SÓLO AHORA TE ENTIENDO, hasta ahora la muerte no había entrado en mi vida, no se había cebado en nadie a quien yo quisiera, era una cosa habitual y abstracta que ocurría siempre muy lejos de mí, en los márgenes más imprecisos de la realidad, incluso cuando estuve a punto de matarme aquella noche de noviembre en la carretera, me quedé frío, sin sentir nada, y cuando me acordaba más tarde tenía una sensación de inconsistencia, o de aislamiento, no este horror de haber perdido irremediablemente algo y de saberlo mucho después, de establecer maniáticamente el día y la hora y querer acordarme de lo que yo hacía y pensaba en ese instante en que ella se volvía hacia la pared, encogía las piernas bajo la colcha blanca de la Seguridad Social y se abrazaba a la almohada como disponiéndose a dormir. Mi madre estaba a su lado y tardó un poco en darse cuenta, me ha dicho que notó una breve sacudida, como un escalofrío, como el sobresalto de la entrada en el sueño, nada más, ni un espasmo, ni siquiera un gemido, tenía el corazón muy débil, dijeron los médicos, gastado después de ochenta y siete años de latir, y al final ya se movía muy despacio, rozando las paredes con sigilo de ciega, humillada en su dignidad tan lúcida por el asedio miserable de la vejez, le dio un mareo cuando se levantó de la mesa después de comer y el médico que fue a verla ordenó que la llevaran inmediatamente al hospital, pero no estaba asustada o no lo parecía, bajó por última vez las escaleras tomada del brazo de mi madre y lo miraba todo como despidiéndose, vestida con la misma ropa de luto que se ponía para asistir a los funerales y a las bodas, lenta y desvalida, pero no decrépita, con un resto de su antigua hermosura en la perfección inalterada de los pómulos y la barbilla y en la calidad de la piel, tan blanca y lisa todavía en los brazos, con un lustre amarillento de marfil gastado en las manos sensitivas y fuertes que me acariciaron largamente la cara la última vez que la vi, cuando me despedía de ella y pensaba sin verdadera convicción en la posibilidad de no verla nunca más: por qué te vas tan pronto, si hace nada que viniste, ya no quieres cuentas con nosotros, seguro que no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera Pulgarcitos, le gustaba que me sentara a su lado en el sofá y me cogía las manos como para calentármelas, mira que eres callado, me decía, en eso sí que no le has salido a tu abuelo, y ahora fíjate, con lo que hablaba, y lo único que hace es dormir, y encima se lamenta de que no pega ojo. Lo pellizcaba bajo las faldillas, pero Manuel, despiértate, es que no piensas ni despedirte de tu nieto, se empeñó en levantarse y en salir a la puerta y al marcharme en un taxi la vi parada en el rincón de la plaza de San Lorenzo, con su pelo blanco y un poco despeinado, una rebeca negra sobre los hombros, las manos juntas en el regazo y las piernas lentas e hinchadas, sonriéndome aunque casi no me veía, tenía un ojo nublado por una catarata y no quería operarse porque le daba miedo que la dejaran ciega del todo, qué lastima, decía, para qué nos dejará Dios llegar vivos a esta edad, el taxi dobló la esquina de la Casa de las Torres y por la ventanilla trasera los vi agrupados ante la puerta como si posaran para una fotografía cruel, ella y mi abuelo Manuel apoyándose el uno en el otro y mis padres también envejecidos, varados los cuatro en el rincón de la plaza, en la otra orilla de un tiempo clausurado muchos años atrás del que yo estaba desertando de nuevo.

En el hospital preguntó varias veces por mí y mi madre le dijo que me habían avisado y que llegaría muy pronto a Mágina, pero ella no se lo creyó, nadie fue nunca lo bastante mentiroso o sagaz para engañarla, jamás dio crédito a ninguna de las palabras retumbantes que tanto le gustaban a mi abuelo Manuel ni hizo el menor caso de las fábulas chismosas que se contaban las vecinas en los lavaderos públicos o en las colas de la fuente. Se acordaba todos los días de la bondad silenciosa de su padre, de un hijo que se le murió con diez meses de unas fiebres, de la noche de lluvia en que corrió entre los camiones llenos de presos y con los faros encendidos que se alineaban trepidando junto a los muros de una cárcel buscando a mi abuelo Manuel, y de otra noche, la primera de la guerra, estaban en la plaza del General Orduña viendo pasar los camiones con soldados que se dirigían al ayuntamiento y mi madre, que tenía seis años, se desprendió de su mano y se le perdió entre la multitud. Usaba su inteligencia y su ironía como armas secretas para defenderse de la sinrazón y el embuste y le bastaba siempre mirarme a los ojos para saber si yo le decía la verdad y para adivinarme el pensamiento: aun ahora, cada vez que digo una mentira me parece que oigo su voz avisándome de que se pilla a un embustero antes que a un cojo. Reservaba íntegras su indignación y su credulidad sentimental para las novelas de la radio y más tarde para los culebrones sudamericanos de la televisión, los malvados la sacaban de quicio, sobre todo los malvados con bigote, o los que tenían un lunar o se aplastaban el pelo hacia atrás con fijador, míralo, decía, que parece que le ha lamido el pelo una vaca, se revolvía nerviosa en el sofá, porque escuchaba las voces pero casi no distinguía las imágenes, se enfurecía, los llamaba canallas y traidores, y mi madre apenas lograba tranquilizarla diciéndole que todo era mentira, que la pobre chica inocente no estaba embarazada de verdad o que el cajero injustamente acusado de desfalco no iría a la cárcel y que la sangre de los asesinados era falsa, pero no había modo de que se convenciera, y ella, que nunca se fió de las evidencias de la realidad, no podía entender que lo que aparecía en la televisión fuese mentira unas veces y otras no. Inventaba comparaciones que eran retratos fulgurantes, ése tiene ojos de flor de haba, decía, o cara de mulo blanco o de Juan veintitrés, la boca descolgada como una puerta vieja, o tan grande como el desgarrón de una manta, y cuando me enfadaba me reprendía burlándose de mí, no pongas esa cara, que se te puede atar el hocico con una soga. Miro ahora sus fotos, las que se extraviaron en mi casa cuando yo era niño y he recobrado por mediación tuya y del azar en el baúl de Ramiro Retratista, he llamado a la agencia, he solicitado un permiso de quince días alegando una enfermedad imaginaria y no me ha importado el riesgo de perder el trabajo, siento con una tranquilidad desconocida que no puedo perder nada, que no tengo ni necesito nada, me acuerdo serenamente de ti en el avión donde vuelo hacia España y dejo a un lado tu foto de Central Park para mirar las caras que tuvo mi abuela Leonor en dos instantes que resumen su vida, el día que se casó, severa y joven, menos alta que mi abuelo Manuel pero desafiadora en su belleza, con el pelo corto, las facciones anchas y una diadema sobre la frente, en una fotografía que aún lleva la rúbrica de don Otto Zenner, y luego a los cuarenta y tantos años, ya vestida para siempre de luto y con el pelo recogido en un moño, rodeada de sus hijos, con las cabezas rapadas, rodillas torcidas y huesudas y pantalones cortos, de pie en la puerta de la casa de San Lorenzo, al lado de su padre, mi bisabuelo Pedro, que está sentado en el escalón y tal vez sabe que van a hacerle una foto y simula que se deja engañar.

Cruzo Madrid sin verlo, es una tarde soleada y fría de finales de enero y yo me dejo llevar del aeropuerto a la estación tan livianamente como si no pesara, como si no existiera este momento, oigo en la radio noticias sobre la guerra y me deshago de los periódicos apenas hojeados con la sensación de que nada de esto va conmigo, ni la ciudad que se despliega ante mí ni los avisos ni los motores de los trenes, ni las hirientes voces españolas que hablan a mi alrededor mientras espero mi turno para comprar un billete, qué acento, pienso siempre que vuelvo, qué dureza campechana y brutal, mis pies no arraigan en ninguna parte, no siento debajo de sus plantas la solidez del mundo, todo es fugaz y retrocede al otro lado de una ventanilla, con una rapidez de mareo ilusorio, como se deslizan los puntos de destino y los horarios de los trenes a lo largo de los indicadores electrónicos, miro el reloj, calculo que todavía tengo tiempo, compro cigarrillos, bebo un café y como un sándwich junto a la barra de la cafetería, pago inmediatamente, por supuesto, no vaya a ser que tenga que salir corriendo, sólo fumo hasta la mitad los cigarrillos, no termino el café y me dejo el sándwich casi entero, actos inacabados, decisiones que no llego a cumplir, veo un teléfono público que funciona con tarjetas de crédito y se me ocurre llamarte, ahora son en Nueva York las once de la mañana, tu vida transcurre ya en una dirección del todo ajena a la mía: anoche —o lo que es anoche para ti— fuiste a buscar a tu hijo, y mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos porque no sabes dónde estoy, no puedo soportarlo, me decido a llamarte aunque sólo sea para escuchar tu voz en el contestador automático y suena el aviso de la partida de mi tren, no queda tiempo, cuando estaba contigo los minutos y las horas se dilataban en una dócil lentitud no enturbiada por la angustia, y ahora huyen, se me deshacen, me arrastran como sobre una balsa a punto de romperse, subo al Talgo y me echo de costado en el asiento, mirando hacia el cristal, viendo mi cara reflejada cuando pasamos un túnel, aletargado por los golpes suaves y metódicos de las ruedas sobre los raíles, me acuerdo con una nitidez absoluta de la voz y de las facciones de mi abuela Leonor, como si me auscultara busco dentro de mí el sufrimiento por su muerte y no llego plenamente a sentirlo, tal vez porque desde hace años y sin darme cuenta no pensaba en ella como en una persona real, era una sombra de mi infancia, una figura invariable que yo encontraba siempre en el mismo lugar, con una bata negra y las manos cruzadas sobre las faldillas del brasero, adormilada o mirando la televisión, detenida en una eterna vejez, como si hubiera sido siempre así y vivido en su esquina del sofá igual que la estatua del general Orduña en el centro de la plaza del Reloj y nunca hubiera tenido juventud ni sentimientos ni deseos parecidos a los míos.

Sólo ahora puedo entenderte, veo tus ojos brillantes de lágrimas cuando me estabas hablando de los últimos días de tu padre y te quedabas callada y tragabas saliva y luego movías la cabeza y te limpiabas la nariz con un pañuelo de papel, sólo ahora entiendo lo que me dijiste, que el llanto no era un signo de dolor, sino de reconciliación y consuelo, lo noto subir desde el pecho y la garganta y llegar a los ojos, en oleadas cada vez más intensas, disimulo y me limpio las lágrimas para enseñarle mi billete al revisor, pero no quiero que nada me distraiga ni me aparte de ella ahora que me ha anegado por fin la certidumbre no sólo de su presencia y de su muerte, sino también de toda mi gratitud y desamparo, imagino que tú viajas a mi lado y que me acaricias los pómulos con las yemas de tus dedos, que me abandono contigo al impudor del llanto, abro los ojos y es de noche y mi cara tiembla en el cristal, falta muy poco para llegar a Mágina, aún no hace ni veinticuatro horas que me separé de ti y sólo han pasado dos días desde la muerte de mi abuela Leonor, tal vez el frío aún preserva su hermosa cara de la corrupción, está tendida y helada en la oscuridad, con los ojos cerrados y la boca sumida y entreabierta, muevo instintivamente la cabeza y me niego a pensarlo, ya no está en un ataúd ni en ninguna otra parte, sino en la dulzura de la nada y en la lealtad de mi memoria, en los grises y sepias de las fotografías, en las imágenes de un vídeo de bautizo o de boda que haya grabado alguno de mis primos innumerables, recién salida de la peluquería, íntimamente orgullosa todavía de la salud de su pelo y de la perfección de sus manos, cantándole por lo bajo a mi hermana, que se sienta a su lado, alguna de las canciones procaces de los carnavales y los lavaderos de su juventud, aire y más aire, mi marido en la era y yo con un fraile, panza con panza, y el monaguillo en danza. Me veo sonreír en el cristal, me acuerdo de su risa y se me ocurre como un descubrimiento que la anciana torpe y casi ciega en la que se convirtió al final mi abuela Leonor no es exactamente ella, que seguramente conoció igual que tú y yo la urgencia del deseo y la ebriedad de su gloria y su culminación: en la fotografía de su boda ella y mi abuelo Manuel eran más hermosos y más jóvenes que nosotros. Qué vanidad imbécil nos hace sentirnos superiores a los muertos, qué luto nos espera cuando nos vayamos volviendo como ellos, cuando no podamos ver lo que haya delante de nuestros ojos y nos encontremos perdidos en un porvenir al que somos extraños y no acertemos a adelantar un pie sin temor para bajarnos de un tren, cuando la realidad de siempre se nos deshaga en sombras y se nos pueble de fosos y muros imposibles.

Me da en la cara el aire frío y por el altavoz anuncian la salida inmediata del Talgo, que sólo se detiene uno o dos minutos en la estación. Como en ningún otro lugar el aire huele a noche y a invierno, a la noche y al invierno de Mágina, a tierra calma y a leña húmeda de olivo. Me gusta más ese olor porque tú también lo reconocerías si lo percibieras. El tren se aleja entre destellos de luces verdes y rojas al final de los andenes y el eco de los altavoces se pierde en la hondura cóncava de los olivares. Mi padre viene hacia mí desde la claridad del vestíbulo: sonríe ante mi cara de sorpresa, cuando hablé con él desde Madrid no me dijo que iría a la estación a recogerme. Lleva una pelliza con solapas de piel y un jersey de cuello alto que fue mío hace años y que acentúa la juventud de su cara. El pelo blanco y fuerte ha adquirido una consistencia translúcida, ya sólo gris en las sienes. Me abraza con la efusión lacónica y ceremoniosa de siempre, pero esta vez me estrecha un poco más y al separarse de mí nombra a mi abuela y se le humedecen los ojos. Con un ademán indiscutible me quita la bolsa de viaje, que parece menos pesada en su mano, y me dice que me encuentra más delgado: quién sabe cómo vivo, qué comidas me darán en el extranjero. Baja delante de mí las escaleras de la entrada y me espera sonriendo junto a la fila de los taxis. Me doy cuenta de que ha venido a la estación para mostrarme con orgullo su furgoneta nueva, y también que no está seguro de que yo repare en ella, tan indiferente hacia los coches como lo fui de niño hacia los olivos y los animales. Pero no le miento al decirle que me gusta mucho ni simulo una educada atención mientras me explica lo fácil que le resulta conducirla, la capacidad de carga que tiene, lo poderoso que es el motor. Me gusta ver su satisfacción cuando arranca a la primera y gira con suavidad y pericia el volante, lo atentamente que mira un semáforo esperando que cambie al verde, la rápida seguridad con que tuerce a la derecha en la carretera para dirigirse hacia Mágina, cuyas luces se distinguen al fondo, sobre la colina. Conducir lo rejuvenece, tal vez porque aprendió después de los cincuenta años. El interior de la furgoneta huele a hortaliza, a tela húmeda de saco y a aceitunas reventadas. Con el torso rígido e inclinado sobre el volante mi padre vigila la línea blanca de la carretera y me habla de la muerte de mi abuela Leonor. No sufrió nada, debió de ser como quedarse dormida. Fue tanta gente al velatorio que no se cabía en los portales y en las habitaciones de la planta baja. Imagino ese rumor solemne de los entierros que me intrigaba en la infancia, la plaza de San Lorenzo poblada de hombres y mujeres vestidos de oscuro, el gran silencio quebrado por accesos de llanto cuando la puerta se abriera del todo y saliera el ataúd a hombros de mis tíos, la severidad arcaica de las duras facciones congestionadas por los cuellos de las camisas, las ventanas entornadas en el vecindario, el redoble lento de las campanas de Santa María. Y tú tan lejos, me dice, en América, como para venir corriendo. Siempre me pide que le explique cómo es mi vida y mi trabajo y yo apenas sé contestarle, porque las palabras qué tendría que usar no pertenecen del todo a su idioma ni al mundo de indelebles evidencias materiales y convicciones inmóviles donde él creció y del que nunca ha salido. Su aguda inteligencia acepta pero no acaba de creer que en Nueva York siga siendo de día cuando en Mágina ya es de noche o que el avión que tomé esta mañana en Bruselas haya tardado dos horas en llegar a Madrid. Cuando yo era niño me decía que en los confines del horizonte el cielo estaba sostenido por horcones semejantes a los de las chozas de los melonares y que los vientos ábrego y solano soplaban desde el interior de dos cuevas abiertas en las montañas de los extremos de la tierra. Pero tampoco acaba de entenderme a mí y se ha acostumbrado, aunque todavía me reprende como hace veinte años: le extraña que no tenga coche, que no me haya casado, que lleve anárquicamente los documentos y el dinero en los bolsillos, en vez de guardarlos, como él, en una cartera, que no me haya comprado un piso, a pesar del tiempo que llevo trabajando. Yo repito por costumbre, casi con dulzura, las respuestas de siempre, fumo mirando por la ventanilla las hileras negras y fugaces de los olivares, lo oigo decirme que debería quitarme del tabaco, invertir mis ahorros en Mágina, en una buena casa o una finca en el campo, los bancos se chupan el dinero, lo aburren, y al final a uno no le queda nada, habla muy serio y recalcando las frases, aparta un instante los ojos de la carretera para mirarme de soslayo, no termina de fiarse de mi improbable sensatez, a lo mejor no está seguro de no haberse equivocado cuando renunció a los propósitos más ambiciosos de su vida para permitirme que estudiara: aún tendríamos la huerta, habríamos construido una nave con luces fluorescentes, pesebres de aluminio y ordeñadoras eléctricas para las vacas, yo le habría dado dos o tres nietos, manejaría un Land Rover y un tractor, me sentaría frente a él en las noches lluviosas de febrero para ajustar las cuentas de la cosecha de aceituna, no habría salido de Mágina más que en el viaje de novios, no me habría encontrado contigo.

Entramos en la ciudad, que siempre tarda en parecerse a mis recuerdos, hay demasiados edificios altos y escaparates iluminados de tiendas de ropa, de cuartos de baño, de automóviles, los tractores y los Land Rovers cargados de aceituna interrumpen el tráfico, en las aceras del hospital de Santiago y de la calle Nueva se ven grupos de muchachas con medias oscuras y chaquetones invernales, me llega una música idéntica a la que se oía en las emisoras de Nueva York desde un bar con letrero de neón que no existía la última vez que estuve aquí, pasan lentos matrimonios tomados del brazo que ya recorrían la misma calle en la misma actitud cuando yo era un adolescente, hombres de barbilla levantada y pesados abrigos y mujeres teñidas de rubio, con esa coriácea tranquilidad de la clase media de Mágina, parejas con un aire de prematura madurez que empujan cochecitos de niños, los escaparates lo iluminan todo con una intensidad que antes sólo brillaba en las noches de feria y la furgoneta de mi padre avanza muy lentamente, la calle Mesones, la plaza del General Orduña, con la esfera amarilla del reloj en la torre y los pasadizos sombríos de los soportales, donde ya no hay hombres del campo con las manos en los bolsillos y el cigarro en un ángulo de la boca, mirando el cielo en espera del final de la lluvia o de la sequía, sino corros charlatanes de jóvenes que acaban de ingresar en una desconcertante adolescencia ya muy lejana de la mía, más descarada y menos sórdida: no habían nacido cuando yo me marché por primera vez de la ciudad, y ahora compran bolsas de pipas y cigarrillos sueltos en los mismos tenderetes de los soportales y se pasean por las mismas aceras donde nos aburríamos y nos desesperábamos mis amigos y yo en los luctuosos anocheceres de domingo y de los siniestros viernes santos franquistas en los que ni siquiera abrían los cines, aplastados por el tedio y remordidos por cobardías y culpabilidades sexuales, mirando a otras muchachas de juventud tan reciente y labios tan pintados, mujeres tal vez irreconocibles ahora, con maridos e hijos y caderas opulentas, con chaquetones de piel y melenas cardadas.

Siento que vuelvo a Mágina por primera vez porque he llegado desde un lugar donde no estuve nunca. No vuelvo de la huida ni del rencor, sino de ti, no veo la ciudad únicamente a través de mi memoria, sino también de la tuya, y una muchacha con tejanos, cazadora de cuero y pelo largo que parece estar esperando a alguien junto a una cabina de teléfono, en la acera de la comisaría, me hace acordarme de quien tú fuiste entonces, veo luz en el balcón de donde cuelga la bandera y pienso en el subcomisario Florencio Pérez, que juega con su pisapapeles de la basílica de Montserrat y te habla con timidez y afecto la noche en que te detuvieron los sociales, la furgoneta de mi padre enfila el Rastro y luego los jardines de la Cava y la ciudad se va despoblando y se vuelve más oscura, cada vez más parecida a mis recuerdos, el Altozano, la esquina de la calle del Pozo, las puertas cerradas de las casas, la plaza de San Lorenzo, mezquinamente alumbrada por un farol rojizo, a medida que nos acercábamos a ella me iba aproximando a la evidencia de la muerte de mi abuela Leonor, la furgoneta se detiene y mi padre apaga el motor y las luces del salpicadero, me quedo inmóvil un instante, miro la Casa de las Torres, el resplandor del cielo nocturno sobre los tejados, los portales clausurados y las ventanas a oscuras, en ninguna parte como aquí es tan densa la noche ni tan puro el silencio, mi padre abre la puerta trasera de la furgoneta y saca mi bolsa y yo permanezco todavía sentado, aturdido por la fatiga de veinticuatro horas de viajes, inseguro del lugar donde estoy y del tiempo en que vivo, como si recordara este momento o imaginara una noche de mi porvenir y quisiera detener la ficción justo en el preludio de un hecho doloroso, igual que se aprietan los párpados y las mandíbulas para que no prosiga un sueño.

La plaza es mucho más pequeña desde que cortaron los árboles y empezaron a aparcar coches en ella. Ahora el suelo es de cemento y no de tierra apisonada y han desaparecido las aceras con bordillos de piedra. Miro la fachada de mi casa y espero instintivamente oír el sonido metálico del llamador, pero mi padre ha pulsado un timbre, nos quedamos callados y sin mirarnos el uno frente al otro y desde el interior viene una voz que dice, ya va, oigo unos pasos suaves y luego un cerrojo, veo una raya de luz debajo de la puerta y mi madre pregunta quién es con una voz muy joven, nos abre y al principio no me atrevo a abrazarla, ancha, demacrada, con los ojos apagados y enrojecidos tras las gafas, con un jersey y una falda de luto que definitivamente la envejecen, con ese aire de lentitud y estupor de quien acaba de asistir a la muerte de alguien. Observo que mi padre también la besa y que se hablan con una dulzura que yo no conocía o era incapaz de advertir. Las voces suenan de otro modo en el portal de mi casa, sobre todo esta noche, parece que la hubiera agrandado la ausencia de mi abuela Leonor. Extraño las baldosas, la pintura sintética de las paredes, los pequeños cuadros adquiridos al azar en alguna tienda de muebles, pero esos cambios existían desde hace mucho tiempo y yo no los notaba ni era íntimamente injuriado por ellos, se me olvidó el empedrado húmedo del portal y el olor de la cuadra donde ahora está la cocina, miro el cielorraso y me acuerdo por primera vez en no sé cuántos años de los racimos de uvas pasas y de las ristras de embutidos que colgaban de las vigas, pero también es como si sólo ahora advirtiera que mi madre va a cumplir sesenta y un años y que su pelo teñido de negro es blanco en las raíces, que la he visto siempre inalterablemente joven por la única razón de que no me detenía a mirarla. Si supieras cuánto se acordaba de ti, me dice, con la voz quebrada, la pena que le daba no volver a verte. Mi abuelo Manuel está sentado en el sofá, frente al televisor apagado, adormecido y solo con su bata azul marino y su ancha boina negra, entreabre los ojos al oír que ha llegado alguien, me inclino sobre él para darle un beso en cada mejilla y no estoy seguro de que me reconozca. Sus lentas pupilas azules se detienen en mí, dice mi nombre, sonríe muy débilmente con su boca descolgada, hunde de nuevo la cabeza en el pecho pero no cierra los ojos, y su cuerpo vasto y pesado se estremece en un escalofrío, esconde las manos bajo las faldillas, vuelve a mirarme y emite una especie de gemido animal o infantil que suena como una nota demasiado aguda en el jadeo lóbrego de su respiración. Ya casi no puede con su cuerpo, mi madre le dice que se levante del sofá, que es hora de acostarse, y él se encorva y enrojece con los labios apretados por el esfuerzo, asiéndose con las dos manos al borde de la mesa, pero vuelve a hundirse pesadamente en los cojines de eskai y se queda quieto y con una expresión ausente de injuria y abandono, le ofrezco la mano y tiro de él como intentando sacar del agua un fardo de barro, se apoya en el respaldo de un sillón y en la repisa de la chimenea, le doy su bastón, tan delgado en contraste con el volumen de su cuerpo que temo que se rompa cuando descargue su peso encorvado sobre él, mi madre lo toma del brazo y cruzan el comedor y el portal con una interminable lentitud, empiezan a subir una por una las escaleras, oigo luego el roce de sus pasos en las habitaciones de arriba, la caída del cuerpo sobre los muelles de la cama donde hasta hace dos noches durmió mi abuela Leonor, pero antes un ruido de grifos en el que no quiero pensar, ahora estará limpiándolo, me explica mi padre sentado frente a mí, las dos manos grandes, agrietadas y oscuras unidas sobre la mesa, ya no se sabe contener, le da vergüenza pedir que lo lleven al water y que le desabrochen la bragueta o le bajen los pantalones y se lo hace todo encima, tu madre le pone unos pañales como los de los niños, pero grandísimos, imagínate, se los receta el médico. Con la cabeza baja mi padre suspira mirándose las manos enlazadas: sin duda piensa que él tampoco es invulnerable, que tiene sesenta y tres años y se le está acercando insidiosamente la vejez, me cuenta que duerme muy poco, que cada vez le cuesta más levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al mercado, que le duelen mucho la columna vertebral y las articulaciones de las rodillas. Tiene la cara un poco hinchada, las mejillas rojas, los lacrimales irritados por la fatiga y el insomnio. Sólo le faltan dos años para jubilarse. Lo pienso y me niego a aceptarlo, se pone en pie y me pide que lo disculpe porque debe acostarse y me dan ganas de acercarme a él y de besarlo, pero no hago nada, le digo buenas noches y al mirarlo de espaldas sigo viéndolo fuerte y erguido, cansado pero todavía invencible, mucho más joven que cualquier hombre de su edad.

Mi madre me ha preparado la cama en mi habitación de siempre, en el último piso, en cuanto supo que venía dejó encendida en ella una estufa para mitigar el frío de esta casa tan vieja y tan grande. Es una cama alta, con barrotes de hierro que transmiten a las manos toda la honda frialdad de los inviernos antiguos, con dos colchones de lana que ceden bajo el peso de mi cuerpo como si fueran el sueño que me traga, con una piel de oveja extendida a los pies. A pesar de la estufa hace un frío denso, agudo, olvidado, un frío que hiela las baldosas e invita a esconder la cabeza y los hombros y a no sacar las manos del embozo, que vuelve rígidas las sábanas tan limpias de algodón y obliga, en los primeros minutos, a quedarse muy quieto, con las rodillas encogidas y los pies helados, tiritando. En esta habitación adonde nunca suben las visitas no ha cambiado nada en veinte años: las paredes encaladas, las vigas curvándose bajo el peso del tejado, la gran cómoda de asas doradas sobre la que cuelga una foto de los padres de mi abuelo Manuel, un hombre calvo y maduro que tal vez sólo se le parece en la corpulencia y una mujer mucho más joven, con la boca y la barbilla idénticas a las de mi abuelo, con un vestido de bordados negros en el cuello cerrado. Se llamaba igual que mi madre, enviudó cuatro veces y tuvo dieciocho hijos, de los cuales mi abuelo Manuel es el único que vive todavía. Posee el mismo aire absorto de indiferencia y ruda rectitud de una cabeza romana, la misma mezcla de misteriosa proximidad y absoluta lejanía. Apago la luz y me alivia no verla, percibo bajo las sábanas el peso de las mantas y la colcha y la piel de oveja, la hondura del colchón, la lentitud con que van envolviéndome el calor y el sueño, tan cansado como cuando me apartaba de ti al amanecer resbalando sobre la humedad de tu vientre, como cuando tenía catorce o quince años y subía a acostarme en esta misma habitación después de un día interminable de trabajo en el campo y nada más apagar la luz me quedaba dormido. Entonces imaginaba lo que ahora recuerdo: en la oscuridad, en la quietud y la tibieza, un cuerpo blanco y caliente de mujer, hecho con la materia dúctil del deseo y del sueño, se cobijaba a mi lado, conducía sabia o desesperadamente la mano solitaria que rozaba mis ingles, tenía el pelo, los labios, la cara y los muslos que yo había decidido, aprendía conmigo las sagacidades y enigmas de aquel arte inconfesado, las secretas efusiones de un placer que dejaba luego en las sábanas un rastro amarillo de culpa. Ahora eres tú esa mujer que deseo e invento mientras derivo a una dulce inconsciencia, y el cuerpo futuro que imagino tan detalladamente como entonces me concede los atributos, los dones, las suavidades y olores que esperé tantos años y que no se habrían cumplido si no llego a encontrarte.