17

No discutiré las afirmaciones de los Fremen de que están inspirados por la divinidad para transmitir una revelación religiosa. Es su afirmación concurrente de una revelación ideológica la que inspira mi burla. Por supuesto, ellos mantienen su doble afirmación con la esperanza de que refuerce su supremacía y les ayude a mantener un universo que los juzga cada vez más opresivos. Es en nombre de todos esos pueblos oprimidos que advierto a los Fremen: ningún éxito a breve plazo lo es también a largo plazo.

El PREDICADOR a Arrakeen

Leto salió por la noche con Stilgar al estrecho saliente en la cresta del bajo promontorio rocoso que el Sietch Tabr llamaba «El Que Espera». Bajo la débil luz de la Segunda Luna, el saliente ofrecía una vista panorámica: la Muralla Escudo, con el Monte Idaho al norte, la Gran Extensión al sur, y las dunas rodantes al este, extendiéndose hasta la Cresta Habbanya. Torbellinos de polvo, los últimos residuos de una tormenta, cubrían el horizonte en el sur. La luz de la luna ponía un reflejo de escarcha en el borde de la Muralla Escudo.

Stilgar lo había acompañado hasta allí a regañadientes aceptando tan sólo porque Leto había despertado su curiosidad. ¿Por qué era necesario correr el riesgo de una travesía nocturna por la arena? El muchacho había planteado la alternativa de ir él solo si Stilgar se negaba a acompañarlo. La forma en que lo estaban haciendo era lo que más le preocupaba. ¡Dos blancos tan importantes, solos en la noche!

Leto se había detenido en el saliente, mirando al sur a través de la llanura. Ocasionalmente se golpeaba la rodilla, como sintiéndose frustrado.

Stilgar esperó. Sabía esperar en silencio, y permanecía a dos pasos al lado de su protegido, con los brazos cruzados, sus ropas agitándose suavemente bajo la brisa nocturna.

Para Leto, el cruzar aquella arena representaba una respuesta a su desesperación interior, una necesidad de buscar un nuevo equilibrio para su vida en un silencioso conflicto que Ghanima no podía seguir arriesgando. Había maniobrado de tal modo que Stilgar se le uniese en aquello debido a que había cosas que Stilgar tenía que saber para estar preparado para los días que se avecinaban.

Leto volvió a golpear su rodilla. ¡Era tan difícil reconocer un inicio! A veces se sentía como una extensión de todas aquellas incontables otras vidas, todas ellas tan reales e inmediatas como la suya propia. En el fluir de todas aquellas vidas no había un fin, ningún objetivo: tan sólo un eterno inicio. Podían revelarse también como una multitud, convulsa y vocinglera, que quería asomarse a él como si fuera la única ventana a través de la cual todos deseaban mirar. Y allí acechaba el peligro que había destruido a Alia.

Leto contempló los restos de la tormenta que brillaban a lo lejos a la plateada luz de la luna. El falso oleaje de las dunas se extendía a lo largo de la llanura: polvo de sílice arrastrado por el viento, acumulado en forma de olas… motas impalpables, granos de arena, pequeños guijarros. Se sintió atrapado por uno de aquellos momentos de calma absoluta que precedían siempre al alba. El tiempo lo presionaba. Era ya casi el mes del Akkad, y tras él se extendía el final de un interminable tiempo de espera: largos días cálidos y secos vientos cálidos, noches como aquella atormentadas por las ráfagas y por el interminable soplar exhalado por las tierras tórridas del Bled del Halcón. Miró por encima de su hombro a la Muralla Escudo, una línea quebrada delimitándose sobre la luz de las estrellas. Al otro lado de aquella muralla, en el Sink del Norte, se hallaba el foco de sus problemas.

Miró una vez más hacia el desierto. Mientras contemplaba la cálida oscuridad, el día amaneció, el sol surgió entre los estratos de polvo y adquirió una tonalidad amarillo limón estriada de rojo a causa de la tormenta. Cerró los ojos, obligándose a sí mismo a ver aquel nuevo día tal como se vería desde Arrakeen, y la ciudad estaba allí en su consciencia, como un amasijo de cajas, esparcidas entre la luz y las nuevas sombras. Desierto… cajas… desierto… cajas…

Cuando abrió de nuevo los ojos, el desierto seguía allí: una extensión de color rojizo llena de arena esparcida por el viento. Sombras oleosas en la base de cada duna se extendían como rayos de oscuridad de la noche recién terminada. Unió un tiempo con el otro. Pensó en la noche, aguardando allí con Stilgar inmóvil a su lado, el viejo hombre preocupado por el silencio y las no explicadas razones que los habían llevado hasta aquel lugar. Stilgar debía tener muchos recuerdos de permanencia en aquel mismo lugar con su idolatrado Muad’Dib. Incluso ahora permanecía inquieto, atento a todo a su alrededor, intentando descubrir cualquier peligro. A Stilgar no le gustaba estar al aire libre a la luz del día. En aquello era puro Fremen.

La mente de Leto era reluctante a abandonar la noche y la reconfortante fatiga de la travesía por la arena. Cuando llegaron a las rocas, la noche los había sumido con su negra inmovilidad. Simpatizaba con los temores de Stilgar a la luz del día. La oscuridad era una sola cosa, aunque estuviera repleta de bullentes terrores. La luz podía ser muchas cosas. La noche exhalaba los olores del miedo, y sus criaturas se acercaban con siniestros siseos. Las dimensiones se separaban en la noche, todo se amplificaba… las espinas eran más punzantes, las hojas más cortantes. Pero los terrores del día podían ser mucho peores.

Stilgar carraspeó.

—Tengo un problema muy serio, Stil —dijo Leto, sin girarse.

—Lo sospechaba —la voz al lado de Leto era baja y cautelosa. El muchacho había hablado de una forma tan inquietante como su padre. Había algo de la magia prohibida que pulsaba una cuerda de repulsión en Stilgar. Los Fremen conocían los terrores de la posesión. Los poseídos eran muertos inmediatamente, y su agua esparcida por la arena por temor a que contaminara la cisterna tribal. Los muertos debían seguir estando muertos. Era correcto transmitir la inmortalidad personal a través de los hijos, pero los hijos no tenían derecho a asumir demasiado exactamente una forma surgida de su pasado.

—Mi problema es que mi padre dejó demasiadas cosas inconclusas —dijo Leto—. Especialmente en un punto focal de nuestras vidas. El Imperio no puede seguir por este camino, Stil, sin dar su propia importancia a la vida humana. Estoy hablando de la vida, ¿comprendes? De la vida, no de la muerte.

—En una ocasión, cuando se hallaba turbado por una visión, vuestro padre me habló de la misma forma —dijo Stilgar.

Leto se sintió tentado a minimizar aquel interrogativo miedo que palpitaba a su lado con una respuesta brillante, quizá una sugerencia a interrumpir su ayuno. Repentinamente se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Habían comido por última vez el mediodía anterior, y Leto había insistido en ayunar toda la noche. Pero otra hambre lo devoraba ahora.

El problema con mi vida es el problema con este lugar, pensó Leto. No hay ninguna creación preliminar. Simplemente voy hacia atrás, hacia atrás, hacia atrás, hasta que las distancias desaparecen. No puedo ver el horizonte; no puedo ver la Cresta Habbanya. No puedo descubrir el lugar original de la prueba.

—Realmente no existe ningún sustituto para la presciencia —dijo Leto—. Quizá debiera correr el riesgo con la especia…

—¿Y ser destruido como lo fue vuestro padre?

—Es un dilema —dijo Leto.

—Una vez vuestro padre me confió que conocer el futuro demasiado bien era verse encerrado en este futuro, con exclusión de cualquier posibilidad de cambio.

—Esta paradoja es nuestro problema —dijo Leto—. La presciencia es algo sutil y poderoso. El futuro se convierte en el ahora. Poseer el don de la vista en el país de los ciegos trae muchos peligros. Si intentas interpretar lo que ves para el ciego, tiendes a olvidar que el ciego actúa de una forma condicionada por su ceguera. Son como una máquina monstruosa moviéndose a lo largo de su propio camino. Posee su propio impulso, su propio modo de funcionar. Temo a los ciegos, Stil. Les temo. Pueden aplastar tan fácilmente todo lo que encuentran a su paso…

Stilgar miró al desierto. El alba color limón se había convertido en un día color acero.

—¿Por qué hemos venido a este lugar? —dijo.

—Porque quería que vieras el lugar donde yo puedo morir.

Stilgar se envaró.

—¡Entonces habéis tenido una visión!

—Quizás era tan sólo un sueño.

—¿Por qué hemos venido a un lugar tan peligroso? —Stilgar miró furioso a su protegido—. Volvamos inmediatamente.

—No voy a morir hoy, Stil.

—¿No? ¿Cuál era esa visión?

—Vi tres caminos —dijo Leto. Su voz surgió como el eco dormido de un recuerdo. Uno de esos futuros me requería que matara a mi abuela.

Stilgar miró rápidamente hacia atrás, hacia el Sietch Tabr, como temiendo que Dama Jessica pudiera oírles a través de la arenosa distancia.

—¿Por qué?

—Para impedir perder el monopolio de la especia.

—No entiendo.

—Yo tampoco. Pero esto es lo que pensaba en mi sueño mientras utilizaba el cuchillo.

—Oh —Stilgar comprendía la utilización del cuchillo. Suspiró profundamente. ¿Cuál era el segundo camino?

—Ghani y yo nos casábamos para sellar la línea genética de los Atreides.

¡Ghaaa! —Stilgar expulsó el aire en una violenta expresión de disgusto.

—Era normal en los tiempos antiguos que los reyes y reinas hicieran esto —dijo Leto—. Ghani y yo hemos decidido que no vamos a procrear juntos.

—¡Os advierto que debéis manteneros firme en esta decisión! —había muerte en la voz de Stilgar. Según la Ley Fremen, el incesto era castigado con la muerte en el trípode colgante. Carraspeó y dijo—: ¿Y el tercer camino?

—Soy llamado a reducir a mi padre a la estatura humana.

—Muad’Dib era mi amigo —murmuró Stilgar.

—¡Era tu dios! Debo derribar su deificación.

Stilgar se giró de espaldas al desierto y miró en dirección al oasis de su querido Sietch Tabr. Aquellas conversaciones siempre lo habían turbado.

Leto advirtió en el movimiento de Stilgar el ácido olor del sudor. Había sentido la tentación de no decir ninguna de las cosas que había dicho a conciencia allí. Podría haber estado hablando durante más de medio día, moviéndose de lo específico a lo abstracto y manteniéndose deliberadamente lejos de las decisiones que eran realmente importantes, de aquellas inmediatas necesidades que debían afrontar. Y no había la menor duda de que la Casa de los Corrino representaba un peligro real para sus vidas… la suya y la de Ghani. Pero todo lo que había decidido hacer había sido probado y sopesado ante las secretas necesidades. En una ocasión Stilgar había votado por el asesinato de Farad’n, realizado a través de la sutil aplicación del chaumurky, el veneno aplicado en la bebida. Era sabido que Farad’n sentía una cierta debilidad hacia algunos licores dulces. Sin embargo, aquello no había sido aceptado.

—Si muero aquí, Stil —dijo Leto—, debes precaverte de Alia. Ya no es tu amiga.

—¿Qué es todo este discurso acerca de muerte y de vuestra tía? —Ahora Stilgar parecía realmente ofendido. ¡Matar a Dama Jessica! ¡Precaverse de Alia! ¡Morir en aquel lugar!

—Los hombres insignificantes cambian su actitud a una orden suya —dijo Leto. Un gobernante no necesita ser un profeta, Stil. Ni siquiera un dios. Un gobernante necesita ser tan sólo sensitivo. Te he traído aquí conmigo para aclararte lo que nuestro Imperio necesita. Necesita un buen gobierno. Y esto no depende de las leyes o de los precedentes, sino tan solo de las cualidades personales de aquel que gobierna.

—La Regencia cumple con sus obligaciones Imperiales muy bien —dijo Stilgar—. Cuando vos alcancéis la edad…

—¡Tengo la edad! ¡Soy la persona más vieja aquí! Tú eres un niño de pecho a mi lado. Puedo recordar cosas que han ocurrido hace más de cincuenta siglos. ¡Ja! Puedo recordar cuando los Fremen estábamos en Thurgrod.

—¿Por qué jugáis con tales fantasías? —preguntó Stilgar en tono perentorio.

Leto asintió para sí mismo. ¿Por qué, realmente? ¿Por qué hablar de sus recuerdos de otros siglos pasados? Los Fremen de hoy eran su problema más inmediato, la mayor parte de ellos eran todavía salvajes medio domesticados, propensos a reírse de la gente tolerante.

—El crys se disuelve a la muerte de su amo —dijo Leto—. Muad’Dib se disolvió. ¿Por qué los Fremen siguen con vida?

Era uno de aquellos bruscos cambios de tema que desconcertaban a Stilgar. Por un momento no supo qué decir. Aquellas palabras tenían un significado, pero su alcance se le escapaba.

—Se supone que yo seré Emperador, pero en realidad seré un sirviente —dijo Leto. Miró a Stilgar por encima de su hombro—. Mi abuelo del que he tomado el nombre añadió nuevas palabras a su escudo de armas cuando vino aquí a Dune: «Aquí estoy; aquí me quedo».

—No tenía otra elección —dijo Stilgar.

—De acuerdo, Stil. Yo tampoco tengo otra elección. Deberé ser Emperador por nacimiento, por la exquisitez de mi carácter, por todo lo que hay dentro de mí. Y sé incluso lo que requiere el Imperio: un buen gobierno.

—La palabra Naib tiene un antiguo significado —dijo Stilgar—. Quiere decir sirviente del Sietch.

—Recuerdo tu adiestramiento, Stil —dijo Leto—. Para un buen gobierno, la tribu debe tener la posibilidad de elegir a los hombres cuyas vidas reflejen la forma de gobierno que ellos desean.

Desde las profundidades de su alma Fremen, Stilgar dijo:

—Asumiréis el Manto Imperial si os hacéis acreedor a él. ¡Primero deberéis probar que podéis comportaros como un auténtico soberano!

Inesperadamente, Leto se echó a reír.

—¿Dudas de mi sinceridad, Stil? —dijo.

—Por supuesto que no.

—¿De mi derecho de primogenitura?

—Sois quien sois.

—Y si hago lo que se espera de mí, esta será la medida de mi sinceridad, ¿no?

—Es la práctica Fremen.

—¿Entonces no puedo tener sentimientos que guíen mi comportamiento?

—No comprendo lo que…

—Si siempre debo comportarme adecuadamente, sin tener en cuenta lo que me cueste suprimir mis propios deseos, entonces esto es lo que dará la medida de mí.

—Os digo que esta es la esencia del autocontrol, jovencito.

—¡Jovencito! —Leto agitó la cabeza—. Ahhh, Stil, me acabas de proporcionar la clave de la ética racional del gobierno. Debo ser constante, con todas mis acciones enraizadas en las tradiciones del pasado.

—Esto es lo adecuado.

—¡Pero mi pasado es mucho más profundo que el tuyo!

—¿Qué diferencia…?

—Yo no poseo la primera persona del singular, Stil. Soy una persona múltiple con recuerdos de tradiciones mucho más antiguas de lo que tú puedes imaginar. Esta es mi carga, Stil. Estoy orientado al pasado. Reboso de conocimientos innatos que se resisten a las innovaciones y al cambio. Ni siquiera Muad’Dib pudo cambiar todo esto. —Hizo un gesto en dirección al desierto, con su brazo abriéndose en abanico para abarcar la Muralla Escudo tras él.

Stilgar se giró para mirar la Muralla Escudo. Había sido construido un poblado en la parte baja del muro, en los tiempos de Muad’Dib, un conjunto de casas para albergar a un equipo de planetólogos que ayudaban a desarrollar la vida vegetal en el desierto. Stilgar contempló aquella intrusión en el paisaje operada por el hombre. ¿Un cambio? Sí. Había una simetría en el poblado, una realidad, que lo ofendían. Permaneció en silencio, ignorando el prurito de las pequeñas partículas de arena bajo su destiltraje. Aquel poblado era una ofensa hacia lo que había sido el planeta. Repentinamente, Stilgar deseó que una tromba de aire se levantara sobre las dunas y barriera aquel lugar. La intensidad de aquella sensación lo estremeció.

—¿Has notado, Stil, lo mal manufacturados que están los nuevos destiltrajes? —dijo Leto—. Nuestras pérdidas de agua son demasiado altas.

Stilgar se detuvo cuando ya estaba a punto de decir: ¿No os lo he dicho siempre? En lugar de ello dijo:

—Nuestra gente depende cada vez más de las píldoras.

Leto asintió. Las píldoras modificaban la temperatura del cuerpo, reduciendo las pérdidas de agua. Eran mucho más económicas y fáciles de emplear que los destiltrajes. Pero infligían al usuario otros efectos colaterales, entre ellos una tendencia a la lentitud en las reacciones y ocasionalmente visión turbia.

—¿Es para eso para lo que hemos venido aquí? —preguntó Stilgar—. ¿Para discutir la fabricación de destiltrajes?

—¿Por qué no? —dijo Leto—. Puesto que no quieres hacer frente a lo que debemos hablar.

—¿Por qué debo precaverme de vuestra tía? —La rabia bordeaba su voz.

—Porque ella juega con el antiguo deseo Fremen de resistirse al cambio, pese a lo cual será portadora de cambios mucho más terribles de lo que tú puedes imaginar.

—¡Estás exagerando mucho las cosas! Es una Fremen como corresponde.

—Ahhh, entonces los Fremen como corresponden eligen el camino del pasado, y yo tengo un muy antiguo pasado. Stil, si yo tuviera que dejar libre curso a esa inclinación, exigiría una sociedad cerrada, dependiente por completo de los sagrados caminos del pasado. Controlaría la migración, explicando que desarrolla las nuevas ideas, y que las nuevas ideas son un peligro a la totalidad de la estructura de la vida. Cada pequeña colectividad planetaria seguiría sus propias sendas, transformándose a su antojo. Finalmente el Imperio se desmoronaría bajo el peso de todas sus diferencias.

Stilgar intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. Aquellas eran palabras que podría muy bien haber dicho Muad’Dib. Dejó que resonaran en su cabeza. Eran paradójicas, inquietantes. Pero si uno permitía el cambio… Agitó la cabeza.

—El pasado podría mostrarte el camino adecuado para seguir si vives en el pasado, Stil, pero las circunstancias cambian.

Stilgar no pudo hacer más que admitir que las circunstancias cambiaban. ¿Qué debía hacer entonces? Miró más allá de Leto, viendo el desierto sin verlo realmente. Muad’Dib había caminado por allí. La llanura era una extensión de doradas sombras a medida que el sol ascendía, sombras púrpuras, arroyos arenosos cubiertos por vapores de polvo. La neblina de polvo que habitualmente flotaba por encima de la Cresta Habbanya era visible ahora en la distancia y el desierto se destacaba ante ella, con sus dunas fundiéndose una en la otra. A través del vaporoso temblor del aire sobrecalentado, pudo ver las plantas que se extendían al borde del desierto. Muad’Dib había hecho brotar la vida en aquel desolado lugar. Flores cobrizas, doradas, rojas, amarillas, marrones y castañas, hojas gris verdosas, espigas y nítidas sombras entre los matorrales. La agitación del calor diurno hacía reverberar las sombras, creando una vibración en el aire.

—Yo soy tan sólo un jefe Fremen —dijo Stilgar—. Vos sois el hijo de un Duque.

—Sin saber lo que decías, lo has dicho —murmuró Leto.

Stilgar frunció el ceño. En una ocasión, hacía mucho tiempo, Muad’Dib le había reprochado lo mismo.

—Lo recuerdas, ¿no es cierto, Stil? —preguntó Leto—. Estábamos bajo la Cresta Habbanya y el capitán Sardaukar… recuérdalo: ¿Aramsham?, mató a su amigo para salvarse él. Y tú habías advertido varias veces aquel día el error de preservar la vida de los Sardaukar que habían visto nuestros caminos secretos. Finalmente dijiste que seguramente terminarían revelando lo que habían visto: debían ser muertos. Y mi padre dijo: «Sin saber lo que decías, lo has dicho…». Y tú te irritaste. Le dijiste que tú eras tan sólo un simple jefe Fremen. Los Duques debían conocer cosas mucho más importantes.

Stilgar miró fijamente a Leto. Estábamos bajo la Cresta Habbanya. ¡Nosotros! Aquel… aquel niño, que ni siquiera había sido concebido en aquel lejano día, sabía lo que había ocurrido en aquel preciso lugar hasta en sus más mínimos detalles, el tipo de detalles que tan sólo podían ser conocidos por aquellos que habían estado allí. Era otra prueba de que aquellos niños Atreides no podían ser juzgados siguiendo los estándares habituales.

—Ahora me escucharás —dijo Leto—. Si yo muero o desaparezco en el desierto, tú deberás huir del Sietch Tabr. Te lo ordeno. Tomarás a Ghani y…

—¡Vos no sois todavía mi Duque! ¡Tan sólo sois un… un niño!

—Soy un adulto en la carne de un niño —dijo Leto. Señaló hacia una hendidura en la roca bajo ellos—. Si muero aquí, será en aquel lugar. Podrás ver la sangre. Entonces lo sabrás. Toma a mi hermana y…

—Doblaré vuestra guardia —dijo Stilgar—. No volveréis a venir aquí. Nos iremos ahora mismo y vos…

—¡Stil! No puedes retenerme. Vuelve de nuevo tu mente a aquel día, en la Cresta Habbanya. ¿Recuerdas? El tractor estaba allí fuera en la arena, y un gran Hacedor estaba llegando. No había forma de salvar el tractor del gusano. Y mi padre estaba irritado porque no se pudiera salvar aquel tractor. Pero Gurney sólo podía pensar en los hombres perdidos allí en la arena. Recuerda lo que dijo: «Vuestro padre hubiera estado mucho más preocupado por los hombres que no podría salvar… Stil, te encargo que salves a la gente. Es mucho más importante que las cosas. Y Ghani es la más preciosa de todas porque, sin mí, es la única esperanza para los Atreides».

—No quiero oír más —dijo Stilgar. Se giró y empezó a subir por entre las rocas en dirección al oasis al otro lado de la arena. Oyó a Leto seguirle. Poco después Leto lo rebasó y, girándose, dijo:

—¿Has notado, Stil, qué hermosas están las chicas jóvenes este año?