PONME COMO UN SELLO sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, dice Nadia, recita, con el libro cerrado entre las manos, la gastada Biblia de los protestantes españoles con sus páginas de una densidad arenosa que don Mercurio le dejó a Ramiro Retratista en su testamento sin que él supiera por qué, imaginando una tardía extravagancia del médico, un signo de su improbable conversión en el lecho de muerte, como algunos pertinaces ateos a los que solía referirse en sus conversaciones de mesa camilla y rosario el inspector Florencio Pérez, apocado adalid del perdón evangélico y de la Adoración Nocturna, en una de cuyas sesiones trabó conversación con él aquel joven tan animoso y dócil que tanto prometía, Lorencito Quesada, supervisor de los futbolines de Acción Católica y dependiente inveterado —inveterano, decía él— de los almacenes El Sistema Métrico, los primeros que implantaron en Mágina la numeración decimal, corresponsal de Singladura, diario provincial del Movimiento, autor del volumen siempre inédito sobre los Hombres y Nombres de Mágina, donde tenía previsto que se reprodujeran las Cien Mejores Fotografías de Ramiro Retratista, entre las cuales no hay ninguna que alcance la majestad sobrecogedora de la que le hizo al médico don Mercurio unos meses antes de su muerte, meses o semanas, de eso Lorencito no estaba seguro, y no pudo estarlo porque cuando fue a consultar la fecha exacta con Ramiro éste había desaparecido sin dejar dirección, y el sordomudo, Matías, su ayudante de siempre, que ahora conducía tan ufano como un auriga un minúsculo isocarro dedicado al transporte de piensos, tampoco pudo darle ningún indicio de adónde se había marchado su maestro: se encogió de hombros, sonriendo, con aquella sonrisa idiota de felicidad con la que había despertado hacía treinta y tantos años de la catalepsia: ni él ni nadie sabía el paradero del fotógrafo, salvo el comandante Galaz, pero también éste desapareció entonces por segunda y última vez y casi nadie lo notó, igual que casi nadie, salvo Ramiro Retratista, el inspector Florencio Pérez y el teniente Chamorro, había notado su regreso a la ciudad, convertido en un extranjero que usaba en lugar de corbatas anticuadas pajaritas de profesor norteamericano y vivía tan retirado en su chalet de la colonia del Carmen como habría podido vivir en el suburbio de Nueva York de donde procedía. Sólo de él se despidió Ramiro, de él y de su hija, aquella chica pelirroja y callada, y luego supo Lorencito Quesada que el fotógrafo lo había estado visitando a lo largo de los últimos meses que los dos pasaron en la ciudad, contándole sus secretos más escondidos como a un confesor, sin que el excomandante —que tal vez era excoronel en realidad— lo interrumpiera nunca ni le preguntara el motivo de sus confidencias, siempre callado y atento, con una cortesía lejanamente militar, ofreciéndole tazas de té que Ramiro no probaba, porque no tenía costumbre, y copas de coñac que apuraba con la misma urgencia con que había bebido en los últimos años de su juventud el aguardiente alemán de don Otto Zenner, asintiendo en silencio cuando él le mostraba fotografías antiguas, aquella que le tomó la noche en que el comandante formó a las tropas en la explanada del ayuntamiento y se cuadró ante el alcalde anunciándole la lealtad de la guarnición de Mágina al orden constitucional de la República, y también las otras, las que casi nadie había visto, el retrato de don Mercurio y el de la muchacha emparedada, el de la novia que moriría de un tiro en la frente a las pocas horas de su boda. También le enseñó la Biblia de tapas negras que había heredado del médico, y luego la guardó en el baúl que Matías trasladó en su isocarro a casa del comandante como un legado embarazoso y más bien absurdo que él, por delicadeza, no supo rechazar, aunque no entendiera la razón de que Ramiro Retratista lo hubiera elegido para entregárselo, tal vez porque imaginaba que el comandante Galaz lo guardaría siempre y no tendría la menor tentación de abrirlo y de examinar su contenido, tan inmune a la curiosidad como a la más ínfima deslealtad o traición.
Absuelto, locuaz, educadamente borracho, casi heroico, sin quitarse, por miedo a contraer un enfriamiento, el abrigo y la bufanda azul marino que tanto le consolaba el cogote, Ramiro Retratista se recostaba en el sofá del comandante y miraba sin distraerse el jardín poblado de hojas secas y de gatos sin dueño o el grabado de aquel jinete que cabalgaba de noche junto a una montaña en cuya cima había una torre y hablaba como no había hablado nunca, como si sólo entonces tuviera la ocasión o el derecho de decir en voz alta todas las palabras que había guardado a lo largo de su vida, bebiendo sorbos tímidos y continuos de coñac y suspirando sin pudor, constituyéndose a sí mismo en el personaje secundario, aunque fundamental, de una historia que no estaba seguro de que le perteneciera, despojándose de ella igual que había decidido desprenderse de su estudio y de todo su archivo para irse más ligero de Mágina, para instalarse definitivamente en un fracaso tan apetecido y confortable como la jubilación, lejos de todo, en una ciudad donde no lo conociera nadie, donde ni él mismo pudiera encontrar en cada rostro y cada esquina informes apremiantes sobre su pasado, sobre la larga estafa de su vida, donde las caras que viera por la calle no fuesen recordatorios o sombras de las que atesoraba en su archivo como una onerosa memoria que lo mantenía desalojado de la suya. Tenía que averiguar quién era ella, le dijo al comandante Galaz, rondó en vano a la guardesa de la Casa de las Torres y a los vecinos desconfiados y hostiles de la plaza de San Lorenzo y luego, como último recurso, porque le daba escalofríos entrar en la perrera, acudió al inspector Florencio Pérez, pero no obtuvo ninguna explicación, probablemente porque el inspector carecía de ella, lo recibió como alelado en su despacho de la comisaría, asomado a medias al balcón que daba a la plaza del General Orduña, oculto tras los visillos, mirando a los hombres ociosos que se congregaban en los soportales y alrededor de la estatua, con un gesto vigilante y absorto, tamborileando con los dedos de la mano derecha en la pared y en su propio pantalón y en su escritorio, con un ritmo de una monotonía sin sosiego que a Ramiro lo ponía nervioso, el inspector no dejaba quietos los dedos ni atendía a lo que le contaban, como si estuviera en otra parte, como un poeta en busca de una rima difícil o un detective misántropo a punto de descubrir la clave de un misterio. El inspector, dijo Ramiro, habría querido ser como aquel detective gordo de las novelas que lo averiguaba todo sin moverse de su habitación, nada más que cavilando, deduciendo, penetrando en el espíritu de cada uno de los habitantes de Mágina. Como criminólogo y funcionario que era —y por reñida y fehaciente oposición, no como otros que él conocía y que subieron más alto en el escalafón sin más méritos que el color azul de la camisa remangada y el vibrante taconazo con que se presentaban al tribunal—, la delación y la tortura le parecían al inspector Florencio Pérez procedimientos tal vez necesarios, pero en todo caso indignos, de una rusticidad tan lamentable como el arado romano y el calzado de esparto, y hubiera querido suplirlos con los avances de la ciencia, el puro rigor del intelecto deductivo y los prodigios de la telepatía, del hipnotismo y los detectores de mentiras. Pero si en Mágina la agricultura y el comercio padecían un atraso medieval, ¿era extraño, le dijo melancólicamente al fotógrafo, que las fuerzas de orden público debieran recurrir en el cumplimiento de las tareas que la ley les asignaba a métodos tan rudimentarios como los de los tribunales de la Inquisición? ¡Micrófonos camuflados en alfileres de corbata, suspiró, cámaras cinematográficas ocultas en lugar de chivatos mugrientos y de ojos torcidos, suero de la verdad y no bofetadas y amenazas, silla eléctrica en vez de garrote vil!
«Insondables enigmas sin respuesta», anotó velozmente antes de guardar en un cajón de su escritorio la foto que acababa de entregarle Ramiro Retratista, y se encogió de hombros y su cara larga y quejumbrosa pareció descolgarse como la máscara de una fiesta fracasada: «Pregúntele a don Mercurio», le dijo, «puede que él sepa algo». «¿Le ha preguntado usted?». Ramiro pensaba en la foto que el inspector acababa de guardar, imaginando que el cajón del escritorio era una nueva sepultura, una afrenta añadida a la ocultación y el olvido. «A mí no me dirá nada. Se lo prohíbe su credo masónico». Desde el balcón de su despacho el inspector podía ver, al otro lado de la plaza, las ventanas del consultorio de don Mercurio, con los visillos siempre echados, y luego su mirada descendía hacia los soportales, a donde los hombres empezaban a llegar cuando el sol transparente y frío del invierno del hambre daba en ellos, de uno en uno al principio, todavía solos y callados, con las cabezas bajas y las gorras caladas, quietos bajo el sol, en el filo de la acera, golpeando el suelo con los pies para quitarse el frío, las caras medio ocultas tras las bufandas y desdibujadas por el vaho espeso de las respiraciones y el humo de los cigarrillos, aguardando siempre, mirando la torre del reloj y la estatua del general Orduña y el edificio lóbrego de la comisaría con una especie de enconada paciencia que los hacía parecer al mismo tiempo invulnerables y vencidos, vigilantes y dóciles. Conforme se dilataba el espacio iluminado por el sol y retrocedía la sombra de la muralla y de la torre los hombres se iban agrupando en corros de los que ascendía un vaho más espeso y común y una sonoridad amortiguada y poderosa de voces que llegaban al despacho del inspector convertidas en un rumor monótono. Se olvidó de que Ramiro Retratista aún estaba con él y le dio la espalda frotándose las manos ateridas, pues nunca entraba en calor en aquel edificio tenebroso donde el sol no daba sino cuando se ponía y que por estar adherido a la torre y a un ángulo de la muralla recibía de ellas una humedad que se adueñaba del inspector subiendo desde los pies y calando poco a poco hasta el interior de los huesos, a pesar de los calcetines de lana y los calzoncillos tobilleras de felpa que usaba en secreto, no sin un sentimiento de vergüenza y ridículo muy semejante al que le producía su invencible afición a los versos, pues no estaba seguro de que la poesía y los calzoncillos largos fueran compatibles con la autoridad.
«Pero tendrá usted que investigar quién se la ha llevado», dijo Ramiro Retratista, «habrá cómplices, seguro que hay testigos, en esa plaza las mujeres siempre están mirando a todo el que pasa por allí». El inspector no lo oía, prefería no oírlo para no sentirse radicalmente imbécil, fumaba examinando las caras mal afeitadas y pálidas de hambre, rígidas de ira, hurañas, embotadas, casi nunca desconocidas para él, caras de presuntos sospechosos, de agitadores, de cobardes, de mutilados sin pensión, de pobres sin remedio, de haraganes, de idiotas, de tísicos, imaginando noveleramente la posibilidad de proveerse de unos prismáticos y de averiguar conversaciones leyendo los movimientos de los labios, como contaban que hacía el ayudante sordomudo de Ramiro Retratista. Desde la atalaya de su balcón, en el primer piso de aquel edificio tan ignominiosamente llamado la perrera —y no sin razón, tuvo el atrevimiento de pensar, frotándose las manos martirizadas por los sabañones—, el inspector cobraba a veces una cálida certidumbre de soberanía, como si al tomar posesión de su cargo lo hubiera tomado también del mundo que abarcaban sus ojos y que se resumía satisfactoriamente para él en la plaza del General Orduña. Vigilaba los grupos que se formaban y se deshacían como estudiando las corrientes del mar, auscultaba el rumor de las voces, las expresiones de los rostros, los gestos de las manos, buscando posibles indicios de ira colectiva y de peligro de sublevación, y si veía espesarse un corro en torno a alguien que hablaba con aspavientos y moviendo muy rápidamente los labios, lo sacudía un reflejo inmediato de alarma, un recuerdo borroso de muchedumbres amotinadas y vendavales de banderas y puños agitándose en esa misma plaza donde el murmullo de ahora sonaba como un rescoldo apagado de los gritos y los himnos de entonces, rugidos de las turbas rencorosas, según había escrito él mismo en aquel soneto al general Orduña que tantos desvelos y malas noches le dio y que ahora dormía en la carpeta de un expediente, silencioso y cubierto de polvo, como el arpa de Bécquer, como el cuerpo incorrupto de esa mujer por la que tan ávidamente le seguía preguntando Ramiro Retratista, como todos los sonetos y octavas reales y redondillas y décimas o espinelas que llevaba escritos en su despacho, en las primeras horas ociosas de la mañana, y que nunca se decidiría a imprimir, qué dirían sus superiores si le descubrieran esa debilidad, peor aún, qué miedo podría infundirles a los detenidos, qué respeto iba a tenerle el personal a sus órdenes si un día lo premiaban con una flor natural, ya imaginaba la risa equina del guardia Murciano y el escarnio de las suposiciones desviadas, será que el inspector es maricón. Nada más que imaginarse el sofoco, las risas contenidas en el cuerpo de guardia cuando él pasara escaleras arriba camino de su despacho, se le acentuó el picor de los sabañones, y para darse ánimos miró con severidad a Ramiro Retratista, enlazó enérgicamente las dos manos e hizo crujir las articulaciones de los nudillos, gesto que le confería una serenidad instantánea desde que advirtió que asustaba a los presos durante los interrogatorios, tal vez porque lo oían como un aviso del crujido de sus propios huesos.
«No le diga a don Mercurio que ha estado conmigo», dijo. «Y será mejor que salga por la puerta trasera, no vaya a ser que él lo vea y piense que va usted de mi parte». Sintiendo la vejación de compartir el camino sórdido de los delatores Ramiro Retratista salió a un callejón que daba a las espaldas de la torre y volvió muy deprisa a la plaza del General Orduña, fatigado por la amargura de tener que ganarse la vida tratando a aquella gente a la que seguía considerando de manera confusa el enemigo, aunque él, le dijo al comandante Galaz, nunca entendió de política, tan sólo tenía una nostalgia sentimental de otros tiempos en los que había sido más feliz y más joven, antes de que el hambre y los apagones nocturnos y los pesados desfiles de uniformes y sotanas ensombrecieran las calles de Mágina, cuando no faltaba el trabajo en el estudio de don Otto Zenner y él no tenía que hacer fotos como un buhonero entre las barracas de la feria ni que acudir al depósito para retratar caras de muertos, qué diría don Otto si pudiera verlo, si volviera a Mágina con el juicio recobrado y descubriera que su discípulo, casi su ahijado, su apóstol, abandonaba de vez en cuando el sanctasanctórum del estudio para instalarse los domingos en una esquina de la plaza del General Orduña junto a un caballo de cartón a ver si alguien se decidía a pedirle una foto ecuestre de sus hijos pequeños.
Cruzó la plaza mirando caras de supervivientes y de muertos futuros, eludiendo la estatua fusilada del general Orduña, que tenía, sobre su dosel de alegorías militares, un aire de cadáver recién salido de la tumba varios días después del entierro, con un ojo de bronce vacío, horadado por un disparo, con el pecho y el cuello picoteados de balazos y el ademán invencible, la cabeza alta en dirección al sur, a los terraplenes de la Cava y los azules lejanos de la Sierra. A dondequiera que volvía sus ojos no encontraba rasgos invariables y figuras detenidas en ese presente sin tiempo donde creen vivir casi todos los hombres, sino huellas malogradas o pervertidas de un origen en el que tal vez no faltó la inocencia y augurios de una veloz degradación que concluiría no muchos años más tarde en la vejez y en la muerte, en la nada absoluta sin más recuerdo o consuelo que las fotografías y los nombres labrados en el mármol falso de los nichos, los pequeños medallones ovales que se incrustaban en ellos tras un vidrio convexo para que los supervivientes no olvidaran del todo, como aquel retrato que había en el reverso del escapulario de la mujer incorrupta, el de un hombre muy joven, se acordaba, con perilla negra y rígidos bigotes, quién sería, en qué habitación oscura o sótano o armario de la ciudad tenía alguien escondida a la momia, para qué, únicamente ella, a salvo de la corrupción y vencedora del tiempo, más real en la imaginación y en la mirada de Ramiro Retratista que todos esos hombres y mujeres junto a los que pasaba en los soportales, con un brillo de serenidad o ensimismado deseo en sus pupilas que sería inútil buscar ahora en los ojos de los vivos, ponme como un sello sobre tu corazón, le había escrito alguien, como un signo sobre tu brazo. Cada vez que Ramiro se repetía en voz baja esas palabras sufría un acceso de celos y de desolación, y cuando las dijo ante don Mercurio, en la habitación que había sido el consultorio del médico a lo largo de tres cuartos de siglo, sintió un remordimiento de deslealtad, como si al pronunciarlas se hubiera vuelto repentinamente indigno de aquella cálida fiebre que la aparición del rostro de la muchacha bajo el líquido del revelado despertó en él, reviviéndolo, devolviéndole un simulacro de plenitud y fervor que era del todo ajeno a su experiencia de la realidad y sólo había presentido en la música y en algunos sueños, en algunas miradas de mujeres que lo sobrecogían en su retardada y lejana adolescencia, en la efusión vulgar de las canciones que escuchaba en la radio y que algunas veces interpretaban en Mágina las animadoras que venían al café Royal, en la calle Gradas, donde muchos años después estuvo el salón Maciste, una negra jovial y sudorosa que bailaba claqué y a la que llamaban la Mulata Rizos, una señorita rubia, con falda corta y tacones de corcho que cantaba con una voz muy aguda y muy dulce una canción de Celia Gámez, si me quieres matar mírame.
Julián, el cochero de librea verde, el secretario, el ayuda de cámara, lo hizo pasar al consultorio del médico, tan diminuto y encogido al otro lado de su mesa que tardó un poco en verlo, distraído por el desorden de los millares de libros que ocupaban las paredes y el suelo y de los arcaicos aparatos sanitarios que entorpecían el paso como en el almacén de un abandonado Museo del Progreso o en uno de esos laboratorios de doctores lunáticos que se ven en las películas. Julián apartó a un lado un biombo polvoriento con dibujos de pájaros y don Mercurio, que estaba leyendo con ayuda de su lupa en un libro muy grande, hizo un desganado ademán como de bienvenida o de fastidio, su mano derecha alzándose hacia Ramiro Retratista con una especie de trémula bendición eclesiástica, mucho más viejo que unos días antes, cuando se encontraron en la cripta de la Casa de las Torres, más viejo o más desaliñado, sin el cuello duro y la pajarita, sin el colorote que debía de darse en las mejillas antes de salir, con un batín tan fláccido como una cortina desgastada por el sol y un bonete de terciopelo en la cabeza, con los ojos fijos, redondos e impávidos, como los de un gallo de corral, abriéndose y cerrándose con veloces parpadeos mecánicos, magnífico y temible en su decrepitud igual que un mendigo asiático, pensó Ramiro acordándose de una fotografía que había visto en un álbum de don Otto Zenner, esculpido por las sombras de la habitación como en un retrato tenebrista.
Lo invitó a sentarse frente a él agitando en el aire su mano amarilla, lo escrutó en silencio durante algunos minutos, tan impasiblemente como atendió luego a sus preguntas, moviendo la cabeza, la nariz húmeda y picuda, que casi le rozaba la barbilla cuando contraía la boca desdentada, más viejo que cualquier otro hombre en este mundo, con una astucia de difunto prematuro y burlesco, mostrando fugazmente entre los labios una lengua aguda y muy roja, como de ave o de reptil: claro que la había conocido, dijo, pero hasta entonces no la había visto más que una sola vez, viva todavía, acaso a punto de morir, en la madrugada remota de un martes de carnaval que en la imaginación de Ramiro, a medida que escuchaba, fue cobrando un torvo romanticismo de litografía y de folletín, el médico joven secuestrado por unos desconocidos con capas negras y máscaras, el brillo bajo la lluvia y las antorchas de la capota de un coche de caballos, los cascos resonando sobre los adoquines, el caserón a donde don Mercurio había vuelto setenta años después y en cuyos sótanos se quedó paralizado al ver la misma cara intacta que sólo vio aquella noche, la mujer joven y aterrada que al cabo de varias horas de agonía dio a luz un niño estrangulado por el cordón umbilical. A él luego volvieron a vendarle los ojos y lo hicieron subir otra vez al coche de caballos y después de darle muchas vueltas por los callejones para que se desorientara lo dejaron con las primeras luces del día en la plaza del General Orduña, que entonces se llamaba de Toledo, ahí atrás, dijo don Mercurio, señalando sin volverse hacia la ventana con los postigos entornados, y él mismo se quitó el antifaz y vio alejarse rápidamente el coche en dirección a la Corredera, los cristales con las cortinillas echadas y un postillón de chistera negra y capa con esclavina haciendo restallar el látigo sobre el lomo del caballo, en el silencio de la plaza desierta. «Y hasta hoy», concluyó don Mercurio: «quién iba a decirme que tardaría setenta años en saber adónde me llevaron».
Pero quién era, repetía Ramiro, por qué fue emparedada, por quién. Juró que el secreto nunca saldría de sus labios, que él no tenía nada que ver con los siniestros chivatos de la perrera: si de vez en cuando trabajaba para el inspector Florencio Pérez era porque no tenía más remedio, para ganarse la vida en esos tiempos en los que si a nadie le quedaban ganas de mirarse a la cara a quién iba a ocurrírsele el deseo de perpetuarla en una fotografía. Él siempre estuvo con los leales, declaró en voz muy baja, él desobedeció las órdenes de don Otto Zenner y en la noche candente de un sábado de julio corrió al ayuntamiento con gran riesgo de su vida y se abrió paso a codazos entre la multitud para tomar una instantánea del comandante Galaz cuando subió la escalinata de mármol dejando formado a su batallón de Infantería en la plaza de Vázquez de Molina y se cuadró delante del alcalde, que no acertaba a decir nada y sonreía y temblaba de miedo, porque se imaginaba que los militares habían venido a detenerlo.
«Se oyeron cosas hace muchos años», dijo don Mercurio. Había escuchado a Ramiro Retratista con el desinterés de un muerto por los asuntos y las confidencias de los vivos. «Pero no puedo asegurarle que aquellas murmuraciones se refirieran a la misma mujer, ni que tuvieran fundamento. Por entonces la gente era muy aficionada al teatro de verso y a las novelas de don Manuel Fernández y González. He oído que en estos tiempos luctuosos el cinematógrafo sonoro y los seriales radiofónicos causan estragos semejantes. Y ahora que lo pienso, ¿no será usted una de sus víctimas, mi joven amigo?». Las pupilas de don Mercurio se volvieron más dilatadas y brillantes entre los rugosos párpados sin pestañas, adquiriendo aquella intensidad fanática que les hacía parecerse tanto a las de un gallo de corral. Se inclinó sobre la mesa, indicándole con un gesto de hipnotizador a Ramiro que se acercara un poco más a él, le apresó la muñeca derecha con dos dedos tan precisos y helados como pinzas de acero, hundiéndole su pequeño pulgar en el punto exacto donde se notaba con más viveza el latido de la sangre, tomó de entre las páginas del gran libro de tapas negras en el que había estado leyendo su lupa con empuñadura de plata y sus ojos, mientras examinaba la cara de Ramiro, adquirieron un tamaño desaforado y una expresión monstruosa, como la de los ojos de esos pulpos que el fotógrafo había visto alguna vez en las pescaderías del mercado. Él, que a tantos muertos había retratado en el depósito, tenía la sensación de estar asistiendo a su propia autopsia, pasivo y vulnerable como un cadáver ante el examen indiferente del médico. «No se moleste, don Mercurio, si yo me encuentro como nunca», dijo, con la mano todavía aprisionada sobre la mesa, queriendo sonreír. Cuando don Mercurio lo soltó tenía una mancha morada en la muñeca y el corazón le latía mucho más de prisa. Esperó sus palabras tan ávidamente como habría aguardado la sentencia de un juez, o más bien la predicción de un adivino.
«Me lo temía, lo supe en cuanto lo vi. Pulso arrítmico, palidez excesiva e insana, iris dilatados, lacrimales enrojecidos. Falta de luz solar y de ejercicio físico y tendencia exacerbada a los desahogos del espíritu. Inhalación habitual de vapores tóxicos y alimentación desordenada, con dosis insalubres de alcoholes destilados. Sueño intranquilo y tardío, ausencia absoluta de expansiones carnales, a no ser algún esporádico recurso a las artes de Onán, no tan perniciosas como asegura la moral eclesiástica, pero sí insuficientes para el equilibrio de un organismo adulto. Semen retentum venenum est, amigo mío. El celibato, se lo digo por experiencia, aunque en mi caso, como usted comprenderá, sea una experiencia arqueológica, requiere para no ser nocivo el contrapeso de un moderado libertinaje. Pero me va pareciendo que usted es más casto que el casto José». «No crea, don Mercurio, que aquí donde me ve yo también tengo corrido lo mío», dijo Ramiro Retratista, pero a él mismo le pareció inverosímil su embuste, no sólo porque no sabía mentir, sino porque aun en el caso de que supiera hacerlo estaba seguro de que el médico era capaz de adivinarle el pensamiento como un temible quiromante que viera en las líneas de sus manos y en la mirada triste y cobarde de sus ojos todo su pasado y también todo su porvenir, su censurable afición a las postales sicalípticas de don Otto Zenner, el miedo y la desdicha que le deparaba siempre la proximidad de las mujeres, su amor insensato por la fotografía de una momia. «Pero siga contándome, don Mercurio», dijo, temiendo que el médico hubiera empezado a perder la memoria, «me decía usted no sé qué de una leyenda».
Le pareció que el médico tardaba en recordar, o que lo fingía, por desgana. Concluido el examen de la salud de Ramiro Retratista, don Mercurio volvió a encogerse al otro lado de la mesa, jorobado, diminuto, decrépito, con su batín de tela de cortina y aquel bonete como de caricatura de usurero, con los ojos fijos y brillantes bajo la línea hirsuta de las cejas, hundidos en la doble sombra de los cuévanos que ya muestran la forma indudable de la calavera: así lo fotografió Ramiro Retratista unos días o unas semanas después, convencido de que entre todas las caras de Mágina la suya era la única que merecía la inmortalidad de un retrato. Está sonriendo, con su cara de pájaro disecado echada hacia adelante y las dos manos unidas sobre un gran libro con las tapas de cuero negro, tal vez el mismo que Nadia y Manuel han encontrado en el baúl de Ramiro Retratista, pero tiene la boca un poco torcida como por una apoplejía, y en su mirada hay una fijeza de pavor. «Leyendas», dijo con desprecio, escupiendo la palabra con su pequeña lengua rosada, «novelas por entregas»: un conde viejo y misántropo que vivía en la Casa de las Torres tan aislado como en un castillo medieval, casado con una mujer mucho más joven que él, asistido perpetuamente en sus devociones por un capellán que casi era también su ayuda de cámara, tal vez un pariente suyo de una rama empobrecida a quien él le costeó los estudios eclesiásticos. «De modo que ya tiene usted el decorado y el reparto», dijo don Mercurio con sorna cavernosa, «salones de bóvedas, candelabros encendidos, portalones que crujen, el aristócrata feudal, la dama hermosa y encerrada, el capellán apuesto. Barítono, soprano y tenor, coro de criados viejos y fieles y de vecinas chismosas. La dama muy pálida asomándose como una aparición a la ventana más alta de la torre, el capellán tomando a solas con ella el chocolate cuando el marido tirano se encuentra inspeccionando sus posesiones rurales, baldías, por supuesto, hipotecadas hasta la veleta del último palomar. De pronto el capellán desaparece y no vuelve a saberse nada de él, dicen que era un sinvergüenza y que ha muerto en una riña de tahúres o que ha tenido que ocupar a la fuerza una parroquia en el arzobispado de Filipinas. Al poco tiempo, el viejo aristócrata y su esposa también salen para un viaje muy largo. Dicen que ella ha enfermado de tisis aguda y que el esposo ha malvendido su palacio y sus últimas fincas para pagarle la estancia en un sanatorio de los Alpes. Pero también dicen que no es seguro que fuese ella quien subió al coche de caballos con su marido, porque llevaba cubierta la cara con un velo negro, y hubo a quien le pareció menos alta, o más gorda de lo que recordaban, aunque casi nunca la habían visto. Y aquí termina la historia, amigo mío. No hay último acto, o se ha extraviado el último pliego del folletín. ¿Mató el conde Dávalos a su esposa joven y adúltera y al capellán que había hecho doblemente escarnio de sus votos y de la lealtad debida a su señor? ¿La emparedó en el sótano de la Casa de las Torres y compró el silencio de la criada que se puso su vestido y su capa de viaje y se cubrió la cara con un velo para hacerse pasar por ella? Amigo mío, novelas por entregas, barbas de estopa, mazmorras de cartón». La risa amarga de don Mercurio sonó como una tos muy seca: hundió la barbilla en el pecho, alzó luego los ojos despacio, mirando oblicua y fijamente a Ramiro Retratista, que había empezado a notar en él un olor a polvo tan rancio como el de la momia. Don Mercurio abrió el libro al azar y usó la lupa para leer en voz alta, siguiendo las líneas con un curvado dedo índice: «Como el que toma la sombra y persigue al viento es aquel que mira en sueños. La visión de los sueños es una cosa que se parece a otra, y como una semejanza de rostro delante de otro rostro. Del inmundo, ¿qué cosa saldrá limpia? Y del falso, ¿qué cosa verdadera?». «Pero no es un sueño, don Mercurio, esa mujer estaba allí, usted y yo la hemos visto, y ahora la han robado». El médico no le respondió. Se lo quedó mirando, las dos manos unidas sobre las anchas hojas del libro, le sonrió con un aire fatigado de piedad o de burla, volvió a ponerse la lupa ante el ojo derecho y fue bajando el dedo índice a lo largo de la misma página donde había leído hasta encontrar lo que buscaba: «Yo muchas cosas he visto en mi peregrinación, y más cosas entiendo de las que puedo decir».