VERÍA LA CARA FORMÁNDOSE delante de sus ojos, primero tenues líneas grises y luego manchas todavía indecisas bajo las ondulaciones del líquido del revelado, en la penumbra rojiza del laboratorio, encerrado tras una espesa cortina negra y una puerta que su ayudante sordomudo tenía prohibido abrir, en la cámara oscura, le decía don Otto Zenner, su maestro, que era algo espiritista, en el lugar de los misterios, donde la ciencia de la luz obraba su milagro y de la nada y del agua y de las sales de plata surgían las caras y las miradas de los hombres, perfilándose en el blanco de la cartulina y en la transparencia del líquido como si los dibujara una mano invisible o los convocara una silenciosa llamada inapelable: vio surgir la figura cada segundo más precisa de la muchacha emparedada y se acordó de un grabado o de la fotografía de un cuadro que había visto en el archivo de don Otto, una mujer dormida o ahogada y casi flotando en el agua inmóvil de un lago, tan pálida como ésta y peinada igual y con un vestido semejante, Ofelia, se llamaba, era lo único que había entendido de la leyenda escrita al pie, que estaba en alemán, pero aquélla tenía los ojos cerrados y ésta miraba fijamente, lo miraba desde el fondo del lavabo que usaba para revelar como si respirara bajo el agua y en el interior de la muerte, como había mirado durante setenta años y sigue haciéndolo al cabo de otro medio siglo en la fotografía que le hizo Ramiro Retratista, la única ampliada y enmarcada de todo su archivo, perdida entre la muchedumbre de las otras, sepultada en ellas y bajo la tapa del baúl donde permaneció en su nuevo tránsito por la oscuridad, como una estatua rescatada de un monumento funerario que yace luego durante décadas en los almacenes de un museo.
Fue al revelar los negativos obtenidos en la Casa de las Torres cuando Ramiro Retratista comprendió la abrumadora magnitud de la belleza de la mujer incorrupta, y como no encontraba términos de comparación en la realidad ni estaba familiarizado con la pintura se acordó de las mujeres retratadas por el insigne Nadar, en cuyo ejemplo lo había educado don Otto Zenner: esa delicada firmeza de la mirada y de los rasgos, esa inmutable elegancia que desdeñaba el tiempo y se establecía en él con una majestad irónica y severa. Le pareció que pertenecía como ellas a un mundo y a un tiempo que no eran ni habían sido nunca el mundo y el tiempo de los vivos, aunque tampoco de los muertos, porque los muertos no existen ni tienen cara ni mirada, o al menos eso decían los detractores del espiritismo, ciencia o superstición a la que Ramiro Retratista había sido adepto durante algunos años y que abandonó en parte porque se supo víctima más bien idiota de impostores que la tergiversaban y en parte por miedo a no poder dormir y a volverse loco, especialmente desde que encontró entre los papeles de don Otto Zenner un álbum donde venían supuestos retratos de fantasmas tomados a principios de siglo por un fotógrafo espiritista de Maguncia. Lo que más miedo le daba al mirar aquellas fotos de muertos era lo exactamente que se parecían a las de los vivos, y eso agravó en él una tendencia gradual a confundirlos entre sí. Veía a alguien posando en su estudio y antes de esconder la cabeza bajo la cortinilla ya se imaginaba la cara que tendría en la foto cuando estuviera muerto, y sólo se olvidaba de ese vaticinio lúgubre cuando miraba a través de la lente la figura invertida: entonces el caballero solemne o la dama vanidosa o el jerarca mutilado con boina roja y condecoraciones se convertían en equilibristas absurdos que intentaran mantener cabeza abajo toda su irrisoria dignidad. De tanto ver a la gente del revés tras el objetivo de su cámara acabó perdiendo el respeto por toda autoridad y adquirió una secreta irreverencia, y cuando iba por la calle y se cruzaba con un militar de alta graduación, con un capellán belicoso o una señora de mantilla y abrigo con cuello de astracán, al mismo tiempo que los saludaba con una mansa inclinación de cabeza se los imaginaba automáticamente caminando del revés y contenía con dificultad un ataque de risa. Con los años fue empezando a sentir hacia el género humano un desapego de médico acostumbrado a ver en la pantalla de los rayos X la fosforescencia del esqueleto, y cuando examinaba una foto recién hecha pensaba que a la larga sería, como todas, el retrato de un muerto, de modo que lo intranquilizaba siempre la molesta sospecha de no ser un fotógrafo, sino una especie de enterrador prematuro: eso le pasaba por haber vivido tan solo, le dijo con melancolía al comandante Galaz, por haberse dedicado más a mirar que a vivir y no haber tenido otra compañía que la de aquel sordomudo que era en gran parte un resucitado, pues lo habían dado por muerto cuando lo sacaron de entre los escombros de la casa recién bombardeada donde sucumbieron sus padres y abrió los ojos en el ataúd unos minutos antes de que lo cerraran, y desde entonces no volvió a decir una palabra ni dio muestras de escuchar nada, y vivió en el silencio como en una botella de formol, con un aire eterno de zangolotino cada vez más embobado, servicial, inquietante, apacible, mirando a Ramiro Retratista con ojos de búho, deambulando por el estudio y por el sótano donde estaban el laboratorio y el archivo con una expresión continua de asombro y pavor, como si viera en el aire las caras de los muertos de las fotografías.
Vio surgir bajo el líquido tintado levemente de rosa la boca, el pelo, la sonrisa, la mirada, las manos, el escote, la mancha brillante del escapulario, como un jugador de billar que admirara pasivamente la culminación de una casualidad inesperada o de su recién descubierta maestría, sumergió con reverencia los dedos hasta tocar la cartulina por sus bordes agudos, temiendo mancharla o borrar con un gesto el milagro de aquella aparición, la colgó, todavía chorreando, con unas pinzas de tender, salió ofuscado del laboratorio y en la habitación contigua el sordomudo estaba mirándolo con su fijeza de vaca o de mulo, como si hubiera sabido de antemano que él iba a salir y qué cara tendría cuando apareciera, se dejó caer en el sillón de su mesa de trabajo, que había sido de don Otto Zenner, como todo en el estudio, las cámaras y los forillos pintados y los bustos de hombres célebres, hizo una abatida señal con la mano derecha y el sordomudo, con diligencia sigilosa, puso en marcha el gramófono y trajinó en la alacena hasta encontrar lo que ya sabía que él estaba esperando, la botella, una de las últimas, de un licor alemán cuyo nombre impronunciable sonaba como un salivazo y que tenía la virtud de deparar a quien se atreviera a probarlo una borrachera fulminante. Cuando don Otto Zenner abandonó su oficio y su estudio y se marchó de Mágina para volver a su país y unirse a las divisiones blindadas del Reich aún quedaba en el sótano media docena de garrafas que él había guardado previendo la escasez que inevitablemente traería consigo la victoria próxima del bolchevismo. Había sido pintor bohemio y doctrinario en vísperas de la guerra europea, en la que alcanzó el grado de sargento, y después del armisticio, o de la vergonzosa claudicación, como él precisaba en los cafés, con gran vehemencia de erres y de puñetazos sobre las mesas de mármol, abandonó los pinceles por la fotografía y abrió estudio en Berlín, pero al cabo de unos meses de incertidumbre y penuria emprendió un lento viaje hacia el oeste huyendo de la segura invasión de las hordas asiáticas —que habían ejecutado a los Románov y muy pronto inundarían la Europa desguarnecida tras la ruina de los imperios centrales— para encontrar refugio, aunque nunca sosiego, pues siempre temió que lo alcanzara la riada inminente del Ejército Rojo, en esta pequeña ciudad parcialmente amurallada y como ajena a las turbulencias del mundo en la que muy pronto obtuvo con su arte un reconocimiento, muy cercano a la gloria, que jamás habría alcanzado en la ingrata y humillada Alemania de Weimar.
También la moto con sidecar y las gafas de aviador que se ponía para manejarla Ramiro Retratista pertenecieron a don Otto, y hasta el percherón de madera con crines amarillas y ojos de cristal donde se subían los niños para fotografiarse con un sombrero cordobés. «Todo te lo dejo. Si no vuelvo serás mi heredero y mi apóstol», le había dicho don Otto al despedirse inopinadamente de él, cuando supo que las divisiones Panzer habían invadido Rusia y decidió en un trance de delirio patriótico cruzar de nuevo y en sentido contrario toda la anchura de Europa para unirse a los ejércitos victoriosos del Reich. En la estación, vestido con su uniforme de la guerra del catorce, que había guardado durante más de veinte años en el maletón que trajo de su país, la cabeza cubierta con el casco puntiagudo y recién abrillantado y la máscara antigás colgada reglamentariamente al cuello, se despidió con un abrazo paternal y castrense de Ramiro Retratista, su discípulo, su primer y único aprendiz, casi su hijo adoptivo, le exigió juramento de perseverancia en el arte sublime de la fotografía de estudio y subió al correo de Madrid después de dar un taconazo, perdiéndose luego, mientras saludaba a la romana desde una ventanilla, entre el humo negro de la locomotora, y posiblemente también en la demencia senil y en los vapores ya irreversibles del schnapps, pues aunque nunca volvió a saberse nada cierto de él dijeron que su expedición a las estepas de Rusia había concluido en Alcázar de San Juan, donde estuvo retenido por embriaguez y escándalo en el cuartelillo de la Guardia Civil hasta que unos loqueros a los que embistió con el pincho de su gorro prusiano mugiendo en alemán se lo llevaron al manicomio de Leganés o al de Ciempozuelos.
Hasta que don Otto se marchó, Ramiro sólo les había dado rápidos tientos a escondidas a las botellas de aguardiente. Fue al quedarse solo cuando empezó a imitar sin premeditación los peores hábitos de su maestro, sentándose cada noche en el sótano para mirar las caras de muertos de sus fotos del día, bebiendo schnapps y escuchando discos alemanes en los que sólo había, para su fervor y su desgracia, música de Schubert, canciones tristísimas acompañadas de piano y fragmentos de obras de cámara que se sabía de memoria porque los había estado oyendo desde que entró como aprendiz sin prestarles atención, igual que oiría la lluvia o los ruidos de la calle. La imposibilidad de renovar las provisiones de aguardiente lo salvó del alcoholismo, pero de Schubert ya no pudo curarse, ni siquiera cuando los discos estuvieron tan gastados que más que oír la música la adivinaba o la recordaba entre los saltos y las crepitaciones de la aguja, igual que un ciego recuerda colores cada vez más distorsionados por el olvido y la oscuridad.
Tal vez el efecto de Schubert no habría sido tan pernicioso sin el hallazgo de la muerta incorrupta en la Casa de las Torres, que vino a coincidir con un período particularmente luctuoso en el estado de alma de Ramiro Retratista, hombre de carácter débil y brumoso —saturnal, decía él—, que aun sin el influjo traicionero del licor alemán tendía a la tristeza y a la conmiseración de sí mismo, y que vivió los años posteriores al final de la guerra sumido en una pesadumbre como de perpetuo anochecer de domingo. Dio en imaginarse como un vencido humillado por la cobardía, como un artista solitario, incomprendido, abocado a la vida menesterosa y bohemia, a una muerte aleccionadora y patética en plena juventud, perdido y olvidado en esta mezquina provincia donde no sólo el éxito era imposible, sino también el fracaso, al menos la categoría de fracaso que hubiera querido para sí, grande, sublime, con un énfasis de ópera y de suicidio romántico, sin esa modorra como de brasero y mesa camilla con que la gente fracasaba en Mágina, poetas con nómina del municipio que cincelaban sonetos tras una ventanilla de arbitrios, compositores que escribían penosas suites para banda y coro parroquial, poetas párrocos y sacristanes y hasta poetas policías, como el inspector Florencio Pérez, si era verdad ese rumor insistente que circulaba sobre él, tan ignominioso en ciertas conversaciones de café como si se murmurara de su hombría, artistas con trienios y cartilla de familia numerosa y certificado de adhesión, pintores que administraban droguerías y guardaban como valiosas condecoraciones recortes ínfimos del periódico de la provincia… Él, Ramiro, los retrataba a todos, vanidosos y erguidos ante los focos del estudio, colgando cabeza abajo como murciélagos en el visor de su cámara, apoyando con aire de reflexiva gravedad el codo en el filo de la mesa y el dedo índice en la mejilla, delante de un telón con balaustradas y perspectivas de jardines y junto a una columna con un busto en escayola de algunas de las celebridades germánicas que había venerado don Otto mientras estaba en su juicio. Encapuchado y oculto como un espía bajo la cortinilla de la cámara, tras la impunidad del ojo de vidrio que sorprendía gestos involuntarios y miradas ansiosas, Ramiro Retratista presenciaba con un creciente desengaño la vacua vulgaridad de las celebridades locales que acudían a su estudio, la belleza amañada o idiota de las mujeres, la fatalidad de la gordura, la calvicie, la estupidez, la decadencia, y cuando por la noche se sentaba a escuchar a Schubert y a beber schnapps y repasaba una a una sus últimas fotografías buscando alguna que le pareciera digna de los grandes artistas del siglo pasado que don Otto le había enseñado a admirar, sólo encontraba caras banales o feroces o patéticas que ni siquiera el sublime Nadar habría logrado ennoblecer. Hacía un gesto y el sordomudo, que estaba siempre mirándolo sin parpadear desde una respetuosa distancia, como un monaguillo gordo y obediente, le llenaba el vaso vacío, llegaba el final del disco y le ordenaba que lo devolviera al principio, a la arrasadora pesadumbre de aquel cuarteto titulado La muerte y la doncella, que era el que más le gustaba de todos los de Schubert y le hacía acordarse infaliblemente de una foto de bodas tomada varios años atrás, cuando aún era ayudante de don Otto. Se ponía a buscarla, entorpecido por la ofuscación del alcohol y la vehemencia destructiva de la música, pero aunque no la encontrara se acordaría exactamente del hombre vestido de militar y de la novia que se apoyaba en su brazo, muy delgada, con los ojos claros y grandes y la piel casi translúcida en las sienes, con el pelo corto y castaño, don Otto Zenner le había dicho que parecía de perfil una dama del Renacimiento: supieron luego que al día siguiente de su noche de bodas se asomó a un balcón porque había oído un tiroteo en los tejados y una bala perdida la mató. Borracho de aguardiente y de música Ramiro Retratista miraba a aquella mujer que estaba en vísperas de la muerte cuando él mismo le hizo su fotografía de bodas y alcanzaba un paroxismo simultáneo de desdicha y felicidad que se hizo crónico y mucho más virulento desde que vio formarse en la cubeta del revelado la cara de la muchacha incorrupta. El título de su disco preferido se le antojó entonces profético: la muerte y la doncella. Pensó esa noche, comparando la fotografía nupcial y la que tomó por encargo del inspector Florencio Pérez, que las dos mujeres se parecían y que estaban unidas por un destino común. La muerta de 1937, ¿no sería una reencarnación de la otra, no habría repetido casi setenta años después el entusiasmo y luego la expiación de un amor culpable, no se habría levantado sonámbula de la cama y caminado hacia el balcón al escuchar la voz seductora de la muerte, igual que la emparedada de la Casa de las Torres y la doncella de Schubert?
Le temblaban las manos, miraba sucesivamente los dos rostros bajo la lámpara de su mesa de trabajo y los encontraba cada vez más iguales, le dijo con malos modos al sordomudo que se fuera a dormir. Era muy imaginativo y muy tímido y desde los quince o los dieciséis años vivía recluido en una confortable castidad de seminarista laborioso. Su trato íntimo con las mujeres reales era más difícil y mucho menos placentero que el que mantenía con ciertas señoritas de pelo cortado a lo garzón, como decían en Mágina, que fumaban desnudas y adoptaban extravagantes posturas sicalípticas en un juego de postales traídas de Berlín por don Otto Zenner. Les había sido temporalmente infiel cuando conoció la muerte súbita de la novia retratada por él unas horas antes, y las olvidó del todo, como amistades vergonzosas o vanos amores de la adolescencia, cuando las pupilas de la muchacha incorrupta parecieron mirarlo y brillar avivadas por el reconocimiento. Guardó las fotos, se prohibió un último vaso de schnapps, porque al ponerse en pie notó que se tambaleaba, detuvo el gramófono, dio vueltas sin sosiego en la oscuridad del insomnio y cuando logró dormirse en el sueño oía La muerte y la doncella, pero no en cuarteto, sino en una versión orquestal que nunca había escuchado, y la muchacha iba cobrando forma ante él a medida que avanzaba la música, con la misma lentitud acuática con que la había visto aparecer en el líquido del revelado. Se despertó cuando la voz le murmuraba al oído su nombre, Ramiro, Ramiro Retratista, en un tono en el que jamás le había hablado una mujer. Dos noches más tarde, exasperado por el insomnio, salió de su casa con la cautela de un ladrón y anduvo sin rumbo por las plazas vacías y los callejones de Mágina, queriendo no acercarse al barrio de San Lorenzo, sabiendo que aunque no quisiera acabaría internándose en él, como si lo empujara la música que seguía sonando en su imaginación o lo llamara la voz que había pronunciado tan dulcemente en el sueño su nombre. Llevaba en el bolsillo interior de la gabardina, oculta como un arma, una linterna eléctrica, e iba provisto de una petaca de aguardiente y de sus gafas de aviador con montura de caucho, tal vez con la intención absurda de usarlas como antifaz si se le presentaba algún apuro. El alcohol y la soledad de la noche le concedían una temeridad irresponsable y arbitraria, una sonámbula disposición de aventura que en las mañanas de resaca solía convertirse luctuosamente en abatimiento y contricción. A la pesadumbre de Schubert se agregaba aquella noche la necrofilia blanda de un bolero del negro Machín titulado Espérame en el cielo que había escuchado unas horas antes en la radio. Estaban apagadas las bombillas de las esquinas y no vio ninguna luz en las ventanas de las casas, como en los tiempos todavía no muy lejanos de las alarmas antiaéreas. Sólo la luna alumbraba muy débilmente la ciudad, sólo él, Ramiro Retratista, parecía habitarla. En la plaza del General Orduña ni siquiera estaba iluminado el balcón del inspector Florencio Pérez. Bajó por la calle del Rastro, ahora Queipo de Llano, costeando las casas adheridas a la muralla, dobló, estremeciéndose, con igual nerviosismo y vergüenza que las pocas veces que se había atrevido a visitar un prostíbulo, la esquina de la calle del Pozo, en la encrucijada batida por el viento del Altozano y de los descampados de la Cava, y al volverse veía tras él su larga sombra de Fantomas beodo y oía el eco de sus pasos sobre el empedrado. Pero no, no era el eco lo que oía, eran los pasos lentos de otro hombre cuya sombra apenas se despegaba de las paredes, y Ramiro Retratista se ocultó en el quicio de una puerta y lo vio acercarse con la fatalidad de una aparición, los pasos retumbando en su cerebro encharcado de alcohol y aboliendo la música, los violines de Schubert y la voz ovina del negro Machín, los pasos y también otro ruido insistente que no alcanzaba a distinguir, un ruido menudo, continuo, seco, mezclado a un roce cada vez más cercano, la punta metálica de un bastón que golpeaba las esquinas y los bordillos de las aceras y se volvía un redoble cuando chocaba contra las rejas de alguna ventana: un hombre caminaba muy despacio y frotaba la tela de su abrigo contra la cal de las paredes y llevaba un bastón, un ciego, sin duda, pero qué hacía un ciego a esas horas por las calles de Mágina, por qué estaba siguiéndolo a él.
Un escalofrío de miedo sacudió a Ramiro Retratista y casi le devolvió la lucidez, pero se hundió aún más en el hueco de la puerta donde se protegía e introdujo la mano en el interior de su abrigo para buscar el consuelo de la petaca de aguardiente, y con un solo trago recobró todo el esplendor de la música y toda la niebla de la borrachera. No debía hacer ruido, ni siquiera respirar, el ciego ya estaba a unos metros de él y si se descuidaba, si se movía aunque fuera un milímetro, sería descubierto, los ciegos tienen un oído sobrenatural y parece que adivinan lo que ocurre cerca de ellos, huelen a los extraños, como los animales. Oirá los latidos de mi corazón, pensó Ramiro Retratista, pero no eran latidos, sino pasos, los que él estaba escuchando, los pasos de aquel hombre, el roce de su abrigo contra la pared, los golpes secos de la contera del bastón, y ese rumor sordo que venía con él, como si estuviera rezando, como si murmurara letanías mientras caminaba. Vio la sombra ante él durante unos segundos, el brillo vago de unas gafas y el de la puntera metálica que tanteó el escalón donde él estaba subido y casi tocó sus zapatos, la masa lenta y opaca del ciego que oscilaba en la acera y se quedó quieto un instante, a un paso de Ramiro Retratista, volviéndose un poco hacia él mientras el bastón se movía en el aire como si tanteara un obstáculo y apartándose luego con una lentitud inhumana y eterna, como una estatua animada con zapatos de bronce. Al llegar a la plaza de San Lorenzo los pasos adquirieron una resonancia más exacta, y Ramiro sólo se movió cuando escuchó una llave girando en una cerradura y luego una puerta que encajaba de golpe. El ciego vivía muy cerca, en alguna casa de la plaza, tras alguno de los tres álamos desnudos cuyas ramas alcanzaban las ventanas más altas. Se concedió otro trago, se frotó las manos ateridas, volvió a oír en su imaginación toda la impetuosa melancolía del cuarteto de Schubert. Sobre el portalón de la Casa de las Torres se proyectaban amenazadoramente las siluetas de las gárgolas. El edificio ocupaba una manzana entera, y Ramiro supuso que no le sería difícil entrar en él escalando las tapias medio derruidas de los corralones traseros.
No tenía miedo de que lo sorprendiera la guardesa. Estaba tan intoxicado por el aguardiente, el insomnio, la música y los espectros de las fotografías que no tenía miedo de nada ni se daba cuenta de su borrachera, y empezó a pensar que la sombra que lo había asustado unos minutos antes habría sido una figuración originada por la oscuridad. Ya no necesitaba recordar la melodía de Schubert ni intentaba silbarla, la sentía circular por su sangre mezclada con el alcohol, caudalosa, inapelable, tensándose en agudos como si estuviera a punto de quebrarse antes de llegar a su límite, apaciguándose luego, cuando casi le había paralizado el corazón, en unos instantes de serenidad que poco a poco anunciaban el regreso de la tormenta del dolor, el luto y la osadía. No recordaba luego cómo descendió simultáneamente a los sótanos de la Casa de las Torres y a las honduras submarinas de su propia alma enajenada por el schnapps y conmovida por la música. Se encontró frente al nicho donde seguía sentada la muchacha, con los ojos abiertos, con las manos juntas en el regazo, como si hubiera velado esperándolo a él. Le pareció un poco más pequeña y como desdibujada por el halo polvoriento de sus tirabuzones, reducida a una escala ligeramente inferior a su tamaño natural, menos hermosa y temible que en las fotografías, casi hogareña, desanimada, aburrida. Ahora que estaba frente a ella no sabía qué hacer y entre las tinieblas de la borrachera empezó a deslizarse un sentimiento todavía muy débil de inutilidad y ridículo. Mirados tan de cerca, sus tirabuzones parecían de estopa deshilachada, como los de las muñecas, y sus pupilas tenían una turbia opacidad, como si padeciera cataratas, y en las comisuras de sus labios había diminutas incisiones o arrugas que le recordaron las de esas mujeres cuyo maquillaje se estropeaba bajo los focos del estudio. Le tocó la cara con un desasosiego de profanación y la notó tan seca y tan fría y con una textura tan arenosa como la de las piedras del sótano. Pero su mirada, ahora visiblemente muerta y ciega, lo seguía atrapando, y el olor a polvo que despedían su ropa y su pelo lo mareaban como esos perfumes de adormideras que según había leído usaban las mujeres fatales.
Le rozó la cara, los labios entreabiertos, el cuello, aproximó los dedos al escote y notó el filo de una hoja de papel. Era preciso extremar el cuidado, tenía que tranquilizarse para evitar que las manos le siguieran temblando. Le dio la espalda, por respeto, y bebió un poco de aguardiente, se frotó los dedos juntos y extendidos, como un ladrón que se dispone a averiguar la combinación de una caja fuerte. El papel podría pulverizarse cuando intentara desdoblarlo. Lo extrajo y lo abrió con la misma delicadeza con que separaría las alas de una mariposa disecada, pero no pudo evitar que se rompiera por los cuatro dobleces. No veía bien, se le juntaban las letras por culpa del schnapps, la luz de la linterna estaba debilitándose, muy pronto se apagaría del todo, y entonces qué, no encontraría la salida, se perdería por los sótanos golpeándose como un ciego contra las esquinas, derrumbaría muebles viejos y armazones de carrozas, lo descubriría la temible guardesa y al cabo de unas horas estaría condenado a la vergüenza pública y tal vez a la cárcel, ya imaginaba la cara impasible y lúgubre del inspector Florencio Pérez, la ruina de su estudio, la mendicidad, el asilo de indigentes. Como tempestades hostiles la música y el miedo le sacudían la conciencia, la música creciendo hasta la explosión definitiva del consuelo y el llanto, el miedo asediándolo como la oscuridad que apenas desvanecía la linterna, y en el centro, delante de sus ojos, en el recuerdo de un sueño y de una foto perfilándose bajo el líquido brillante y rojizo del revelado, la muchacha insepulta, desamparada y proscrita en el sótano de la Casa de las Torres, guardando entre sus senos de yeso un mensaje clandestino de amor que volvía a la luz después de tres cuartos de siglo y que Ramiro Retratista no leyó esa misma noche, sino a la mañana siguiente, después de despertarse en el jergón del laboratorio oliendo a vómito y a productos químicos y escuchando el chirrido de la aguja que giraba en el gramófono y parecía hendirle con obstinación circular el cerebro. Había dormido sin quitarse el abrigo ni las gafas de aviador, que no recordaba haberse puesto, y junto a su cara estaba la petaca vacía de aguardiente, que arrojó al suelo de un manotazo para evitar las náuseas. Consiguió abrir lentamente su mano derecha agarrotada y encontró en ella cuatro fragmentos iguales de un papel basto y amarillo. El regreso de la Casa de las Torres se había borrado de su memoria: eso era lo peor que tenía el aguardiente, le explicó al comandante Galaz, que lo despojaba a uno de horas enteras de su vida. Lo último que recordaba era el miedo a quedarse encerrado a oscuras en el sótano, los maullidos de un gato, la sombra inmóvil de un coche de caballos. Subió al estudio, donde el sordomudo se lo quedó mirando con la misma asustada tranquilidad con que vería a un muerto salir de su tumba, le ordenó por señas que se fuera, y sin quitarse todavía el abrigo ni las gafas de caucho, que por culpa de la transpiración alcohólica de toda la noche se le adherían pegajosamente a las sienes, se derrumbó en la silla de la pequeña habitación que usaba como archivo y dispuso ante sí, bajo una lámpara muy potente, los cuatro pedazos de papel. Ponme como un sello sobre tu corazón, leyó al fin, cuando pudo ordenarlos, y le pareció que mientras leía escuchaba de nuevo aquel cuarteto de Schubert y que la música de las palabras escritas con una floreada caligrafía masculina reavivaba su sangre y lo sumía en un naufragio de ternura sin explicación y lástima de sí mismo, como un signo sobre tu brazo; porque fuerte es, como la muerte, el amor; duro, como el sepulcro, el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte. Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán. Devastado por la resaca, cegado por las lágrimas, gimiendo como un becerro, Ramiro Retratista comprendió sin contrición ni esperanza que el gran amor de su vida era una mujer que había muerto emparedada treinta años antes de que él naciera. Pero ya no volvió a verla, le dijo al comandante Galaz como si le hablara de una mujer a la que había conocido viva: dos o tres noches después apuró una de las últimas botellas de aquel aguardiente de don Otto y se armó otra vez de valor y regresó a la cripta por los mismos pasadizos, pero su linterna sólo pudo alumbrar un nicho vacío.