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¿Por qué pedirle a un hombre que está perdido que te guíe? ¿Por qué te sorprendes si te conduce a la nada?

DUNCAN IDAHO, Un millar de vidas

Iban a la deriva. Estaban a salvo. Estaban perdidos.

Una nave inidentificable en un universo sin identificar.

Como solía pasar, Duncan Idaho estaba solo en el puente de navegación, y sabía que había poderosos enemigos persiguiéndolos. Amenazas dentro de amenazas dentro de amenazas. La no-nave vagaba por el vacío, muy lejos de cualquier lugar explorado por los humanos. En un universo totalmente distinto. Y no acababa de decidir si se estaban escondiendo o solo estaban atrapados. No habría sabido cómo volver a un sistema estelar conocido ni aun queriendo.

De acuerdo con los cronómetros independientes del puente, ya llevaban años en aquel universo alternativo… aunque ¿quién puede saber cómo discurre el tiempo en otro universo? Quizá allí las leyes de la física y el paisaje galáctico eran totalmente distintos.

De pronto, como si en sus preocupaciones hubiera tenido un elemento de presciencia, Duncan se dio cuenta de que las luces del panel principal de instrumentos parpadeaban de forma aleatoria y los motores estabilizadores subían y bajaban por la sobrecarga. Aunque no veía nada extraño aparte del ahora familiar remolineo de gases y ondas de energía distorsionada, la no-nave acababa de topar con lo que él consideraba un «tramo accidentado». ¿Cómo se pueden encontrar turbulencias en un espacio donde no hay nada?

La nave se sacudió en medio de una extraña gravedad, agitándose por efecto de un chorro de partículas de alta energía. Duncan desconectó los sistemas de navegación automática y cambió el rumbo, pero la cosa fue a peor. Destellos naranjas apenas perceptibles aparecían ante la nave, como un fuego tenue y parpadeante. La cubierta se estremeció, como si hubieran chocado contra un obstáculo, pero Duncan no veía nada. ¡Absolutamente nada! Aquello tenía que ser el vacío, no dar sensación de movimiento ni turbulencia. Qué extraño universo.

Duncan corrigió el rumbo, hasta que los instrumentos y los motores se estabilizaron y las lucecitas dejaron de parpadear. Si la cosa iba a peor, quizá tendría que probar con otro arriesgado salto a través del tejido espacial. Cuando abandonaron Casa Capitular, él pilotó la no-nave sin ninguna guía, tras purgar los sistemas de navegación y los archivos de coordenadas, sin otra cosa que su intuición y una presciencia rudimentaria. Cada vez que activaba los motores Holtzman, Duncan jugaba con la seguridad de la nave y las vidas de los ciento cincuenta refugiados que viajaban a bordo. No lo haría si no era totalmente necesario.

Tres años atrás, cuando huyeron, no había tenido elección. Duncan había hecho despegar la gran nave de su campo de aterrizaje… y no escaparon per se, sino que se llevó consigo la prisión donde la Hermandad le había confinado. Pero huir no era bastante. Con su mente afinada, Duncan había visto que la trampa se cerraba a su alrededor. Los observadores del Enemigo Exterior, con sus inocuos disfraces de anciano y anciana, tenían una red, y podían arrojarla a través de distancias inmensas para capturar la no-nave. Duncan había visto la malla multicolor cuando empezaba a contraerse, había visto a la extraña pareja de ancianos sonriendo con expresión victoriosa. Pensaban que le tenían, que tenían la nave en su poder.

Moviendo los dedos con rapidez, con una concentración tan afilada como cristal tallado, Duncan logró que los motores Holtzman hicieran cosas que ni siquiera un navegante de la Cofradía Espacial les habría exigido. Y, cuando la red invisible del Enemigo se estaba cerrando, él salvó la nave, se adentró hasta tal punto entre los pliegues del espacio que desgarró el tejido mismo del universo y salió más allá. Su adiestramiento como maestro de armas le había sido muy útil. Como una hoja que lentamente penetra en lo que de otro modo es un escudo personal impenetrable.

Y entonces la no-nave se encontró en un lugar totalmente distinto. Pero Duncan permanecía alerta, y no se permitió dar ni un suspiro de alivio. En aquel universo incomprensible, quién sabe lo que podían encontrar.

Duncan estudió las imágenes externas transmitidas por los sensores repartidos más allá del campo negativo. El paisaje no había cambiado: velos tortuosos de gas de nebulosa y polvo que nunca se condensarían para formar estrellas. ¿Era aquello un universo joven que aún no había acabado de formarse, o un universo tan indeciblemente antiguo que todos sus soles se habían apagado y habían quedado reducidos a ceniza molecular?

El grupo de refugiados marginados necesitaba desesperadamente volver a la normalidad… o al menos ir a algún sitio. Había pasado demasiado tiempo; el miedo y la angustia del principio degeneraron en un primer momento en confusión, luego en inquietud y malestar. Aquella gente quería algo más que limitarse a estar perdidos y a salvo. O miraban a Duncan Idaho con esperanza o le culpaban por su situación.

En aquella nave se mezclaban diferentes facciones de la humanidad (¿o los verían Sheeana y sus hermanas Bene Gesserit como simples «especímenes»?). El surtido incluía un abanico de Bene Gesserit ortodoxas —acólitas, supervisoras, Reverendas Madres, e incluso operarios masculinos—, además de Duncan y el joven ghola de Miles Teg. A bordo también viajaba un rabino y un grupo de judíos que fueron rescatados de un intento de pogromo de las Honoradas Matres en Gammu; un maestro tleilaxu superviviente; cuatro futar… monstruosos híbridos hombre-felino creados durante la Dispersión y esclavizados por las rameras. Además, la gran cámara de carga daba cobijo a siete pequeños gusanos de arena.

Ciertamente, constituimos una extraña mezcla. Una nave de locos.

Un año después de huir de Casa Capitular y haber quedado atascados en aquel universo distorsionado e incomprensible, Sheeana y sus seguidoras Bene Gesserit se habían unido a Duncan en una ceremonia de bautismo. A la vista del interminable vagar de la no-nave, el nombre de Ítaca les pareció el más apropiado.

Ítaca, una pequeña isla de la antigua Grecia, hogar de Odiseo, que pasó diez años errando después de la guerra de Troya, tratando de encontrar el camino de vuelta a casa. Igual que Duncan y sus compañeros, que necesitaban un lugar donde poder establecerse, un puerto seguro. Aquella gente estaba viviendo su propia odisea y, sin un mapa ni un simple mapa de estrellas, Duncan estaba tan perdido como Odiseo.

Nadie era consciente de lo mucho que Duncan deseaba regresar a Casa Capitular. Su corazón estaba unido a Murbella, su amada, su esclava, su dueña. Separarse de ella había sido la tarea más dura y dolorosa que recordaba en sus múltiples vidas. No creía que jamás pudiera recuperarse por su pérdida. Murbella…

Pero Duncan Idaho siempre había puesto el deber antes que los sentimientos. A pesar de su tristeza, asumió la responsabilidad de velar por la seguridad de la no-nave y sus pasajeros, incluso en un universo desvirtuado.

Había momentos en que alguna combinación aleatoria de olores le recordaba el peculiar aroma de Murbella. Los esteres orgánicos que flotaban por el aire procesado de la no-nave entraban en contacto con sus receptores olfativos y despertaban algún recuerdo de los once años que habían compartido. El sudor de Murbella, su pelo ámbar oscuro, el peculiar sabor de sus labios, y el aroma a agua de mar de sus «colisiones sexuales». Durante años, sus apasionados encuentros habían sido a la vez íntimos y violentos, y ninguno de los dos había sido lo bastante fuerte para romper la dependencia.

No debo confundir la adicción con el amor. El dolor era tan agudo e insoportable como la agonía debilitadora del síndrome de abstinencia de una droga. Hora a hora, mientras la no-nave seguía surcando el vacío, Duncan se alejaba más de ella.

Duncan se recostó en el asiento y abrió sus sentidos únicos, buscando, temiendo siempre que alguien descubriera la no-nave. Lo malo de ocuparse personalmente de aquella tarea tan pasiva de vigilancia era que de vez en cuando se perdía en el recuerdo de Murbella. Para superar el problema, Duncan compartimentalizó su mente de mentat. Si una parte se desviaba, otra permanecía siempre alerta, atenta a posibles peligros.

En los años que habían pasado juntos, Murbella y él habían tenido cuatro hijas. Las dos últimas —gemelas— ya casi serían adultas. Pero desde el momento en que la Agonía había transformado a su Murbella en una auténtica Bene Gesserit, la perdió. Y, puesto que anteriormente ninguna Honorada Matre había terminado su adoctrinamiento —readoctrinamiento en realidad— y había logrado convertirse en una Reverenda Madre Bene Gesserit, la Hermandad se mostró especialmente complacida. El corazón destrozado de Duncan fue, y seguía siendo, un daño colateral.

En el ojo de su mente, el adorable semblante de Murbella lo acosaba. Sus capacidades de mentat —una capacidad, sí, pero también una maldición— le permitían recordar hasta el último detalle de sus facciones, su rostro ovalado, la frente ancha, los ojos verdes y duros que le recordaban el jade; el cuerpo esbelto, capaz de luchar y hacer el amor con igual destreza. Y entonces recordó que sus ojos verdes se habían vuelto azules tras la Agonía de Especia. No, no era la misma persona…

Su mente siguió divagando, y las facciones de Murbella cambiaron. Como una imagen de fondo grabada en su retina, otra mujer había empezado a cobrar forma, y Duncan se sobresaltó. Aquella era una presencia externa, una mente inconmensurablemente superior a la suya, y le buscaba a él, envolviendo con delicadas hebras el Ítaca.

Duncan Idaho, llamó una voz, tranquilizadora y femenina.

Duncan sintió una avalancha de emociones, y tuvo una aguda conciencia del peligro. ¿Por qué no había detectado su llegada su sistema de vigilancia mentat? Su mente compartimentalizada pasó a modo supervivencia y Duncan saltó sobre los controles de los motores Holtzman, con la intención de arrojar la no-nave a lo desconocido, sin una guía.

La voz trató de disuadirlo. Duncan Idaho, no huyas. No soy tu enemigo.

El anciano y la anciana le habían dicho frases similares. Aunque no tenía idea de quiénes eran, Duncan comprendía que ellos eran el verdadero peligro. Pero aquella nueva presencia femenina, aquel vasto intelecto, había accedido a él desde el exterior del universo extraño y no identificado donde la no-nave vagaba en aquellos momentos. Duncan trató de zafarse, pero no podía huir de la voz.

Soy el Oráculo del Tiempo.

En varias de sus vidas, Duncan había oído hablar del Oráculo, la fuerza rectora de la Cofradía Espacial. El Oráculo del Tiempo, benevolente, que todo lo ve, una presencia benefactora de la que se decía que había velado por la Cofradía desde su formación hacía quince mil años. Duncan siempre lo había considerado una extraña manifestación de religiosidad entre los navegantes hiperagudos.

—El Oráculo es un mito. —Sus dedos estaban suspendidos sobre los mandos táctiles del panel de mando.

Soy muchas cosas. A Duncan le sorprendió que la voz no negara su acusación. Muchos son los que te buscan. Y aquí te hallarán.

—Confío en mis propias capacidades. —Duncan activó los motores que plegaban el espacio. Desde su punto de vista externo, esperaba que el Oráculo no se diera cuenta de lo que hacía. Se llevaría la no-nave a algún otro lugar, huiría de nuevo. ¿Cuántas fuerzas diferentes les perseguían?

El futuro exige tu presencia. Tienes un papel que desempeñar en Kralizec.

Kralizec… la batalla del tifón… la batalla del fin del universo predicha tiempo ha y que cambiaría para siempre la forma del futuro.

—Otro mito —dijo Duncan, mientras activaba la señal para el salto sin avisar al resto del pasaje. No podía arriesgarse a que se quedaran allí. La no-nave dio una sacudida y se lanzó una vez más a lo desconocido.

Duncan oía la voz femenina cada vez más apagada. La nave había huido de sus garras, pero el Oráculo no parecía preocupado. Ven, dijo la voz distante. Yo te guiaré. La voz invasora se desvaneció, se deshizo como jirones de algodón.

El Ítaca surcó el espacio plegado y, tras un instante interminablemente breve, salió.

A su alrededor Duncan veía brillar las estrellas. Estrellas reales. Estudió los sensores, comprobó la parrilla de navegación y vio las chispas de soles y nebulosas. Un espacio normal. Sin necesidad de nuevas comprobaciones, supo que habían vuelto a su universo. Y no sabía si alegrarse o llorar de desesperación.

Duncan ya no intuía al Oráculo del Tiempo, ni detectaba la presencia de ninguno de sus posibles perseguidores —el misterioso Enemigo y la Hermandad unificada—, aunque debían de estar ahí fuera. No se habrían rendido, ni siquiera después de tres años.

La no-nave siguió huyendo.