Tras los Fremen, todos los planetólogos ven la vida como expresiones de energía e indagan acerca de las relaciones dominantes. A través de pequeños indicios, piezas y parcelas que crecen hasta un conocimiento general, la sabiduría racial Fremen es traducida a una nueva certeza. Lo que los Fremen poseen como pueblo es algo que cualquier pueblo puede poseer. Necesitan tan sólo desarrollar un sentido para esas relaciones de la energía. Sin embargo, necesitan observar que esa energía se empapa en los esquemas de las cosas y edifica con esos mismos esquemas.
La Catástrofe de Arrakeen, según HARQ AL-ADA
Se trataba del Sietch Tuek, en la pared interna de la Falsa Muralla. Halleck se detuvo a la sombra del contrafuerte rocoso que sellaba la entrada superior del sietch, esperando a que los de adentro decidieran si aceptaban darle refugio. Giró su mirada hacia afuera, hacia el desierto septentrional, y luego alzó la vista hacia el cielo gris-azul matutino. Los contrabandistas que habitaban allí se habían quedado atónitos al saber que él, un hombre procedente de otro planeta, había capturado un gusano y lo había cabalgado. Pero Halleck se había quedado igualmente atónito de esa reacción. El cabalgar un gusano era sencillo para un hombre ágil que lo había visto hacer muchas veces.
Halleck dedicó de nuevo su atención al desierto, al plateado desierto de resplandecientes rocas y campos gris verdosos donde el agua había obrado su magia. Todo aquello se le apareció repentinamente como un enormemente frágil depósito de energía, de vida… siempre expuesto al peligro de un repentino giro en el esquema del cambio.
Conocía la fuente de esta reacción. Era la bulliciosa actividad que se desarrollaba en la superficie del desierto bajo él. Contenedores llenos de truchas de arena muertas eran conducidos al interior del sietch para destilar y recuperar su agua. Había miles de aquellas criaturas. Habían acudido atraídas por un tremendo escape de agua. Y era aquel escape el que había hecho galopar la mente de Halleck.
Halleck miró hacia abajo, a través de los campos del sietch y de los confines del qanat donde ya no fluía la preciosa agua. Había visto las brechas en las paredes de piedra del qanat, las laceraciones en la roca por donde el agua se había desparramado en la arena. ¿Quién había provocado aquellas brechas? Algunas de ellas se extendían a lo largo de veinte metros en las secciones más vulnerables del qanat, en lugares donde la blanda arena abarcaba amplias zonas que absorberían rápidamente toda el agua hacia profundas depresiones. Aquellas depresiones estaban plagadas de truchas de arena. Los niños del sietch las estaban matando y capturando.
Equipos de reparación trabajaban en las abiertas paredes del qanat. Otros transportaban mínimas cantidades de agua para regar las plantas más necesitadas. La fuente de agua en la gigantesca cisterna bajo la trampa de viento del Tuek había sido cerrada, cortando el fluir hacia el roto qanat. Tres bombas movidas por energía solar habían sido desconectadas. El agua para regar era recogida ahora de los charcos que habían quedado en el fondo del qanat y, laboriosamente, de la cisterna bajo el sietch.
La estructura metálica del sello de entrada tras Halleck crepitaba al creciente calor del día. Como si este sonido guiara sus ojos, Halleck dirigió su mirada hacia la curva más lejana del qanat, al lugar donde el agua se había derramado más impúdicamente en el desierto. Los planificadores de jardines, que esperaban fuera el jardín del sietch habían plantado allí un árbol de características especiales, que estaba condenado a menos que el flujo de agua fuera restaurado inmediatamente. Halleck contempló la estúpida y ondeante fronda de un sauce ya hecho jirones por la arena y el viento. Para él, aquel árbol simbolizaba la nueva realidad para sí mismo y para Arrakis.
Ambos somos extranjeros aquí.
Se estaban tomando mucho tiempo para su decisión en el sietch, pero le podía ser útil un buen luchador. Los contrabandistas necesitaban siempre buenos hombres. Halleck no se hacía ilusiones acerca de ellos, de todos modos. Los contrabandistas de ahora no eran los contrabandistas que le habían dado refugio hacía ya muchos años, cuando había huido de la disolución del feudo de su Duque. No, aquella era una nueva raza, preocupada tan sólo por el beneficio.
De nuevo centró su atención en aquél estúpido sauce. Le vino a la mente que los tormentosos vientos de aquella nueva realidad podían despedazar a aquellos contrabandistas y a todos sus amigos. Podían destruir a Stilgar con su frágil neutralidad y arrastrar consigo a todas las tribus que permanecían leales a Alia. Todas ellas se convertirían en colonias. Halleck había visto ocurrir lo mismo otras veces, conocía su amargo sabor en su propio mundo natal. Podía verlo claramente, recordando los manierismos de los Fremen de ciudad, la disposición de los suburbios, y la inequívoca forma de proceder de los sietchs rurales que llegaban incluso a influenciar a los propios contrabandistas ocultos allí. Los distritos rurales eran colonias de los centros urbanos. Habían aprendido como llevar aquel blando yugo, se habían juntado con su codicia si no con sus supersticiones. Incluso aquí, especialmente aquí, la gente mostraba la actitud de la población sometida, no la actitud de los hombres libres. Estaban a la defensiva, disimulaban, eran evasivos. Cualquier manifestación de autoridad suscitaba el resentimiento… cualquier autoridad: la Regencia, Stilgar, su propio Consejo…
No puedo confiar en ellos, pensó Halleck. Tan sólo podía servirse de ellos y alimentar su desconfianza hacia los demás. Era triste. Se había perdido el antiguo dar y tomar de los hombres libres. Las viejas tradiciones se habían visto reducidas a palabras rituales, cuyos orígenes se perdían en los recuerdos.
Alia había hecho bien su trabajo, castigando a la oposición y premiando a los aliados, disponiendo las fuerzas Imperiales en forma aparentemente fortuita, ocultando los elementos más importantes de su poder Imperial. ¡Los espías! ¡Dioses de las profundidades, cuántos espías debía tener!
Halleck casi podía ver el mortal ritmo de movimientos y contramovimientos con el cual Alia esperaba mantener siempre desequilibrada a la oposición.
Si los Fremen siguen dormidos, vencerá, pensó.
El sello tras él crujió al ser abierto. Un ayudante del sietch llamado Melides apareció. Era un hombre bajo con un cuerpo parecido a una calabaza que se bamboleaba sobre unas largas piernas y cuya fealdad acentuaba aún más el destiltraje.
—Has sido aceptado —dijo Melides.
Y Halleck percibió el falso disimulo en la voz del hombre. Lo que revelaba aquella voz le dijo a Halleck que aquel iba a ser para él un refugio para un espacio muy limitado de tiempo.
Justo hasta que pueda robar uno de sus tópteros, pensó.
—Mi gratitud a tu Consejo —dijo. Y pensó en Esmar Tuek, de quien aquel sietch había adquirido el nombre. Esmar, muerto hacía mucho tiempo por la traición de alguien, hubiera degollado inmediatamente a aquel Melides.