para evitar nuevas epidemias como las que el Enemigo había acarreado sobre ellas. Todas las hermanas se negaron. Y murieron por ello.

Nadie conocía los orígenes de las Honoradas Matres. Después de los tiempos de la Hambruna, en el algún lugar en los confines de la Dispersión, es posible que algunas Reverendas Madres indómitas entraran en contacto con los reductos de las Habladoras Pez de Leto II. Y sin embargo esta fusión no explicaba la violencia vengativa que llevaban en sus genes. Las rameras destruyeron planetas enteros en su ira por el rechazo de las Bene Gesserit y luego de los antiguos tleilaxu. Teg sabía que en la pasada década muchas Reverendas Madres habrían muerto en muchas cámaras de tortura.

El viejo Bashar había experimentado en carne propia los interrogatorios de las Honoradas Matres y sus horripilantes aparatos de tortura en Gammu. Ni siquiera un endurecido comandante podía soportar la terrible agonía de sus sondas T, y la experiencia le había afectado muy profundamente, aunque no en el sentido que ellas esperaban…

Durante la ceremonia, Sheeana llamó a cada víctima por su nombre, gracias a las identificaciones que había encontrado en sus hábitos, luego cerró los ojos y bajó la cabeza, al igual que el resto de los presentes. Entre las Bene Gesserit aquel momento de silencio era el equivalente a rezar, y para sus adentros cada hermana ofrecía una bendición por las almas que habían partido.

A continuación, Sheeana y Garimi condujeron uno de los cuerpos a la cámara de despresurización. Se apartaron de la pequeña cámara y dejaron que Elyen y Calissa introdujeran otro de los cadáveres. Sheeana no había querido que Duncan o Teg intervinieran.

—Este recordatorio de la crueldad de las rameras es una carga para nosotros.

Cuando todos los cuerpos estuvieron en el interior de la cámara, Sheeana selló la puerta exterior e inició el ciclo.

Todos permanecieron en silencio, escuchando el susurro del aire al escaparse. Finalmente, la compuerta exterior se abrió y los cinco cuerpos salieron flotando junto con los jirones de atmósfera. Flotando sin un destino concreto… como todos los que viajaban en el Ítaca. Como si fueran satélites, los cadáveres acompañaron a la nave errante por un rato y poco a poco se fueron separando, hasta que los bultos negros se volvieron invisibles contra la noche del espacio.

Duncan Idaho miraba por el cristal panorámico en dirección a aquellas figuras. Teg veía que el descubrimiento de los cadáveres y la cámara de tortura le había afectado. De pronto, Duncan se puso rígido y se acercó más al plaz, aunque el joven Bashar no veía nada en el vacío salvo estrellas lejanas.

Teg le conocía mejor que ninguno de los que viajaban a bordo.

—Duncan, ¿qué pasa…?

—¡La red! ¿Es que no la ves? —Se giró—. La red que han arrojado el anciano y la anciana. Nos han vuelto a encontrar… y no hay nadie en el puente de navegación. —Abriéndose paso entre las Bene Gesserit y la gente del rabino, Duncan corrió hacia la puerta de la cámara—. ¡Tengo que activar los motores Holtzman y saltar por el tejido espacial antes de que nos rodeen!

Gracias a una sensibilidad especial —debida quizá a unos caracteres genéticos que los tleilaxu habían implantado secretamente en su cuerpo ghola—, solo Duncan podía ver a través de la gasa del tejido del universo. Y ahora, después de tres años, la red de la pareja de ancianos había vuelto a encontrarles.

Teg corrió tras él, pero sabía que el ascensor sería demasiado lento. También sabía que, en medio de aquel caos y confusión repentinos, podría hacer algo que en otras circunstancias le habría asustado. Dejando atrás a la multitud que había acudido a la ceremonia y pasando de largo ante el ascensor, Teg corrió hacia un pasillo vacío. Allí, fuera de la vista de miradas curiosas, Miles Teg se «aceleró».

Nadie conocía esta capacidad suya, aunque quizá los rumores sobre las cosas imposibles que el Bashar había logrado habían levantado sospechas. Cuando las Honoradas Matres le estaban torturando, Teg había descubierto la capacidad de hipercargar su metabolismo y moverse a velocidades increíbles. De alguna forma, la terrible agonía de la sonda T ixiana había liberado aquel don inesperado de los genes Atreides que Teg llevaba dentro. Cuando su cuerpo se aceleraba, el universo parecía ralentizarse, y podía moverse con tal rapidez que un simple toque bastaba para matar a sus captores. De esta forma había matado a cientos de Honoradas Matres y sus sirvientes en una de sus plazas fuertes en Gammu. Su nuevo cuerpo ghola conservaba aquel don.

En aquellos momentos, Teg corría por el pasillo desierto, sintiendo el calor de su metabolismo, el aire que arañaba su rostro. Subió por las traviesas de las escaleras de acceso, mucho más deprisa que el ascensor.

Teg no sabía si podría seguir ocultando aquel don mucho más, pero tenía que hacerlo. En el pasado, el miedo había hecho que la Hermandad se mostrara poco tolerante con los varones que tenían capacidades especiales, y Teg estaba seguro de que ellas eran las responsables del asesinato de muchas de aquellas «abominaciones masculinas». Tenían tanto miedo de que apareciera un nuevo kwisatz haderach que preferían desaprovechar las ventajas potenciales.

Aquello le recordaba al odio por las máquinas perversas, que hizo que después de la Yihad Butleriana la humanidad renunciara a cualquier tipo de tecnología informatizada. Conocía aquel viejo cliché del bebé al que se tira por el retrete, y temía que, si la Hermandad descubría que era especial, le esperara un destino parecido.

Teg entró a toda prisa en el puente de navegación y corrió a los controles. Miró al espacio por la amplia cristalera de plaz. Todo parecía tranquilo, pacífico. Aunque no vio la mortífera red que se cerraba en torno a ellos, no cuestionaba las capacidades de Duncan.

Moviendo los dedos con celeridad sobre los controles, Teg activó los inmensos motores Holtzman e introdujo un rumbo al azar, sin ayuda de Duncan, ni la de un navegante. ¿Acaso tenía elección? Solo esperaba no arrojar el Ítaca contra una estrella o un planeta caprichoso. Pero, por muy terrible que fuera aquella posibilidad, era preferible a dejar que el anciano y la anciana los atraparan.

El espacio se plegó, y la no-nave se evaporó y apareció en otro lugar, muy lejos de los hilos de la tela que había empezado a rodearlos, muy lejos de los cuerpos de las cinco Bene Gesserit torturadas que habían quedado flotando en el espacio.

Finalmente Teg se permitió relajarse y redujo su metabolismo a una velocidad normal. Un calor infernal brotaba de su cuerpo y el sudor caía abundantemente de su cabeza y su rostro. Se sentía como si acabara de consumir un año de su vida. Y de pronto sintió un hambre feroz. Temblando, se dejó caer hacia atrás. Tendría que consumir enseguida calorías suficientes para compensar la enorme cantidad de energía que acababa de gastar, principalmente carbohidratos, junto con una dosis curativa de melange.

La puerta del ascensor se abrió y Duncan Idaho corrió hacia el puente. Al ver a Teg en los controles se detuvo y miró por el plaz panorámico, y vio con perplejidad que estaban en un nuevo sistema estelar.

—La red ya no está. —Volvió sus ojos inquisitivos hacia Teg, jadeando—. Miles ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué ha pasado?

—He plegado el espacio… gracias a tu advertencia. Corrí hacia un ascensor diferente. Debe de ser más rápido que el que tomaste tú. —­Se limpió el sudor de la frente. Al ver la expresión escéptica de Duncan, el Bashar trató de pensar una forma de distraerle—. ¿Hemos escapado de la red?

Duncan miró al vacío del exterior.

—Esto no va bien, Miles. En cuanto hemos vuelto al espacio normal, nuestros perseguidores han encontrado el rastro enseguida.