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Tú divides la arena con tu fuerza; tú abres la cabeza de los dragones en el desierto. Sí, te veo como una bestia surgiendo de entre las dunas; llevas en tu frente los cuernos del cordero, pero hablas como el dragón.

Biblia Católica Naranja Revisada, Arran 11:4

Era la inmutable profecía, los hilos se convirtieron en una cuerda, algo que Leto tenía ahora la impresión de haber conocido toda su vida. Miró por encima de las sombras del atardecer en el Tanzerouft. A ciento setenta kilómetros hacia el norte estaba la Vieja Hendidura, el profundo y retorcido corte a través de la Muralla Escudo por el cual los primeros Fremen habían emigrado al desierto.

No quedaba ninguna duda en Leto. Sabía por qué estaba allí, solo en el desierto, sintiendo que toda aquella tierra le pertenecía, que debía obedecer sus órdenes. Sintió la cuerda que lo conectaba con toda la humanidad, y aquella profunda necesidad de un universo de experiencias que tuviera un sentido lógico, un universo de regularidades reconocibles dentro de sus perpetuos cambios.

Conozco este universo.

El gusano que lo había conducido hasta allí había acudido cuando él había golpeado rítmicamente el suelo con su pie e, irguiéndose ante él, se había inmovilizado como una bestia obediente. Había subido a su lomo y, utilizando tan sólo las manos amplificadas por la membrana, había dejado al descubierto el sensible extremo de uno de sus anillos para mantenerlo en la superficie. El gusano había quedado exhausto tras su caminata de toda la noche hacia el norte. Su «factoría» interna de silicio y sulfuro había trabajado a toda su capacidad, exhalando densas fumarolas de oxígeno que el viento había lanzado contra Leto, envolviéndolo en torbellineantes vapores. A veces las intensas y ardientes exhalaciones lo habían aturdido, llenando su mente con extrañas percepciones. La reflexiva y circular subjetividad de sus visiones lo habían arrojado hacia sus antepasados, obligándole a revelar porciones de su pasado terrestre, comparando luego esas porciones con su cambiante yo.

Podía sentir ya cuán lejos estaba de algo que fuera reconociblemente humano. Seducida por la especia, de la que engullía hasta el más mínimo rastro, la membrana que lo recubría ya no era un conjunto de truchas de arena, al igual que él ya no era un ser humano. Los cilios se habían hundido en su carne, formando una nueva criatura que experimentaría su propia metamorfosis en los eones futuros.

Tú viste esto, padre, y lo rechazaste, pensó. Era algo demasiado terrible de afrontar.

Leto sabía lo que se había creído de su padre, y el porqué.

Muad’Dib murió de presciencia.

Pero Paul Atreides había pasado del universo de la realidad al alam al-mythal, donde seguía vivo, huyendo de aquello que su hijo había afrontado.

Ahora tan sólo existía el Predicador.

Leto se acurrucó en la arena y dirigió su atención hacia el norte. El gusano tenía que llegar de aquella dirección, y a su lomo cabalgarían dos personas: un joven Fremen y un hombre ciego.

Una bandada de pálidos murciélagos pasó sobre la cabeza de Leto, siguiendo su camino hacia el sudeste. Eran minúsculos puntos en el cada vez más oscuro cielo, pero el adiestrado ojo Fremen podría seguir su curso para descubrir dónde se hallaba su refugio. El Predicador evitaría aquel refugio, pensó. Su destino era Shuloch, donde los murciélagos salvajes no eran permitidos porqué podían guiar a los extranjeros hasta aquel lugar secreto.

El gusano apareció en un principio como un oscuro movimiento entre el desierto y el cielo septentrional. Matar, la lluvia de arena que caía de las grandes altitudes procedente de una moribunda tormenta, lo oscureció durante unos pocos minutos, para volver a aparecer luego, más nítido y cercano.

La fría línea en la base de la duna donde se había acurrucado Leto empezaba a condensar su humedad nocturna. Notó la frágil humedad en sus fosas nasales, ajustó la burbuja formada por la membrana sobre su boca. Ya no tenía ninguna necesidad de beber agua o sorber humedad de cualquier cosa impregnada en ella. De los genes de su madre había heredado el largo y ancho intestino Fremen que permitía absorber el agua de cualquier cosa que pasara por él. Y su viviente destiltraje absorbía y retenía cualquier indicio de humedad que encontrara. Incluso mientras permanecía sentado allí, la membrana que estaba en contacto con la arena había emitido una serie de cilios seudópodos que capturaban cualquier asomo de energía que pudiera almacenar.

Leto estudió el gusano que se acercaba. Sabía que en aquel entonces el joven guía ya debía haberlo visto, notando la mancha en la cima de la duna. El conductor del gusano no podía discernir por el momento qué era aquel objeto que veía en la distancia, pero aquel era un problema que el adiestramiento Fremen le había enseñado cómo afrontar: Cualquier objeto desconocido era peligroso. Las reacciones del joven guía eran predecibles, incluso sin ninguna visión.

De acuerdo con esta predicción, el rumbo del gusano se desvió ligeramente y se centró directamente en Leto.

Los gusanos gigantes eran un arma que los Fremen habían empleado multitud de veces. Los gusanos habían ayudado a vencer a Shaddam y a Arrakeen. Aquel gusano, sin embargo le falló a los designios de su montura. Hizo alto a diez metros de distancia, y no hubo forma de hacerlo avanzar ni siquiera un grano más de arena.

Leto se puso en pie, sintiendo que los cilios se replegaban en la parte de su membrana que había estado en contacto con el suelo. Liberó su boca y gritó en voz alta:

¡Achlan, wasachlan!«¡Bienvenidos, dos veces bienvenidos!».

El hombre ciego permanecía inmóvil tras su guía, en el lomo del gusano, con una mano puesta sobre el hombro del muchacho. Mantenía erguida la cabeza, con la nariz apuntada hacia Leto, como intentando oler la naturaleza de aquella interrupción. El ocaso teñía de naranja su frente.

—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre ciego, agitando el hombro de su guía—. ¿Por qué nos hemos detenido? —Su voz era nasal a través de los filtros de su destiltraje.

El muchacho miró temerosamente a Leto y dijo:

—Es únicamente alguien solo en el desierto. Un niño, según lo que parece. He intentado que el gusano lo arrollara, pero el gusano se ha negado.

—¿Por qué no me lo has dicho? —gruñó el hombre ciego.

—¡Creía que era tan sólo alguien perdido en el desierto! —protestó el muchacho—. Pero es un demonio.

—Has hablado como un auténtico hijo de Jacurutu —dijo Leto—. Y tú, señor, tú eres el Predicador.

—Lo soy, sí. —Y había miedo en la voz del Predicador, a causa de que finalmente había encontrado su propio pasado.

—Esto no es un jardín —dijo Leto—, pero sois bienvenidos a compartir este lugar conmigo, esta noche.

—¿Quién eres? —preguntó el Predicador—. ¿Cómo has conseguido detener a nuestro gusano? —Había un ominoso tono de reconocimiento en la voz del Predicador. Leto pidió a su mente los recuerdos de su visión alternativa… sabiendo que podía interrumpirla precisamente allí.

—¡Es un demonio! —protestó el joven guía—. Debemos huir de este lugar, o nuestras almas…

—¡Silencio! —restalló el Predicador.

—Soy Leto Atreides —dijo Leto—. Vuestro gusano se ha detenido porque yo se lo he ordenado.

El Predicador se inmovilizó en un helado silencio.

—Ven, padre —dijo Leto—. Baja y deja transcurrir la noche conmigo. Puedo ofrecerte un dulce jarabe para beber. Veo que lleváis fremochilas con comida y depósitos de agua. Compartiremos nuestras riquezas aquí sobre la arena.

—Leto es todavía un niño —protestó el Predicador—. Y dicen que ha sido muerto por la traición de los Corrino. No hay indicios de niñez en tu voz.

—Tú me conoces, señor —dijo Leto—. Soy pequeño por mi edad, pero mi experiencia es antigua, y mi voz ha aprendido.

—¿Qué haces tú en el Desierto Profundo? —preguntó el Predicador.

Bu ji —dijo Leto. «Nada de nada». Era la respuesta de un vagabundo Zensunni, alguien que actuaba sólo desde una descansada posición, sin esfuerzo y en armonía con todo lo que lo rodeaba.

El Predicador sacudió el hombro de su guía.

—¿Es un niño, realmente es un niño?

Aiya —dijo el muchacho, con su atención temerosamente centrada en Leto.

Un profundo y tembloroso suspiro agitó al Predicador.

—No —dijo.

—Es el demonio bajo la forma de un niño —dijo el guía.

—Pasaréis aquí la noche —dijo Leto.

—Haremos lo que dice —aceptó el Predicador. Soltó el asidero de su guía, se deslizó por el flanco del gusano, guiándose por uno de sus anillos hasta alcanzar la arena y saltando hacia adelante cuando sus pies entraron en contacto con ella. Girándose, dijo:

—Suelta al gusano y envíalo a hundirse en la arena. Está cansado y no nos molestará.

—¡El gusano no se irá! —protestó el muchacho.

—Se irá —dijo Leto—. Pero si intentas huir con él, haré que te devore. —Se movió hacia un lado, fuera del alcance de los sentidos del gusano, y señaló en la dirección de dónde había venido—. Hacia allí.

El muchacho aguijoneó ligeramente un anillo detrás de él, retorciendo uno de los garfios de doma que lo mantenían abierto. Lentamente, el gusano empezó a deslizarse por la arena, girando a medida que el muchacho deslizaba el garfio hacia su flanco.

El Predicador, siguiendo el sonido de la voz de Leto, descendió por la pendiente de la duna y se detuvo a dos pasos de él. Realizó todos sus movimientos con una tranquila seguridad, y Leto supo que su encuentro no iba a ser fácil.

Allí se bifurcaban las visiones.

—Quítate la máscara del destiltraje, padre —dijo Leto.

El Predicador obedeció, echando hacia atrás su capucha y retirando la máscara que cubría su boca.

Sabiendo cuál era su propia apariencia, Leto estudió aquel rostro, captando la semejanza de los rasgos delineados por la luz del atardecer. Aquellos rasgos formaban una indefinible reconciliación, un sendero de genes sin confines precisos, y no había posibilidad de equivocarse. Aquellos rasgos habían llegado hasta Leto de los días húmedos, de los días de abundante agua, de los milagrosos mares de Caladan. Pero ahora se hallaban en una encrucijada en Arrakis, mientras la noche se desparramaba sobre las dunas.

—Así, padre —dijo Leto, mirando hacia su izquierda, donde podía ver al joven guía regresando penosamente hacia ellos desde el lugar donde había abandonado al gusano.

¡Mu zein! —dijo el Predicador, barriendo el aire con la mano en un gesto brusco. «¡Esto no es bueno!».

Koolish zein —dijo Leto con voz suave. «Esto es todo lo bueno que podremos tener nunca». Y añadió, hablando en chakobsa, el lenguaje de batalla Atreides—: ¡Aquí estoy; aquí me quedo! No podemos olvidar esto, padre.

Los hombros del Predicador se relajaron. Puso ambas manos sobre sus vacías órbitas en un gesto no realizado desde hacía mucho tiempo.

—Un día te presté la vista de mis ojos y tomé tus recuerdos —dijo Leto—. Sé tus decisiones y he estado en el lugar donde te ocultaste.

—Lo sé. —El Predicador bajó sus manos—. ¿Te quedarás?

—Me pusiste el nombre del hombre que insertó esto en su escudo de armas —dijo Leto—: ¡J’y suis, j’y reste!

El Predicador suspiró profundamente.

—¿Cuán lejos has llegado con lo que has hecho de ti mismo?

—Mi piel ya no es la mía, padre.

El Predicador se estremeció.

—Entonces sé cómo me has hallado aquí.

—Sí, he atado mi memoria a un lugar que mi carne nunca había conocido —dijo Leto—. Necesito pasar una noche con mi padre.

—Yo no soy tu padre. Soy tan sólo una pobre copia, una reliquia. —Giró su cabeza hacia el ruido del guía que se aproximaba—. Ya no consulto las visiones para conocer mi futuro.

Mientras hablaba, la oscuridad invadió el desierto. Las estrellas se encendieron sobre sus cabezas y Leto giró también su cabeza hacia el guía que se aproximaba.

¡Wubakh ul kuhar! —le gritó Leto al joven. «¡Saludos!».

La respuesta llegó desde lejos:

¡Subakh un nar!

Hablando con un ronco susurro, el Predicador dijo:

—Ese joven Assan Tariq es peligroso.

—Todos los Desheredados son peligrosos —dijo Leto—. Pero no para mí. —Habló en tono bajo, conversacional.

—Si esta es tu visión, yo no la compartiré —dijo el Predicador.

—Quizá no tengas elección —dijo Leto—. Tú eres el fit-haqiqa, la Realidad. Tú eres Abu Dhur, el Padre de los Indefinidos Caminos del Tiempo.

—Yo no soy más que el cebo en una trampa —dijo el Predicador, y su voz era amarga.

—Y Alia ya ha devorado este cebo —dijo Leto—. Pero no le ha gustado su sabor.

—¡No puedes hacer esto! —siseó el Predicador.

—Ya lo he hecho. Mi piel ya no es la mía.

—Quizá aún no sea demasiado tarde para que tú…

—Es demasiado tarde —Leto inclinó hacia un lado su cabeza. Podía oír a Assan Tariq ascendiendo penosamente por la ladera de la duna hacia ellos, guiándose por el sonido de sus voces—. Saludos, Assan Tariq de Shuloch —dijo.

El muchacho se detuvo justo debajo de Leto en la ladera de la duna, una oscura sombra a la luz de las estrellas. Había indecisión en la rigidez de sus hombros, en la forma como inclinaba la cabeza.

—Sí —dijo Leto—, yo soy el que escapó de Shuloch.

—Cuando oí… —empezó el Predicador. Y luego—: ¡puedes hacer esto!

—Lo estoy haciendo. ¿Qué importancia tiene si te vuelves ciego una segunda vez?

—¿Crees que le temo? —preguntó el Predicador—. ¿No ves el selecto guía que me han proporcionado?

—Lo veo. —Leto se enfrentó de nuevo con Tariq—. ¿No me has oído, Assan? Soy el que escapó de Shuloch.

—Eres un demonio. —El muchacho temblaba.

—Tu demonio —dijo Leto—. Pero tú eres mi demonio.

—Y Leto sintió la tensión crecer entre él y su padre. Había un juego de sombras a todo su alrededor, una proyección de formas inconscientes. Y Leto sintió los recuerdos de su padre, una especie de profecía retrospectiva que escogía las visiones para formar la realidad concreta de aquel instante.

Tariq captó aquella batalla de las visiones. Retrocedió varios pasos por la ladera.

—Tú no puedes controlar el futuro —susurró el Predicador, y el sonido de su voz estaba lleno de esfuerzo, como si estuviera levantando un enorme peso.

Leto captó la disonancia entre ellos. Era un elemento del universo contra el que luchaba toda su vida. Él o su padre se verían muy pronto forzados a actuar, tomando una decisión a través de este acto, eligiendo una visión. Y su padre tenía razón: intentando alcanzar el supremo control del universo, uno tan solo conseguía forjar las armas con las cuales eventualmente este universo te vencería. Elegir y controlar una visión requería mantener el equilibrio sobre un único y delgado hilo… hacer el papel de Dios allá en lo alto, en la cuerda floja, con la cósmica soledad a ambos lados. Ninguno de los contendientes podía retirarse a la muerte-como-cese-de-la-paradoja. Cada uno de ellos conocía las visiones y las reglas. Todas las viejas ilusiones estaban muriendo. Y cuando uno de los contendientes se moviera, el otro debería hacer un contramovimiento. La única auténtica verdad que importaba ahora para ellos era la que los separaba de la visión de fondo. No había ningún lugar seguro, tan sólo un descanso transitorio de relaciones, confinado en los límites ahora impuestos y amenazados por inevitables cambios. Cada uno de ellos tenía tan solo un desesperado y solitario valor al que agarrarse, pero Leto poseía dos ventajas: se había adentrado por propia voluntad en un sendero sin retorno, y había aceptado las terribles consecuencias de un acto. Su padre en cambio confiaba aún en que hubiera algún camino que le permitiera retroceder, y no había tomado ninguna decisión definitiva.

—¡No debes! ¡No debes! —jadeó el Predicador.

Ve cuál es mi ventaja, pensó Leto.

Habló en tono conversacional, enmascarando sus propias tensiones, el esfuerzo por mantener el equilibrio requerido por aquella confrontación a alto nivel.

—No creo apasionadamente en la verdad, no poseo otra fe que aquella que yo mismo voy creando —dijo. Y entonces captó un movimiento entre él y su padre, algo con características granulares que alcanzó tan sólo a la propia apasionada creencia subjetiva de Leto en sí mismo. A través de tal creencia supo que había clavado los indicadores del Sendero de Oro. Algún día tales indicadores podrían decirles a otros cómo llegar a ser humanos, una extraña donación por parte de una criatura que ya no era humana en aquellos momentos. Pero esos indicadores solían ser colocados siempre por apostadores. Leto se sintió disperso a través de todo el conjunto de sus vidas interiores y, sintiendo esto, se lanzó a la apuesta suprema.

Husmeó suavemente el aire, buscando las señales que tanto él como su padre esperaban. Quedaba todavía una pregunta: ¿habría puesto su padre en guardia al aterrado joven guía que aguardaba bajo ellos?

En aquel momento Leto percibió el ozono, el traicionero olor de un escudo. Fiel a las órdenes recibidas de los Desheredados, el joven Tariq estaba intentando matar a aquellos dos peligrosos Atreides, sin saber los horrores a los que los precipitaría aquello.

—No lo hagas —susurró el Predicador.

Pero Leto sabía que la señal era verdadera. Notó el ozono pero no había ninguna picazón en el aire a su alrededor Tariq usaba un pseudoescudo en el desierto, un arma desarrollada exclusivamente para Arrakis. El Efecto Holtzmann atraería a un gusano, haciéndolo enloquecer al mismo tiempo. Nada podría detener a un tal gusano… ni agua, ni la presencia de una trucha de arena… absolutamente nada. Sí, el muchacho había plantado el instrumento en la ladera de la duna, y estaba empezando a alejarse de la zona peligrosa. Leto saltó de la cresta de la duna, oyendo a su padre gritar su protesta. Pero el terrible ímpetu de los amplificados músculos de Leto impulsó su cuerpo como un misil. Una mano tendida aferró el cuello del destiltraje de Tariq, la otra restalló para agarrar al condenado muchacho por la cintura. Se oyó un solo crujido cuando el cuello se partió. Leto rodó por el suelo, guiando a su cuerpo como un instrumento delicadamente equilibrado hasta el lugar exacto donde el pseudoescudo había sido enterrado en la arena. Sus dedos excavaron con potente fuerza hasta poner al descubierto el instrumento; lo sacó y lo arrojó lejos de ellos, hacia el sur.

Poco después le llegó un gran siseo procedente del desierto, seguido de un intenso fragor allá donde había ido a caer el pseudoescudo. Luego el fragor disminuyó, y se hizo de nuevo el silencio.

Leto alzó la vista hacia la cima de la duna, donde su padre permanecía inmóvil, todavía desafiante, pero vencido. Aquel era Paul Muad’Dib, ciego, furioso, cerca de la desesperación como consecuencia de su huida de la visión que Leto había aceptado. La mente de Paul podía reflexionar ahora en el Long Koan Zensunni: «En aquel acto de predicción de un futuro exacto, Muad’Dib introdujo un elemento de desarrollo y evolución propio de la verdadera presciencia a través de la cual veía la existencia humana. Haciendo esto, derramó la incertidumbre sobre él. Buscando lo absoluto de una predicción ordenada, amplificó el desorden, distorsionó la predicción».

Regresando a la cresta de la duna de un solo salto, Leto dijo:

—Ahora yo soy tu guía.

—¡Nunca!

—¿Prefieres regresar a Shuloch? Incluso aunque te dieran la bienvenida viéndote llegar sin Tariq, ¿dónde está ahora Shuloch? ¿Pueden verlo tus ojos?

Paul afrontó entonces a su hijo, clavando sus vacías órbitas en Leto.

—¿Conoces realmente el universo que has creado aquí?

Leto captó el particular énfasis. La visión que ambos sabían había iniciado allí con aquel terrible movimiento había requerido un acto de creación en un determinado punto en el tiempo. Debido a aquel momento, todo el universo consciente compartía una perspectiva lineal del tiempo que poseía características de ordenada progresión. Habían entrado en aquel tiempo como si hubieran saltado de un vehículo en movimiento, y tan sólo habían podido hacerlo de aquella manera.

Frente a aquello, Leto sujetaba las riendas de sus muchos hilos, equilibradas en su propia perspectiva multivisión del tiempo, multilineal y multiintersectada. Era el hombre dotado de vista en un universo de ciegos. Tan sólo él podía dispersar la ordenación racional debido a que su padre ya no podía seguir sujetando las riendas. En la perspectiva de Leto, un hijo había alterado el pasado. Y un pensamiento tal como podía ser esbozado en el más lejano futuro podía reflejarse en el ahora y mover su mano.

Sólo su mano.

Paul sabía esto debido a que ya no podía ver cómo Leto maniobraría las riendas, tan sólo podía reconocer las inhumanas consecuencias que Leto había aceptado. Y pensó: Este es el cambio por el cual he rogado. ¿Por qué tengo miedo de él? ¡Porque es el Sendero de Oro!

—Estoy aquí para darle una finalidad a la evolución y, al mismo tiempo, para darle una finalidad a nuestras visiones —dijo Leto.

—¿Deseas vivir esos miles de años, cambiando de la forma que sabes vas a cambiar?

Leto supo que su padre no estaba hablando de cambios físicos. Ambos sabían las consecuencias físicas: Leto se adaptaría y adaptaría; la piel-que-ya-no-era-la-suya se adaptaría y se adaptaría. El impulso evolutivo de cada una de las partes se fundiría con el de la otra, y una única transformación emergería de todo ello. Cuando llegara la metamorfosis, si llegaba, una criatura pensante de aterradoras dimensiones emergería sobre el universo… y aquel universo la veneraría.

No… Paul se estaba refiriendo a los cambios internos, los pensamientos y decisiones que infligirían a sus seguidores.

—Aquellos que te creen muerto —dijo Leto—, sabes como refieren tus últimas palabras.

—Por supuesto.

Ahora hago lo que toda la vida tuve que hacer al servicio de la vida —dijo Leto—. Tú nunca dijiste esto, pero un Sacerdote que pensó que nunca ibas a regresar para llamarle mentiroso puso esas palabras en tu boca.

—No lo llamaré mentiroso —Paul suspiró profundamente—. Son unas buenas últimas palabras.

—¿Quieres quedarte aquí o volver a aquella choza en la depresión de Shuloch? —preguntó Leto.

—Ahora este es tu universo —dijo Paul.

Aquellas palabras llenas de fracaso penetraron profundamente en Leto. Paul había intentado conducir los últimos hilos de una visión personal, una elección que había tomado muchos años antes en el Sietch Tabr. Por ello había aceptado su papel como instrumento de venganza de los Desheredados, los supervivientes de Jacurutu. Ellos lo habían contaminado, pero lo había preferido a su visión de aquel universo que Leto había elegido.

La tristeza que había en Leto era tan grande que no pudo hablar durante unos minutos. Cuando consiguió dominar su voz, dijo:

—Por eso has puesto el cebo ante Alia, tentándola y desorientándola para obligarla a actuar y tomar decisiones equivocadas. Y ahora ella sabe quién eres.

—Lo sabe… Sí, lo sabe. —La voz de Paul era vieja y estaba cargada de ocultas protestas. Sin embargo, había una reserva de desconfianza en él. Dijo—: Te apartaré de tu visión, si puedo.

—Miles de años de paz —dijo Leto—. Eso es lo que les daré.

—¡Inactividad! ¡Estancamiento!

—Por supuesto. Y esas formas de violencia que permitiré. Será una lección que la humanidad no podrá olvidar nunca.

—¡Escupo en tu lección! —dijo Paul—. ¿Crees que no he visto nunca nada similar a lo que tú has elegido?

—Lo has visto —admitió Leto.

—¿Acaso es tu visión mejor que la mía?

—En absoluto mejor. Quizá peor incluso —dijo Leto.

—Entonces, ¿qué puedo hacer sino resistirte? —preguntó Paul.

—¿Matarme, quizá?

—No soy tan inocente. Sé lo que has puesto en movimiento. Sé de los qanats destrozados y de los disturbios.

—Y ahora Assan Tariq nunca regresará a Shuloch. Tú deberás volver conmigo o no volver nunca, porque ahora ésta es mi visión.

—Elijo no volver.

Qué vieja suena su voz, pensó Leto, y aquel pensamiento era un lacerante dolor.

—Tengo el anillo del halcón de los Atreides oculto en mi dishdasha —dijo—. ¿Quieres que te lo devuelva?

—Oh, si hubiera muerto —susurró Paul—. Realmente deseaba morir cuando me adentré en el desierto aquella noche pero sabía que no podía dejar este mundo. Debía volver atrás y…

—Restituir la leyenda —dijo Leto—. Lo sé. Y los chacales de Jacurutu estaban esperando a por ti aquella noche como sabías que iban a estar esperando. ¡Ellos deseaban tus visiones! Y tú lo sabías.

—Me negué. Nunca les he dado ninguna visión.

—Pero ellos te contaminaron. Te atiborraron con esencia de especia y te doblegaron con mujeres y sueños. Y tú tuviste visiones.

—Algunas veces —qué sardónica sonaba su voz.

—¿Tomarás tu anillo con el halcón? —preguntó Leto.

Paul se sentó bruscamente en la arena, una mancha oscura sobre el estrellado cielo.

—¡No!

Así pues, conoce la futilidad de ese sendero, pensó Leto. Aquello revelaba mucho, pero no lo suficiente. La discusión acerca de las visiones se había desplazado del delicado de las elecciones al más basto de descartar alternativas. Paul sabía que no podía vencer, pero al menos esperaba anular aquella única visión a la cual se aferraba Leto.

Unos instantes más tarde, Paul dijo:

—Sí, fui contaminado por Jacurutu. Pero tú te has contaminado a ti mismo.

—Eso es cierto —admitió Leto—. Soy tu hijo.

—¿Y eres un buen Fremen?

—Sí.

—¿Permitirás a un hombre ciego adentrarse finalmente en el desierto? ¿Permitirás que busque la paz bajo mis propios términos? —golpeó la arena a su lado.

—No, no te lo permitiré —dijo Leto—. Pero estás en tu derecho de dejarte caer sobre tu propio cuchillo si insistes en ello.

—¡Y a ti te quedará mi cuerpo!

—Exacto.

—¡No!

De modo que conoce ese sendero, pensó Leto. La entronización del cuerpo de Muad’Dib por parte de su hijo podía ser considerada como una forma de consolidar la visión de Leto.

—Nunca se lo has dicho a ellos, ¿verdad, padre? —preguntó Leto.

—Nunca se lo he dicho.

—Yo en cambio sí se lo he dicho —dijo Leto—. Se lo he dicho a Muriz. Kralizec, el Huracán en los Límites del Universo.

Paul hundió los hombros.

—No puedes —susurró—. No puedes.

—Ahora soy una criatura de este desierto, padre —dijo Leto—. ¿Le hablarías así a una tormenta de Coriolis?

—Me consideras un cobarde porque he rehusado ese sendero —dijo Paul, con voz ronca y temblorosa—. Oh, te comprendo bien, hijo. Los augurios y los auspicios han sido siempre sus propios tormentos. ¡Pero nunca me he perdido en los futuros posibles porque esto es algo inexpresable!

—Tu Jihad será un picnic veraniego por Caladan en comparación —admitió Leto—. Ahora te acompañaré con Gurney Halleck.

—¡Gurney! Sirve a la Hermandad a través de mi madre.

Y entonces Leto comprendió los límites de la visión de su padre.

—No, padre. Gurney ya no sirve a nadie. Conozco el lugar donde se halla y puedo llevarte hasta él. Ya es tiempo de que sea creada la nueva leyenda.

—Veo que no puedo influir en ti. Déjame tocarte entonces, ya que eres mi hijo.

Leto adelantó su mano derecha hasta encontrar los sarmentosos dedos, notó su fuerza, la igualó, y resistió cada movimiento del brazo de Paul.

—Ni siquiera un cuchillo envenenado puede hacerme daño ahora —dijo Leto—. Pertenezco a otra química.

Las lágrimas rodaron por aquellas órbitas vacías, y Paul soltó su presa, dejando caer su mano al costado.

—Si hubiera elegido tu sendero, me hubiera convertido en el bicouros de shaitan. ¿En qué te vas a convertir tú?

—Por un tiempo también me llamarán el misionero de shaitan —dijo Leto—. Luego empezarán a maravillarse y, finalmente, comprenderán. No avanzaste lo suficiente en tu visión, padre. Tus manos han hecho cosas buenas y malas.

—¡Pero el mal surgió tras haberlas hecho!

—Así es la forma como se manifiestan muchos grandes males —dijo Leto—. Tú has cruzado tan sólo por encima de una parte de mi visión. ¿Acaso tu fuerza no era suficiente?

—Sabes que no me hubiera podido detener allí. Nunca hubiera podido acometer un acto que trajera un mal sabiéndolo antes de acometerlo. Yo no soy Jacurutu. —Se puso en pie—. ¿Crees que soy uno de esos que ríen solos por la noche?

—Es triste que nunca hayas sido realmente Fremen —dijo Leto—. Nosotros los Fremen sabemos cómo actuar como arifa. Nuestros jueces pueden elegir entre los distintos males. Siempre ha sido así para nosotros.

—¿Fremen, no? Esclavos del destino que tú has ayudado a crear —Paul se irguió frente a Leto, avanzó con un movimiento extrañamente tímido, tocó el protegido brazo de Leto, lo exploró hasta donde la membrana dejaba al descubierto una oreja, luego la mejilla y, finalmente, la boca—. Ahhhh, ésta es todavía tu carne —dijo—. ¿Dónde te va a llevar esta carne? —Retiró la mano.

—A un lugar donde los seres humanos puedan crear su futuro instante a instante.

—Eso es lo que dices. Una Abominación quizá dijera lo mismo.

—No soy una Abominación, aunque hubiera podido serlo —dijo Leto—. Vi lo que ocurría con Alia. Un demonio vive en ella, padre. Ghani y yo conocemos a ese demonio: es el Barón, tu abuelo.

Paul enterró el rostro entre sus manos. Sus hombros se estremecieron por un instante; luego apartó sus manos, y su boca se había convertido en una línea dura.

—He aquí una maldición sobre nuestra Casa. He rogado para que tú arrojaras ese anillo a la arena, para que renegaras de mí y te apartaras para iniciar… otra vida. Era allí donde te esperaba.

—¿A qué precio?

Tras un largo silencio, Paul dijo:

—El fin determina el camino que conduce hasta él. Sólo una vez dejé de luchar por mis principios. Tan sólo una vez. Acepté el mahdinato. Lo hice por Chani, pero esto hizo de mí un mal líder.

Leto descubrió que no podía responder a eso. El recuerdo de aquella decisión estaba dentro de él.

—No puedo mentirte más de lo que pueda mentirme a mí mismo —dijo Paul—. Lo sé. Cada hombre debería tener un auditor así. Tan sólo te preguntaré una cosa: ¿Es necesario el Huracán en los Límites del Universo?

—Es esto, o la extinción de la humanidad.

Paul captó la veracidad en las palabras de Leto, y habló en voz baja, reconociendo la mayor amplitud de la visión de su hijo.

—No vi eso entre las posibles elecciones.

—Creo que la Hermandad lo sospecha —dijo Leto—. No puedo aceptar ninguna otra explicación a las decisiones de mi abuela.

El viento nocturno empezó a soplar entonces heladamente en torno a ellos. Hizo chasquear las ropas de Paul alrededor de sus piernas. Se estremeció. Viendo aquello, Leto dijo:

—Tienes una mochila, padre. Inflaré la tienda y podremos pasar la noche confortablemente.

Pero Paul tan sólo consiguió agitar la cabeza, sabiendo que no podría hallar confort en aquella ni en ninguna otra noche. Muad’Dib, el Héroe, debía ser destruido. Lo había dicho él mismo. Tan sólo el Predicador podía continuar existiendo ahora.