Aquello que vosotros, miembros del directorio de la CHOAM, parecéis incapaces de comprender, es que muy pocas veces puede alabarse la lealtad en el comercio. ¿Cuándo habéis oído por última vez que un empleado haya dado la vida por su compañía? Quizá vuestra imperfección resida en la falsa convicción de que podéis ordenar a los hombres a pensar y a cooperar. Esto ha fallado siempre, desde las religiones a las organizaciones políticas y militares, a lo largo de toda la historia. Las organizaciones políticas y militares tienen una larga tradición de haber destruido así a sus propias naciones. En cuanto a las religiones, recomiendo una relectura de Tomás de Aquino. En cuanto a vosotros, los de la CHOAM, ¡en qué estupideces creéis! Los hombres quieren hacer las cosas movidos por sus propios impulsos más profundos. La gente, no las organizaciones comerciales o las cadenas de mando, son los que hacen que las grandes civilizaciones funcionen. Cada civilización depende de la calidad de los individuos que produce. Si vosotros superorganizáis a los seres humanos, los superlegalizáis, suprimís su ímpetu hacia la grandeza… no podrán funcionar, y su civilización se colapsará.
Una carta a la CHOAM, atribuida al PREDICADOR
Leto salió del trance con una suave transición que no marcó un límite definitorio entre ambas condiciones. Simplemente se movió de un nivel de consciencia al otro.
Supo dónde estaba. Un flujo de energía lo atravesó, pero captó otro mensaje del viciado aire mortalmente carente de oxigeno del interior de la destiltienda. Si se hubiera negado a moverse, supo que hubiera permanecido atrapado en aquel seno sin tiempo, el eterno ahora en el que todos los acontecimientos coexisten. Aquella perspectiva lo atrajo. Vio el Tiempo como una convención creada por la mente colectiva de todos los seres conscientes. Tiempo y Espacio eran categorías impuestas al universo por su Mente. Lo único que tenía que hacer era liberarse de la multiplicidad a la que lo atraían las visiones prescientes. Una elección audaz podía hacer cambiar los futuros provisionales.
¿Cuánta audacia requería este momento?
El estado de trance seguía atrayéndolo. Leto sintió que había regresado del alam al-mythal al universo real sólo para descubrir que ambos eran idénticos. Deseó mantenerse en la magia Rihani de su revelación, pero la supervivencia exigía que tomara decisiones. Su apego a la vida envió señales a lo largo de sus nervios.
Bruscamente adelantó su mano derecha hacia donde había dejado el compresor de arena. Lo aferró, giró sobre su estómago, y soltó el sello del esfínter de la tienda. Una cascada de arena cayó sobre su mano. Trabajando en la oscuridad, empujado por el temor a quedarse definitivamente sin aire, puso rápidamente manos a la obra, excavando un túnel en un ángulo casi vertical. Recorrió seis veces la longitud de su propio cuerpo antes de surgir a las tinieblas y al aire puro. Se deslizó fuera de la ladera de una curvada duna, iluminada por la luz lunar, a casi un tercio de altura de su cima.
La Segunda Luna brillaba sobre él. Avanzó rápidamente hacia el lado oscuro de la duna, y las estrellas desplegaron su manto sobre él como rocas resplandecientes en un sendero. Leto buscó la constelación del Vagabundo, la encontró y dejó que su mirada siguiera el extendido brazo hasta el brillante esplendor de Foum al-Hout, la estrella polar del sur.
¡Aquí tienes todo tu maldito universo para ti!, pensó. Visto de cerca, era un lugar en constante movimiento como la arena a todo su alrededor, un lugar de cambios, una unicidad formada por una sucesión de unicidades. Visto de lejos, sólo se distinguían los esquemas más amplios, y esos esquemas empujaban a uno a creer en lo absoluto.
En lo absoluto es donde podemos perder nuestro camino. Aquello le hizo pensar en la advertencia familiar de una tonada Fremen: «Aquél que pierde su camino en el Tanzerouft pierde su vida». Los esquemas podían guiar y podían ser trampas. Uno tenía que recordar que los esquemas cambian.
Suspiró profundamente, actuando con rapidez. Se metió de nuevo en el túnel, deshinchó la tienda, la extrajo fuera, y la metió de nuevo en la fremochila.
Un resplandor vinoso empezó a aparecer por el horizonte oriental. Se colgó la fremochila al hombro, trepó a la cresta de la duna, y se detuvo allí, inmóvil en el frío aire precursor del alba, hasta que sintió el calor del naciente sol acariciar su mejilla derecha. Se tiznó las órbitas para reducir la reflexión, sabiendo que debía mejor adaptarse al desierto antes que combatirlo. Cuando hubo metido de nuevo el tiznador en la mochila sorbió uno de los tubos de recuperación, tragando una pequeña bocanada de agua, y luego aire.
Dejándose caer en la arena, empezó a revisar su destiltraje, llegando finalmente a las bombas en los talones. Habían sido hábilmente cortadas con un afilado cuchillo. Se sacó el destiltraje y lo reparó, pero el daño ya estaba hecho. Al menos la mitad del agua de su cuerpo se había perdido. De no ser por la hermeticidad de su destiltienda… Reflexionó en aquello mientras volvía a ponerse el destiltraje, pensando en lo extraño que era que él no hubiera anticipado aquello. Aquel era obviamente uno de los peligros de un futuro sin visiones.
Se acuclilló en la cresta de la duna, compenetrándose con la soledad de aquel lugar. Dejó vagar su mirada, rastreando la arena en busca de algún orificio, cualquier irregularidad de las dunas que pudiera indicar especia o la actividad de un gusano. Pero la tormenta había estampado su uniformidad sobre todo el paisaje. Entonces sacó un martilleador de la fremochila, lo armó, y activó el rotor para llamar a Shai-Hulud de sus profundidades. Luego se apartó a un lado y esperó.
El gusano tardó en llegar. Lo oyó antes de verlo, y se giró hacia el este, donde el susurro de la tierra removida hacia temblar el aire, y esperó hasta el primer estallido anaranjado de la boca surgiendo de la arena. El gusano se desenterró de las profundidades con un gigantesco torbellino de polvo que oscureció sus flancos. La curvilínea pared grisácea pasó al lado de Leto, que plantó sus garfios de doma, escalando ágilmente el costado. Hizo girar al gusano hacia el sur en una gran curva antes incluso de terminar su escalada.
Bajo la acción de los garfios, el gusano cobró velocidad. El viento aplastaba la ropa de Leto contra su cuerpo. Se sintió estimulado por el propio estímulo del gusano, con una fuerte corriente creativa atravesándolo de parte a parte. Cada planeta tenía su propio período, se recordó a sí mismo, y cada vida también.
El gusano era del tipo que los Fremen llamaban «refunfuñador». Frecuentemente plantaba sus anillos delanteros en la arena y agitaba violentamente la cola en el aire. Esto producía broncos sonidos y hacía que parte de su cuerpo se arqueara sobre la arena en agitadas ondulaciones. De todos modos era un gusano rápido, y cuando avanzaba en la misma dirección del viento las ardientes exhalaciones de su cola parecían la brisa de un horno lanzada contra él. El aire estaba cargado con los acres olores arrastrados por la producción de oxígeno.
Mientras el gusano se apresuraba hacia el sur, Leto dejó que su mente vagara libre. Intentó pensar en aquel trayecto como en una nueva ceremonia para su vida, una ceremonia que le inhibía de pensar en el precio que tenía que pagar por su Sendero de Oro. Como los Fremen de antes, sabía que debería adoptar varias de aquellas nuevas ceremonias para impedir que su personalidad se fragmentara en las partes de sus memorias, para impedir que los rapaces cazadores de su alma se apoderaran de él. Imágenes contradictorias, nunca unificadas, debían hallarse ahora enquistadas en él en una viviente tensión, en una polarizante fuerza que lo guiaba desde dentro.
Siempre novedades, pensó. Pronto encontraré esos nuevos hilos que se hallan fuera de mi visión.
A primera hora de la tarde su atención fue atraída por una protuberancia surgida frente a él y ligeramente a la derecha de su trayectoria. Lentamente, la protuberancia se convirtió en una colina baja, un cono rocoso que se erigía allí donde él había supuesto.
Ahora, Namri… Ahora, Sabiha, veremos cómo vuestros hermanos reaccionan ante mi presencia, pensó. Aquella era la más delicada prueba que debía afrontar, mucho más peligrosa por sus atractivos que por su abierta amenaza.
La colina tardó largo tiempo en cambiar sus dimensiones, y parecía como si fuera ella la que se acercaba a Leto en lugar de ser Leto el que se acercaba a ella.
El gusano, ya cansado, se desviaba constantemente hacia la izquierda. Leto retrocedió a lo largo del inmenso lomo para fijar de nuevo sus garfios un poco más atrás y guiar al gigante por su rumbo correcto. Un suave pero intenso olor a melange llegó a su olfato, la señal de un rico yacimiento. Rebasaron las leprosas manchas de arena violeta donde había hecho erupción una masa de preespecia, y no controló firmemente al gusano hasta que no hubieron dejado atrás el yacimiento. La brisa, arrastrando aromas de canela, los persiguió por un tiempo, hasta que Leto desvió al gusano hacia su nuevo rumbo, enfilado directamente a la colina.
Bruscamente, un estallido de colores surgió en la parte sur del bled: el imprudente arcoíris de un artefacto humano en aquella inmensidad. Leto tomó sus binoculares y enfocó las lentes de aceite, y pudo ver en la distancia las curvadas alas de un buscador de especia brillando a la luz del sol. Bajo él una gran factoría estaba desprendiéndose de sus alas, como una crisálida desprendiéndose de su capullo. Cuando Leto bajó sus binoculares, la factoría se convirtió en una mota, y Leto se sintió desbordado por el hadhdhab, la inmensa omnipresencia del desierto. Aquello le dijo que los cazadores de especia debían haberlo visto, un objeto oscuro entre el desierto y el cielo, lo cual era el símbolo Fremen para hombre. Lo debían haber visto, por supuesto, y habían tomado sus precauciones. Esperarían. Los Fremen eran siempre suspicaces con cualquiera que hallaran en el desierto, hasta que reconocían al recién llegado o se cercioraban de que no constituía ninguna amenaza. Incluso recubiertos por la fina pátina de la civilización Imperial y sus sofisticadas reglas, seguían siendo salvajes semidomesticados, convencidos más que nunca de que un crys se disolvía a la muerte de su propietario.
Esto es lo que puede salvarnos, pensó Leto. Ese salvajismo.
En la distancia, el buscador de especia replegó sus alas, primero la derecha, luego la izquierda, una señal al equipo de tierra. Imaginó a sus ocupantes escrutando el desierto tras ellos, buscando las señales que les indicaran que había algo más que un simple jinete cabalgando un simple gusano.
Leto hizo girar el gusano a la izquierda, conduciéndolo hasta que hubo invertido su rumbo, se dejó caer por su flanco, y saltó lejos. El gusano, liberado de lo que lo retenía, se mantuvo en la superficie durante unos pocos latidos, y luego se enterró de cabeza hasta una tercera parte de su cuerpo y permaneció allí recuperándose, una señal segura de que había sido cabalgado demasiado tiempo.
Leto se alejó del gusano, que no iba a moverse durante un largo rato. El buscador seguía trazando círculos sobre su tractor, haciendo señales con sus alas. Debían ser seguramente renegados pagados por los contrabandistas, atentos a no servirse de comunicaciones electrónicas. Estaban cazando especia. Este era el significado de la presencia del tractor.
El buscador dio otro giro, plegó sus alas, salió del círculo, y apuntó su rumbo directamente hacia él. Leto lo reconoció como un tipo de tóptero ligero que su abuelo había introducido en Arrakis.
El aparato trazó un círculo sobre él, luego se alejó un poco siguiendo la cresta de la duna donde se hallaba, y aterrizó contra el viento. Se posó a menos de diez metros de él, levantando un surtidor de polvo. La portezuela de su lado se entreabrió tan sólo lo suficiente como para dejar salir a una sola figura enfundada en amplias ropas Fremen, con el símbolo de la lanza en la parte derecha de pecho.
El Fremen se acercó lentamente, dejando a cada uno de ellos tiempo de estudiar al otro. El hombre era alto, con el color totalmente índigo de la especia en sus ojos. La máscara de su destiltraje ocultaba la parte inferior de su rostro, y la capucha había sido echada hacia delante para proteger su frente. El movimiento de sus ropas revelaba que la mano oculta bajo ellas sujetaba una pistola maula.
El hombre se detuvo a dos pasos de Leto, y se lo quedó mirando con asombradas arrugas en torno a sus ojos.
—Buena fortuna a todos nosotros —dijo Leto.
El hombre escrutó a su alrededor, buscando en la vacía soledad; luego volvió a centrar su atención en Leto.
—¿Qué estás haciendo aquí, chico? —preguntó. Su voz sonaba sofocada por la máscara del destiltraje—. ¿Estás intentando hacer de tapón para la boca de un gusano?
Leto usó de nuevo la tradicional fórmula Fremen:
—El desierto es mi hogar.
—¿Wenn? —preguntó el hombre. ¿De dónde vienes y adónde vas?
—Vengo de Jacurutu y voy hacia el sur.
Una brusca risa brotó de la boca del hombre.
—¡Bien, Batigh! Tú eres la cosa más extraña que jamás haya visto en el Tanzerouft.
—Yo no soy tu Pequeño Melón —dijo Leto, respondiendo al Batigh. Aquella era una etiqueta con terribles implicaciones. El Pequeño Melón al borde del desierto ofrecía su agua a cualquiera que lo hallase.
—No te beberemos, Batigh —dijo el hombre—. Yo soy Muriz. Soy el arifa de este taif —señaló con un movimiento de su cabeza el distante tractor.
Leto notó cómo el hombre se había calificado a sí mismo como el Juez de aquel grupo, refiriéndose a los demás como taif, una banda o una compañía. No eran ichwan, no eran una banda de hermanos. Seguramente eran renegados mercenarios. Aquel era el filón que necesitaba.
Observando que Leto permanecía en silencio, Muriz preguntó:
—¿Tienes algún nombre?
—Batigh puede servir.
Muriz se echó a reír.
—Todavía no me has dicho qué estás haciendo aquí.
—Estoy buscando las huellas de un gusano —dijo Leto, utilizando la frase religiosa que significaba que estaba en hajj buscando su propio umma, su revelación personal.
—¿Tan joven? —dijo Muriz. Agitó la cabeza—. No sé qué hacer contigo. Nos has visto.
—¿Qué es lo que he visto? —dijo Leto. He hablado de Jacurutu y no me has dado ninguna respuesta.
—El juego de las adivinanzas —dijo Muriz—. ¿Qué es aquello, entonces? —señaló con la cabeza hacia la distante colina.
Leto habló, extrayendo los datos de su visión.
—Tan sólo Shuloch.
Muriz se envaró, y Leto notó que su pulso se aceleraba. Se produjo un largo silencio, y Leto pudo ver que el hombre se debatía entre contrapuestas reacciones. ¡Shuloch! En las tranquilas sobremesas del sietch, las historias acerca de Shuloch eran las que se repetían más a menudo. Casi siempre los oyentes asumían que Shuloch era un mito, un lugar donde siempre ocurrían cosas interesantes para que luego pudieran ser contadas. Leto recordó una de las historias de Shuloch: un niño extraviado había sido hallado al borde del desierto y llevado al sietch. Al principio el niño se negó a responder a sus salvadores; luego, cuando empezó a hablar, nadie podía entender sus palabras. A medida que pasaban los días seguía cada vez más encerrado en sí mismo, negándose a vestirse y a cooperar en ninguna forma. Cada vez que era dejado solo hacía extraños gestos con sus manos. Todos los especialistas del sietch fueron llamados para estudiar a aquel niño, pero ninguno llegó a una respuesta. Luego, una mujer muy vieja cruzó por delante de su puerta, lo vio mover las manos, y se echó a reír. «Sólo está imitando a su padre, que trenza fibras de especia para formar cuerdas», explicó. «Esta es la forma en que lo hacen en Shuloch. Tan sólo está intentando sentirse menos solo». Y la moraleja de la historia era: «En las antiguas tradiciones de Shuloch reposa la seguridad y la sensación de pertenecen al dorado hilo de la vida».
Como Muriz permaneciera silencioso, Leto dijo:
—Soy el niño perdido de Shuloch que sólo sabe mover sus manos.
Por el rápido movimiento de la cabeza del hombre Leto supo que Muriz conocía la historia. Muriz respondió lentamente, en voz baja y cargada de amenazas:
—¿Eres humano?
—Humano como tú mismo —dijo Leto.
—Hablas de una forma muy extraña para un niño. Te recuerdo que soy un juez que puede responder al taqwa.
Ah, sí, pensó Leto. En boca de un tal juez, el taqwa significaba una amenaza inmediata. Taqwa era el miedo provocado por la presencia de un demonio, una creencia muy real entre los viejos Fremen. El arifa sabía las formas de eliminar a un demonio, y era siempre elegido «debido a que tenía la sabiduría de ser despiadado sin ser cruel, y a que sabía que la gentileza es de hecho el camino hacia una crueldad aún mayor».
Pero habían llegado al punto que esperaba Leto, de modo que dijo:
—Puedo someterme al Mashhad.
—Yo seré el juez de cualquier Prueba Espiritual —dijo Muriz—. ¿Aceptas eso?
—Bi-lal kaifa —dijo Leto. Sin condiciones.
Una expresión taimada apareció en el rostro de Muriz.
—No sé por qué permito esto. Sería mejor que fueras eliminado aquí mismo, inmediatamente, pero eres un pequeño Batigh y yo tenía un hijo que murió. Ven, iremos a Shuloch, y convocaré al Isnad para tomar una decisión con respecto a ti.
Leto, notando que el menor ademán del hombre traicionaba decisiones mortíferas, se preguntó cómo podía engañar a nadie. Dijo:
—Sé que Shuloch es el Ahl as-sunna wal-jamas.
—¿Qué cosa puede saber un niño del mundo real? —preguntó Muriz, haciendo un gesto a Leto para que lo precediera hacia el tóptero.
Leto obedeció, pero escuchó atentamente el sonido de los pasos del Fremen.
—El mejor modo de conservar un secreto es hacer que la gente crea que sabe ya la respuesta —dijo Leto—. Entonces, la gente no hace preguntas. Ha sido hábil por vuestra parte desde que fuisteis arrojados de Jacurutu. ¿Quién creería que Shuloch, un lugar mítico protagonista de tantos relatos, es real? Y qué conveniente es su existencia para los contrabandistas o para cualquiera que desee llegar discretamente a Dune.
Los pasos de Muriz se detuvieron. Leto se giró, con la espalda apoyada en el costado del tóptero, el ala a su izquierda.
Muriz permanecía inmóvil a medio paso de distancia, con su pistola maula apuntada abierta y directamente hacia Leto.
—Así que no eres un niño —dijo Muriz—. ¡Un maldito enano ha venido a espiarnos! He pensado que hablabas demasiado juiciosamente como para ser un niño: demasiado y demasiado aprisa.
—No lo suficiente —dijo Leto—. Soy Leto, el hijo de Paul Muad’Dib. Si me matas, tú y tu pueblo os veréis sumergidos en la arena. Si conservas mi vida, os conduciré a la grandeza.
—No te burles de mí, enano —restalló Muriz—. Leto se halla en el auténtico Jacurutu, de donde dices que… —se interrumpió. La mano que sostenía la pistola se deslizó hacia abajo, mientras los ojos del hombre se poblaban de pequeñas arrugas.
Era la vacilación que Leto había esperado. Hizo que todos sus músculos dieran la impresión de que iba a moverse hacia la izquierda, sin mover su cuerpo más de un milímetro, y vio como la pistola del Fremen se movía también hacia la izquierda, golpeando bruscamente contra el borde del ala del aparato. La pistola maula saltó de la mano que la sujetaba y, antes de que Muriz pudiera recuperarla, Leto estaba junto a él, haciendo presión con su crys en la espalda del hombre.
—La punta está envenenada —dijo Leto—. Di a tu amigo del tóptero que se quede exactamente donde está ahora, sin hacer ningún movimiento. De otro modo me veré obligado a matarte.
Muriz, acariciándose la dolorida mano, hizo una seña con la cabeza en dirección a la figura que estaba en el tóptero.
—Mi compañero Behaleth te ha oído. Permanecerá tan inmóvil como una roca.
Sabiendo que disponía de muy poco tiempo antes de que aquellos dos hombres fraguaran un plan de acción o de que sus amigos acudieran a investigar, Leto habló rápidamente:
—Tú me necesitas Muriz. Sin mí, los gusanos y su especia desaparecerán de Dune.
Sintió que el Fremen se envaraba.
—¿Pero cómo sabes de Shuloch? —preguntó Muriz—. Sé que no te han dicho nada en Jacurutu.
—Así, admites que soy Leto Atreides.
—¿Quién otro puedes ser? ¿Pero cómo has…?
—Porque vosotros estáis aquí —dijo Leto—. Shuloch existe, y el resto es sencillo. Vosotros sois los Desheredados que escapasteis cuando Jacurutu fue destruido. He visto vuestras señales con las alas, luego no utilizáis ningún utensilio que pueda ser captado a distancia. Recolectáis especia, luego comerciáis con ella. Sólo podéis comerciar con los contrabandistas, luego sois contrabandistas, pero también sois Fremen. Sólo podéis ser gente de Shuloch.
—¿Por qué has hecho de modo que intentara matarte aquí mismo, ahora?
—Porque me hubieras matado de todos modos, apenas hubiéramos alcanzado Shuloch.
Una violenta rigidez envaró el cuerpo de Muriz.
—Cuidado, Muriz —advirtió Leto—. Lo sé todo de vosotros. Vuestra historia dice que tomáis el agua de los viajeros incautos. Esta debe ser una práctica ritual en vosotros. ¿Cómo podéis de otro modo silenciar a todos aquellos que tropiezan con vosotros? ¿Cómo podéis mantener vuestro secreto? ¡Batigh! Has intentado seducirme con palabras gentiles y calificativos halagadores. ¿Por qué arriesgarme a desperdiciar mi agua en la arena? Si yo desapareciera como tantos otros… bien, el Tanzerouft me engulliría.
Muriz hizo el signo de los Cuernos-del-Gusano con su mano derecha para apartar la magia Rihani que las palabras de Leto habían evocado. Y Leto, sabiendo cómo los viejos Fremen desconfiaban de los mentats o de cualquier otra cosa que oliera a lógica, reprimió una sonrisa.
—Namri te habló de nosotros en Jacurutu —dijo Muriz—. Tendré su agua cuando…
—No te quedará más que arena seca si continúas haciendo tonterías —dijo Leto—. ¿Qué harás, Muriz, cuando todo Dune se haya convertido en hierba verde, árboles y agua al aire libre?
—¡Eso no ocurrirá nunca!
—Está ocurriendo ante tus ojos.
Leto oyó los dientes de Muriz chirriar de rabia y frustración. Tras unos instantes, el hombre rechinó:
—¿Cómo piensas impedir eso?
—Conozco todo el plan de transformación —dijo Leto—. Conozco toda su fuerza y todas sus debilidades. Sin mí, Shai-Hulud se desvanecerá para siempre.
Con un asomo de astucia surgiendo de nuevo en su voz, Muriz preguntó:
—Bueno, ¿por qué discutir esto aquí? Estamos en tablas. Tú tienes tu cuchillo. Puedes matarme, pero Behaleth te eliminará a ti.
—No antes de que yo recobre tu pistola —dijo Leto—. En cuyo momento vuestro tóptero será mío. Sí, sé conducirlo.
Una arruga frunció la frente de Muriz bajo la capucha.
—¿Y si tú no eres quien dices?
—¿Mi padre no podrá identificarme? —preguntó Leto.
—Ahhhh —dijo Muriz—. Así es como lo has sabido, ¿eh? Pero… —Se interrumpió, agitó la cabeza—. Mi propio hijo lo guía. Dice que vosotros dos nunca… Pero entonces, ¿cómo…?
—Así, no creéis que Muad’Dib lea el futuro —dijo Leto.
—¡Por supuesto que lo creemos! Pero él dice de sí mismo que… —Muriz se interrumpió de nuevo.
—Y creéis que no está al corriente de vuestra desconfianza —dijo Leto—. Yo he venido aquí a este exacto lugar en este exacto momento para encontrarme contigo, Muriz. Sé todo acerca de ti porque te he visto… y he visto a tu hijo. Sé lo seguros que os creéis, cómo os burláis de Muad’Dib, cómo complotáis para salvaguardar vuestra pequeña parte de desierto. Pero vuestra pequeña parte de desierto está condenada sin mí, Muriz. Perdida para siempre. Se ha ido demasiado lejos aquí en Dune. Mi padre ha alcanzado casi el límite de su visión, y vosotros solamente podéis dirigiros ahora a mí.
—Ese ciego… —Muriz se interrumpió, tragó saliva.
—Volverá muy pronto de Arrakeen —dijo Leto—, y entonces veremos hasta dónde es ciego. ¿Cuánto os habéis alejado de vuestras viejas costumbres Fremen, Muriz?
—¿Qué?
—Él es Wadquiyas está con vosotros. Vuestro pueblo lo halló solo en el desierto y lo condujo a Shuloch. ¡Qué rico descubrimiento fue para vosotros! Rico como un yacimiento de especia. ¡Wadquiyas! vivió con vosotros; su agua se mezcló con el agua de vuestra tribu. Forma parte de vuestro Río del Espíritu. —Leto presionó duramente el cuchillo contra las ropas de Muriz—. Cuidado, Muriz. —Alzó su mano izquierda, soltó el filtro que cubría la parte inferior del rostro del Fremen y lo echó a un lado.
Sabiendo lo que planeaba Leto, Muriz dijo:
—¿Dónde irás si nos matas a los dos?
—Regresaré a Jacurutu.
Leto presionó la parte carnosa de su dedo pulgar contra la boca de Muriz.
—Muerde y bebe, Muriz. Hazlo, o muere.
Muriz vaciló, luego mordió rabiosamente la carne de Leto.
Leto observó la garganta del hombre, vio cómo tragaba convulsivamente, apartó el cuchillo de su cuerpo.
—Wadquiyas —dijo Leto—. Ahora deberás ofender a la tribu antes de que puedas tomar mi agua.
Muriz asintió.
—Tu pistola está ahí —Leto hizo un gesto con su mandíbula.
—¿Confías en mí ahora? —preguntó Muriz.
—¿Cómo podría vivir de otro modo con los Desheredados?
De nuevo captó Leto un ramalazo de astucia en los ojos de Muriz, pero esta vez se trataba de una mirada evaluativa, medida en términos de beneficios. El hombre se giró con una brusquedad que evidenciaba secretas decisiones, recuperó su pistola maula, y volvió al borde del ala.
—Ven —dijo—. Nos hemos entretenido demasiado en la madriguera de un gusano.