Hay quienes se regodean en la complacencia, y esperan que la estabilidad llegue por sí misma. Yo prefiero levantar las piedras y ver qué sale de debajo.
MADRE SUPERIORA DARWI ODRADE, Observaciones sobre los motivos de las Honoradas Matres
A pesar de los años, el Ítaca iba revelando sus secretos como viejos huesos en un campo de batalla que salen a la superficie después de una lluvia intensa. El viejo Bashar había robado aquella gran nave en Gammu hacía mucho tiempo. Duncan estuvo prisionero allí durante más de una década, en la pista de aterrizaje de Casa Capitular, y ahora llevaban tres años navegando en la misma nave. Pero el inmenso tamaño del Ítaca y el pequeño número de personas que viajaban a bordo hacían imposible explorar todos sus misterios, y mucho menos mantener una vigilancia concienzuda en todas partes.
La nave, una ciudad compacta de más de un kilómetro de diámetro, tenía más de cien cubiertas de altura, con una cantidad incontable de pasadizos y habitaciones. Aunque las principales cubiertas y compartimientos estaban equipados con cámaras de vigilancia, controlar la no-nave entera estaba más allá de la capacidad de las hermanas… sobre todo porque había misteriosas zonas muertas electrónicas donde las cámaras no funcionaban. Quizá las Honoradas Matres o las personas que construyeron la nave habían instalado mecanismos de bloqueo para preservar ciertos secretos. Numerosas puertas con códigos de acceso habían permanecido cerradas desde que la nave abandonó Gammu. Había literalmente miles de salas en las que nadie había entrado y no estaban inventariadas.
Aun así, Duncan no esperaba encontrar una sala de muerte en una de las cubiertas que no solían visitar.
El elevador se detuvo en uno de los niveles centrales. Aunque no había pedido aquel piso, las puertas se abrieron y el ascensor se puso en fuera de servicio para una serie de procedimientos de mantenimiento, que la vieja nave realizaba automáticamente.
Duncan estudió la cubierta que tenía ante él y le pareció fría y desoladora, sin apenas iluminación, desocupada. Las paredes de metal se habían pintado superficialmente con una primera capa de blanco que no cubrió del todo el metal de debajo. Duncan ya conocía la existencia de aquellos niveles no acabados, pero nunca había sentido la necesidad de investigarlos. Daba por sentado que estaban abandonados o que no habían llegado a utilizarse.
Sin embargo, la nave había estado en manos de las Honoradas Matres durante muchos años antes de que Teg se la robara delante de sus narices. Nunca hay que dar nada por sentado.
Duncan salió del ascensor y avanzó solo por un pasillo que se extendía a una distancia sorprendente. Explorar cubiertas y cámaras desconocidas era como saltar a ciegas por el tejido del espacio: nunca sabías adonde irías a parar. Mientras avanzaba, fue abriendo puertas al azar. Las puertas se deslizaban y revelaban salas vacías y oscuras. Por el polvo y la ausencia de mobiliario, dedujo que nadie las había ocupado nunca.
En el centro de aquel nivel, un pequeño pasillo rodeaba una sección cerrada con dos puertas, cada una con el rótulo de sala de máquinas. Las puertas no se abrieron. Duncan estudió el mecanismo de cierre con curiosidad. Sus biohuellas habían sido introducidas en los sistemas de la nave y en principio eso le permitía acceso libre a todas partes. Utilizando un código maestro, soslayó los controles de la puerta y logró abrir.
En cuanto entró, notó algo distinto en aquella oscuridad, y un olor desagradable y desvahído. La sala era totalmente distinta a ninguna que hubiera visto en la nave, y sus paredes eran de un rojo discordante. El destello del color era de lo más chocante. Conteniendo su inquietud, Duncan vio un tramo de metal descubierto en una de las paredes. Pasó la mano por encima y de pronto, toda la sección central de la cámara empezó a deslizarse y girar con un gemido.
Duncan se apartó, mientras del suelo salían unos artilugios de aspecto ominoso, máquinas creadas con el solo propósito de infligir dolor.
Aparatos de tortura de las Honoradas Matres.
Las luces de la cámara se encendieron, como si estuvieran expectantes. A su derecha, Duncan vio una mesa austera y sillas duras y planas. Sobre la mesa, había platos sucios con lo que parecían los restos incrustados de una comida. Debieron de interrumpir a las rameras mientras comían.
En una de las máquinas aún había un esqueleto humano que se mantenía unido mediante tendones secos, cables y los harapos de un hábito negro. Los huesos colgaban del lado de un largo y estilizado tornillo de banco; el brazo de la víctima seguía atrapado en el mecanismo de compresión.
Tocando unos controles largamente dormidos, Duncan abrió el tornillo de banco. Con gran cuidado y respeto, retiró el cuerpo de aquel abrazo metálico y lo dejó sobre el suelo. El cuerpo estaba prácticamente momificado y pesaba muy poco.
Era evidente que se trataba de una prisionera Bene Gesserit, una Reverenda Madre tal vez, de uno de los planetas de la Hermandad que las rameras habían destruido. Se veía que la desafortunada víctima no había tenido una muerte rápida ni sencilla. Mientras miraba aquellos labios endurecidos y ajados, Duncan casi podía oír los insultos que debió de susurrar mientras las Honoradas Matres la torturaban.
Bajo el resplandor de los paneles de luz, Duncan siguió explorando la gran cámara y el laberinto de extrañas máquinas. Cerca de la puerta por donde había entrado encontró un bidón de plaz transparente que permitía ver su espantoso contenido: los cadáveres de otras cuatro mujeres, una encima de otra, como si los hubieran arrojado allí sin miramientos. Asesinadas y desechadas. Todas vestían hábitos negros.
No importa el sufrimiento que les hubieran infligido, las Honoradas Matres no habrían conseguido la información que querían: la localización de Casa Capitular y la clave para el control corporal de las Bene Gesserit, la capacidad de las Reverendas Madres de manipular su propia química interna. Y por eso, furiosas, llenas de frustración, las rameras las mataron una a una.
Duncan meditó en su descubrimiento en silencio. Las palabras no parecían apropiadas. Lo mejor era que le hablara a Sheeana de aquel lugar. Como Reverenda Madre, ella sabría qué hacer.