NUNCA HE HABLADO TANTO, durante tanto tiempo, te hablo en voz alta cuando estás mirándome o cuando apagamos la luz y te cobijas contra mí y me pides que no me calle, pero sigo hablándote cuando te has dormido y te oigo respirar, y cuando me despierto por la mañana y has salido para comprar el periódico y me sobresalta que no estés, casi vuelvo a dormirme, me extiendo en la cama y me parece que me envuelven no sólo las sábanas y el edredón sino el calor de tu presencia, y me gusta permanecer así, durmiendo todavía pero muy cerca del despertar, mezclando las sensaciones exteriores al sueño, oigo la llave en la cerradura, la cautela de tus pasos, el ruido del agua en el fregadero, el de las tazas y el exprimidor de zumo, huelo el pan tostado y el café, abro los ojos y te veo de espaldas al otro lado del pasillo, en la cocina con la puerta entornada, te apartas el pelo sujetándolo a un lado con los dedos extendidos y veo tu perfil ensimismado en la disposición de las tazas, los vasos de zumo y la cafetera sobre la bandeja, muy pensativa, como si no estuvieras segura de que no falta nada, pasas ante la puerta del dormitorio, tal vez creyéndome dormido, y sé que vas a poner un disco, te gusta comenzar las mañanas con Aretha Franklin o Sam Cook o los Beatles, aunque también a veces con Miguel de Molina o Concha Piquer, con una fuga cristalina de Bach, y mientras vienes sosteniendo la bandeja con miedo a que se te caiga yo estoy ya despierto y vuelvo a hablarte, te cuento perezosamente un sueño que he tenido, observo que añades la leche muy caliente a mi taza de café y que sin preguntarme le pones dos cucharadas de azúcar y me doy cuenta de que ya hemos adquirido costumbres, en tan pocos días, me extraña y lo agradezco, igual que me extraña oírme hablar tanto tiempo seguido, tan reflexivamente, tan despacio, con una precisión que he aprendido de ti, hablar en voz alta de mí mismo y de mi propia vida, nunca lo hice hasta ahora, tal vez porque nadie me ha hecho tantas preguntas como tú.

Prefería callarme, escuchar a otros, mirarlos y espiarlos, he usado mi voz para inventar o mentir o para enmascararme en las voces de los otros, para decir lo que ellos querían que dijera o lo que yo consideraba conveniente, he dicho palabras de amor y no he estado seguro de que fueran verdad, pero he procurado creérmelas mientras las decía, he vivido fuera de mí mismo, en una fronda de palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia, donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad, dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco, conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento contiguo, establecía diálogos prolijos con mi propia sombra, me daba órdenes y consejos, no vuelvas a ver más a esa mujer, no tomes otra copa, acuérdate de sacar la bolsa de basura, levántate, que son las nueve menos veinte, no te pierdas a la rubia que acaba de entrar en el comedor, o le hablaba imaginariamente a Félix por teléfono, le escribía cartas que nunca llegaron al papel, adoptaba otra voz, hablaba con alguien y se me contagiaba su acento, pero me pasa lo mismo con las opiniones o los estados de ánimo de otros, que se me contagian en seguida, por eso no soy capaz de sostener una discusión sin ponerme de parte del que está en contra mía ni me cuesta ningún trabajo aprender un idioma ni imitar una voz, Félix dice que podría haberme ganado la vida de ventrílocuo, es como viajar a otro país sin moverse, como cambiar de alma y de memoria, hasta de identidad, y a mí la mía se me escapa en cuanto me descuido, no sé quedarme en la primera persona del singular, y si es la del plural no la he usado casi nunca, creo que sólo ahora puedo decir yo y nosotros sin sentirme un falsificador o desear escaparme, sin inventar lo que digo y a quién. Pero me dan miedo esas palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre.

Me negaba con una furiosa determinación, como un monje que se encierra bajo llave en su celda para no salir, me amputaba el deseo, me imponía el cumplimiento neurótico de mis obligaciones y mis comodidades más sórdidas, manías de hombre solo en una colmena de gente tan sola como él y en una ciudad lluviosa donde las calles se quedan vacías después de las seis, la vuelta a casa en autobús leyendo el periódico, la habilidad tan difícil de aprender de no rozar a nadie y no mirar a nadie a los ojos, la calefacción excesiva en el apartamento, el desorden semanalmente corregido por la mujer de la limpieza pero creciendo hora tras hora como la maleza de una selva, una toalla sucia en un rincón del cuarto de baño, los platos amontonados en el fregadero, la cena rápidamente calentada en el microondas y consumida delante de la televisión, el silencio cada vez más denso, intolerable hacia las diez o las once, sobre todo cuando no ponían alguna película que me interesara o a la que fuera fácil resignarse, la precaución de conectar el despertador, y como máxima recompensa del día la satisfacción de acostarme pronto y de no haber bebido demasiado, de no sufrir por nadie, de que nadie tuviera derecho a inocularme la culpa de su sufrimiento, un cigarrillo fumado a medias y un libro que abandonaba en seguida, el vaso de agua y la cápsula de valium, las graduales artimañas urdidas para sobrevivir sin entusiasmo, pero también razonablemente a salvo del horror, la solitaria mezquindad que lo va envolviendo a uno en una especie de caparazón quitinoso sin que se dé cuenta, tan escondido en su rincón como una cucaracha, con un sentimiento neutral de resignación y de pérdida que no impide la dedicación al trabajo, más bien la favorece, porque el trabajo es el único porvenir verosímil que puede imaginar y cada fin de mes rinde su beneficio indudable, y cada día sus dosis de intrigas enhebradas, de vanidad, aburrimiento y rencor.

Me habitué a hablar con muy poca gente y a ser un extranjero, y ya casi no tenía nostalgia de España, regresaba en las vacaciones y encontraba un país zafio y ruidoso donde todo el mundo fumaba en todas partes y hablaba siempre a gritos, y al cabo de una semana ya quería marcharme, iba a Mágina y me moría de tristeza viendo a mis padres envejecidos, a mis abuelos cada vez más decrépitos y torpes, a mis amigos enquistados sin un rastro de rebelión en su melancolía de provincias, más gordos, con menos pelo, con hijos y ocupaciones y amistades que ya no tenían nada que ver conmigo, recibiéndome cada vez que los veía con una hospitalidad atenuada por la desconfianza, como si íntimamente me echasen en cara una deserción que no era sino la consecuencia de una voluntad de huir que todos compartimos y que sólo yo cumplí hasta el final, no porque hubiera tenido más coraje que ellos sino porque la corriente que me empujó a mí fue más poderosa y no tuvo reflujo: me reprochaban que no hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional, pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años. Con qué alivio me marchaba de Mágina y subía al avión en Madrid, pero ahora descubro, lo supe el otro día, en ese hotel de las afueras de Chicago que parecía una casa embrujada, que tenía mucho más miedo del que yo pensaba, era como estar acercándome a un límite, si daba unos pocos pasos más ya no habría remedio, sería un extranjero para siempre, no habría un solo lugar en el mundo donde yo tuviera un motivo firme para permanecer. He conocido a mucha gente así, son como una estirpe, una raza aparte que vive en una diáspora sin persecución ni tierra prometida, nunca saben del todo dónde están, no terminan de acostumbrarse jamás al país donde se instalaron hace años pero vuelven al suyo y advierten que han pasado fuera demasiado tiempo, que han perdido las claves cotidianas de su propio idioma y no acaban de comprender, por ejemplo, las noticias de la televisión o los chistes del periódico, se marchan de nuevo y se resignan y saben que ya será inútil volver, que se les ha degradado la memoria y que de ahora en adelante vivirán como fantasmas parciales que no dejan huellas de sus pasos y carecen de sombra. Pero yo he querido ser así, te lo juro, estaba envenenado de palabras, he seguido estándolo mucho después de que terminara mi adolescencia, he creído que amaba el nomadismo y la soledad porque eran palabras prestigiosas, adornadas por las mayúsculas de la literatura. Lo único cierto entre tanta mentira que me he contado era el miedo a permanecer, a que me envolvieran los hilos de la dependencia y la costumbre, el veneno letal de los hábitos diarios, el amor, los bares, el trabajo, la complacencia en la repetición, segregando una baba que se vuelve sólida al contacto del aire, que lo recluye a uno en su casa y en el número creciente de sus objetos, sus muebles, sus electrodomésticos, sus hijos o sus animales de compañía y lo acaba atando no porque uno haya elegido sino porque ha ido perdiendo sin saberlo toda posibilidad de elección.

Me da rabia poseer cosas, libros, fotografías, discos, carpetas de recortes, colonias de insectos que se reproducen sin propósito en las habitaciones sedentarias y hasta en los bolsillos, armarios llenos de ropa sin usar, cartas inútiles que no serán contestadas pero que nunca llegan a tirarse, libros que ya no serán leídos, cintas de música que han perdido la etiqueta y la caja, cosas inertes, asediándolo a uno, equipajes monstruosos, llaves de casas abandonadas hace tiempo, billetes de Metro con un número de teléfono escrito en el reverso, tarjetas de visita, pasaportes caducados, es como una selva en la que hubiera que estar manejando sin descanso el machete para que no vuelva a cerrarse la espesura, como una casa comida por las termitas de la que hay que irse cuanto antes, dejándolo todo atrás, igual que hacían los aeronautas de Julio Verne para que el globo se remontara en el aire, abandonando el peso muerto, las costumbres, las cosas, la ropa usada, los libros inútiles, incluso los recuerdos: una bolsa liviana de viaje, un billete de avión, un walkman que cabe en la palma de la mano, el pasaporte y la tarjeta de crédito, nada más, nadie más, ni siquiera yo mismo, el que he sido y ya no soy, el que permanece en la casa abandonada como la piel seca y transparente de un reptil mientras yo, libre de todo, ligero, casi flotante, subo a un taxi y me dirijo al aeropuerto o a la estación, exaltado, neurótico, comprobando que no olvido nada necesario, mirando el reloj por miedo a llegar tarde, no sólo el mío, sino el que lleva el taxista en el salpicadero y los que se ven al pasar en los edificios públicos o en los paneles digitales de las calles, calculando minutos, acuciado por el tiempo, sintiéndolo desgranarse con el mismo desasosiego con que oigo fluir las palabras en los auriculares y las atrapo para ordenarlas en la sintaxis de otro idioma, temiendo perder una sola de ellas, un verbo, una palabra clave, y no encontrar ya el modo de contener su riada indescifrable, el alud de palabras que lo anegan a uno como si la cabina acristalada fuera un acuario donde el agua no deja de subir. Las sigo oyendo luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me conduce hacia el sueño, y a veces, cuando he pasado todo el día trabajando, me duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el walkman, me hablo a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades, historias de mujeres. Era tan fácil que no me daba cuenta de que también era peligroso, porque la mentira, una vez inventada, actúa por sí misma y es un ácido que carcome irreparablemente la verdad, sobre todo cuando uno carece de puntos firmes de referencia y sólo tiene puntos de fuga, de modo que hay años y ciudades de mi vida de los que no me queda ni un recuerdo, nada, aunque te parezca imposible, un espacio en blanco, como aquella vez que se me perdieron en Mágina cinco horas de una noche, como cuando se lleva algún tiempo bebiendo demasiado y faltan tramos de la noche última y hay palabras que tardan en llegar a los labios y escalones habituales que no están, y entonces viene el miedo, la alarma y la culpa sin motivo, la sospecha de haber olvidado o dejado de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error mínimo que traerá rápidamente la catástrofe.

El miedo era entonces, hace unas semanas, en el pasado remoto en que yo no estaba contigo, una pasión asidua y exclusiva, la tonalidad y el color y la urdimbre con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y la de la soledad sobre todo, un miedo envolvente como el aire y también invisible, a veces sin forma exacta, sin olor ni tacto ni sabor, y otras veces como una sustancia añadida a todas las cosas, un veneno perceptible, casi nunca demasiado amargo, tan fácil de ingerir sin náuseas que se había convertido en una costumbre, en uno de los jugos que mantenían en acción la química del cuerpo y de los estados del alma, como la nicotina y el alcohol y de vez en cuando, muy de tarde en tarde, los mínimos cristales blancos de la cocaína: el miedo acelerando los golpes del corazón y latiendo en el pulso, en el segundero digital del despertador iluminado en el insomnio sobre la mesa de noche, el miedo contrayendo los labios en una especie de sonrisa rígida y dando un brillo especial a las pupilas, un rojo demasiado intenso a los lacrimales, impulsando los dedos a tamborilear en el aluminio de las barras y en los manteles de los restaurantes, el miedo guiando la mano que repta hasta el paquete de tabaco o palpa la chaqueta buscándolo, el miedo a haberse quedado sin cigarrillos a una hora muy tardía de la noche en un país puritano donde ya no hay bares abiertos, a haber perdido el billete de avión o el pasaporte unos minutos antes de salir de viaje, a no encontrar un taxi, a no encontrar a alguien con quien regresar a la habitación del hotel o al dormitorio del apartamento, el miedo a los timbrazos del teléfono y al silencio demasiado largo del teléfono, el miedo a perder el trabajo por una razón desconocida y a caer despacio en la indignidad y volver a la pobreza, a las casas de comidas con manteles de hule y sopas de fideos en platos de duralex y a las pensiones con un olor retestinado a calcetines en los pasillos, el miedo cuando despega el avión o cuando se encienden de pronto, en un vuelo nocturno a través del océano, los indicadores rojos de alarma, el miedo a los camiones que vienen de frente por la carretera y crecen hasta ocupar el espacio entero del parabrisas y ciegan con los faros, el miedo a los atracadores, a los policías brutales, a las jeringuillas de plástico aplastadas en el rincón de un portal, a las bombonas de butano, a los errores judiciales, a las cartas con membrete oficial que aparecen en el buzón, el miedo a la devastación insensata del amor y a la devastación de la soledad, el miedo siempre, en todas partes, en cada circunstancia pública o íntima, el miedo a una infección venérea al respirar sobre los ojos cerrados de una mujer desconocida, al cáncer de pulmón, al viento que sopla desde el lago Michigan, a la punzada que atraviesa el pecho en una noche de mal sueño, a la vejez, a la decrepitud, a la muerte lenta, a la propia cara en el espejo, a la propia sombra que oscila en el epílogo indigno de una borrachera, el miedo silencioso y dócil como un gato adormecido en el sofá o encrespado y creciendo como un animal alojado al fondo de ese pasillo donde hay un indicador rojo, EXIT, el miedo al miedo, el miedo a la locura que sólo puede conocer quien pasa solo mucho tiempo, al desvanecimiento instantáneo, a un peldaño que falta en una escalera, a ese intruso que aparece frente a mí cuando abro la puerta y soy yo mismo en el espejo del recibidor.

Así he vivido, enfermo y muerto de miedo, vivo de miedo y saludable, auscultando el miedo en mi piel y en los tejidos secretos de mi corazón y mis pulmones y reconociéndolo en otros con una perspicacia de homosexual o de adicto que distingue a los suyos en una multitud o entre los invitados a una cena respetable: el miedo como las normas de una cofradía, como un idioma común que todos hablan en silencio bajo el sonido inútil y tramposo de las palabras, la arqueología submarina del miedo, su aprendizaje y sus edades, las reliquias guardadas en la inconsciencia y en los sueños como fragmentos de estatuas sepultadas en el fondo del mar. Se me había olvidado la mayor parte de mi vida y sólo me quedaba su osamenta de miedo: el miedo a los sociales camuflados en la facultad y a los caballos de los grises, el miedo a los oficiales del cuartel, a los soldados veteranos, a las armas de fuego, a perder el paso durante la instrucción y recibir una bofetada era a los veintitrés años el miedo redivivo de la infancia, el miedo infantil a los niños más grandes y crueles y a aquellos huérfanos de la inclusa o de Auxilio Social que tenían las cabezas pelonas y bajaban por la calle Fuente de las Risas en manadas temibles, con sus alpargatas de cáñamo, sus chaquetas de hombres y sus boinas caladas hasta las cejas sobre torvas caras de posguerra, no infantiles ni adultas, únicamente desesperadas y feroces, los Gorras, les decían, y cuando circulaba el rumor de que se estaban acercando Félix y yo corríamos a escondernos en nuestras casas, porque llevaban navajas en los bolsillos y agudos guijarros que lanzaban con puntería homicida contra los perros de la calle, los niños cobardes como nosotros y los tontos de pantalones caídos que se sorbían los mocos y no se metían con nadie, que parecían existir nada más que para ser víctimas de la espontánea crueldad de cualquiera: el Primo, que tenía la boca sumida y la cabeza calva en forma de cebolla, que vestía grandes gabardinas con los bolsillos desgarrados y bramaba como un recién nacido cuando lo perseguían a pedradas riéndose de él, Manolo, que era grande y gordo, mongólico, con gafas de cadenilla, y le hacía muy bien los recados a su madre, aunque le gustaba arrimarse más de la cuenta a las niñas, Juanito, que tenía las cejas juntas y unas enormes encías rojas y caminaba siempre muy deprisa e inclinándose con devoción delante de todas las muchachas, a las que recitaba salivosos piropos de una perfecta castidad, Matías el sordomudo, que no era tonto del todo, sino más bien alelado, y que después de trabajar durante treinta años como ayudante de Ramiro Retratista se embutió en la cabina de un isocarro y se ganó muy bien la vida repartiendo piensos compuestos, y el otro Juanito, que vivía en el Altozano, al lado de la fuente, y era hijo de una mujer a la que llamaban en su cara y con toda naturalidad la Fea, porque lo era en extremo, y además desgraciada, su marido se fue a Barcelona y la dejó con seis hijos, el menor de ellos tonto, Juanito, con el que jugaba yo algunas veces, pues era casi el único en todo el barrio que no me pegaba ni me engañaba con los tebeos y las bolas, y cuando me veía acercarme manifestaba una alegría inocente y perruna. Lo vi la última vez que estuve en Mágina, creo que el año pasado, fui para quedarme unas semanas y me marché a los cuatro días, ahora vende pipas y chucherías para niños en un puesto de los soportales, en la plaza del General Orduña, y camina y mira igual que entonces, con los mismos ojos de ternura y desolación animal y la misma cara infantil, ni siquiera le ha salido la barba, me acerqué a comprarle tabaco y me conmovieron esos ojos que ya no me reconocen, no porque se haya olvidado de mí, sino porque sigue viviendo en un tiempo del que yo deserté o fui expulsado hace veinticinco años, el de nuestra infancia común que para él no ha terminado.

Pero quería seguir hablándote del miedo, y de lo que tal vez fuera su razón y su médula, la incertidumbre acerca de mí mismo, de mis deseos y mis sentimientos, la prisa cegadora y creciente por la que fui arrastrado, sin que participaran en ella ni mi voluntad ni mi conciencia, era como cuando uno va por una calle del centro a la hora de salida de las oficinas y aunque no tenga nada que hacer apresura el paso para igualar el ritmo de la multitud, embebido y tragado por ella, una velocidad que parece energía y es el vértigo de la caída libre, no detenerse nunca, no perder ni una de las palabras escuchadas en el auricular, no quedarse solo a una cierta hora de la noche, no llegar tarde al trabajo ni al mostrador de facturación del aeropuerto, añadir cada minuto al próximo sin mirar la delgada fisura de vacío que hay entre los dos, una copa tras otra, un viaje emprendido al terminar el anterior, una réplica instantánea en una conversación amenazada por el silencio, un bar nocturno y luego un taxi y otro bar que cierra un poco más tarde, la urgencia angustiosa de apurar la noche y de que la noche no se termine. No sé cómo he vivido los últimos años, cómo han podido perdérseme sin que me quede nada de ellos, sólo caras sin rasgos y lugares que no acierto a identificar, fotos movidas, mujeres y ciudades que se me confunden entre sí, todo alejándose siempre, como si lo viera desde un tren o tras la ventanilla de un taxi, como esas películas en las que el viento arrastra hojas de calendarios y se ven girar primeras páginas de periódicos y en dos minutos ha transcurrido una generación, se ha enamorado uno sucesivamente y para siempre de cuatro o cinco mujeres, ha repetido con cada una de ellas los mismos episodios de fervor y decepción y los mismos errores, como si en el fondo, bajo la apariencia de diversidad de los rasgos, se enamorara siempre de la misma mujer parcialmente inventada, ha visto en la plaza de Oriente la cola fúnebre de los que acuden a despedirse del cadáver de Franco, ha votado por primera vez, se ha afeitado para siempre la barba, ha salido una mañana hacia su trabajo en París y al abrir el periódico ha encontrado la foto de un guardia civil con tricornio, bigotazo y pistola que alza la mano en ademán taurino y ha querido morirse de rabia y de vergüenza, ha recibido con retraso la invitación para la boda de su mejor amigo, ha vuelto de vez en cuando a su país con el propósito de quedarse y se ha marchado con un sentimiento cada vez más intenso de extrañeza y de asco, aturdido por el tráfico, por las máquinas tragaperras de los bares, por el ruido intolerable de los martillos neumáticos en las aceras reventadas, por la codicia sin escrúpulos y la sonriente apostasía que han transfigurado las caras de muchos a los que conoció antes de irse, aunque ahora sabe, lo descubre cada día, en cada país a donde lo lleva su trabajo, que si hay algo que no quiere ser es extranjero, y que si no regresa pronto lo será sin remedio al cabo de unos pocos años, por más que quiera uno tiene un solo idioma y una sola patria, aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad y un único paisaje. Imagínate cómo será morir solo en un hotel o en un hospital donde nadie te conoce, yo lo he pensado muchas veces, o como esa gente que sufre un ataque al corazón en su casa y se queda una semana entera corrompiéndose delante del televisor encendido, hasta que los vecinos notan el olor y avisan a la policía.

Yo tenía en Bruselas un amigo con el que hablaba de estas cosas, era todavía más aprensivo que yo y había llegado desde mucho más lejos, de Colombia, pasando por Nueva York, se llamaba Donald Fernández y se ganaba la vida traficando en cocaína a pequeña escala, pero era un infeliz, era más vulnerable y más inocente que los tontos de Mágina, había viajado a Europa para hacerse pintor, pero su carrera artística progresaba tan desastrosamente como la de camello, así que volvió a América y me llamó al cabo de unos meses para decirme que había encontrado un empleo en la compañía telefónica de Nueva York y que estaba a punto de inaugurar su primera exposición. Vivía en el Bronx y continuaba traficando un poco, imagínate, un pobre tipo desmedrado y con gafas redondas que se asustaba de los perros, yo temía que lo aplastaran como a una hormiga y que no quedase rastro de él. Me envió el catálogo de su exposición, que era toda de paisajes inventados de África, porque él creía en la transmigración de las almas y soñaba en las alucinaciones del ácido que su origen estaba en una tribu de Kenia o del Zaire o en el coraje de un león, pero desde entonces no volví a tener noticias suyas, en esa época yo cambié de casa y de teléfono y empecé a trabajar para la agencia de intérpretes, de modo que viajaba mucho más que antes y le habría sido muy difícil localizarme. Pero pudo hacerlo, no sé cómo, una noche, al volver de Madrid, puse en marcha la cinta del contestador y oí su voz, que sonaba lejanísima, el mensaje era de cuatro días atrás y me llamaba desde un hotel de Nairobi. «Manuel, soy Donald, por fin he venido a África», pero no había dejado su número de teléfono, y yo estaba cansado del viaje y tenía tanto sueño que me faltaban ánimos para ponerme a indagar, y al día siguiente me olvidé, y no volví a acordarme de mi amigo Donald Fernández hasta que me llamó varias semanas después una hermana suya que vivía en Colombia: él quiso hablar conmigo y no pudo, me dijo, y le había pedido a ella que se encargara de hacerlo. «Él quería que usted supiera, señor, para mi hermano usted era muy importante». Ganaba un sueldo razonable en la compañía telefónica, al fin estaba logrando que alguien se interesara en su pintura, tenía el proyecto de mudarse a Manhattan y casi había abandonado su trato pusilánime con el mercado siniestro de la cocaína, y un día, de pronto, todo se quebró, tal como él había temido siempre, lo despidieron del trabajo, unos traficantes le dieron una paliza, supongo que después de quitarle las gafas redondas y pisotearlas, no pudo pagar el alquiler de su casa y lo echaron, se fue a vivir a los túneles del Metro, empezó a mendigar, le salieron unas manchas muy raras en la piel y descubrió que había contraído el sida, era tan tímido y tan reservado que yo nunca noté su homosexualidad, sobrevivió de milagro a un invierno atroz y en primavera, no sé cómo, su hermana no me lo explicó, obtuvo de alguien el dinero suficiente para un billete de ida a Nairobi, quería morirse allí, y antes de morir intentó hablar conmigo, pero yo no hice caso, imaginé distraídamente que sería otra de sus locuras y ni se me ocurrió averiguar su teléfono, aunque es posible que cuando oí el mensaje ya estuviera muerto. Dijo su hermana que había abandonado el hotel y que encontraron su cadáver en una reserva de animales salvajes, sentado contra el tronco de un árbol, sonriendo, y que la policía tardó más de una semana en establecer su identidad, porque se había dejado el equipaje y el pasaporte en la habitación del hotel. Quién iba a decirle cuando era un niño en una casa con jardín de Cartagena de Indias que acabaría treinta años después en el depósito de cadáveres de Nairobi, se para uno a pensarlo y parece increíble, pero también lo es que yo esté ahora contigo y me atreva a hablarte como si te conociera desde siempre, como si no hubiera sido prácticamente imposible que nos encontráramos. No salgo de mi asombro, me niego a salir de él, no quiero acostumbrarme, quiero vivir exactamente así el resto de mi vida, sin hacer nada ni desear nada más que lo que ya tengo ni a nadie más que a ti, agradeciendo que existas y me hayas elegido y que estés a mi lado cada mañana cuando me despierto, inmediata y carnal, no inventada, más verdadera y mía que yo mismo, haciéndome preguntas continuas, desafiándome a decir lo que he callado siempre, lo que ni recordaba, moldeada por el sufrimiento y la felicidad, frágil y sabia, deteniendo el tiempo para que duren como lentos días cada una de las horas y no empiece a remordernos la angustia del adiós.