UNA EMOCIÓN INACCESIBLE en el fondo del tiempo y estremeciendo a la vez el instante mismo que ahora vive con ella: eso quiere contarle, no recuerdos ni palabras sino unas pocas imágenes que ahora vuelven a él con un delicado poderío, sin mediación de su voluntad, sin que las traiga la nostalgia, a la que se ha vuelto inmune, emanadas de su ternura hacia Nadia, como resonancias de nombres y prolongaciones de caricias en dirección al pasado, aunque tampoco le gusta esa palabra, le parece inexacta, probablemente mentirosa, no puede ser pasado lo que está viviendo ahora mismo en él, es el mismo presente que nota latir con una apaciguada suavidad en el pulso de Nadia, cuando la abraza por la espalda y toma entre las dos manos sus pechos, mi amado es para mí un manojico de mirra que reposará entre mis tetas, lee ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, cuando desliza los dedos hacia el interior de sus muslos y ese latido íntimo que perciben las yemas humedecidas sube como una tenue descarga eléctrica hasta su corazón y se acompasa a él y les aviva otra vez el deseo, cuando le acaricia las rodillas y se las besa y desciende para tocar sus pies y besárselos y vuelve a encontrar el latido bajo la piel tensa del tobillo, cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe, dice, ella o él, se les olvida o no distinguen de quién de los dos son las sensaciones, las palabras, las manos, el abrazo que los enreda cuando se curvan y se extienden el uno sobre el otro, hilos de seda envolviéndolos y brillando en un contraluz de mañana instantánea y a la vez remota, los hilos amarillos que tejían los gusanos de seda cuando empezaban a delimitar casi invisiblemente todavía su capullo, las hojas húmedas de las moreras, le cuenta Manuel, envueltas en un trapo mojado para que se mantuvieran lozanas, recogidas al pie de los grandes árboles que había en las calles próximas al cuartel: él era un niño cobarde y no los escalaba hasta llegar a la copa, él y su amigo Félix se quedaban mirando a los niños mayores y audaces que trepaban como simios y que alcanzaban las ramas donde habían brotado las hojas más tiernas. Ellos, Félix y él, recogían del suelo las que habían desperdiciado los otros, las alisaban una sobre otra como si fueran las estampas de una colección, verde oscuro y brillante, un verde húmedo con olor a savia y a jugo de mora machacada, tenían los gusanos de seda en cajas de zapatos que forraban por dentro con hojas de morera.

Nadia sonríe, se incorpora, impaciente, espera, dice, yo me acuerdo de eso, le aprieta la mano, él ve su espalda desnuda, su melena despeinada sobre los hombros, la piel de ese color canela que es como un rescoldo de soles bajo los que nunca vivió, y entonces recobra una sensación casi violenta y perdida, un olor que no se parece a ningún otro, el de los gusanos de seda, más vívido porque nunca hasta ahora mismo lo había recordado, y con él un relámpago de su infancia: una vez su padre apareció en casa con una caja de zapatos que tenía varios agujeros en la tapa, uno de aquellos regalos que le hacía de vez en cuando sin motivo, y al tomarla en sus manos ella notó que no pesaba, la abrió y vio las hojas de morera y los pequeños gusanos blancos moviéndose despacio sobre sus nervaduras: le dio miedo al principio y casi un poco de asco, pero luego su padre le explicó que en España los niños criaban esos animales, compraban hojas de morera para ellos, se las cambiaban cuando empezaban a marchitarse o cuando los gusanos las habían mordido hasta dejar nada más que los nervios, y luego los veían tejer su capullo y esconderse en su interior y esperaban semanas a que de aquel copo amarillo de seda surgiera una mariposa muy gorda y torpe con las alas blancas que ponía racimos de diminutos huevos blancos de los que al año siguiente nacerían otros gusanos, al principio casi invisibles, como filamentos negros que se movían apenas, luego creciendo y engordando mientras devoraban las hojas verdes con sus infinitesimales dentelladas, volviéndose más lentos y pesados al fin, eligiendo un rincón de la caja, o el abrigo de una hoja seca, para tejer muy lentamente un capullo. Y ahora, cuando está contándoselo a Manuel, se queda callada y se toca suavemente el labio inferior con los dedos índice y corazón extendidos, lo hace siempre que intenta recordar algo difícil, y se pregunta dónde pudo encontrar su padre aquellos gusanos, tal vez en Chinatown, imagina, dónde encontraba las muñecas de celuloide y los juguetes españoles de lata que estaba siempre regalándole, y los pequeños volúmenes de cuentos de la Editorial Calleja, a qué tiendas perdidas de Nueva York habían ido a parar aquellos despojos de vidas españolas que él recobraba en sus caminatas solitarias por la ciudad con la esperanza o el propósito de que volvieran a existir en la infancia y luego en la memoria de su hija, para ofrecerle sigilosamente una patria íntima, orgullosa y limpia de desgracia y tinieblas que sólo existiría en su imaginación: cuentos de Calleja con los cuadernillos descosidos, aventuras de Celia, la niña republicana a la que él pensó que Nadia se parecía cuando tuvo seis o siete años, motoristas de hojalata pintada de colores brillantes, grandes libros con fotografías de paisajes que para ella tenían una irrealidad más llamativa que los dibujos animados, gusanos de seda y hojas de morera, un país inventado por el desarraigo perpetuo y el dolor sin palabras ni queja de su padre. A los pocos días se olvidó de echarles de comer, oyó por encima de las voces del televisor los gritos de su madre y al entrar en el salón donde ella estaba siempre sentada la vio de pie, chillando, alzando la mano que sostenía su copa, de puntillas, mirando hacia un brazo del sofá, como si hubiera visto a un ratón: dos gusanos listados de negro agitaban sus cabezas diminutas sobre la tapicería de cuero, y su madre se los señaló acusadoramente, con aquella expresión de asco y de catástrofe que le torcía los labios pintados, dejó la copa y fue a la cocina, pero en lugar de encerrarse en ella, o en el cuarto de baño, volvió con un badil y unas pinzas de depilar que usó para recoger los gusanos y luego los arrojó a la taza del retrete y giró varias veces con furia el mando del depósito de agua, cuyo gorgoteo se mezclaba al ruido confuso de su llanto.

Pues no les basta mirarse y saber quiénes son con una certeza y un orgullo que nunca hasta ahora habían conocido, como si fueran cada uno el único espejo posible de la cara del otro y también la única figura que sus ojos han deseado mirar: quieren encontrarse en el tiempo en el que aún no se conocían y en el mundo en que ninguno de los dos había nacido, y les parece que en todo lo que averiguan y se cuentan, lo que despierta tan simultáneamente en ellos como la intensidad casi dolorosa con que se les revelan reinos desconocidos de sus cuerpos gastados por el amor y revividos más allá del límite del entusiasmo, del miedo y del desvanecimiento, hubo desde el origen un impulso de predestinación o un azar que sin que ni ellos ni nadie lo supiera los protegía y los preservaba, los fortalecía en el infortunio, en la soledad, en la equivocación y el destierro, nacidos cada uno en un extremo del mundo y sin la menor posibilidad no ya de conocerse sino de poseer algo en común, tal vez sólo las tonalidades azules de los paisajes que veían en la distancia de los días más claros: Nadia el perfil de Manhattan al otro lado del East River, Manuel los picos de la sierra de Mágina más allá de los olivares y del Guadalquivir.

Ésa fue la primera lejanía que vieron sus ojos: ahora se da cuenta de que ha sido modelado y educado por ella en la misma medida que por las voces de sus mayores, y que tal vez aprendió de ambas disciplinas ese desasosiego de descubrir siempre lo que está un poco más lejos, de ir más allá de donde llega su mirada y de donde puede remontarse su propia memoria. De la mano de su padre, cuando empezaba a andar, bajaba por la calle Trece de Septiembre o Dieciocho de Julio y llegaba hasta el terraplén desde donde se veía toda la amplitud diáfana y azulada del valle. Le daba vértigo mirar las ventanas del cuartel orientadas al sur y el gran depósito de agua, alzado sobre un armazón de hierro, donde contaban que una vez se había ahogado un recluta. Los muros del cuartel, que en su flanco sur se levantaban al filo mismo de los terraplenes, eran tan altos como los de los castillos que debían escalar los héroes de los cuentos, y tras ellos había vivido o vivía aquel hombre de quien oyó hablar a sus mayores desde mucho antes de tener uso de razón, el comandante Galaz, una figura imaginaria y poderosa con botas altas y pistola al cinto, tan mitológica como don Manuel Azaña o como el general de bronce que había en la plaza del Reloj. En las noches de invierno, a punto de dormirse, oía entre los silbidos del viento la corneta del cuartel que tocaba a silencio. Ve a su madre muy joven, inclinada sobre él en el cuarto de la viga, ve el techo de cañizo y de barro, como el de un pajar, la mesa camilla junto a una ventana por donde siempre entra un sol amarillo y estático de cuya claridad forman parte, como si estuvieran hechos de la misma materia simultáneamente visual y sonora, el ruido de los pájaros en las copas de los castaños de Indias y las canciones de las niñas que saltan a la comba en los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando al salir de la escuela aún quedan varias horas de sol. Pero ahora no está siendo poseído por los recuerdos de otros: como si se acercara nadando a una orilla y extendiera cobardemente el pie hacia el fondo del agua y tocara la arena, pisa la primera tierra firme que de verdad le pertenece, honda todavía, insegura, casi inaccesible, dilatada y fiel como la extensión de un paraíso. Sobre un aparador, en una cima horizontal que sus manos no alcanzan, hay tazas de café con dibujos de peces de un color crema muy suave y pequeños animales hechos con el cartón recortado de las cajas de medicinas. Inmóvil contra la pared extiende sus alas un pájaro de porcelana y él pasa horas mirándolo desde la cuna y extrañándose de que no emprenda el vuelo como los otros pájaros que ve cuando está sentado en su sillón junto a la ventana. Pero todo está muy alto y muy lejos, como sombras proyectadas sobre el techo que cruza en diagonal una viga, como la cara de su padre cuando él abraza sus rodillas y extiende las manos hacia arriba y apenas alcanza a tocarle el cinturón.

Lo que ha oído contar y lo que casi no recuerda se confunden en las regiones más antiguas de su memoria como la tierra y el cielo en el horizonte nocturno. «Tú naciste el año de los hielos grandes», le han contado, y esas palabras, que se refieren a su propia vida, le parece que aluden a un tiempo muy anterior no sólo a ella, sino a toda existencia humana, una edad tan oscura y tan deshabitada como los primeros siglos del mundo. En pleno día su padre está tendido en la cama y él comprende que esa presencia es una irregularidad en el orden inmutable de las cosas, igual que el olor a medicinas y a alcohol quemado en un recipiente de metal que permanece en el aire cuando ya se ha marchado ese hombre temible, gordo, calvo, con bigote negro, al que llaman el médico, el doctor Medina. Bajo la cabecera de la cama la cara de su padre es amarilla contra el embozo blanco, amarilla y gris en el mentón. Llega otro hombre y se queda sentado junto a la cama. Le sonríe a él mientras lo coge en brazos, y él siente que no pesa, lo sienta en sus rodillas, toma entre sus manos una caja de medicinas y unas tijeras y los dedos y las tijeras brillantes se mueven un rato de manera confusa y al final hay en la palma de la mano del hombre no una caja alargada de cartón sino un perro ladrando, con el hocico tan agudo como el otro perro que el movimiento de los dedos del hombre proyectan sobre la cal de la pared. «Primo, anímate», oye decir, «yo esperaré a que te pongas bueno y te vendrás conmigo a Madrid, aquí no hay más que miseria». El hombre sigue sonriendo y de sus manos y de los filos agudos y brillantes de las tijeras surge otro animal, ahora un burro con las orejas levantadas, con un serón y dos cantaritos de papel. Él juega en el suelo con esos animales y luego abre los ojos y se incorpora en la cuna y entonces es casi de noche y las figuras blancas, azules y verdes de los animales de cartón están alineadas inalcanzablemente sobre el aparador, desfilando entre las tazas con dibujos de peces. Desfilan y no se mueven, igual que el pájaro de la pared, que está volando y permanece siempre inmóvil. Junto a la cama el aire es tan caliente como la cara de su padre. Había caído malo, le dijeron después, y estuvo varios meses con fiebres, y para pagar las medicinas y las visitas del médico tuvo que vender la vaca que había comprado al casarse, y no pudo emigrar con su primo Rafael, que había encontrado una colocación muy buena en Madrid. El primo Rafael iba a verlo todas las tardes, cuando volvía del campo, llegaba con los pantalones todavía manchados de barro y oliendo a forraje y estiércol, no como el médico, que le daba más miedo aún porque olía a medicinas y a colonias y a la llama azul del alcohol y tenía las manos blancas y suaves como las de los curas y como las de aquella señora que le daba un beso con los labios pintados cuando él iba con su padre a llevarle la leche. Mientras hablaba, sentado a la cabecera de la cama, el primo Rafael tomaba una caja de la mesa de noche y unas tijeras y en la palma de su mano brotaba un animal de cartón: un perro ladrando, un gato con los bigotes erizados, un burro de aguador, un caballo al galope. Habían crecido juntos y ahora iban a separarse por primera vez, pero el primo Rafael retrasaba su viaje, encontrarían una colocación para los dos, y si compartían un cuarto en la misma pensión ahorrarían más rápido y podrían llevarse antes a la familia a Madrid. Era mentira que en Barcelona o en Alemania hubiera más trabajo: cómo iba a haberlo, si Madrid era la capital. En Madrid, si uno se ponía malo, le pagaba las medicinas el seguro, y seguía cobrando el jornal hasta que se curaba, y había grifos de agua corriente en todas las casas y cocinas de gas y los cuartos de baño tenían azulejos hasta el techo. En el mundo, muy lejos de Mágina, estaban ocurriendo cosas extraordinarias: había aviones a chorro, cuyo rastro en el cielo se volvía rosado en los atardeceres, máquinas de cavar, de segar el trigo y hasta de recoger la aceituna sin que cientos de hombres tuvieran que partirse la columna vertebral a cambio de una paga miserable, nada más que dándole a un botón, había satélites que daban la vuelta al mundo en un día y muy pronto ir a la Luna sería más cómodo y más rápido que ir de Mágina a la capital de la provincia en el coche de línea. Un día, en vez de con sus ropas del campo, el primo Rafael llegó vestido de traje y corbata, y él se fijó en que las muñecas peludas le sobresalían mucho de los puños de la chaqueta, y oyó que sus zapatos negros hacían un ruido raro cuando andaba. Esperó a que las manos y las tijeras empezaran a moverse, pero esa vez permanecieron quietas sobre las rodillas, sobre la tela a rayas del pantalón del primo Rafael, que era como el del traje de su padre que estaba colgado en el interior del armario. El primo Rafael le dio dos besos en la cara a su padre, que apenas pudo incorporarse sobre la almohada, y luego le estrechó la mano a su madre y le dio un beso a él, alzándolo vertiginosamente hasta que su cabeza rozó el techo, y cuando volvió a pisar algo aturdido las baldosas la mano del primo Rafael puso algo en la suya: la abrió y no había en ella un animal diminuto, sino un caramelo de menta con su envoltorio de papel encerado.

Pero ese lugar sin tiempo, sin formas precisas, sin nexos de sucesión entre los objetos, los rostros, las palabras aisladas y las sensaciones, es a la vez un escenario en las vidas de sus padres que sin duda no se pareció al paraíso que él guarda. Quisiera preguntarles y sabe que no lo hará. Le pregunta a Nadia, mirando las fotos de su hijo: cómo será para él al cabo de los años este tiempo en el que nosotros dos vivimos, qué le quedará de este apartamento, para él sin duda ilimitado, cómo se acordará de los edificios oscuros al otro lado de la calle donde empiezan a encenderse poco a poco las luces. Tal vez tampoco se atreverá a pedir que le cuenten, por timidez o por miedo, por el pudor de imaginar la juventud de sus padres y el grado de deseo que había dentro de cada uno de ellos en el instante en que lo concibieron. Pues es posible que en el nacimiento de uno no haya intervenido el amor: al final de todo, en su origen, Manuel ve una gran boca de oscuridad, de desamparo y tal vez de sufrimiento, un dolor que le fue impreso para siempre en su alma al nacer, mucho antes, una de las primeras noches que pasaron sus padres en el cuarto de la viga, más raro aún de imaginar porque él no existía, y porque casi no quiere atreverse, qué pensaron o dijeron al quedarse solos del todo por primera vez desde que se conocían, después de subir en silencio las escaleras hasta el último piso y de cerrar la puerta de la buhardilla en la que habían almacenado a duras penas sus muebles recién adquiridos, olorosos todavía a barniz y a madera, el aparador, la cama nupcial, el crucifijo, las fotografías de la boda con la firma dorada de Ramiro Retratista, el relieve en estaño y no en plata de la Santa Cena, el armario de la ropa y el de la cristalería, la mesa grande y las seis sillas tapizadas que nunca usarían por una especie de respeto, como si correspondieran, igual que el juego de café y la vajilla de loza, al comedor de otros, de una familia de fantasmas.

No sabe o no quiere imaginarlo, se aparta de Nadia y va de nuevo a la habitación donde está el baúl de Ramiro Retratista, mira con indiferencia la luz atardecida tras las persianas, oye el estremecimiento del tráfico en las avenidas, lejano y continuo como una catarata, busca entre las fotografías la de la boda de sus padres y se queda un rato mirándola a la luz de la lámpara, sobre la mesa de trabajo de ella, la misma foto que está colgada ahora mismo en una pared de la casa de Mágina, en ese cuarto que llaman el salón y donde nunca entran, porque es allí donde siguen estando también el aparador y el mueble de la cristalería y la mesa rodeada por sus seis sillas solemnes. Examina de cerca las caras jóvenes de sus padres, que ya tienen ese aire abstracto de época de las fotografías un poco antiguas de los desconocidos, como si al cabo del tiempo hubieran perdido su identidad singular para convertirse en figuras alegóricas de un pasado extinguido. Interroga a ese hombre y a esa mujer desde una distancia de treinta y seis años y quiere averiguar por la expresión de sus miradas y por el modo en que sonríen y se rozan las manos lo que ellos nunca le dirán, ni a él ni a nadie: inocencia, recelo, orgullo, soledad, temor, y tal vez también un poco de brutalidad y torpeza, un grito contenido y un jadeo violento en la oscuridad. Mira los ojos de su padre en la foto: cuando están juntos, las pocas veces que él ha ido a Mágina en los últimos años, los dos eluden mirarse abiertamente. Mira los ojos de un hombre de veinticinco años que en el día de su boda, en el estudio de Ramiro Retratista, erguido al lado de la novia, inmóvil en un escorzo artificioso ante un jardín francés, no concede descanso a la tensión de sus músculos ni suaviza la expresión de sus pupilas, fijas no en la cámara sino en los solitarios impulsos de su voluntad, aprieta las mandíbulas, casi no sabe o no puede sonreír, igual que no sabe o no puede extender con naturalidad su brazo derecho sobre los hombros de ella, que está sentada como en el centro de su gran falda de raso brillante y quiere mostrar sin éxito una sonrisa de felicidad nupcial congelada en sus labios, imitando sin darse cuenta las sonrisas de las actrices de cine, de las mujeres que aparecen en las postales que se envían los novios el día de San Valentín y en las portadas de las revistas de modas. Ahora su padre tiene el pelo blanco y la cara más hinchada, y la edad le ha aflojado los rasgos, pero lo sigue reconociendo en esa foto de su juventud, igual que en las que ha visto de su adolescencia, por el modo en que miran sus ojos, por la pasión, para él desconocida, que brilla con una intensa frialdad en ellos, con un orgullo silencioso, disciplinado y sin esperanza: quién ha sido, quién es ahora de verdad, en qué medida siente fracasados o desperdiciados sus sueños, cómo es y qué piensa cuando está solo.

Apenas hablaba con ella, ni con nadie, salvo con su primo Rafael, se iba al mercado cuando todavía era de noche, regresaba hacia las dos de la tarde y comía en silencio, sin decirle nunca si le agradaba la comida que ella le había preparado en la cocina común, porque no tenían sitio ni para un infiernillo en su cuarto alquilado, se quitaba la chaqueta blanca de vender y se ponía la ropa vieja de ir al campo, y antes de que ella hubiera retirado los platos y el mantel encendía un cigarrillo y se marchaba de nuevo, y volvía muy tarde, después de haber llevado la hortaliza al mercado y repartido la leche de la vaca que había comprado con sus ahorros meticulosos de diez años, cenaba y volvía a marcharse, para beber un vaso de vino con su primo Rafael y visitar a su madre, y ni siquiera le dijo nada ni cambió la expresión indescifrable de su cara cuando ella le anunció, muerta de miedo, que estaba embarazada, cuando empezó a tener mareos y náuseas y le resultó intolerable el olor del pescado y el del agua sucia en los fregaderos, cuando empezó a pensar que no sabía tratarlo ni cocinar para él y que probablemente tampoco sabría parir un hijo sano y varón que le ayudara en su trabajo. Estaba siempre sola, en aquel barrio extremo donde no conocía a nadie, lejos de la plaza de San Lorenzo, de sus hermanos, de su madre, no se atrevía a salir por miedo a que él volviera inesperadamente y no la encontrara, y se avergonzaba de su propia desolación igual que de su vientre cada vez más hinchado, de sus andares tan torpes, de la dificultad con que subía las escaleras hasta su buhardilla, de las miradas y las risas de las mujeres en el lavadero y en la cola de la fuente, miraba su foto de novia colgada en la pared y le daba tanta vergüenza como mirarse en un espejo, y procuraba no hacerlo para no verse como tal vez él la vería, la cara redonda y las cejas pronunciadas, la boca tan parecida a la de su padre, los dientes desiguales y débiles, se comparaba con las otras mujeres, con su propia madre, cuya belleza lamentaba dolorosamente no haber heredado, pensaba que no sabía reír a carcajadas y hablar en voz alta y moverse como ellas, y lentamente se iba hundiendo en una desdicha que ella sentía como culpabilidad y amenaza de castigo y de desgracia inminente, igual que cuando estaba en casa de sus padres y tenía miedo de todo, de no hacer las cosas como se le habían ordenado, de que por un descuido suyo muriera uno de sus hermanos pequeños, de que llegara su padre y se quitara la correa y la emprendiera a golpes contra ella.

Pasaba el día esperándolo, pero cuando escuchaba y reconocía sus pasos en la escalera temblaba de miedo, miedo a su presencia, a sus palabras tanto como a su silencio, a su previsible frialdad y a su brusco deseo, incluso al olor a tabaco de su aliento y a forraje y a sudor de su cuerpo, pero sobre todo a la soledad impenetrable que lo envolvía como una niebla helada detrás de la cual ocultaba sus propósitos: comprar una huerta y una casa, abandonar la vejación de aquel cuarto alquilado, poseer vacas y olivos y vender más hortaliza que nadie en el mercado, aunque a veces, de pronto, parecía olvidarse de aquel porvenir que había calculado desde que a los once años les vendía yerbabuena a los moros de Franco y hablaba de dejarlo todo y de marcharse de Mágina, como estaban haciendo tantos otros que él conocía, que se iban a Barcelona o a Alemania o a Francia y ya no regresaban, como iba a marcharse su primo Rafael. Pero se quedaba en silencio, rehuyendo la mirada de ella, dejaba la cuchara en el plato que apenas había probado y miraba por la ventana única de su habitación hacia los tejados de Mágina, apretando los labios, fingiendo que no la oía cuando ella le preguntaba si era que no le había gustado la comida, estarían duros los garbanzos, les faltaría sal, estarían salados, era incapaz de sostener ni la más débil certidumbre sobre sus propios actos, y pensaba con terror que él estaba arrepentido de haberse casado, que si estuviera solo, como su primo Rafael, se marcharía en seguida a uno de esos lugares donde ni la fatiga ni la penuria existían, deslumbrantes países y ciudades de edificios tan altos como las chimeneas de las fábricas que se veían a veces en los noticiarios del cine, donde los hombres vestían batas blancas y limpios monos azules y las mujeres usaban pelucas rubias y gafas de sol y fumaban impúdicamente cigarrillos con filtro mientras en sus cocinas tan blancas como las salas de los hospitales trabajaban para ellas las lavadoras y las neveras eléctricas y las hornillas de gas.

Empezó a tener miedo de que él no quisiera a su hijo. Su madre, Leonor Expósito, que había parido a siete, se quedó mirando las manchas pardas de su cara y le predijo sin vacilación que iba a ser un niño. Temió entonces que le naciera muerto, o tan débil que muriera al poco de nacer, o que su leche fuera escasa o de poca sustancia y no le bastase para alimentarlo. En los últimos meses del embarazo, si pasaba un rato sin notarlo moverse la aterraba la posibilidad de que se le hubiera muerto por culpa de una mala postura. La sospecha de una culpa adquirida involuntariamente y el temor a un castigo sin explicación actuaban sobre su alma como un perpetuo chantaje: desde antes de nacer el niño ya era un nuevo rehén de su desgracia. Él nunca la tocaba, incluso había dejado de mirarla, apartaba los ojos para no ver la hinchazón de su cuerpo. Tampoco hacía preguntas sobre los síntomas o las probables fechas del final. Seguramente no era cruel: tan sólo incapaz de cualquier gesto o palabra de ternura. Cerca de ella se replegaba en sí mismo y se le volvía más desconocido que cuando la rondaba por las noches en la plaza de San Lorenzo, más extraño y más inaccesible en la medida en que ahora estaba junto a ella y compartía algunas horas de su vida en aquella habitación en la que les era imposible no rozarse y se tendía a su lado en la oscuridad y se quedaba instantáneamente, casi brutalmente dormido, respirando con la boca abierta, con las piernas separadas, ocupando casi toda la cama, dejándoles a ella y a su gran vientre deforme en cuyo interior latía y se agitaba el niño apenas un filo sobre el que no podía descansar, todas las noches desvelada, por miedo a tenderse boca abajo durante el sueño y aplastar el cuerpo que se removía dentro del suyo con roces acuáticos como de aletas de peces, echada boca arriba, con los ojos tan abiertos que acababan doliéndole, fijos en los haces de cañas y en las manchas de yeso del techo abuhardillado, tan bajo que la sofocaba, como si se hubiera despertado en el interior de una sepultura, igual que aquella mujer de la que hablaba su padre, que la enterraron viva y se volvió loca al despertar arañando el forro acolchado del ataúd, o como aquel sordomudo que trabajaba de ayudante de Ramiro Retratista, al que encontraron vivo y con los ojos abiertos cuando retiraban los escombros de la casa bombardeada donde sucumbieron sus padres. Por la ventana sin cortinas entraba una difusa claridad que se iba acentuando con las horas de insomnio, y ella se encogía poco a poco y se sentía aplastada por el peso del vientre y procuraba no moverse, casi no respirar, por miedo a que él se despertara, y al ver primero la sombra y luego la mancha de su rostro en la almohada pensaba que si encendiera en ese instante la luz no reconocería sus rasgos, que por uno de esos errores monstruosos que son tan frecuentes en las pesadillas se había acostado con un hombre que no era su marido y ni siquiera alguien a quien ella hubiese conocido alguna vez, una figura sin facciones, una cara maleable de sombras, como la de la criatura que se escondía en su vientre, con ojos y miembros y dedos que no eran del todo humanos, pero que al menos no le daban miedo, había germinado en su vientre y se alimentaba de su sangre, tenía un corazón que estaba siempre latiendo al compás del suyo, mucho más tenuemente, pero sacudido por los mismos espantos y apaciguado a veces por la misma quietud, tan frágil que un movimiento brusco podía aniquilarlo, tan próximo a ella como una voz que le hablara al oído, como la de su abuelo Pedro, que ahora mismo, en el desamparo de la noche, bajo la tierra de aquel corralón al que su padre llamaba con ironía siniestra el cortijo de los callados, estaría muerto y podrido, reducido a huesos y a piel seca y a mechones de pelo blanco adheridos al cráneo, o inalterable, pensaba con más miedo aún, incorrupto, sólo que con las uñas extraordinariamente largas, como decían que estaba la mujer emparedada a la que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres, tantos años atrás, se acordaba, cuando ella era una niña y su abuelo vivía y su padre estaba en el campo de concentración, cuando aún no conocía a este hombre silencioso y severo que ahora dormía junto a ella, con ese sueño tan profundo y tan ofensivo para los que no pueden dormir. El insomnio se le fue haciendo definitivo a medida que se acercaba la fecha del parto, esperaba en la oscuridad como cuando era niña y se escondía bajo las mantas porque había escuchado el crujido de los peldaños y estaba segura de que un asesino o un muerto revivido subía por la escalera para degollarla, ay mama mía, mía, mía, quién será, cállate hija mía, mía, mía, que ya se irá. No eran pasos, pero sí latidos cada vez más fuertes, dolorosas patadas, protuberancias súbitas que tocaba en la lisa hinchazón de su piel, crujidos y roces de pequeñas patas en sus vísceras y también encima de su cabeza, sobre el techo de cañas, ruidos de cañas y silbidos del viento que levantaba las tejas y traía al amanecer redobles de tambores y toques de corneta, casi el eco de los pasos de los soldados sobre la grava del cuartel, el viento y la lluvia en las noches feroces de aquel invierno en el que con tanta frecuencia se iba la luz porque decían que el temporal derribaba los postes y los cables, y él dormido a su lado, indiferente como un fardo, o tal vez despierto y fingiendo que dormía, eso le daba más miedo aún, respirando y silbando con la boca abierta y las piernas separadas, vencido por un cansancio que no conocería en muchos años recompensa ni tregua. Un día su madre vino a verla desde aquella región lejana y añorada de la plaza de San Lorenzo, se la quedó mirando y le dijo con una aterradora naturalidad: «Se te ha descolgado el vientre. Ya mismo vas a parir». Hubiera querido pedirle que se quedara con ella, pero no se atrevió, le dijo que se encontraba muy bien y que no tenía miedo, que él vendría en seguida, con el mal tiempo ya no iba por las tardes al campo. Y desde la alta ventana y la mesa camilla con el brasero recién removido que en la memoria de su hijo serán para siempre dos atributos indelebles del Edén vio a su madre caminar contra el viento y volverse hacia ella para decirle adiós, envuelta en uno de aquellos grandes chales de lana negra que usaban las mujeres para ir a la aceituna, encorvada, buscando el abrigo de las esquinas, vulnerable bajo los cables de los que pendían las lámparas del alumbrado público, bajo las ramas desnudas y estremecidas de los castaños de Indias, y se acordó de algo que le decían de niña y que ella misma habría de repetir a su hijo en los días de viento: «Ve por mitad de la calle, no vaya a ser que te caiga una teja».

Pero él no venía, notaba relámpagos agudos de dolor en las ingles y una quietud no habitual en el vientre, si el niño ya no se le movía era porque estaba encajado, le había dicho su madre, oyó el toque de fajina en el cuartel y luego la sirena de las dos y media en la fundición y seguía sin verlo aparecer en las esquinas despobladas de la calle, se le habría hecho tarde en el mercado, y tal vez se había ido directamente a la huerta de su padre, sin pararse a comer, algunas veces parecía no necesitar ni la comida ni el sueño, como si fueran debilidades que a un hombre no le valía la pena permitirse. Pero adónde podía ir si el viento y la lluvia batían en aquella tarde prematuramente oscurecida las calles de Mágina con una furia que le hacía acordarse de las tormentas que provocaban naufragios en el cine, si las ramas más altas de los árboles se volcaban sobre los tejados y los cristales de la ventana temblaban como si fueran a romperse en astillas. Oía silbar el viento en el interior de la casa, en las junturas de las puertas, en los huecos de las chimeneas, y le parecía que el techo temblaba sobre su cabeza y que empezaban a moverse las baldosas que pisaba y también los muebles de la habitación, se movían girando, muy lentamente al principio, luego con el vértigo del ojo de un huracán, desvaneciéndose en manchas y en rápidas sensaciones de color, como las columnas de polvo que ascienden durante una tormenta de verano, estaba de pie, junto a la ventana, con la cara apoyada en el cristal, vigilando la calle donde él no aparecía, y tuvo que aferrarse con las dos manos al filo de la mesa y que buscar casi a tientas una silla sobre la que se derrumbó muy despacio su cuerpo cada vez más pesado. No podía desmayarse ahora, si caía al suelo aplastaría al niño, si perdía el conocimiento estaría en una cama de hospital cuando se despertara y le dirían que su hijo había nacido muerto, por culpa suya, por la debilidad de sus miembros y su falta de coraje, extendió las manos hasta tocar la moldura de los pies de la cama y logró incorporarse y llegar hasta ella, atravesada ahora de parte a parte por un dolor que le cortaba el aliento, incapaz de gritar, mordiéndose los labios que mojaban sus lágrimas y una saliva como de llanto infantil, se echó de lado en la cama y el dolor cesó durante unos segundos, logró tenderse boca arriba, hincando los codos y los talones en la colcha, se quedó inmóvil frente al techo tan bajo donde rugía ásperamente el viento, esperando que volviera el dolor, las dos manos en el vientre, como si quisiera contener el derrame de sus intestinos y la hemorragia caudalosa de su sangre. Notaba punzadas, mordiscos entre las ingles, relámpagos, cuchilladas lentas de dolor, imaginaba que el niño estaba abriéndose paso entre sus vísceras con arañazos de gato, que se ahogaba y se desesperaba y se detenía jadeando, igual que ella, anegado en sudor, impulsado de nuevo por una rabia más tenaz que la del viento, veía ante sus ojos el vientre como una montaña bajo cuyo peso iba a sucumbir y mordía gimiendo la colcha y hundía la cara en la almohada húmeda de sudor, de saliva y de lágrimas, de la sangre de sus labios heridos. El viento creció hasta convertirse en un grito no del todo humano que sonaba dentro de la habitación, un grito de mujer, pero nunca había oído gritar de ese modo y tardó en darse cuenta de que se estaba oyendo a sí misma. Advirtió como en sueños que decrecía la luz y que los muebles iban convirtiéndose en manchas oscuras, tanteó la cabecera de la cama hasta alcanzar la mesa de noche, el borde frío y agudo del cristal, el cable de la lámpara, pero sus dedos no tocaban el interruptor, derribaron algo que cayó al suelo con un estrépito de desastre, y entonces empezó a sonar un timbre que hería sus oídos con la misma crueldad que el dolor en el vientre, había tirado el despertador y cuando él volviera la reñiría, pero tenía que pararlo, era preciso que ese timbre dejara de sonar o ella se moriría o se volvería loca, se arrastró hacia el borde de la cama, con la misma sensación de peligro que si se asomara a un precipicio, extendió la mano derecha hasta tocar las baldosas, pero sus dedos se movían en el aire sin encontrar la superficie curvada y metálica del despertador, y era incapaz de volver la cabeza y de distinguirlo con sus ojos, ahora el timbre sonaba justo entre sus dos sienes, dentro de ella, la atravesaba en línea recta de un tímpano a otro igual que las agujas del dolor atravesaban de parte a parte su vientre: de pronto el timbre se detuvo, se abrió la puerta y ya era de noche. Alguien la miraba desde muy alto, una cara desconocida y muy pálida, alumbrada a rachas por la claridad convulsa que venía de la calle, y que al inclinarse sobre ella, mientras repetía su nombre, se agrandó como si la viera reflejada en una lente convexa: lo conoció por su aliento tan cálido, por la aspereza de las manos que le acariciaban la frente y le apartaban el pelo empapado, no por su voz, que tenía una tonalidad extraña de cobardía, delicadeza y ternura, tranquila, le oyó decir, no te preocupes, mandaré a alguien que avise a tu madre y a la comadrona, estáte quieta, no te muevas, no tengas miedo, temblando él también, despavorido, recogiendo del suelo el despertador, pulsando en vano el interruptor de la lámpara, será posible, dijo, ahora se ha ido la luz. Cuando él se incorporó quiso retenerlo a su lado, no te vayas, repetía, no me dejes morirme, pero él se desprendió de sus manos diciendo que volvería en seguida y al quedarse sola y extender los brazos en su busca sintió que empezaba a hundirse en una tempestuosa oscuridad, como si las aguas y el viento la tragaran, arrastrada hacia el fondo bajo el peso del vientre, hendida por el dolor como por un hachazo certero que divide en dos mitades el tocón de un olivo, sintiendo que se desangraba y que se le iba la vida entre los muslos mientras la cama y el suelo y el techo y las paredes de la casa se estremecían con las sacudidas del viento que arrancó aquella noche árboles de raíz y derribó los postes y los cables de la luz dejando a la ciudad entera en una oscuridad de terror y desastre que a muchos les hizo recordar los apagones que seguían a las alarmas antiaéreas. Oyó de nuevo voces, pero los latidos de su corazón las ahogaban, vio una luz acercándose en el aire escarchado por las lágrimas e inundado por un brillo de sudor, la llama de una vela sobre una palmatoria azul, y una mano que la sostenía, reconoció la cara de Leonor Expósito y el tacto de sus dedos, notó manos brutales que la abrían hundiéndose en ella como las manos de los matarifes en los lebrillos de sangre, empuja, le decían, casi le gritaban, pero estaba segura de que si seguía empujando la mataría el dolor, apretó los dientes, cerró los ojos, había algo que brotaba rompiéndola, que de una manera súbita empezó a deslizarse con una suavidad tan líquida que la empujaba al desvanecimiento, caras y cuerpos moviéndose en la penumbra, apareciendo y borrándose a la claridad escasa de la vela, confundiéndose con las sombras quebradas que se alargaban en el techo mientras ella cerraba otra vez los ojos y oía el crujido de sus dientes y seguía empujando hasta perder del todo el conocimiento en un delirio desgarrado y final. Cuando volvió en sí una cosa morada y sangrienta colgaba boca abajo suspendida delante de la luz, como un animal todavía palpitante al que le hubieran arrancado la piel, ínfimo, vulnerable, oscilando, no una cara con rasgos sino tan sólo una boca abierta como una desgarradura que emitía un llanto mucho más débil que los embates y los silbidos del viento en una noche invernal de hace treinta y cinco años.