SENTADO JUNTO A LA VENTANA, al final del aula, mirando hacia el patio donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres, veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento, imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling Stones, It’s only rock’n’roll but I like it, pero de cualquier modo me gustan mucho más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o escupa esas palabras, Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed, fly, fly away, márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho, lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.
Hablo de un extraño, de quien fui y ya no soy, del espectro de un desconocido cuya verdadera identidad sería lastimosa o ridícula si me encontrara frente a ella, si no hubiera extraviado, por ejemplo, los diarios que escribía entonces y pudiera leerlos otra vez, enrojeciendo de vergüenza, supongo, de lástima y piedad por él, yo mismo, y por su sufrimiento y sus deseos, por su amor absurdo y destinado al fracaso y su sentido tribal de la amistad. Es en la música donde tal vez lo encuentro, en las canciones de entonces que ahora vuelvo a oír y me conmueven igual que si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera posible enaltecerlo o corregirlo, agregarle una sabiduría que nos fue inaccesible, una ironía y una felicidad que casi nunca, entonces y después, dejaron de ser imaginarias: jinetes en la tormenta, nosotros tres, imaginando que huimos, con nuestros sueños de San Francisco y de la isla de Wight y nuestras caras implacables de Mágina, jinetes en la tormenta que pasean los domingos por la plaza del General Orduña y la calle Nueva mirando a las muchachas con melancolía famélica y se gastan las pocas monedas que les dan jugando al futbolín en el salón Maciste, comprando Celtas cortos en los soportales, subiendo hacia el Martos para introducir en la ranura de la máquina nuestros últimos duros y cerrar los ojos bebiendo una cerveza e imaginando que fumamos marihuana y no un cigarrillo negro. A Félix no le gusta venir con nosotros al Martos, yo noto que se aleja de mí, le gusta el latín y la música clásica, y a mí el inglés y la música pop, cuando estamos agrupados junto a la máquina de discos como alrededor de un fuego que nos vivificara Félix pone cara de aburrimiento y lleva distraídamente el ritmo con el pie, no bebe cerveza, casi no fuma, no habla de mujeres, sólo piensa en sacar buenas notas para que le den la beca salario, porque su padre sigue inmovilizado en la cama y muy pronto morirá, y su madre los ha sacado adelante a él y a sus hermanos fregando suelos y escaleras en las casas de los señoritos. Félix va por la calle silbando tenuemente un adagio barroco y en seguida se despide de nosotros, se va a la biblioteca pública a traducir latín, parece que vive para eso, en su casa tiene siempre puesta la radio pero no oye «Los cuarenta principales» o «Para vosotros jóvenes», sino programas interminables de música clásica. A veces siento que es infiel a mí, a nuestro pasado en la calle de la Fuente de las Risas, cuando yo inventaba historias para contárselas únicamente a él, pero tal vez, me digo con remordimiento, la verdad es lo contrario, que yo le he sido infiel, que prefiero estar con Martín y Serrano, porque a ellos les gustan las mismas canciones que a mí y detestan ir a clase y vivir en Mágina y quieren dejarse el pelo largo y vestir vaqueros gastados con inscripciones hippies y fumar marihuana y hachís.
El Praxis dice que no quiere ser el típico profesor que hace preguntas y exige respuestas de memoria, que él busca otra manera de enseñar, otra praxis, repite, infaliblemente, y también dice mucho «en tanto en cuanto», si nos hace salir a la tarima es para entablar un diálogo de tú a tú, pero pregunta, vaya si pregunta: abre el cuaderno donde tiene apuntados nuestros nombres y yo me encojo instintivamente en la última banca como para evitar que me alcance un disparo, pero por esta vez hay suerte, porque ha caído otro, el de la banca que hay delante de la mía, Patricio Pavón Pacheco, que en los exámenes se sienta siempre a mi lado para copiarme, que no tiene idea de literatura ni de praxis ni de historia y ni siquiera de religión y falsifica certificados médicos para irse a fumar y a beber anís al Martos durante la hora de gimnasia, que en las clases de dibujo usa la regla y el compás para tocar una imaginaria batería mientras canta por lo bajo Get on your knees, de los Canarios, o esas canciones infectas que empiezan a sonar cuando se acerca el verano, lleva el pelo largo y escurrido de grasa y no se quita nunca en clase las gafas de sol con montura dorada y cristales verdes, usa camisetas entalladas y pantalones de pata de elefante y cinturones con ancha hebilla metálica y dice dedicar los domingos a seducir marmotas y fuma rubio mentolado y enciende los cigarrillos con un mechero de la Legión. Patricio Pavón Pacheco está orgulloso de su nombre, dibuja las iniciales en el interior de un círculo con el emblema hippie, le importa un rábano el instituto porque él lo que quiere es hacerse legionario y seducir extranjeras, dice que los veranos los pasa de camarero en Mallorca y que no da abasto a tirarse a tantas alemanas y suecas y holandesas como se le ofrecen, y alguna vez, disimuladamente, debajo de la banca, me muestra un pequeño envoltorio de papel de plata y lo deslía y se lo pasa fugazmente bajo la nariz y me invita a que lo huela, y ese olor dulce y penetrante que no se parece a ningún otro me estremece de miedo y de curiosidad, chocolate, me dice por lo bajo, con su voz salivosa, le das una calada a una mujer y se vuelve loca, sobre todo si lo mezclas con cubalibre y con rubio mentolado. El Praxis, en la tarima, ha dicho sus dos apellidos mirando hacia el fondo de la clase, como si no supiera a quién aludía, «Pavón Pacheco», y él, como si ya estuviera en la Legión y sonaran las primeras notas de su himno, se ha puesto en pie y ha levantado la mano y ha dicho, «Patricio», y ha salido contoneándose entre dos filas de bancas, más alto de lo que en realidad es gracias a la desmesurada plataforma de sus zapatos a la moda, con los pulgares en la hebilla del cinturón, sin molestarse siquiera en llevar su cuaderno de ejercicios, para qué, si no ha hecho la redacción sobre un poeta olvidado de Mágina que al Praxis le gusta mucho, se queda de espaldas a la pizarra con los brazos cruzados y las piernas abiertas, mirando de soslayo al profesor, sin quitarse las gafas, como un cantante en un escenario, y un minuto después, cuando ya ha cosechado un sermón del Praxis sobre algo que él llama la responsabilidad autoasumida, vuelve a su banca y antes de sentarse me sonríe y me parece que me guiña un ojo, petulante y feliz, con una desahogada vanidad de proxeneta. Al Praxis se le nota mucho que ha venido nuevo este año, se sienta en una banca cualquiera en vez de en la mesa del profesor y dice que quiere ser amigo nuestro y que al final de curso no haremos exámenes tradicionales, de todo lo cual obtuvo Pavón Pacheco la temprana consecuencia de que es un piernas, un botarate y un julái. Mientras el Praxis lee en voz alta unos versos sobre la guerra que no terminan nunca yo miro a Marina haciendo flexiones en el patio, y me marea la agitación de sus pechos debajo de la camiseta blanca, me imagino acariciándoselos, tomándolos en las palmas de mis manos, besando sus pezones, que en un sueño que tuve eran de color verde oscuro, como el maquillaje de sus párpados, y me da vergüenza, la misma que me queda después de masturbarme, vergüenza y sobre todo un dolor tan perpetuo como el de un enfermo crónico. Veo las espaldas de mis amigos en las bancas anteriores, los hombros hundidos, los codos sobre el libro, imaginando que estudian, igual que yo, Serrano se vuelve hacia mí y me hace un gesto, le da un codazo a Martín, nos sonreímos un instante como juramentados, y cuando el Praxis solicita tímidamente silencio vuelven a interesarse por el libro de texto y yo también miro el mío y escribo en él el nombre de Marina. Voy a cumplir diecisiete años y desde los catorce estoy enamorado de ella, y aunque somos compañeros de clase apenas hemos hablado cuatro o cinco veces, casi nunca fuera del instituto, desde luego, cuando nos cruzamos por la calle me dice adiós y si hay suerte me sonríe, se le nota que no acaba de verme, y casi lo agradezco, porque si me viera la indiferencia probablemente se convertiría en hostilidad, si me viera como yo me veo por las mañanas, en el trozo de espejo que hay colgado en la cocina, sobre la palangana donde me lavo con el agua que mi madre ha sacado del pozo antes del amanecer y calentado en el fuego, exactamente igual que lo hacían su madre y su abuela, qué pobreza, ni cuarto de baño tenemos, me lavo a manotadas con la misma furia con que se lavaban cuando yo era niño mis tíos, me peino, procurando que el pelo me cubra las orejas, miro mi nariz, que según mi abuela Leonor se parece al asiento de una bicicleta, me hago la raya, me echo el flequillo sobre los ojos, es inútil, siempre tendré cara de palurdo, cara de hortelano, de mocetón de Mágina, quién pudiera parecerse a Jim Morrison, o a Lou Reed, con sus gafas oscuras, sus chaquetas de cuero, su cara chupada, y no la mía, que es una cara de hogaza, una cara irremediable que no mejoran ni el flequillo sobre la frente ni las solapas subidas de mi guerrera azul marino de la Guardia de Asalto, que rescaté del fondo de un armario y me pongo como un gesto de insumisión contra mis padres, y lo peor es que aún quedan señales del grano morado que me salió en la punta de la nariz, es un tormento diario cuya virulencia luego no sabré recordar, el asco hacia uno mismo, la vejación de verse desnudo y saber que no se es deseado, la barba irregular, los granos en la cara, los cortes que me hago al afeitarme, las camisas a cuadros naranja y los jerseys de ochos que me hace mi madre, por no hablar de la vergüenza de los calzoncillos, cuando nos desnudamos para la clase de gimnasia, los calzoncillos blancos de tela que me llegan a la mitad de los muslos, cortados y cosidos por mi madre y mi abuela, enormes, como calzones de futbolista, hasta Martín y Serrano se ríen de mí, porque ellos usan calzoncillos modernos, de esos que en la televisión llaman slips, ceñidos a las ingles, por no hablar de la humillación de no saber saltar el potro ni ese artefacto temible al que llaman el plinto, echo a correr temblando y cuando he de impulsarme para dar la voltereta me quedo inmóvil como un mulo asustado, los pies hincados en el suelo, las manos colgando a lo largo del cuerpo, es inútil, nunca me atreveré, el profesor de gimnasia, don Matías, que también nos da formación del espíritu nacional, me grita y me llama cobarde y hasta me empuja, pero no puedo, no sé, soy tan torpe como los más gordos de la clase, el pelotón de los torpes, nos llama don Matías, y entonces yo me acuerdo de cuando mi padre me dice que me monte de un salto en la yegua y yo lo intento y me quedo colgado a la mitad, cayéndome ignominiosamente por el lomo, queriendo asirme a la crin, volviéndome hacia él con la cabeza baja para que no vea que he enrojecido, para no ver la decepción en su cara. «Qué poca sangre tienes», me dice, cuando no sé hacer algo que él quisiera que hiciese, cuando no subo de un salto a la yegua o no tengo fuerzas para ajustarle la cincha o para cargarme un saco de hortaliza a la espalda. Sin duda me lo repetirá también esta tarde, cuando llegue a la huerta y lo encuentre enojado porque he tardado mucho, sonará la campana del final de la clase, las chicas habrán desaparecido del patio, ella también, estarán duchándose y saldrán desnudas y envueltas en toallas húmedas al pasillo de los vestuarios, el pelo mojado sobre la cara, la piel reluciente, eso no sé imaginarlo, nunca he visto desnuda a una mujer, ni siquiera en fotografías, se pondrán blusas ligeras y pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y saldrán a la calle con sus bolsas al hombro camino de cualquiera sabe qué citas con tipos mayores y más altos que yo, y si hay suerte me cruzaré con ella y me dirá adiós, y si no la hay saldré deprisa con mis libros bajo el brazo y ni siquiera esperaré a Martín y a Serrano ni me detendré a oír un disco en el Martos, porque mi padre está esperándome, tengo que llegar a casa cuanto antes y cambiarme de ropa, me tengo que poner botas y pantalones viejos y bajar lo más rápido que pueda hacia el camino de las huertas para ayudarle a mi padre a cargar la hortaliza en la yegua, para subirla luego al mercado, adonde él irá a vender mañana, antes de que amanezca, con su chaqueta blanca y esa sonrisa que para nosotros es desconocida, porque sólo la usa ante sus parroquianas, las mujeres que van todos los días a comprarle y le hacen bromas y le dicen, parece mentira, lo joven que estás. Y es cierto, lo pienso ahora, en el pasillo, cuando todavía suena la campana y se abren las puertas de todas las aulas y el aire se llena de voces y de olores femeninos, en el mercado parece mucho más joven que en casa o en la huerta, será porque mira y sonríe abiertamente y hay un timbre de jovialidad en su voz. Pero no sé quién es ni cómo es y sólo empezaré a comprenderlo cuando pasen los años y el odio y la necesidad de sublevarme contra él se extingan y empiece a descubrir lo mucho que nos parecemos.
Al salir de la clase he perdido a Martín y a Serrano, voy por el pasillo mirando de soslayo las piernas desnudas de las chicas, las más valientes, las que siguen desafiando el viento frío de las tardes de finales de octubre, casi todas llevan ahora medias o calcetines altos. Bajo las escaleras, arrastrado por un río de gente que irrumpe de las aulas en cuanto suena la campana, quiero ir más despacio para darle tiempo a que se vista y aparezca con su cara sin maquillar y su macuto al hombro pero los otros me empujan y en seguida estoy en el vestíbulo, busco a alguien, a Martín, a Serrano, que ya estarán esperándome enfrente del instituto, en la acera del Consuelo, fumando cigarrillos. En vez de marcharme hago como que me intereso por una lista de calificaciones clavada en el tablón de anuncios y mientras miro de soslayo hacia el corredor de los vestuarios de las chicas, salen algunas de sus compañeras, con el pelo mojado, con minifaldas y calcetines blancos y zapatillas de deporte, pero no ella, tal vez ya se ha ido, y entonces tengo un acceso de miedo y de celos, habrá salido corriendo para encontrarse con alguien, ese tipo alto y mayor y vestido de negro con el que la he visto algunas veces. Tengo que apresurarme, si no salgo rápido ya no la veré, no está en las escaleras, tampoco en el paseo, bajo los árboles, puede que haya ido al Martos, cruzo la calle sin mirar el semáforo, no sólo por impaciencia, sino por falta de costumbre, porque los han puesto hace muy poco, me asomo al bar del Consuelo, pegando la cara a la cristalera donde hay un cartel de Carnicerito de Mágina, pero Marina no está en la barra, veo fugazmente a un hombre mayor que parece forastero, con gafas, con pajarita, con un traje oscuro, el viento de la tarde de octubre huele a lluvia, paso junto a los cocherones de la Pava, de donde viene un olor nauseabundo y también excitante a gasolina y a neumáticos, entro en el Martos y nada más empujar la puerta de cristales se me sobresalta el corazón y me contrae el estómago un nudo de inminencia, estará aquí, pienso, casi puedo reconocer su perfume igual que lo reconozco cuando entro tarde a clase y todavía no la veo, pero no hay nadie en la larga barra de cinc, ni siquiera mis amigos, y las luces de la máquina de discos parpadean en la penumbra del fondo, está sonando una canción, Proud Mary, no la versión de los Credence, sino la de Ike y Tina Turner, en el aire vibran densamente la batería y el bajo, camino hasta el final, donde está la puerta que da a un pequeño jardín y luego a la discoteca —Acuario’s— en cuya casi oscuridad mis amigos y yo no nos hemos internado nunca, y en uno de los divanes que hay contra la pared veo a una pareja que se abraza al amparo de la soledad y de la sombra, una melena negra, tal vez la de Marina, unas piernas desnudas a pesar del frío de la tarde de octubre. Sin darme cuenta me quedo mirándolos besarse, con alivio porque la chica no es Marina y también con envidia, porque yo nunca he besado ni abrazado a una mujer, mirando los muslos anchos de ella y la mano avariciosa y experta del tipo que los va recorriendo desde las rodillas y se introduce debajo de la minifalda y luego sube rudamente para estrujarle los pechos, y es al fijarme en el anillo que hay en esa mano y en la esclava de plata que brilla en la muñeca cuando descubro quién es él, aunque su cara sigue oculta entre el pelo de la chica, reconozco los pantalones de campana y los zapatos de plataforma y la grasienta melena con flequillo de Patricio Pavón Pacheco. No se ha quitado las gafas de sol y cuando se aparta de la boca de ella limpiándose los labios seguramente le cuesta trabajo distinguirme en medio de su verdosa oscuridad, me saluda, con su risa de mono, me invita a que me siente con ellos y pida algo de beber, un pippermint con hielo, me sugiere, señalando las dos copas de un verde translúcido que ni siquiera han probado, y me hace un gesto procaz de complicidad señalando a la chica, que tiene la cara basta y muy pintada y los pechos muy grandes y me sonríe de un modo que me desconcierta, como invitándome a algo y burlándose al mismo tiempo de mí. No es del instituto, seguro, ni tampoco extranjera, será una marmota, como dice Pavón Pacheco, que en los intermedios de las clases me muestra enigmáticos envoltorios de condones, me enseña palabras de tipo técnico, dice —nombres de posturas, de vicios o de enfermedades venéreas— y me da consejos sobre las mujeres que debo elegir: las marmotas tragan, las putas tienen buen corazón, enamorarse es una debilidad de maricones, todas las extranjeras vienen a España buscando lo mismo, lo malo es que casi ninguna llega a Mágina, se quedan todas en Mallorca o en la Costa Brava o en la Costa del Sol.
Tengo que irme, le digo, no me atrevo a preguntarle si ha visto a Marina, porque sospecho que se reiría de mí, cuando miro por última vez a la posible marmota se ha inclinado hacia la mesa para tomar su copa y veo la camisa entreabierta y la hendidura entre sus dos pechos blancos y apretados. Casi enrojezco, menos mal que las gafas verdes y la poca luz no permitirán que Pavón Pacheco descubra mi torpeza, les digo adiós y ya no me ven, porque están besándose otra vez, hundiendo cada uno la lengua en la boca del otro, lamiéndose las barbillas y los labios y respirando muy fuerte y como sofocados, ahora suena en la máquina una canción erótica que Pavón Pacheco me hizo traducirle y que según él es muy buena para arrimarse y meter mano, Je t’aime, moi non plus. Salgo a la calle acordándome de la cercanía y del olor de Marina cuando se sienta por azar a mi lado en alguna clase y no sé imaginar a qué sabrán sus besos, doy una vuelta por el parque, donde ya no queda nadie del instituto, en el reloj lejano de la plaza del General Orduña dan las seis y empiezan a sonar campanas en todas las iglesias de Mágina, apresuro el paso, resignado a no verla, take a walk on the wild side, pienso, las manos en los bolsillos y la mirada vigilante que se detiene a examinarme cuando paso junto a algún escaparate, imagino que ando como un lobo por una calle de Nueva York o de París, que vivo solo y tengo veinte años y no dieciséis, bajo por el callejón de Santiago hacia la calle Nueva, donde es posible que ella esté paseando con alguien, tal vez la veré un poco más adelante, en la calle Mesones, donde hay una heladería en la que la he visto algunas veces, pero la heladería ya ha cerrado, o en la plaza, a donde puede haber ido para comprar cigarrillos en los puestos de los soportales. Compro un Celtas, lo enciendo y me quedo un rato fumando mientras miro las carteleras del Ideal Cinema, los libros y los cuadernos bajo el brazo, las manos en los bolsillos, mi figura solitaria y ansiosa reflejada en las cristaleras del Monterrey, mis ojos volviéndose con un reflejo de angustia hacia la torre del reloj, donde ya son las seis y cuarto: aún no sé que voy a vivir así la mayor parte de mi vida futura, caminando solo por ciudades que únicamente se parecerán a Mágina en su desolación, buscando a alguien, un amigo o una cara de mujer que seguirá siendo más o menos la misma aunque varíen sus rasgos o el color de su pelo y sus ojos, acuciado por relojes que señalan obligaciones y límites, perdido, igual que ahora, que esa tarde de finales de octubre, mirándome de soslayo en las cristaleras de los bares o en los espejos de las tiendas, inventándome a mí mismo como a un personaje de novela o de cine que nunca acaba de pertenecer plenamente a una historia.
Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas, y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara, de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.
En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio, dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.