18

La vida de un solo ser humano, así como la vida de una familia o de todo un pueblo, persiste como recuerdo. Mi pueblo debe ver esto como parte de su proceso de maduración. Un pueblo es como un organismo, y en su persistente memoria almacena más y más experiencias en un depósito subliminal. La humanidad confía en poder utilizar este material si es necesario para afrontar el cambiante universo. Pero mucho de lo almacenado puede perderse en este juego fortuito de acontecimientos que nosotros llamamos «sino». Mucho puede no ser integrado en las relaciones evolutivas, y entonces no ser evaluado e integrado en la actividad de los cambios ambientales que influyen en la carne. ¡Las especies pueden olvidar! Este es el valor especial del Kwisatz Haderach que la Bene Gesserit nunca ha sospechado: El Kwisatz Haderach no puede olvidar.

El Libro de Leto, según HARQ AL-ADA

Stilgar no podía explicarlo, pero aquella observación casual de Leto lo había inquietado profundamente. Bulló en su mente durante todo su camino de regreso a través de la arena hacia el Sietch Tabr, desplazando a todas las demás cosas que Leto le había dicho allá en El Que Espera.

Realmente, las chicas jóvenes de Arrakis estaban muy hermosas aquel año. Y también los hombres jóvenes. Sus rostros habían adquirido serenidad con la abundancia de agua. Sus ojos miraban afuera y lejos. A menudo exponían sus rasgos abiertamente, sin ocultarlos tras las máscaras de los destiltrajes y los tubos recuperadores. Frecuentemente ni siquiera se ponían los destiltrajes al aire libre, prefiriendo los nuevos indumentos que, cuando se movían, ofrecían fugaces atisbos de los ágiles cuerpos que cubrían.

Esta nueva belleza humana era comparable a la nueva belleza del paisaje. Por contraste con el viejo Arrakis, los ojos quedaban prendados de los matorrales de verdes hojas que crecían entre las rocas rojizo amarronadas. Y las viejas cavernas sietch, con su cultura subterránea, completa con elaborados sellos y trampas de humedad a cada entrada, estaban dejando paso a los poblados al aire libre, a menudo construidos con ladrillos hechos con fango. ¡Ladrillos de fango!

¿Por qué quiero que el poblado sea destruido?, se preguntó Stilgar, y tropezó mientras andaba.

Sabía que pertenecía a una raza que se extinguía. Los viejos Fremen contemplaban maravillados la prodigalidad de su planeta… agua desperdiciada en el aire tan sólo porque con su ayuda era posible modelar ladrillos para construir. El agua que ahora usaba una sola familia hubiera bastado para mantener con vida a todo un sietch durante un año.

Los nuevos edificios tenían incluso ventanas transparentes que permitían el paso al calor del sol para que desecara los cuerpos que había en su interior. Y estas ventanas se abrían hacia fuera.

Los nuevos Fremen en sus casas de fango podían mirar fuera y contemplar el paisaje. Ya no estaban encerrados y apretujados en un sietch. Hasta donde avanzaba la nueva visión avanzaba también la imaginación. Stilgar podía captarlo. La nueva visión unía a los Fremen al resto del universo Imperial, los condicionaba al espacio sin límites. Hubo un tiempo en el que habían estado ligados indisolublemente a Arrakis, a su escasez de agua y a sus duras necesidades. No habían compartido aquella apertura mental que condicionaba a los habitantes de la mayor parte de los planetas del Imperio.

Stilgar podía ver los cambios contrastando con sus propias dudas y temores. En los viejos tiempos era raro que un Fremen considerara siquiera la posibilidad de abandonar Arrakis para iniciar una nueva vida en uno de los planetas ricos en agua. Ni siquiera era permitido el sueño de escapar.

Observó el rítmico movimiento de la espalda de Leto que avanzaba ante él. Leto había hablado de prohibiciones contra la migración fuera del planeta. Bien, aquello había sido siempre una realidad también para la mayor parte de los habitantes de los otros planetas, incluso allí donde el sueño era permitido como una válvula de escape. Pero la esclavitud planetaria había alcanzado su cúspide allí en Arrakis. Los Fremen se habían introvertido, barricando sus mentes de la misma forma que habían barricado las entradas de sus cavernas.

El mismo significado de la palabra sietch: un lugar o refugio en tiempos de peligro, se había pervertido hasta un monstruoso confinamiento para toda una población.

Leto había dicho la verdad: Muad’Dib había cambiado todo aquello.

Stilgar se sintió perdido. Podía sentir cómo sus viejas creencias se tambaleaban. La nueva visión hacia afuera daba a la vida el deseo de moverse hacia adelante más allá de todos los confines.

«Qué hermosas están las chicas jóvenes este año».

Las antiguas costumbres (¡Mis costumbres!, admitió) habían forzado a su pueblo a ignorar toda la historia excepto aquella que se replegaba sobre ellos mismos y su trabajo. Los viejos Fremen habían leído tan sólo la historia de sus propias terribles migraciones, sus huidas de persecución en persecución. El viejo gobierno planetario había seguido la política oficial del viejo Imperio: había suprimido la creatividad, y todo el sentido de progreso y evolución. La prosperidad era peligrosa para el viejo Imperio y para los detentadores de su poder.

Con una brusca impresión, Stilgar se dio cuenta de que aquellas cosas eran igualmente peligrosas para el nuevo curso que estaba siguiendo Alia.

Volvió a tropezar, y se retrasó un poco más con respecto a Leto.

En las viejas costumbres y las viejas religiones no había habido ningún futuro, tan sólo un interminable ahora. Antes de Muad’Dib, se dijo Stilgar, los Fremen habían sido condicionados a creer en el fracaso, nunca en la posibilidad de un logro. Bien… habían creído en Liet-Kynes, pero éste había previsto una escala temporal de cuarenta generaciones. Esto no era un logro; era tan sólo un sueño que, ahora se daba cuenta de ello, se había vuelto también hacia sí mismo.

¡Muad’Dib había cambiado todo aquello!

Durante la Jihad, los Fremen habían aprendido mucho acerca del viejo Emperador Padishah Shaddam IV. El ochenta y un Padishah de la Casa de los Corrino en ocupar el Trono del León de Oro y reinar sobre su Imperio de incontables mundos había usado Arrakis como un terreno experimental para la política que esperaba implantar después en el resto de su Imperio. Sus gobernadores planetarios en Arrakis habían cultivado un persistente pesimismo para ampliar la base de su poder. Habían actuado de tal modo que todo el mundo en Arrakis, incluso los Fremen que eran libres de ir y venir donde quisieran, se familiarizara con los numerosos casos de injusticia y los problemas insolubles; finalmente habían llegado a pensar en sí mismos como en un pueblo sin esperanzas para el que no había ninguna posibilidad de ayuda.

«¡Qué hermosas están las chicas jóvenes este año!».

Mientras observaba la espalda de Leto alejándose, Stilgar empezó a preguntarse cómo aquel muchacho había conseguido despertar en él todos aquellos pensamientos… tan sólo pronunciando una simple frase aparentemente sin importancia. Y precisamente a causa de aquella frase, Stilgar se encontró pensando en Alia y en su propio papel en el Consejo de una forma muy distinta.

A Alia le gustaba decir que a las viejas costumbres les costaba perder terreno. Stilgar admitió que siempre había considerado aquella afirmación como vagamente tranquilizadora. El cambio era peligroso. Las invenciones debían ser suprimidas. La voluntad individual debía ser negada. ¿Qué otras funciones tenían los sacerdotes que la de anular la voluntad individual?

Alia afirmaba que las oportunidades de una libre competencia debían ser constreñidas a límites manejables. Pero esto significaba que la recurrente amenaza de la tecnología podía ser usada tan sólo para confinar la población… del mismo modo como había servido a sus antiguos amos. La única tecnología permitida debía ser transformada en ritual. De otro modo… de otro modo…

Stilgar tropezó por tercera vez. Habían alcanzado el qanat, y vio a Leto aguardándole allí, bajo la plantación de albaricoqueros que crecía a lo largo del curso del agua. Stilgar oyó sus pies moviéndose sobre la hierba no cortada.

¡Hierba no cortada!

¿En qué puedo creer aún?, se preguntó a sí mismo.

Era justo para un Fremen de su generación creer que los individuos necesitaban un profundo sentido de sus propias limitaciones. Las tradiciones eran indudablemente el mejor elemento de control en una sociedad estable. La gente debía conocer los límites de su propio tiempo, de su sociedad, de su territorio. ¿Qué estaba equivocado en el sietch como modelo de pensamiento? Un sentido de la limitación debía presidir cada decisión individual… e igual tenía que ocurrir con la familia, la comunidad, y en cada decisión tomada por un gobierno correcto.

Stilgar se detuvo y miró a Leto a través de la plantación. El muchacho estaba inmóvil también, mirándole con una sonrisa.

¿Se da cuenta del torbellino que gira en mi mente?, se preguntó Stilgar.

Y el viejo Naib Fremen intentó buscar refugio en el catecismo tradicional de su pueblo. Cada aspecto de la vida requería una única forma, con su inherente circularidad basada en el secreto conocimiento interior de lo que funcionaría y de lo que no funcionaría. El modelo para la vida, para la comunidad, para cada elemento de una sociedad más amplia, hasta el vértice del gobierno y más allá aún… este modelo debía ser el sietch y su contrapartida en la arena: Shai-Hulud. El gigantesco gusano de arena era seguramente la más formidable criatura, pero incluso él se sumergía en las impenetrables profundidades cuando se sentía amenazado.

¡El cambio es peligroso!, se dijo Stilgar. La uniformidad y la estabilidad son los objetivos precisos de un gobierno.

Pero los hombres y mujeres jóvenes eran hermosos.

Y recordaban las palabras de Muad’Dib cuando desposeyó a Shaddam IV:

—No es larga vida para el Emperador lo que yo busco; es larga vida para el Imperio.

¿No es esto lo que siempre he sostenido incluso yo?, se dijo Stilgar.

Siguió andando, directamente hacia la entrada del sietch, dejando a Leto ligeramente a la derecha. El muchacho se movió para interceptarlo.

Muad’Dib había dicho también otra cosa, se recordó Stilgar: «Al igual que los individuos nacen, maduran, procrean y mueren, también lo hacen las sociedades y las civilizaciones y los gobiernos».

Peligroso o no, el cambio llegaría. Y los hermosos jóvenes Fremen lo sabían. Podían mirar fuera de sí mismos y verlo, y prepararse para ello.

Stilgar se vio obligado a detenerse. Tenía que hacerlo o pasar por encima de Leto.

El muchacho lo miró atentamente, serio y concentrado, y dijo:

—¿Te das cuenta, Stil? La tradición no es la guía absoluta que tú pensabas que era.