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Cualquier sendero que restrinja las posibilidades futuras puede convertirse en una trampa letal. Los seres humanos no buscan su camino en un laberinto; escrutan un vasto horizonte lleno de oportunidades únicas. La estrecha y limitada visión de un laberinto atrae tan sólo a las criaturas que tienen su nariz enterrada en la arena. La sexualidad produce las singularidades y las diferencias que son la protección de la vida de las especies.

Manual de la Cofradía Espacial

—¿Por qué no siento ningún dolor? —Alia dirigió la pregunta al techo de su pequeña cámara de audiencias, una estancia que podía cruzar en diez pasos en una dirección y en quince en la otra. Dos altas y angostas ventanas se abrían sobre los techos de Arrakeen hasta la Muralla Escudo.

Era casi mediodía. El sol ardía en la sartén sobre la que había sido edificada la ciudad.

Alia bajó su vista hacia Buer Agarves, el antiguo tabrita y ahora ayudante de Zia que mandaba a los guardias del Templo. Había sido Agarves quien había traído la noticia de que Javid e Idaho habían muerto. Una multitud de aduladores, ayudantes y guardias había acudido con él, y muchos más de ellos se apiñaban fuera, revelando con ello conocer cuál era el mensaje de Agarves.

Las malas noticias viajaban rápido en Arrakis.

Aquel Agarves era un hombre bajo, con un rostro redondo para un Fremen, casi infantil en su rubicundez. Era uno de los componentes de la nueva raza, con la gordura del agua. Alia lo veía como a través de dos imágenes superpuestas: una con un rostro serio y unos opacos ojos índigo, con una expresión preocupada cercando su boca, y otra imagen sensual y vulnerable, excitantemente vulnerable. A Alia le gustaban especialmente los labios llenos.

Aunque aún no fuera mediodía, Alia captó algo en el impresionado silencio a su alrededor que hablaba de atardeceres.

Idaho debió morir al atardecer, se dijo a sí misma.

—¿Cómo eres tú, Buer, el portador de estas noticias? —preguntó, notando la rápida expresión de alerta que apareció en el rostro del hombre.

Agarves intentó deglutir, y habló con una voz ronca que era apenas un susurro:

—Yo acompañaba a Javid, ¿recordáis? Y cuando… Stilgar me envió a vos, me dijo que os comunicara que él llevaría a cabo su última obediencia.

—Su última obediencia —hizo eco ella—. ¿Qué quiso decir con eso?

—No lo sé, Dama Alia —se excusó él.

—Explícame de nuevo lo que viste —ordenó ella, y se preguntó por qué su piel estaba tan fría.

—Vi… —bamboleó nerviosamente su cabeza, miró al sujeto frente a Alia—. Vi al Sacro Consorte muerto en el suelo del pasillo central, y a Javid yaciendo muerto cerca, en un pasillo lateral. Las mujeres ya los estaban preparando para el Huanui.

—¿Y Stilgar te llamó para que vieras aquello?

—Así es, mi Dama. Stilgar me llamó. Envió a Modibo, el Jorobado, su mensajero en el sietch. Modibo no me previno. Simplemente me dijo que Stilgar quería verme.

—¿Y viste el cuerpo de mi esposo allí en el suelo?

Agarves dirigió una huidiza mirada a Alia y volvió su atención al suelo frente a él antes de asentir.

—Sí, mi Dama. Y Javid estaba muerto a su lado. Stilgar me dijo… me dijo que el Sacro Consorte había matado a Javid.

—Y mi esposo, has dicho que Stilgar…

—Me lo dijo con su propia boca, mi Dama, Stilgar me dijo que había sido él quien lo había hecho. Me dijo que el Sacro Consorte provocó su ira.

—Su ira —repitió Alia—. ¿De qué forma?

—No me lo dijo. Nadie me lo dijo. Yo lo pregunté, pero nadie me lo dijo.

—¿Y fue entonces cuando te enviaron a mí con estas noticias?

—Sí, mi Dama.

—¿No había nada que tú pudieras hacer?

Agarves se pasó la lengua por los gordezuelos labios.

—Era Stilgar quien ordenaba, mi Dama. Aquel era su sietch.

—Entiendo. Y tú siempre has obedecido a Stilgar.

—Siempre lo hice, mi Dama, hasta que él me liberó de mi obligación.

—¿Quieres decir hasta que fuiste enviado a mi servicio?

—Ahora os obedezco sólo a vos, mi Dama.

—¿Es eso cierto? Dime, Buer, si yo te ordenara matar a Stilgar, tu viejo Naib, ¿lo harías?

El hombre sostuvo su mirada con una adusta firmeza.

—Si vos lo ordenáis, mi Dama.

—Te lo ordeno. ¿Tienes alguna idea de adónde ha ido?

—Al desierto; eso es todo lo que sé, mi Dama.

—¿Cuántos hombres se ha llevado consigo?

—Quizá la mitad de los efectivos.

—¡Y a Ghanima y a Irulan!

—Sí, mi Dama. Todos los que se han ido iban cargados con sus posesiones, sus mujeres y sus hijos. Stilgar les ha dado a todos a elegir… o ir con él o verse desligados de su obligación. Algunos han elegido verse desligados. Elegirán a un nuevo Naib.

—¡Yo elegiré a su nuevo Naib! Y este serás tú, Buer Agarves, el día en que me traigas la cabeza de Stilgar.

Agarves podía aceptar la selección a través de la lucha. Era una manera Fremen. Dijo:

—Como ordenéis, mi Dama. ¿Qué fuerzas puedo…?

—Habla con Zia. No puedo darte muchos tópteros para la búsqueda. Son necesarios en otros lugares. Pero tendrás suficientes guerreros. Stilgar ha difamado su honor. Muchos se sentirán orgullosos de ponerse a tu servicio.

—Me pondré inmediatamente al trabajo entonces, mi Dama.

—¡Espera! —Lo estudió por un momento, pensando en quién podía mandar para vigilar a aquel vulnerable hombre de rostro infantil. Era necesario vigilarlo de cerca hasta que probara su valía. Zia hubiera sabido a quién enviar.

—¿No me habéis despedido, mi Dama?

—No te he despedido. Debo discutir privada y largamente contigo tus planes para eliminar a Stilgar. —Se llevó una mano al rostro—. No me mostraré afligida hasta que haya llevado a cabo mi venganza. Dame unos pocos minutos para componerme. —Apartó su mano—. Una de mis ayudantes te indicará el camino. —Hizo un sutil signo con la mano a una de sus ayudantes, y le susurró algo a Shalus, la nueva Dama de Cámara—: Haz que sea lavado y perfumado antes de traérmelo. Apesta a gusano.

—Sí, mi Ama.

Entonces Alia se giró, fingiendo un dolor que no sentía, y huyó a sus estancias privadas. Allá en su dormitorio, cerró de golpe la puerta a sus espaldas y pateó el suelo.

¡Maldito Duncan! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Captó la deliberada provocación de Idaho. Había matado a Javid y provocado a Stilgar. Aquello indicaba que lo sabía todo sobre Javid. Todo aquello podía ser tomado como un mensaje que le enviaba Duncan Idaho, su gesto final.

Pateó de nuevo el suelo, una y otra vez, paseando arriba y abajo por el dormitorio.

¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito!

Stilgar pasado a los rebeldes, y Ghanima con él. Y también Irulan.

¡Malditos todos!

Sus pateantes pies pisaron un objeto metálico. Lanzó un grito de dolor. Se inclinó para ver qué era, y descubrió una hebilla metálica de las usadas para ceñir la espada. La tomó, y se quedó helada con ella en la mano. Era una hebilla antigua, de plata y platino, originaria de Caladan, regalada originalmente por el Duque Leto Atreides I a su maestro de armas, Duncan Idaho. Se la había visto llevar muchas veces a Duncan. Y había sido él precisamente quien la había arrojado allí.

Los dedos de Alia estrujaron convulsivamente la hebilla. Idaho la había arrojado allí cuando… cuando…

Las lágrimas brotaron de sus ojos, se abrieron camino pese a su gran condicionamiento Fremen. Su boca se curvó en una helada mueca, y sintió la antigua batalla iniciarse de nuevo en su cráneo, atravesándola hasta los dedos de sus manos y sus pies. Notó que se convertía en dos personas. Una de ellas miraba sorprendida las contorsiones de aquella carne. La otra intentaba dominar el enorme dolor que se expandía por su pecho. Las lágrimas fluyeron libres de sus ojos entonces, y la Persona Sorprendida que estaba en su interior preguntó lastimosamente:

—¿Quién llora? ¿Quién es el que llora? ¿Quién está llorando ahora?

Pero nada detuvo las lágrimas, y sintió que el dolor llameaba en su pecho y hacía que su cuerpo se moviera y se derrumbara sobre la cama.

Y algo dentro de ella seguía preguntando, con un profundo estupor:

—¿Quién llora? ¿Quién es…?