VEO ENCENDERSE UNA A UNA las luces en los miradores de Mágina bajo un cielo liso y violeta en el que todavía no es de noche, las bombillas que parpadean y tiemblan en las esquinas de las últimas casas como llamas de gas y las lámparas que penden sobre las plazas y cuyos círculos de claridad oscilan cuando el viento zarandea los cables tendidos entre los tejados desplazando las sombras de las mujeres solitarias que caminan con la cabeza baja y la barbilla hundida en la toca de lana llevando una lechera de estaño o un badil de ascuas rojas tapadas con ceniza. Se abrigan con medias de lana, con zapatillas de paño negro, con rebecas abrochadas hasta el cuello sobre los delantales, avanzando inclinadas contra la noche o el viento, llegan a casa y todavía no encienden las luces y dejan en el portal el badil con las ascuas mientras buscan el brasero y lo llenan hasta la mitad de candela, y luego, esparciendo las ascuas sobre él, lo sacan al quicio de la puerta para que el viento del anochecer, tenue como una brisa marítima, lo encienda más rápido. No cuenta la memoria sino la mirada, veo en la penumbra fría ese resplandor que se hace más vivo a medida que la oscuridad va ganando la calle, huelo a humo y a frío, humo de ascuas doradas y rojas en el anochecer azul y de resina hirviente y leña mojada de olivo, huelo a invierno, a una noche de noviembre o diciembre en cuya quietud un poco desolada hay algo de tregua, porque hace días que terminaron las matanzas y aún no ha comenzado la aceituna, me acuerdo de una mujer de toquilla negra y pelo blanco recogido en un moño que se había vuelto loca y todas las tardes, al filo del anochecer, bajaba por la calle del Pozo caminando a pasos cortos muy cerca de la pared y robaba un adoquín de la obra que estaban haciendo en la Casa de las Torres y se volvía llevándolo escondido bajo la toquilla como si cobijara un gato, sonriendo, queriendo disimular, murmurando, como hablándole al adoquín, al gato inventado, al niño que decían que se le murió cuando era joven.

Los hombres han llegado hace rato del campo y han atado las bestias a las rejas mientras las descargaban y las desembardaban, han encendido las luces amarillas de los portales empedrados y de las cuadras calientes y olorosas a estiércol, fatigados y broncos, vencidos por la extenuación del trabajo, pero en las habitaciones donde las mujeres conversan en voz baja o guardan un atareado silencio con rumor de costura todavía permanece una media penumbra apenas iluminada por las bombillas de la calle y por la última claridad declinante del cielo, azulado y rojizo en las lejanías del oeste. Queda en la habitación, junto a la ventana cuyos postigos se cerrarán en cuanto se encienda la luz eléctrica, un residuo de blancura sin origen preciso que resalta como manchas las caras, las manos, los lienzos blancos de los bastidores, el brillo de las pupilas, ausentes en el aire, fijas en la calle donde suenan pasos y fragmentos singularmente claros de conversaciones, en la banda iluminada de la radio donde están los números y los nombres de las emisoras y de las ciudades y remotos países de donde algunas proceden, y una mano mueve despacio el sintonizador y la aguja se desplaza por los lugares de una geografía inaccesible hasta detenerse en una música confundida al principio con pitidos, con voces extranjeras, con un ruido sordo de papeles rasgados, la música de un anuncio o de una canción o de un serial, cómo es posible que haya gente dentro de esa caja tan pequeña, cómo se encogen de tamaño, por dónde logran entrar, por las ranuras, como hormigas, la voz de un locutor resuena solemne y casi amenazadora, «El coche número trece», declama, «novela original de Xavier de Montepin», y se oyen en el interior de la habitación los cascos lentos de un caballo y un chirrido de ruedas metálicas sobre adoquines azotados por la lluvia de un invierno extranjero y de otro siglo, de otra ciudad, no sólo cabe gente, también llueve en la radio y cabalgan caballos, París, dice el locutor, pero ya no sigo escuchando sus palabras, las borra la distancia o el ruido de los cascos de los animales que relinchan en la cuadra, se me alejan como si hubiera perdido la emisora y aún continuara moviendo en vano el sintonizador, mirando esa luz enigmática que procede del interior del aparato, una raya de luz como la que brilla debajo de una puerta, dentro de una casa cerrada en la que sólo habitan voces, todas las voces imposibles del mundo, la luz encendida en una ventana de la Casa de las Torres, donde vivió sola y enajenada la guardesa que encontré una vez la momia incorrupta de una mujer muy joven que según mi abuelo Manuel había sido cautivada y emparedada por un rey moro. Un coche de caballos baja por la calle del Pozo y las ruedas metálicas y los cascos resuenan con escándalo sobre el empedrado, y aunque no se ve a nadie tras las cortinillas los niños le cantan al pasar la canción de don Mercurio, «Tras, tras», «¿Quién es?», «El médico jorobeta, que viene por la peseta de la visita de ayer», desafiando al cochero de librea verde y subiéndose a las rejas para vislumbrar la cara amarillenta del médico tras las cortinillas de gasa negra que cubren como una urna fúnebre los cristales del coche. Desde tan lejos oigo esas voces como si me separaran de ellas las bardas de los corrales y veo la sombra furtiva de la mujer que acuna contra su pecho un adoquín y la del ciego a quien habían disparado dos cartuchos de sal a los ojos cuando era joven y reventaba caballos en galopes furiosos, oigo en la noche de invierno el rumor sordo y estático de la ciudad y lo asocio sin motivo al del tráfico, pero no es posible, en Mágina, en este invierno de un año que no sé calcular y que seguramente es anterior a mi memoria y también a mi vida apenas se escuchan motores de automóviles, y en cualquier caso estoy demasiado lejos para oírlos, como si pasara acodado en la borda de un velero frente a las luces de una capital portuaria que apenas se distinguen en el horizonte brumoso del mar. Lo único que puedo oír son los pasos de los hombres y de las caballerías, las ruedas de los carros, el eco metálico de los llamadores, los ladridos, las voces de las vecinas, las canciones que corean los niños para conjurar el miedo inmemorial a la llegada de la noche, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí, todo como enguatado de silencio, las campanas de las iglesias que tocan a oración o a funeral y hacen que las mujeres se persignen en sus habitaciones en penumbra, los mugidos lentos de las vacas que vuelven de beber agua en el pilar de la muralla y suben por la plaza de San Lorenzo, camino de los corrales, guiadas por hoscos vaqueros que les golpean el lomo con sus grandes bastones terminados en porra, y cuando enfilan la calle del Pozo se hace más fuerte el eco de sus pezuñas y los últimos niños que no han hecho caso de las llamadas de sus madres y todavía jugaban o se contaban historias bajo la luz de las esquinas se apartan por miedo a ser embestidos, se suben a las rejas, se esconden en los portales y cantan una canción para ahuyentar el peligro. Bao Bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao.

Cuando han pasado las vacas queda en la calle un olor caliente de vaho y de estiércol, una definitiva desolación nocturna que inexplicablemente agravan las luces en las ventanas de las oficinas, en las sombrías tabernas donde los hombres beben acodados en toneles de vino, más arriba, hacia el norte, más allá del ámbito vacío de la plaza del General Orduña, donde la esfera del reloj se ha iluminado al mismo, tiempo y con la misma tonalidad aceitosa que los balcones de la comisaría, en los escaparates de los comercios vacíos donde los dependientes, que tienen las manos tan blancas y suaves como los curas y se las frotan igual, recogen las telas sobre los mostradores de madera bruñida antes de cerrar y despedirse bromeando mientras se suben los cuellos de piel vuelta de sus chaquetones y se frotan con más ahínco las manos, ateridas por un frío suave de iglesia, los dependientes dóciles como sacristanes de El Sistema Métrico, que es la tienda de género y confección más grande de Mágina y está enfrente de la parroquia de la Trinidad, y donde ocupa un empleo ínfimo de recadero y chico para todo Lorencito Quesada, futuro periodista local con vehemencias de repórter, corresponsal en la ciudad del periódico de la provincia, Singladura, que se vende muy cerca, en el quiosco de la plaza, al que mi padre me mandaba todos los viernes para comprarle el Siete Fechas, que traía en la doble página central el relato ilustrado de un crimen. Pero no quiero alejarme tanto, vuelvo porque no me guía la mano caliente de mi madre y tengo miedo de perderme en esas calles desconocidas y abiertas por las que circulan automóviles negros, algunos de los cuales son conducidos por tísicos de bata blanca que secuestran a los niños para extraerles la sangre, veo de nuevo la calle del Pozo, empedrada y oscura, con largas bardas de corrales y dinteles de piedra, con zaguanes donde brillan mariposas de aceite bajo estampas de Nuestro Padre Jesús o del Sagrado Corazón, luego la plaza del Altozano, muy grande, con el edificio de la bodega donde el tío Antonio, hermano de mi abuela Leonor, vendía vino al pie de una cuba colosal que llegaba hasta las vigas del techo, veo la fuente junto a la que se reúnen todas las mañanas las mujeres locuaces con sus cántaros, conversando a gritos mientras esperan turno, dicen que en la Casa de las Torres ha aparecido el cuerpo incorrupto de una santa en una urna de cristal y que huele a agua de rosas o a perfume de iglesia. De noche la plaza del Altozano tiene algo de frontera y de abismo, batida por el viento frío, que sacude el círculo de luz de la única lámpara que la alumbra y trae desde los descampados del otro extremo de Mágina el sonido del cornetín que toca a oración en la puerta del cuartel de Infantería, cuyas ventanas horizontales y recién iluminadas le dan un aire de nave industrial erigida en el filo de los terraplenes, en el límite de la ciudad, contra el cielo cárdeno y rojo del oeste, frente al valle del Guadalquivir, cruzado por el último rescoldo blanco de los caminos que llevan al otro lado del río y a los pueblos de las laderas de la Sierra, manchas blancas en la azulada oscuridad: un hombre, el comandante Galaz, recién ascendido, recién llegado a Mágina, las mira desde la ventana de su dormitorio en el pabellón de oficiales cuando alza sus ojos fatigados del libro que ya no podrá seguir leyendo si no enciende la luz, mira sobre la mesa el libro cerrado y la pistola en su funda negra y aprieta las mandíbulas y cierra los ojos preguntándose cómo será la sensación exacta de morir, cuántos minutos o segundos dura el miedo absoluto. En la huerta de mi padre el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro hablaban muchas veces de él, me impresionaba ese nombre tan rotundo y tan raro que sólo era posible atribuir a un hombre imaginario, a un héroe tan inexistente como el Cosaco Verde o Miguel Strogoff o el general Miaja, el comandante Galaz, que desbarató él solo la conspiración de los facciosos, contaba el tío Rafael, mirándonos con sus pequeños ojos húmedos, que levantó la pistola en medio del patio, delante de todo el regimiento formado en la noche irrespirable de julio, y le disparó un tiro en el centro del pecho al teniente Mestalla y luego dijo, sin gritar, porque nunca levantaba la voz: «Si queda algún otro traidor que dé un paso al frente».

Más que nunca me conmueve ahora ese nombre que no había vuelto a oír ni a decir desde la infancia, y lo veo a él, al excomandante Galaz, muchos años más tarde, pero todavía sumergido en ese mismo tiempo estático de la distancia absoluta por donde los vivos y los muertos se mueven como sombras iguales, alto, un poco encorvado, con abrigo y sombrero, con un lazo en lugar de corbata, bajando por la calle ancha y desolada que ahora se llama avenida Dieciocho de Julio y en la que hace mucho que cortaron los grandes castaños que la poblaban en las mañanas de abril de un escándalo de pájaros, lo veo aproximarse despacio y sin voluntad ni nostalgia hacia el cuartel y detenerse al oír ya muy cerca el toque de oración en un anochecer de noviembre o diciembre, junto a esa casa en cuya planta baja hay ahora una taberna y cuya buhardilla, que antes se llamaba el cuarto de la viga, por una muy grande que le cruzaba el techo en diagonal, hace veinte años que está desalquilada, pues ya no hay nadie que quiera o acepte vivir en un lugar semejante. Se da cuenta de que se ha detenido por un impulso automático de su juventud, que ha estado a punto de ponerse firmes y de llevarse la mano derecha a la sien, como si no hubieran pasado treinta y siete años desde entonces, como si no hiciera media vida que no viste un uniforme y que no tiene una patria y una República a las que mantenerse leal, y cuando vuelve a caminar ya no sigue avanzando, por miedo no a la abstracta melancolía sino al llanto sin explicación ni consuelo, se da la vuelta y el viento frío le golpea la cara y le hace saber que tenía humedecidos los ojos, y lo veo subir lentamente hacia las calles más iluminadas del centro, a donde ya no llega el olor denso y fértil de la tierra invernal ni el ruido de las acequias que discurren junto a los caminos ocultas bajo malezas y cañaverales, tan hondas que da miedo aproximarse a su filo, a la espesura sin fondo en la que algunas veces se agitaban invisibles ratas o culebras que la imaginación convertía, sobre todo de noche, en caimanes y tigres, en serpientes pitón, en juancaballos voraces. Pero en los caminos del campo ya casi no queda nadie, salvo algún hortelano rezagado que lleva de la brida a un mulo con una carga de hortaliza, o un niño que se alivia las cuestas agarrándose a la cola del animal y se muere de sueño, de fatiga y de frío, o un hombre muy joven, mi padre, que calcula el tiempo que aún debe esperar para casarse y el dinero que le falta para poder comprar una becerra, mi padre adolescente, con la cara tan seria y la boca todavía infantil, con el pelo ondulado de hombre, aplastado con brillantina, sonriendo asustado a la cámara de Ramiro Retratista. Casi lo reconozco desde lejos, igual que de niño lo reconocía entre la gente del mercado por su manera de andar con un arrebato de admiración y ternura, aunque no viera su cara, pero no sé calcular su edad porque no distingo sus rasgos exactos ni tampoco las subdivisiones y enumeraciones abstractas de los años, y el tiempo de este anochecer no se parece al de mi vida de ahora, no fluye y se escapa como las horas y las semanas y los días de los relojes digitales y de los calendarios automáticos, gira huyendo y regresa en una tenue perennidad de linterna de sombras en la que algunas veces el pasado ocurre mucho después que el porvenir y todas las voces, los rostros, las canciones, los sueños, los nombres, sobre todo las canciones y los nombres, relumbran sin confusión en un presente simultáneo.

Me acerco a la ciudad desde muy lejos, desde arriba, como si soñara que viajo silenciosamente en un planeador, como cuando es muy tarde y hay que abrocharse el cinturón de seguridad y se descubren en un extremo de la noche las luces de un aeropuerto, y el tiempo retrocede ante mí en ondulaciones circulares, cambia a la misma velocidad que un paisaje tras la ventanilla del tren, y esa figura rezagada a la que he visto subir por el camino de Mágina es ahora mi abuelo Manuel que vuelve después de un año de cautiverio en un campo de concentración, lo veo de espaldas, anhelante, rendido, ha caminado durante dos días sin parar y ahora teme caer al suelo como un caballo reventado cuando está a punto de llegar a su casa, voy más aprisa, asciendo, lo adelanto, llego a la plaza de San Lorenzo mucho antes de que él aparezca junto a la primera esquina iluminada, veo el rectángulo de la plaza, más íntima de noche, los tres álamos que todavía no han cortado para hacer sitio a los automóviles, oigo una voz de mujer que llama a gritos a un niño, mi abuela Leonor, que llama desde el balcón a mi tío Luis, que no tiene miedo de las vacas ni de los ciegos ni de los aparecidos y se queda jugando en la calle aun después de que se haga de noche, veo la puerta entornada y la raya de luz que se extiende sobre el suelo de tierra apisonada y fría de humedad, y la mirada desciende y progresa sin obstáculo hasta el portal donde hay un arco encalado y sobre él una rueda de espigas secas cuya mágica finalidad de propiciar una buena cosecha me hace acordarme de las palmas amarillas que se cuelgan el domingo de ramos en los balcones para preservar a la casa del rayo. Pero sigo avanzando, nadie, ni yo mismo, me ve, reconozco en la sombra la disposición del segundo portal, la puerta de la cuadra, la puerta, muy pequeña, de la alacena con celosía que hay bajo el hueco de la escalera, y a la que tanto miedo me daba entrar, porque una vez vimos allí una culebra deslizándose alrededor de la gran tinaja hundida hasta la mitad en el suelo cuya boca se abría a una hondura de pozo donde brillaba y olía densamente el aceite. Empujo con suavidad y sigilo la tercera puerta, pero tal vez no es necesario, sin que yo la toque retrocede ante mí y el tiempo se bifurca como el agua de un lago, como en cortinajes sucesivos de niebla, veo la cocina, empedrada, con las paredes desnudas, tal vez con fotografías enmarcadas de muertos que sonríen tan rígidos como muertos etruscos, con las vigas pintadas de negro de las que penden racimos de uvas secas, y a un lado, casi de espaldas a mí, frente al fuego, hay un hombre de pelo blanco que acaricia el lomo de un perro cobijado entre sus piernas, mi bisabuelo Pedro Expósito, que murió antes de que yo naciera, que fue recogido de la inclusa por un hortelano muy pobre y se negó siempre a conocer a la familia que lo había abandonado cuando nació, que combatió en la guerra de Cuba y sobrevivió al naufragio en el Caribe del vapor donde volvía a España, que sólo fue fotografiado una vez, sin que él lo supiera, desde lejos, mientras estaba sentado en el escalón de la puerta, desde la ventana de la casa de enfrente, donde Ramiro Retratista había ocultado su cámara, a regañadientes, inducido, casi obligado por mi abuelo Manuel, que necesitaba una foto de todos los suyos para que le concedieran el carnet de familia numerosa y no podía obtenerla porque a mi bisabuelo, su suegro, no le daba la gana que lo retrataran.

Oigo las voces que cuentan, las palabras que invocan y nombran no en mi conciencia sino en una memoria que ni siquiera es mía, oigo la voz desconocida de mi bisabuelo Pedro Expósito Expósito que habla a su perro y le acaricia la cabeza mientras los dos miran el fulgor de la lumbre con una expresión parecida en los ojos, oigo contar que lo trajo de Cuba y que el perro era casi tan viejo como él: ya sé que no es posible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía a mi abuelo Manuel motivo suficiente para dejar de contarla, más aún, le hacía preferirla, de modo que decía que el perro sin nombre de su suegro había vivido hasta los setenta y cinco años con la misma naturalidad con que explicaba que el rey Alfonso XIII le había pedido fuego una noche muy oscura en una callejuela del suburbio y que en la Sierra vivían unas criaturas mitad hombre y mitad caballo que eran feroces y misántropas y que en los inviernos de mucha nieve bajaban al valle del Guadalquivir exasperadas por el hambre y no sólo pisaban con sus cascos equinos las coliflores y las lechugas de las huertas, sino que llegaban al extremo de comer carne humana. La prueba de que los juancaballos existían, aparte del relato de algunos hombres aterrados que sobrevivieron a su ataque, estaba, labrada en piedra, en la fachada de la iglesia del Salvador, donde es verdad que hay un friso de centauros, de modo que si los habían esculpido en un lugar tan sagrado, junto a las estatuas de los santos y bajo el relieve de la Transfiguración del Señor, argumentaba sonriendo mi abuelo, muy hereje hacía falta ser para no creer en ellos. Oigo, tan lejos, en un lugar que él no sabe que existe, la voz de mi abuelo Manuel, incesante, engolada, barroca, su risa, que ya no volveré a oír aunque él todavía no esté muerto, su silencio de ahora, su corpulencia abrumada por la vejez, su inmovilidad junto a la mesa camilla y el brasero en la misma cocina, ahora con cielo raso, embaldosada, con un televisor en un rincón, con fotos en color enmarcadas que ya no llevan la firma en cursiva de Ramiro Retratista, la cocina iluminada por el fuego o por la llama de un candil donde mi bisabuelo Pedro habita otra estancia del tiempo, donde mi madre, que tiene diez años y no sabe que antes de una hora llamarán a la puerta y que cuando la abra se encontrará frente a un hombre desconocido y barbudo en quien al principio no podrá reconocer a su padre, se aproxima a él buscando el cobijo cálido y seguro de su cercanía para defenderse del frío, del desamparo, del miedo, para no oír esas voces infantiles que cantan en la calle la canción de la Tía Tragantía, hija del rey Baltasar, o cuentan en los corros la historia de la mujer fantasma que fue enterrada viva en un sótano de la Casa de las Torres y que a esa hora de la noche empieza a recorrer como una alma en pena sus salones con pavimento de mármol y sus galerías en ruinas y la cornisa de las gárgolas llevando un hachón encendido, muy cerca, ahí mismo, señalan, en el otro extremo de la plaza, y algunas noches que no puede dormir ella se asoma a la ventana de su habitación y cree ver esa luz moviéndose tras los cristales de los torreones, la cara del espectro, blanca y aplastada contra el vidrio, redonda, la imagina, con una blancura lunar, las facciones que nunca vio sino en los malos sueños y en los espejismos del insomnio y que desde su memoria se transmitieron intactas a la mía a través no sólo de su voz sino de la silenciosa intuición del terror que tantas veces percibí en sus ojos y en su manera cálida y desesperada de abrazarme, no sé cuándo, mucho antes de la edad en que se fijan los primeros recuerdos, cuando vivíamos en aquel desván al que llamaban el cuarto de la viga y ella miraba anochecer tras el balcón y oía el toque de corneta en el cuartel cercano mientras esperaba que llegara mi padre, tan afanado en el trabajo que siempre se le hacía de noche en los caminos umbríos de las huertas.

Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de Mágina y de verla perderse muy lejos y muy al fondo de la extensión de la noche, contra un cielo que todavía es rojizo y morado en sus límites, no una ciudad y ni siquiera una patética conmoción de nostalgia que se dispersará tan rápidamente como el humo de una hoguera encendida una ventosa mañana de lluvia entre los olivos, sino una geografía de luces que tiemblan en la distancia como mariposas de aceite y se van quedando rezagadas en el horizonte del sur a medida que avanzo sin poder detenerme hacia la serranía horadada de túneles y de barrancos por donde cruza un expreso en dirección a Madrid, un tiempo que posee sus propias leyes tan ajenas a las del tiempo exterior como un país inaccesible a todos los extranjeros e invasores. Igual que en un avión cuando ha terminado el despegue y se oyen mecheros que encienden cigarrillos y cinturones de seguridad que se sueltan, cuando vuelvo la cara y miro por la ventanilla hacia el lugar donde estuvieron las luces de la ciudad que he abandonado y ya no veo nada más que la noche, también así, algunas veces, de pronto, ya no estoy en Mágina ni sé dónde encontrarla, pienso en mi abuelo Manuel y en mi abuela Leonor y sólo sé imaginarlos aniquilados por la vejez y derribados el uno contra el otro en un sofá tapizado de plástico y dormitando sin dignidad ni recuerdos frente a un televisor, se extinguen los nombres que fueron la savia de mi vida, se convierten en palabras inertes, sin sonoridad ni volumen, como trozos de plomo, y me invaden y me poseen las otras palabras, las mentirosas, las triviales, las palabras tortuosas y enfáticas que escucho en otro idioma por los auriculares de una cabina de traducción simultánea y repito tan velozmente en el mío que un instante después no me acuerdo de haberlas pronunciado y aturden mi oído y mi conciencia como un estrépito de motores o un zumbido de cables de alta tensión.

Sigo acordándome pero ya no es lo mismo, ahora no cuenta la mirada, sino la memoria impotente, no huelo a invierno y a lluvia próxima y a hojas empapadas pudriéndose entre los grumos oscuros de tierra, no me estremecen ni la felicidad ni el terror, no veo la plaza del General Orduña ni la estatua ni el reloj en la torre ni adivino tras las cortinas echadas en el balcón de la comisaría la sombra del inspector Florencio Pérez, que cuenta sílabas con los dedos mientras examina las fotografías de una mujer emparedada hace setenta años que alguien, Ramiro Retratista, acaba de dejar sobre la mesa de su despacho, las fotos que yo mismo, en otro país y en otro tiempo, he tenido en mis manos, y entonces cierro los ojos y me quedo inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver ni oír ni oler ni tocar nada, nada que no me pertenezca y que no haya estado conmigo desde siempre, aunque yo no lo supiera, unos pocos nombres, algunas sensaciones, la cara de mi bisabuelo Pedro y de mi abuela Leonor y de mi madre en esa foto que creí extraviada para siempre y ahora guardo en mi cartera como un trofeo secreto, el olor del armario donde se guardaban una caja de lata con billetes de la República y la guerrera de guardia de asalto de mi abuelo Manuel, el tacto de la sombrilla de seda desgarrada que había en el fondo de un baúl, la sintonía lúgubre de un serial radiofónico, una copla de Antonio Molina, una canción de Jim Morrison que oíamos mis amigos y yo en la sinfonola del bar Martos, la cara de Nadia entonces, en el contraluz de una mañana de octubre, su mirada de ahora, su pelo oscuro con relumbres cobrizos brillando en la penumbra, cuando ha anochecido sin que nos diéramos cuenta y se incorpora para encender la luz y la retengo en mis brazos pidiéndole que espere un poco todavía, imaginándome que ahora mismo, en Mágina, se encienden las bombillas en las esquinas y se oyen en la quietud del aire las campanadas de la plaza del General Orduña y el toque mucho más lejano de la trompeta en el cuartel, imaginándome que oigo las ruedas del coche de don Mercurio y los aldabonazos de hierro en las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres y que me ha oscurecido mientras jugaba en la calle con mi amigo Félix y vuelvo a casa temiendo que aparezca tras una esquina iluminada el fantasma estrafalario y atroz de la Tía Tragantía. Pero no es verdad, descubro al mirar el reloj que brilla sobre la mesa de noche, ésta no es la hora de Mágina, y no sólo porque yo esté en otro continente y al otro lado de un océano, sino porque estos relojes no sirven para medir un tiempo que únicamente ha existido en esa ciudad, no sé cuándo, en todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante mí como en el baúl insondable de Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.