UN ACTO, DIJO, apretando la mano de ella sobre su pecho descarnado y hundido, áspero de vello blanco, agitado por una lenta respiración laboriosa, la cara vuelta hacia su hija desde la cabecera de la cama que ella misma había elevado con una manivela, postrado, inaccesible, tranquilo en su casi agonía, diciéndole ahora lo que debió o quiso decirle hacía diecisiete años, lo que entonces prefirió callar no porque lo hubiera decidido sino porque de todas sus costumbres la más arraigada era el silencio: también, a veces, las palabras son actos, decisiones brutales, gestos imposibles, y él podría cifrar la mayor parte de su vida no en lo que dijo o en lo que hizo sino en lo que calló y dejó de hacer. Ahora, tan a destiempo, tan demasiado tarde que hablar en voz alta era lo mismo que imaginar palabras o soñarlas, se abandonaba a una larga y borrosa declaración interrumpida a veces por la asfixia, confusa de delirio, como un manuscrito parcialmente ilegible por la dificultad de la caligrafía y las manchas que han desleído en algunas zonas la tinta, y todas sus vidas anteriores y cada uno de los hombres que había sido a lo largo de ellas confluían como corrientes de voces tributarias en su narración y en la figura ya póstuma con que se entregaría a la muerte. El descendiente ejemplar de una dinastía gloriosa de militares españoles, el joven oficial rápidamente ascendido a capitán en los últimos avatares de la guerra de África, el diplomado en la academia de Sandhurst, el yerno de un general con título nobiliario y esposo de la hija de militares más atractiva y distinguida de Ceuta, el austero comandante de treinta y dos años que apenas bebía y no fumaba nunca en público y consagraba sus horas fuera de servicio a la lectura de enciclopedias científicas en la biblioteca del cuartel, el renegado de los suyos, el héroe de los diarios republicanos de Mágina en los primeros meses de la guerra civil, el desterrado en Orán y luego en México y por fin en los Estados Unidos, el bibliotecario de una universidad modesta de Nueva York, el galanteador sin convicción de una compañera de trabajo ya un poco mustia, aunque diez años más joven que él, entristecida por un divorcio previo y una larga abstinencia sexual, católica, entregada confusamente una noche, embarazada, casi a los cuarenta, mordiendo el pañuelo con que se había secado las lágrimas en el café donde se lo confesó, donde habían bebido alguna copa al principio, por las tardes, al salir del trabajo, el esposo y padre ya tan maduro que su única hija americana parecía su nieta, el pulcro y todavía fuerte jubilado que alquiló durante menos de un año un chalet en las afueras de Mágina: su nombre invariable, el que le habían asignado cuando nació para otorgarle un destino, abarcaba una pluralidad de identidades casi del todo extrañas entre sí: la vida de cualquier hombre, le dijo a Nadia, podía llegar a ser tan larga que cupieran en ella varias biografías enteras, y sin embargo ahora, en el final, sólo era un viejo desaseado y tendido en una cama de hospital que aspiraba desesperadamente el aire con la boca abierta y hablaba en voz baja y creía seguir hablando cuando perdía el hilo de sus palabras igual que un hombre perezoso y dormido cree en sueños que se ha levantado y sale a la calle y camina con lucidez y determinación hacia el trabajo.
Apresada por su mano, ávida de oírlo, su hija se inclinaba sobre él, pero no siempre podía entender el murmullo monótono que le fluía de los labios, las palabras españolas pronunciadas en aquel hospital entre gritos lejanos de enfermos y ecos de nombres repetidos por los altavoces en inglés. Un acto, dijo, o soñó que decía, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido, puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben las murallas de Jericó: se quedaba callado, fatigado de hablar, y las palabras seguían brotando en su delirio, por fin asiduas, obedientes a su voluntad, no un ademán grandioso, no una palabra violenta que resuene bajo una cúpula, sino algo mucho más simple, tan simple como la química del agua o la vertical de la caída de un objeto, como la geometría que ordena en un cuadro súbito y perfecto tras un solo grito de mando a un batallón de soldados, un hombre que ha obedecido durante muchos años y en menos de diez segundos decide que ya no obedecerá, y no sólo lo decide, sino que lo cumple, con incertidumbre y terror, pero al mismo tiempo con una convicción invencible, o que está frente a una mujer y extiende esa mano que permanecía inmóvil y como paralítica y aprieta la mano de ella, así, como aprieto yo la tuya ahora mismo, ése es el misterio más grande, el único, y él sólo lo descubrió en Mágina y ya no fue nunca más quien había sido hasta entonces, el misterio de los actos no soñados o deseados o imaginados, prescritos en las ordenanzas, detallados en los manuales de comportamiento, sino los que irrumpen en medio de la realidad como la llamarada de un incendio, los inauditos, los inesperados, los que modifican para siempre la materialidad de las cosas. Le sudaba la mano y permitió que ella desprendiera la suya, la extendió abierta y alzada delante de su cara, como para cubrirse de la luz que entraba por la ventana, una mano abierta y untada en lodo rojo hace diez mil años que todavía mancha la pared de una cueva, eso es un acto para siempre, un espasmo de amor o de indiferencia o de odio que engendra a un ser humano, igual que yo te engendré a ti, dijo, y por un instante volvió a sonreírle con su cara indestructible y severa de veinte años atrás: actos, no palabras, no miserables deseos ni sueños ni libros ni películas, la mordedura de una hormiga en un pedazo de pan, el trabajo de alguien que arranca el fruto de la tierra, el coraje aterrado de un hombre que salta de una trinchera y no sabe que está siendo un héroe, la temeridad de no repetir nunca más una cadena de gestos que parecían minerales y eternos. Eso me importa, nada más, eso era lo que quería decirte, y hasta eso es ya inútil, pero me da lo mismo, tú no me puedes entender, ni nadie que no vaya a morirse dentro de unos días, aunque a lo mejor tú sí, tú has sentido siempre lo que yo sentía y lo has sentido al mismo tiempo que yo: lo único que yo decidí y cumplí hasta el final en toda mi vida, el único acto verdadero, el que la cambió definitivamente y para siempre, fue disparar contra un teniente fanático que había desobedecido mis órdenes, matarlo sin vacilación ni remordimiento mientras me miraba a los ojos y estaba tan cerca de mí que yo oía rechinar sus dientes apretados y notaba el temblor de sus mandíbulas.
Se quebró todo en una noche, en un solo minuto, una raya trazada en el tiempo, una hendidura al principio más delgada que un cabello en una superficie de cristal o una grieta invisible en la pared de una torre, en la fortaleza hermética de su disciplina y en la tensión nunca apaciguada de su manera de vivir obedeciendo día tras día y de la mañana a la noche un catálogo tan minucioso de gestos sin sentido que le permitían la sensación tranquilizadora de entregarse a una actividad sin resquicios de pereza o de duda, ajena a los azares y a las incertidumbres de la vida real, la que sucedía al otro lado de los muros del cuartel, donde la gente no marcaba el paso ni vestía uniforme ni ocupaba lugares y peldaños exactos en una jerarquía tan prolija como la de las castas en la India. Había al menos dos hombres dentro de él, uno que era, según le gustaba a él mismo imaginar, un autómata perfecto, una copia prodigiosamente culminada de un ser humano, con imitaciones de ojos que brillaban y parecían mirar y de cabellos y piel, una especie de doble o de ayuda de cámara más leal todavía que el soldado Rafael Moreno, el ordenanza, un modelo de caballero militar, como decía el coronel Bilbao, una figura hecha de materiales misteriosos que escondía en su interior mecanismos sutiles, simulacros de pulmones, de corazón, de vísceras, duplicaciones de estados de ánimo y de sentimientos y actitudes que tal vez eran reales en los otros, el valor, la obediencia, la bondad, el orgullo, el amor a la patria y a la familia y a los hijos, el respeto a los superiores, la franqueza con los iguales, la rectitud y la autoridad hacia los subordinados, la desconfianza hacia todo lo que procediera del exterior, del mundo turbulento y real, de la vida civil. Se despertaba por las mañanas y el doble hacía acto de presencia antes de que el ordenanza abriera la puerta y pidiera permiso para entrar con la bandeja del café: cobraba forma visible en el espejo del lavabo, revelado, como una cara impresa en un negativo, por el agua fría, por el jabón y la navaja de afeitar, que iban poco a poco dibujando sus rasgos sobre el óvalo en blanco de la otra cara que nadie veía. Pero aún quedaban zonas inseguras, un gesto de debilidad o de apatía en la boca, un brillo demasiado penetrante en los ojos recién salidos del sueño, y había que vigilarlo y que comprobar su perfección antes de salir, como comprueba un actor japonés los pormenores infinitos de su maquillaje, de su peluca y de su vestuario, y cuando a las ocho en punto el comandante Galaz cruzaba un tramo de pasillo y bajaba las escaleras hacia el patio, golpeando las baldosas con los tacones resonantes de sus botas, el doble ya había adquirido una identidad absoluta que nadie, ni su dueño, podría desenmascarar, y los soldados de guardia se cuadraban a su paso y los mandos inferiores se apresuraban a tirar sus cigarrillos y a ajustarse el correaje y revisar con algo de pánico el brillo de sus botas.
Sólo su padre desconfió siempre de él, le dijo a Nadia: de modo que también él tuvo un padre a quien acaso se parecía su cara en el final de su vejez y una inimaginable infancia a principios de siglo. Mi padre, tu abuelo, dijo, desconfiaba de mí porque había sido un niño introvertido y de mala salud y no me gustaba montar a caballo y me aburría en los desfiles y me hacían llorar los disparos de salvas. Y siguió desconfiando cuando ingresé en el internado militar y obtuve las calificaciones más altas, no sólo en historia, en geografía y matemáticas, sino también en gimnasia, me abrazaba el día de final de curso cuando yo regresaba del estrado con mi diploma y las medallas de buen comportamiento prendidas en la pechera del uniforme de cadete, pero yo notaba en sus ojos, a veces húmedos de orgullo paternal, con esa caballeresca y contenida emoción que él llamaba, me acuerdo, laconismo castrense, que sospechaba algo oculto bajo mi comportamiento impecable, una tendencia vergonzosa que alguna vez se revelaría, más temprano o más tarde, cuando él estuviera más desprevenido, como un centinela que ha velado durante toda la noche y que al amanecer cierra los ojos un instante y ya está perdido. Me miraba muy fijo, aunque yo no lo viera sabía que estaba mirándome con una interrogación alarmada en los ojos, me miraba así desde la tribuna de honor de la academia durante un desfile y por encima de las botellas y los vasos en el comedor de nuestra casa, y cuando él mismo me entregó el despacho de teniente y nos cuadramos el uno frente al otro antes de estrecharnos la mano con un vigor idéntico al que él usaría con los otros alumnos sus ojos me escrutaron con más violencia que nunca, con pavor, como si a medida que yo cumplía paso a paso todos los episodios de mi educación para convertirme en lo que él había determinado y exigido fuera creciendo el peligro del desastre inminente: no imaginaba cuál, porque carecía por completo de imaginación, y la suplía con una capacidad febril de expectativa, era incapaz de creer que no hubiera ningún motivo que justificara su temor, pero esa misma falta le parecía ya un augurio, tanto más desesperante porque al no sospechar su origen no podría prever un remedio o un antídoto para cuando llegara el desastre. Lo que lo alarmaba era la falta de fisuras en mi obediencia, la pulcritud tan absoluta de mis actos, de mis palabras, hasta de mi uniforme, que sólo podía ser, pensaba él seguramente, la apariencia ocultadora de alguna perversidad, de algún desorden tan oscuro que su portador, yo mismo, su hijo, el primogénito del general Galaz, dedicaba todas las facultades y las astucias de su alma a esconderlo. «¿No te emborrachas nunca con tus compañeros? ¿No vas con mujeres…? Seguro que sí, no me mientas, yo también soy un hombre y he sido joven como tú. Lo único que sí te pido es que tomes precauciones higiénicas… ¿no serás un pervertido? Te conviene buscar novia, no digo yo que ahora mismo, porque eres muy joven todavía, sólo que lo vayas pensando, que te fijes, sin prisa, con mucho tiento, chicas no faltan por aquí, y que cuando la hayas elegido la respetes, pero eso no quita que de vez en cuando te permitas un desahogo, es ley de vida, una función corporal, necesaria, imprescindible para un organismo sano, tú me entiendes, para un hombre normalmente constituido, aunque todos sabemos que hay aberraciones, y en el ejército como en cualquier otro sitio, por desgracia, pero a eso no es a lo que yo iba, un poco de distracción, salir los sábados por la noche con tus compañeros, y si no estás de pase una buena parranda alguna vez no hace daño, pero eso sí, como un reloj a retreta, ni una falta de puntualidad en tu hoja de servicios, ni una mancha, hijo mío…».
Involuntariamente imitaba la voz ruda de su padre, se oía a sí mismo y le parecía que la voz de aquel hombre muerto hacía más de medio siglo se encarnaba en la suya, desfigurándola tanto que su hija no la reconocía, igual que su cara olvidada volvía ahora a su memoria claudicante y se le presentaba en los espejos, en el que ella le ponía delante cuando terminaba de afeitarlo, el mismo que acercarían a su boca cuando su aliento ya no pudiera empañarlo. Pero por fortuna el general Galaz no vivió para conocer el cumplimiento de todos sus vaticinios, la irrupción del desastre y de la vergüenza que aniquilaron la carrera militar de su hijo y mancharon para siempre su nombre, y con él la gloria de todos sus mayores, los capitanes y coroneles y brigadieres Galaz, cuyas fotografías y retratos al óleo poblaban las paredes de su casa. El general Galaz murió, como había vivido, temiendo lo peor y al mismo tiempo enaltecido de orgullo, unos días después de que su hijo alcanzara el grado de comandante, cuando ya le había dado un nieto varón que haría perdurar su apellido y faltaban unos pocos meses para que le diera otro, y ahora no importaba que fuera una niña: esa cosa creciendo en el vientre de ella, pensaba de vez en cuando el comandante Galaz en su retiro de Mágina, mientras mandaba una formación o leía en su cuarto tendido en la cama y con un cigarrillo entre los dedos, concediéndose una claudicación secreta a la pereza, esa criatura innominada, sin sexo, sin rasgos humanos todavía, con membranas, con arborescencias de venas azules bajo el blando cráneo translúcido, con una forma indeterminada y acuosa de animal submarino, latiendo en la negrura y dilatándose en su concavidad, como un pulpo o un pez de grandes ojos idiotas, esa criatura extraña y temible que sin embargo había sido originada por él, en una sórdida noche conyugal de la que ni siquiera se acordaba, en un acto tan despojado de emoción o sentido como los acoplamientos ciegos de los animales inferiores, sangre de su sangre, decían con reverencia, sangre y vida que sin él no hubieran existido y de las que no podría renegar: antes del amanecer, en el cuartel de Mágina, en el preludio ya sofocante del día de su deshonra y su heroísmo, el comandante Galaz se despertó estremecido de terror porque había soñado que una criatura acuosa como un pulpo lo estaba mirando, y el despertar no lo alivió: la criatura existía, aunque él no quisiera acordarse de ella, aunque hubiera encargado a su doble que escribiera cartas y enviara fotografías dedicadas y se interesara afectuosamente por la salud de su esposa y le mintiera que seguía buscando una casa adecuada en la ciudad, si bien tal vez era más razonable esperar a que pasaran los calores de julio, Mágina era un horno en verano, y ni siquiera había hospital militar. No se levantó aún, tenía abierta la ventana que daba al valle del Guadalquivir pero no entraba por ella ni un poco de brisa, en toda la noche no se había estremecido el aire quieto y caliente, y la luz de la luna sobre los barbechos y los olivares añadía al calor una consistencia caliza. Permaneció acostado, desnudo, contra su costumbre, con los ojos abiertos, fijos en el techo muy alto donde empezaba a notarse una cierta claridad sin origen preciso, pensando en la criatura, que no sólo había estado en su sueño, sino que verdaderamente existía en la realidad, acordándose del cuerpo hinchado y sudoroso que ahora mismo estaría revolviéndose en la gran cama conyugal de la que él desertó con alivio hacía tres meses: una mano posada en el vientre podría percibir ya los movimientos de la criatura, golpes bruscos, sinuosas ondulaciones de reptil: en el estetoscopio se oirían con seca claridad los latidos del corazón, muy rápidos, desacompasados, como un galope veloz o un tamborileo de los dedos nerviosos sobre una lámina de metal, como pequeños pasos, como si aquella cosa se le estuviera acercando desde tan lejos, de día y de noche, infatigable, igual que el jinete del grabado, desde la ciudad donde ella la sentía crecer y esperaba la previsible carnicería bendecida de su advenimiento, las rodillas flexionadas y los muslos abiertos sobre una camilla, las manos enguantadas y ensangrentadas del médico y sus antebrazos desnudos como los de un carnicero, la criatura roja y sucia brotando entre la sangre y las heces y levantada luego por los pies a la luz de una lámpara que exageraba el brillo del sudor y el rojo caudaloso y oscuro de la hemorragia. Se puso en pie de un salto, se tendió boca abajo en el suelo, se incorporó rígidamente sobre las palmas de las manos y las puntas de los pies y empezó a contar en voz alta las flexiones que hacía, sin descansar nunca el vientre en las baldosas. Y luego los abrazos ofuscados de la familia de ella, los parabienes del médico, con la frente todavía sudorosa y las tres estrellas de capitán cosidas en la bata blanca, las felicitaciones en el cuartel, el brindis por el recién nacido en la sala de oficiales, la caja de farias ofrecida a quien quisiera tomar uno, incluso a los camareros, que no obstante solicitarían permiso antes de hacerlo. «Con su permiso, mi comandante, pero un día es un día». Y él, su doble, estrechando manos y recibiendo palmadas sonoras en la espalda y pensando, mientras miraba aquellas caras, que alguna vez la de su hijo recién llegado al mundo se parecería a ellas, que le aguardaba la misma vida y la misma corrupción y que nadie sino él mismo, su padre, el autómata que lo suplantaba, habría sido cómplice y culpable de su existencia y su segura idiotez o desgracia.
Pero estaba todo tan lejos, era tan fácil quedarse imaginariamente tendido en la cama, con el cerrojo echado, con una noche graduada y propicia en la ventana abierta, en el valle blanco y azulado de luna, todo tan infinitamente lejano de él como los rastrojos incendiados y las luces diminutas que temblaban en la ladera de la Sierra y los faros de algún automóvil solitario que brillaban con destellos intermitentes en los caminos abiertos entre los olivares, como los silbatos de los trenes nocturnos que pasaban a la orilla del río y avanzaban más lentamente al emprender la subida de la colina de Mágina. Sería el otro, el autómata a cuya sombra él se acogía como a una vestidura que lo volviera invisible, quien bajaría al patio del cuartel unos minutos después de las ocho para recibir las novedades de los capitanes y pasar revista a las compañías formadas y volverse despacio y acercarse al lugar rezagado donde esperaba el coronel Bilbao y cuadrarse ante él y decirle, a la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el batallón. Nada podía cambiar esa mañana, ni nunca, eso pensaba yo, le dijo a Nadia, y ni siquiera le hacía falta pensarlo para estar seguro de que todo se repetiría, del mismo modo que a nadie le hace falta pensar que el sol no se detendrá en medio del cielo o que los edificios junto a los que camina no van a caer derribados de golpe. A las siete y cuarto en punto su ordenanza le había traído el café caliente y las botas recién embetunadas, justo cuando él se estaba terminando de afeitar, a las siete y media examinó y firmó una relación exhaustiva de uniformes y armas que le había entregado la tarde anterior el cabo Chamorro, a las ocho menos diez terminó de fumar el primero de sus seis o siete cigarrillos diarios acodado en la ventana y tiró la colilla al precipicio vertical sobre el que se levantaba el muro sur del cuartel, a las ocho y media, después de la formación del desayuno, tomó un segundo café en el bar de oficiales y fingió que no advertía el silencio que se había hecho cuando él entró ni la cobarde hostilidad en las mismas caras de todos los días, a las nueve abrió enérgicamente la puerta de las oficinas del batallón y caminó hacia su despacho sin mirar a los suboficiales administrativos y a los escribientes que permanecían de pie junto a las mesas llenas de papeles, a las nueve y cinco, frente a su escritorio, bajo el retrato oficial desde donde parecía mirarlo la cara triste y bulbosa del presidente de la República, abrió con llave un cajón y trató de reanudar la carta mediada que había guardado en él la tarde antes, pero el autómata se negaba aquella mañana a escribir y la pluma resbalaba en la mano húmeda de sudor.
Nada sucedería, pensaba, nada más que el calor y el tedio de la mañana del sábado, el ruido de las máquinas de escribir al otro lado de las mamparas de cristal translúcido que separaban su despacho de la oficina común, los papeles, las hojas de permisos que debía firmar, los toques de corneta a las horas prescritas, los gritos de los suboficiales que dirigían con desgana la instrucción, el sonido acompasado de las botas sobre la grava del patio y el de los fusiles al golpear el suelo o los hombros de los soldados, se prohibía rigurosamente pensar en los posibles signos de alteración o desorden que había venido percibiendo en los últimos tiempos, reuniones a deshoras en la sala de oficiales, visitas de civiles notoriamente armados con revólveres bajo las chaquetas de verano que entraban en el cuartel por la puerta trasera, conversaciones interrumpidas en el comedor cuando aparecía él, rumores sobre una próxima huelga general, sobre quemas de cosechas y motines en los cortijos del valle, política, decía con desprecio cuando alguien se atrevía a preguntarle su opinión, bulos inventados por gente ociosa que no sabe atenerse a la neutralidad militar, le contestó hacía dos o tres noches al coronel Bilbao, que a las tres de la madrugada hizo que lo llamaran para preguntarle oblicuamente cuál sería su actitud si se produjera una intervención del Ejército. Pero también el coronel había cambiado, ya no daba vueltas por su despacho con la guerrera abierta, las manos a la espalda y la cabeza caída sobre el pecho, ya no lo miraba con aquella devoción de padre fracasado que a él le hacía sentirse tan incómodamente un impostor. En la formación general de las mañanas, cuando él se le cuadraba para darle novedades, el coronel Bilbao apartaba los ojos y respondía sin convicción a su saludo, y luego regresaba en seguida a su despacho y se encerraba en él y había veces en que el capitán ayudante no le permitía el paso al comandante Galaz, diciéndole que el coronel estaba hablando por teléfono o que tenía una visita de mucho protocolo.
Guardó de nuevo la carta en el cajón, sin saber aún que era la última y que nunca terminaría de escribirla, se permitió, contra su costumbre, un segundo cigarrillo, adormecido por el calor, por el humo, por el ruido de las máquinas de escribir y de las aspas de los ventiladores, acordándose del sueño en el que había visto a la criatura, decidió bajar por sorpresa a las cocinas para inspeccionar el orden y la limpieza del almacén, necesitaba no interrumpir la cadena usual de los actos ficticios, no abandonarse a la pereza, no permitir que el doble o el autómata bajara la guardia, inmovilizado por el desconcierto y el pánico. Una figura borrosa apareció tras el cristal y vio moverse el pomo de la puerta, aplastó el cigarrillo y guardó el cenicero, se irguió apoyando los codos en el filo de la mesa: era el cabo Chamorro, pequeño y miope, con un portafolios bajo el brazo, con unas gafas redondas de montura barata, disciplinado y rudo, con una vulgaridad campesina en sus gestos y en su manera de llevar el uniforme. No era de fiar, le había dicho el teniente Mestalla, se le habían encontrado en su taquilla libros de propaganda libertaria, pero escribía a máquina más rápido que nadie y no cometía faltas ortográficas, a diferencia de la mayor parte no sólo de los oficinistas sino también de los mandos. El comandante Galaz simpatizaba vagamente con él, pero se había guardado siempre de manifestarlo, porque era tan incapaz de tratar espontáneamente a un inferior como de permitirle confianzas a un criado. El cabo Chamorro le presentó una relación minuciosa y seguramente imaginaria de soldados presentes en el cuartel y raciones de rancho y él hizo como que la revisaba y la firmó, ésa era otra de sus tareas ficticias y ocupaba un lugar secundario pero no desdeñable en el equilibrio del mundo, los nombres copiados una y otra vez por orden alfabético, las cantidades exactas pero también falsas de carne o legumbres o aceite, el precio al céntimo de cada artículo y la suma detallada de todo, ilusoria y perfecta como la apariencia de disciplina y de valor de una columna de soldados en posición de firmes. Pero aquella mañana el cabo Chamorro no se marchó en seguida después de guardar los papeles en el portafolios. Se quedó parado frente al comandante, y éste lo notó y prefirió fingir que no se daba cuenta, y como el cabo no se decidía a salir y le daba vueltas nerviosamente a la gorra entre las manos el comandante lo miró con frialdad y le dijo, gracias, Chamorro, con una entonación indiferente y a la vez imperiosa que abolía sin posibilidad de discusión la presencia del cabo: así de educadamente se le ordena a un criado que abandone una habitación, y un momento después, como si la orden lo volviera invisible, el criado ya no está. Pero el cabo Chamorro seguía sin moverse. El cuello de su camisa estaba sucio y él olía a sudor y a pobreza. «Mi comandante», dijo, «con su permiso de usted tengo una cosa que decirle, a lo mejor usted pensará que es meterme en lo que no me importa, así que si quiere arrestarme o mandarme a las cuadras estará en su derecho, pero haga el favor de oírme antes, usted anda siempre en lo suyo y me parece, con perdón, que no se da cuenta de muchas cosas, pero uno, aunque no quiere, oye lo que no debe, o lo que otros no quieren que oiga, y yo he oído hablar de usted al capitán Monasterio y al teniente Mestalla, en la biblioteca, que ya es raro, aunque esté mal decirlo, creían que estaban solos, pero yo los oí, ayer tarde, hablaban no sé qué de un telegrama cifrado que había venido de Melilla, y dijeron que el único del que no estaban seguros cuando llegara la hora de la verdad era de usted, y que si hacía falta se lo llevaban por delante. Y anoche no vea usted la que cogieron en la sala de oficiales, aunque esté feo decirlo, mi comandante, oían lo que contaba la radio sobre lo del ejército de África y brindaban, a lo mejor a usted le llegaron las voces hasta su dormitorio, un camarero amigo mío me ha dicho que el capitán Monasterio sacó la pistola y habló de subir a detenerlo a usted mientras dormía. Muerto el perro se acabó la rabia, eso dijo, mi comandante».
No dijo nada, no varió la expresión de su cara ni hizo una sola pregunta. Desconcertado por su silencio, sofocado de calor, el cabo Chamorro se atrevió a limpiarse la frente con un pañuelo sucio y permaneció firme ante él, mirándose las puntas de las alpargatas, con el portafolios bajo el brazo y la gorra sudada entre las manos. Seguramente lo imaginaba invulnerable, o resignado a la capitulación o al suicidio, o aliado en secreto con los conspiradores. Después de un breve silencio en el que siguieron escuchándose las máquinas de escribir y las aspas de los ventiladores, el comandante dijo, «gracias, Chamorro», y el cabo salió tan confundido del despacho que olvidó repetir la fórmula de despedida. Una hora más tarde lo vio cruzar serena y decididamente entre las mesas alineadas de la oficina, y creyó que cuando pasara junto a él lo miraría, pero el comandante Galaz salió como si no viera ni escuchara a nadie, con la cabeza alta y los ojos fríos y orgullosos de siempre, con su impecable uniforme de verano, su pistola al cinto y sus botas relucientes, dejando tras de sí un olor a cuero engrasado y flexible y a loción de afeitar. Va a hacer algo, pensó el cabo Chamorro, convencido de que aquella actitud de energía y eficacia ocultaba una determinación irremediable, va a contarle al coronel lo que yo le he dicho y dentro de unas horas el teniente Mestalla y el capitán Monasterio estarán arrestados en el cuarto de banderas. Pero cuando sonó el toque de fajina y los soldados formaron en el patio aún no había ocurrido nada, y el cabo Chamorro apenas vio de lejos al comandante Galaz: aquella tarde supo con alarma que estaban cancelados todos los pases de salida, y su amigo Rafael Moreno le dijo que no había visto al comandante y que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave.
Se abrió a las diez y media de la noche. Las seis horas que permaneció encerrado en ella le parecieron luego al comandante Galaz tan largas como los treinta y dos años anteriores de su vida. Había entornado los postigos de la ventana y en la penumbra dorada y sofocante como polvo de trigo lo aplastaba el silencio de la tarde de julio, una quietud pesada y mentirosa de siesta, un deseo innoble de dormirse empapado en sudor. No haré nada, dijo en voz alta, no ocurrirá nada. Aprendió esa tarde que la suma de los hábitos repetidos por un hombre tiene la contundencia abrumadora de un glaciar. No sentía miedo, sino una ira sin objeto ni destinatario preciso que se volvía contra él mismo convertida en rencor. Fumaba acodado en la mesa donde había un libro y una pistola en su funda, y frente a él, en la pared, estaba el grabado del jinete polaco, la cara joven y tranquila, la sonrisa fría, la mano izquierda apoyada en la cadera, como en un frívolo ejercicio de equitación. Un acto, uno solo, los dedos que desabrochan la correa de la funda, la mano que avanza sobre la mesa y envuelve la culata, que levanta suavemente la pistola y sitúa el cañón en la sien y el dedo índice que busca el gatillo y lo oprime poco a poco hasta que retumba el disparo en el techo alto de la habitación. Recordó estampas de militares fracasados y heroicos, oficiales encerrados en una habitación a los que les era concedida la posibilidad de una muerte honrosa. Recordó la pistolera negra de su padre, más temible cuando estaba vacía, olvidada tal vez sobre un aparador. El último acto digno de un soldado, cuando lo ha perdido todo y no le queda una esperanza razonable de seguir viviendo con honor: oficiales condenados a muerte y despojados de sus insignias en ceremonias infames se negaban a que les vendaran los ojos y exigían el derecho a mandar el pelotón de fusilamiento. El comandante Galaz se imaginó firme y temerario frente a una línea de fusiles, o encerrado en aquella misma habitación y poniéndose en la boca abierta el cañón de la pistola, no en la sien, como en los libros, porque un disparo en la sien no siempre anula la posibilidad de la supervivencia o de una agonía miserable y ridícula. Los suicidas son torpes, le había dicho un médico de Mágina, el doctor Medina, la mayor parte de los suicidas mueren por equivocación o torpeza, con una indignidad de animales desangrados.
Palabras, le dijo a Nadia con desprecio medio siglo después, cuando por fin se disponía a enfrentarse a su muerte verdadera e invocaba con ironía y casi piedad al joven oficial que ya no estaba seguro de haber sido, literatura y cobardía, la tentación tan poderosa como el calor de julio de resignarse y aceptar, de quedarse cobijado en la sombra de su vida ficticia mientras el autómata o el doble cumplía su vocación abyecta de obediencia y los hechos exteriores seguían sucediendo con la misma fatalidad implacable con que avanza un glaciar o prolifera un cáncer o crece y va adquiriendo rasgos humanos una criatura en el interior de una placenta, igual que progresaba la tarde cegadora de julio hacia el anochecer y la sierra de Mágina, agigantada a mediodía por la vibración del aire y casi desleído su azul en el cielo blanco de calina, cobraba otra vez volúmenes y perfiles exactos. Se dio cuenta de que era como un paralítico, dijo, de que la tregua ilusoria que se había concedido al encerrarse con llave en la habitación no detenía el tiempo ni el curso de los actos de otros, y por primera vez en su vida lo desconcertaba la evidencia de que sólo había sabido ejercer su voluntad en el vacío. Un paralítico, repitió, tan incapaz de todo movimiento verdadero como ahora mismo, escuchando pasos por los corredores, estrépito de armas, de confusos partes radiofónicos mezclados con interferencias y ráfagas de himnos, de tachundas triunfales, motores de camiones que se ponían en marcha en los cobertizos, gritos en el patio, y yo inerte, igual que ahora, sentado en la mesa, con la pistola y el libro frente a mí y un cigarrillo quemándose entre mis dedos, el minutero sonando perceptiblemente en su reloj de pulsera, las campanas de la torre dando las nueve en la plaza del General Orduña, los pasos acercándose y los golpes en la puerta de su habitación, y él quieto, en la penumbra, mirando la cara del jinete, observado por él, ya sin complicidad, con un tranquilo escarnio, cientos o millares de hombres en el interior del cuartel y en las calles de Mágina moviéndose como eficaces insectos en la maquinaria acuciante de la realidad y sólo él inmóvil, paralizado, fumando cigarrillos, no aniquilado por el peligro de morir ni por la indignación contra los conspiradores sino por la sorpresa de no ser de pronto quien creía que era, quien había sido imaginariamente tantas veces, alguien erguido sobre el esfuerzo ciego y permanente de la voluntad, dotado del privilegio de ordenar y regir sin más armas que el tono bajo y frío de su voz y la intensidad de su mirada.
Ya estaba oscuro cuando se levantó, sin creer del todo en lo que hacía, impulsado por una inercia en la que no había nada de decisión ni de orgullo. Se desnudó, cerró los ojos bajo el agua tibia de la ducha, se secó tan meticulosamente como si en ese acto único residiera la justificación de su vida, afiló la navaja de afeitar, examinó luego la piel de su cara para estar seguro de que no quedaba ni un residuo de barba, pero en ningún momento pensaba en lo que haría después, como un hombre que camina por la cornisa de un edificio y sabe que si abre los ojos se precipitará en el vacío. Se puso un uniforme limpio, abrillantó las botas, el correaje, las hebillas metálicas, cargó con cuidado la pistola y se la ajustó a la cintura, se puso la gorra de plato delante del espejo, salió al corredor donde no había nadie y luego a la galería exterior que circundaba el patio. Brillaban luces eléctricas en todas las ventanas, como en los edificios de una ciudad despertada a medianoche por un terremoto. Los soldados se estaban agrupando desordenadamente en compañías, con los cascos de acero y el armamento completo, y los cabos primeros y los suboficiales gritaban órdenes furiosas. En alguna parte redoblaba sin descanso un tambor y sonaba a todo volumen un disco viejo de marchas militares. Con el casco torcido sobre la cabeza y el fusil en las manos el cabo Chamorro vio a lo lejos al comandante Galaz, que caminaba hacia la torre donde estaban encendidas las luces del despacho del coronel Bilbao. Iba tranquilo, braceando despacio, con la mirada al frente, como si no viera lo que sucedía en el patio y no oyera los gritos ni el rumor de ganado de los hombres ni el estruendo de los camiones que calentaban motores en los cobertizos. Bajo la luz amarilla y violenta de los reflectores la figura solitaria del comandante Galaz tenía un aire más bien patético de fragilidad y obstinación. Sentía que cada paso que daba era una proeza y que caminaba anestesiado o en sueños y en realidad no estaba moviéndose. En la antesala del despacho, el capitán ayudante, que tenía inclinada la cabeza sobre un aparato de radio donde sonaba inequívoca y chillona una voz militar, se cuadró delante de la puerta y le dijo que el coronel no podía recibirlo. No hizo un ademán para apartarlo, tan sólo lo miró y el capitán ayudante se hizo a un lado, y la puerta se abrió sin que él tuviera conciencia de haberla empujado. Sobre la mesa del coronel había una botella mediada de coñac y un gran teléfono negro que ya estaba sonando cuando entró el comandante. Pero no parecía que el coronel escuchara el timbrazo hiriente y repetido cada pocos segundos, o que pudiera ver algo o escuchar cualquier otra cosa. Tenía desabrochada la guerrera y se le habían formado oscuras manchas de sudor en las axilas, le caía sobre la frente un mechón blanco y húmedo y olía a coñac y a transpiración. Durante un segundo parecía que el teléfono había callado: inmediatamente volvía a sonar, con estridencia monótona, casi con saña y desesperación. Pero el coronel no lo veía, ni veía tampoco al comandante Galaz. Miraba fijo la botella de coñac y la volcaba sobre un vaso de cristal opaco que se derramaba sobre los papeles de la mesa y las solapas abiertas de la guerrera cuando la mano morada e insegura lo acercaba a los labios. «Mi coronel», dijo, «mi coronel», en el mismo tono que si estuviera hablándole a un hombre medio dormido. El teléfono dejó de sonar. El coronel Bilbao lo miró, sorprendido por el silencio, y luego sus ojos se movieron tan lentamente como si se arrastraran sobre los papeles de la mesa hasta encontrar la botella y el vaso y luego la cara del comandante Galaz. Por un instante casi le sonrió como otras veces, con una avergonzada devoción de padre incompetente y beodo, y la cabeza se le volvió a descolgar sobre el pecho y la mano tanteó en busca del vaso vacío y lo volcó. «Una copa, Galaz», dijo, sin encontrar la suya, manoteando como un ciego, «déjelos que se maten entre sí, que no quede ni uno». El teléfono empezó a sonar otra vez, con una monotonía infatigable de cólera. Desde el patio venía un redoble de tambores. El coronel Bilbao derribó de manotazo involuntario el teléfono y se escuchó en el auricular una lejana voz metálica y luego un pitido intermitente. Cuando el comandante Galaz salió del despacho ya no había nadie en la antesala. Arrancó el cable de la radio que el capitán ayudante había dejado encendida al marcharse. Nadie en los corredores iluminados ni en las oficinas, nadie más que él en la escalinata de mármol por donde bajó al patio oyendo resonar como ecos de disparos los tacones de sus botas. Ahora los redobles de tambor y el paso unánime de los soldados que maniobraban para alinearse frente al arco de salida ahogaban las órdenes y los insultos rutinarios de los oficiales. Sentía que avanzaba en dirección a una muralla en movimiento. Un capitán dio el grito de alto y el batallón se detuvo. El teniente Mestalla, con el sable al hombro, estaba al frente de una compañía cuyo capitán se había dado de baja por enfermedad unos días antes. Era el capitán Monasterio quien mandaba la formación. Ahora sólo se oían sobre la grava los pasos del comandante Galaz. Cientos de caras iluminadas por los reflectores y muy parecidas entre sí lo estaban mirando acercarse. «¡Capitán Monasterio!», dijo en voz alta y clara: nadie lo había oído nunca gritar. El capitán Monasterio se volvió lentamente hacia él, que seguía acercándose, los brazos oscilando junto a las caderas, la mitad de la cara tapada por la sombra de la visera de la gorra, los tacones de sus botas aplastando la grava con un ritmo metódico. «A la orden de usted, mi comandante, sin novedad en el batallón», el capitán Monasterio se cuadró, gordo y sudoroso, con una mirada fija de cobardía y de odio que era idéntica a la de todos los oficiales y suboficiales de la primera fila: el comandante Galaz, solo y firme frente a todos ellos, sin más defensa que su arrogancia y su pistola, recordó la sensación de saltar sobre una trinchera y oír a su alrededor silbidos de disparos. «Capitán Monasterio», dijo, «ordene derecha y descanso y luego rompan filas». El capitán Monasterio había dejado caer la mano y volvió la cara hacia los otros oficiales, como pidiéndoles desesperadamente ayuda. La presencia inmóvil y compacta de las hileras de soldados tenía el espesor de un muro contra el que chocaran las voces. El teniente Mestalla salió de la formación y dio unos pasos hasta llegar a la altura del capitán Monasterio. Era demasiado joven y demasiado soberbio y ya no tendría tiempo de corromperse ni aprender. Su admiración fanática hacia el comandante Galaz se había transmutado en odio con esa rapidez extrema con que cambia el sentido de los afectos en las adolescencias retardadas sin que varíe la locura de su intensidad. «Nadie va a ordenar rompan filas», dijo, y el esfuerzo del desafío y del grito le quebró la voz. «Póngase firme, teniente»: el comandante Galaz habló tan bajo que sólo el teniente Mestalla y el capitán Monasterio oyeron lo que decía. El teniente Mestalla separó un poco más las piernas y se cruzó de brazos. «Yo no obedezco a un traidor». Mientras desabrochaba la funda de su pistola el comandante Galaz seguía mirándolo a los ojos. Apretaba los dientes y un leve espasmo nervioso le estremecía las mandíbulas. El comandante Galaz sacó la pistola, le quitó el seguro, vio una geometría inmóvil de caras y miradas detenidas en él, volvió a decirle en voz baja al teniente Mestalla que se pusiera firme, pero las piernas siguieron separadas y los brazos cruzados retadoramente sobre el pecho y el teniente no miró ni una vez la pistola que se alzaba en dirección a él. Permaneció erguido unos segundos al recibir el disparo, que provocó en la formación un sobresalto unánime, un movimiento parecido al del agua de un lago donde se arroja una piedra. Cayó sentado, abrazándose el vientre, mirando al comandante Galaz con más sorpresa que terror, y nadie se movió ni se acercó a él en los minutos larguísimos que duró su agonía. Dos horas más tarde las tropas salieron en camiones del cuartel abriéndose paso entre los grupos de gente que lo rodeaban, subieron por la avenida del 14 de Abril, cruzaron la calle Nueva y la plaza del General Orduña, donde el ruido de los motores ahogó en un silencio de expectación y acaso de miedo los gritos de una muchedumbre armada de hoces, palos y horcas y banderas rojas que retrocedía separándose ante la luz de los faros. Los camiones se detuvieron en la plaza de Santa María, ante la fachada del ayuntamiento, donde había gente en los balcones y estaban encendidas todas las luces. Mirando fríamente a los ojos al capitán Monasterio el comandante Galaz le ordenó que formara con rapidez el batallón y le diera novedades. Pasó revista luego a las filas inmovilizadas y tensas en posición de firmes tan lentamente como si el tiempo y la realidad no contaran. Les dio la espalda, corrigió con las puntas de los dedos la inclinación de su gorra de plato y abrochó la funda de su pistola, y mientras caminaba solitario y erguido hacia la escalinata del ayuntamiento se extrañó del silencio y le pareció el preludio de un balazo que le acertaría en la espina dorsal. Estaba seguro de que iba a morir, le dijo a Nadia, casi lo esperaba, con una oculta avidez sin temor. Hacia las seis de la madrugada, después de una noche de borrachera y de insomnio, todavía solo en el cuartel, el coronel Bilbao, que había escrito el encabezamiento de una carta dirigida tal vez a uno de sus hijos, se abotonó la guerrera, se ajustó el correaje y se disparó un tiro en la boca.