NO TE DESESPERES INTENTÁNDOLO, dijo Nadia, no puedes acordarte, ni siquiera te acordabas al día siguiente, el lunes por la noche, cuando fui en tu busca al mercado porque me habías dicho a qué hora llevarías la hortaliza en la yegua de tu padre y yo tenía muchas ganas de verte. Ibas muy raro, te vi cruzar entre los coches tirando de las riendas de la yegua, con unos pantalones viejos y un sombrero de paja, te esperé en la acera imaginando la cara de sorpresa que pondrías cuando te encontraras conmigo, pero me miraste al llegar frente a mí y no dijiste nada, como si no me conocieras, y pasaste de largo con la cabeza baja, me quedé tan sorprendida que no pude reaccionar, no te acordabas de nada, ni siquiera parecías el mismo, me miraste igual que si no me hubieras visto nunca, o a lo mejor era que te avergonzabas de lo que había ocurrido, de la borrachera y el hachís y de todas las cosas que me dijiste. Fui un rato detrás de ti y hasta creo que te llamé, pero me veía ridícula, casi tan ridícula y tan humillada como cuando José Manuel me dijo unos días antes que seguía queriéndome y que no me olvidaría nunca, pero que iba a dejarme. Si tú vas a dejarme alguna vez por favor no me digas nada de eso, no digas que es mejor para los dos y que has sufrido mucho hasta decidirte, o que no me olvidarás, o que a pesar de todo a los dos nos quedará un buen recuerdo, di simplemente que te vas y no expliques nada ni tardes más de dos minutos en salir por la puerta, no me mires con cara de compasión, ni de tortura ni de sacrificio, vete y no vuelvas, líate con otra o hazte fraile o pégate un tiro pero no aparezcas nunca más delante de mí. Tardé muchos años en entender lo que te había ocurrido, y lo entendí aquí mismo, en esta casa, una mañana espantosa del invierno pasado, me desperté con resaca y con ganas de vomitar y cuando fui al cuarto de baño había alguien que yo no conocía, un hombre que se estaba afeitando tranquilamente con una toalla atada a la cintura, con una cuchilla y un bote de espuma que mi marido no se había llevado cuando nos separamos, tan fresco, recién duchado, como si estuviera en su propia casa. Me sonrió al verme igual que en esos anuncios de colonias masculinas, yo no podía creérmelo, me dieron ganas de ponerme a gritar o de llamar a la policía, pero si ese hombre estaba aquí era porque yo lo había traído, me hablaba con la cara llena de espuma y me preguntaba si me sentía mejor, y yo sin entender nada, disimulando, me acordé entonces de golpe de la noche anterior, había ido a una fiesta con Sonny, el fotógrafo que tú conociste en Madrid, en esa época, los fines de semana, cuando no tenía conmigo a mi hijo, iba a cualquier parte y casi con cualquiera para no quedarme sentada en el sofá y mirando la pared, y ese hombre estaba allí, me lo presentó un amigo de Sonny, bebimos cócteles y por algún motivo acepté irme de la fiesta con él y acompañarlo a un bar de la Segunda Avenida, me iba acordando en oleadas, a rachas, mientras seguía parada en la puerta del baño y lo miraba con una expresión que a él le parecería de arrobo: habíamos subido en taxi desde el East Village y los cócteles empezaban a hacerme efecto, le había dado dos o tres caladas a un porro de marihuana, y en aquel sitio continuamos bebiendo, me acordé de que estaba vacío y de que una pareja cantaba sobre un pequeño escenario, unos hippies limpios y bastante patéticos, él tocaba la guitarra y ella batía las palmas mientras cantaban California Dreamin’ como si tuvieran delante a una muchedumbre de colgados de Woodstock, y cuando terminaron y les aplaudimos se doblaban por la cintura, nos quedamos hasta el final porque me daban lástima. Seguramente dije luego que me retiraba y él se ofreció a acompañarme, estábamos muy cerca de aquí, pero no sé quién de los dos tomó al final la iniciativa: el caso es que a las diez de la mañana yo me estaba muriendo de resaca y me arrepentía rabiosamente de algo que no recordaba, y él feliz, con una cara insultante de vanidad satisfecha, interesándose por mi salud, afeitándose con la cuchilla y la espuma de otro, aunque eso sí, me di cuenta, había escogido una cuchilla sin usar, el precinto de plástico estaba junto al grifo, y seguro que había traído sus propios preservativos, cuando se marchó vi un envoltorio en la mesa de noche y me sentó como si hubiera visto una cucaracha, un seductor profiláctico, eso era, lo miraba vestirse y no podía perdonarme a mí misma, aludía a cosas de las que probablemente habíamos hablado la noche anterior y yo hacía como que me acordaba, por mantener la dignidad, y antes de irse me dejó una tarjeta y me dio un golpecito en la barbilla, así, con las puntas de los dedos, como para animarme, qué cara me vería, y hasta me hizo un guiño, dijo que a pesar de todo había sido una noche maravillosa, a pesar de qué. Pero por lo menos se había ido, yo creo que nunca he agradecido más la soledad, tiré el envoltorio del condón a la basura, y también el bote de espuma y la cuchilla, vacié los ceniceros, aunque era invierno abrí de par en par las ventanas, quité las sábanas de la cama y las metí en la lavadora con mi ropa de la noche anterior, que olía a bar y a tabaco, me preparé un baño muy caliente y me quedé una hora en el agua, casi agradecía la amnesia, aunque me alarmaba mucho, porque ya me había ocurrido otras veces, pero no de ese modo, no hasta el punto de perder una noche entera. Y entonces me acordé de ti, me acordaba siempre que estaba desesperada, y entendí con un retraso de quince o dieciséis años lo que te había ocurrido, hasta me culpé un poco por haber sido injusta contigo. Te parecerá mentira, pero en todos estos años nunca he llegado a olvidarte, he vivido unas veces en América y otras en España, me he enamorado de cuatro o cinco hombres, he trabajado en los oficios más raros, me he casado y me he divorciado, he parido un hijo, no he vuelto a ir a Mágina, pero yo creo que no ha habido nadie de quien yo me acordara más que de ti, ni siquiera mi padre. Cuando fui a visitarlo y me vio rubia puso una cara muy seria y me dijo, antes de morirme quiero ver el color de tu pelo, y esa misma tarde, en cuanto llegué al albergue me lo desteñí. Si vieras cómo me sonrió a la mañana siguiente, le subí la cabecera de la cama, le puse las almohadas debajo de la nunca, me senté junto a él y me acarició el pelo sin decirme nada, tenía ochenta y siete años y estaba tan lúcido como un hombre mucho más joven, sabía que se iba a morir y no le importaba. Quiso ver a mi hijo y yo se lo llevé, sin que su padre se enterara, lo tuve que engañar, porque Bob, mi exmarido, consideraba que la agonía de su abuelo materno podía ser una experiencia traumática para el niño, así que le dije por teléfono que mi padre se había recuperado, me cité con él en la pista de patinaje del Rockefeller Center, y en cuanto me quedé sola con mi hijo me lo llevé en taxi a New Jersey para que viera a su abuelo. Estuvo encantado todo el tiempo, una enfermera le dio un juguete pedagógico al que no le hizo ningún caso y se pasó la tarde oyendo los cuentos españoles que mi padre me había contado a mí de pequeña y tratando de girar la manivela que levantaba la cama.
Pero siempre hago lo mismo, me pongo a hablar y se me va el hilo de lo que estaba diciendo, no como tú, que hablas en línea recta, cuando hablas, te quedas callado y me parece que te burlas de mí, o que no acabas de creerte lo que te estoy contando. Me acordaba de ti, estaba tan segura de que no te vería nunca más que cuando viajaba a España ni siquiera se me ocurría ir a Mágina para buscarte, pero volvías por sorpresa, en las situaciones más absurdas o en las más dolorosas me parecía verte, o si escuchaba esa canción de Carole King que te puse en mi casa, y que te emocionó tanto porque entendías toda la letra, You’ve got a friend, ¿tampoco te acuerdas? Me dijiste que estaba en la máquina del Martos. Me hablabas en inglés, en un inglés de Mágina, muy rápido pero muy chocante, para entenderte yo tenía que pensar en español, hacías frases copiadas de las canciones de los discos, y como eras tan educado usaste el título de una canción de los Beatles para pedirme que te cogiera la mano: I wanna hold your hand. Íbamos por el parque Vandelvira, tú te apoyabas en mí, tenías escalofríos, trasudabas ginebra, te daban en la cara las luces de la fuente luminosa y estabas más pálido que un muerto, yo te sostenía para que no te cayeras. Te habrías caído a mis pies si no te hubieras apoyado en mí cuando nos encontramos, en la acera del instituto, yo te había visto cruzar la calle dando tumbos, y como estaba oscuro me dio miedo porque me pensé que serías uno de aquellos borrachos que había entonces en Mágina, pero me detuve y te reconocí, con la de veces que te había visto por la calle Nueva o cerca de mi casa, en la colonia del Carmen, buscando a aquella chica de la que me estuviste hablando dos horas, la que te había engañado, decías, rompías a llorar y te limpiabas los mocos con la mano, hablabas de ella como un cantor de tangos y eras completamente ridículo, pero yo era tan ridícula como tú, a mí también me habían despreciado, y si no me dio por beber no fue porque no creyera que sería lo más adecuado, sino porque entonces, lo mismo que ahora, no soportaba el gusto del alcohol ni el olor que queda en las habitaciones donde se ha bebido, me da miedo su poder sobre la voluntad y el daño que le hace a la memoria. En la casa de Mágina me levantaba por las mañanas y desde el pasillo percibía con asco el olor del coñac que había quedado en la copa de mi padre. Cuando volví de la comisaría y me lo encontré esperándome a las cuatro de la mañana junto a la verja del jardín lo primero que noté al abrazarlo fue el alcohol de su aliento. Luego he bebido muchas veces y me he emborrachado hasta perder la memoria o ponerme enferma pero siempre lo he hecho como si me impusiera un castigo, porque no quería recordar ni vivir. Como dicen en España, en el pecado llevaba la penitencia. Eso se lo oí por primera vez a unas mujeres que contaban chismes en una tienda de Mágina. Durante algún tiempo bebí por la única razón de que Bob lo encontraba reprobable. Él no bebe ni fuma. Bebe café o agua mineral en las comidas. Un poco antes de que nos separáramos le dije una frase que según me había contado Sonny es de Baudelaire: «El hombre que sólo bebe agua oculta algún secreto a sus semejantes». Se quedó de piedra. De piedra pómez. Miró de soslayo al niño como si temiera que mis palabras fuesen a provocarle una deformación monstruosa en la cara. «Si alguien oculta un secreto eres tú». Eso me dijo, tragó un sorbo de agua con un sonido discreto y repugnante y dejó sobre el mantel el tenedor y el cuchillo, como si se preparara heroicamente para recibir una confesión vergonzosa. Cómo puede odiar uno tanto a quien ha querido, cómo es posible que la persona más próxima sea también la más extraña. Lo miraba y no comprendía cómo pude haberme casado con él, peor aún, cómo pude engañarme a mí misma hasta el punto de creer que estaba enamorada y de que quería un hijo suyo. Pero qué desastre, no sé lo que he hecho con mi vida, lo que he estado a punto de hacer. Volví de España hace dos meses y me estaba esperando en el aeropuerto con un ramo de flores y con el niño de la mano. Quería una segunda oportunidad: quería salvar nuestro matrimonio, como dicen en los consultorios de la televisión. Y soy tan débil o tan estúpida que de no haber sido por ti lo habría aceptado sabiendo que era un nuevo error. Me chantajeaba, no con crudeza sino muy suavemente, muy bondadosamente, con su mejor intención: no lo hagas por mí si no quieres, me decía, y me lo sigue diciendo cada vez que habla conmigo, hazlo por nuestro hijo, y yo me sentía tan culpable que se me desbarataban todas las decisiones que tanto trabajo me había costado tomar, me rehacía poco a poco, recobraba mi vida, iba saliendo del aturdimiento de los años perdidos con él, me gustaba vivir sola con mi hijo, pero los viernes por la tarde, cuando él venía a recogerlo y se derrumbaba en el sofá con cara de víctima y sin despegar los labios, todo volvía a ser igual, el remordimiento, la sensación de haber caído otra vez en una tela de araña que seguía asfixiándome aunque yo manoteara para desprenderme de ella, y si no me rendía era por pura obstinación, no contra él, sino contra mí misma, contra la certeza agobiante de que estaba haciéndole una canallada y permitiéndome el antojo de vivir sola a costa de su desgracia. Me preguntaba, dime qué te he hecho yo, dime en qué me he equivocado, casi suplicándome, y yo no podía darle una respuesta consistente, porque el mal o la equivocación no estaban en él, sino en mí, él se había limitado a actuar de acuerdo con sus principios y su carácter, y cuando acepté casarme yo sabía exactamente cómo era y por qué nunca me acabaría de gustar. Estaba tan enamorado y confiaba tanto en mí que yo casi logré convencerme de que también lo quería. Él no tenía la culpa de no ser un amante que me trastornara. Nos deseábamos, pero no con locura, y a mí el deseo me importaba mucho más que a él. Era bondadoso, era atractivo, era honesto, compartíamos la mayor parte de nuestras opiniones y de nuestros gustos, pero había algo inconciliable entre nosotros, yo lo notaba y él no, y fui tan desleal o tan cobarde que no se lo advertí, era una insatisfacción sin motivo que se volvía más oculta y más amarga con el tiempo, una especie de despecho mezquino, no por algo que él hiciera sino por lo que no hacía, una irritación que se cebaba en cualquier detalle de su manera de hablar o de moverse, en pequeñas manías personales que no tenían nada de ofensivo, pero que me desagradaban como insultos. Algunas veces lo engañé. Pero volvía a casa por la noche y lo encontraba dándole la cena al niño y me moría de vergüenza al ver con qué naturalidad se creía el embuste que yo había inventado para justificar mi retraso. Era tan íntegro y tan feliz que no podía imaginarse que yo lo engañara. Pero no es un crimen no querer a alguien. Me ha costado años atroces aprender que el único delito es fingir y callar mientras crece el infierno, ese silencio al acostarse cada noche, ese horror de estar sentados en el sofá y hacer de vez en cuando comentarios sobre una película y pasar días enteros sin mirarse a los ojos, ni siquiera en la cama, ni en el cuarto de baño si se coincide en él para lavarse los dientes, un sentimiento de resignación y fatalidad que se reproduce dentro de uno como un cáncer, una desgana de vivir que es más venenosa porque no altera la superficie de las apariencias, no ocurre nunca nada malo, nadie grita, no hay lágrimas ni acusaciones rencorosas, nada más que silencio o palabras comunes, se pone uno el pijama, se lava los dientes, va al dormitorio del niño por si se ha destapado, conecta el despertador mientras el otro se mueve como una sombra o dice algo o bosteza, ocupa su lado de la cama, incluso puede que haya un beso de buenas noches y una sonrisa antes de apagar la luz, o que en la oscuridad se anime un simulacro de deseo, los dos callados y jadeando sin verse las caras, por fin el alivio de cerrar los ojos y no tener que decir nada, quedarse quieto y encogido y respirar como si ya se estuviera durmiendo.
Cuando peor me sentía me acordaba de ti. Calculaba tu edad, porque me habías dicho que te faltaban seis meses para cumplir dieciocho años, me preguntaba qué aspecto tendrías, si estarías gordo o calvo, si te habrías casado, si habrías sido capaz de llevar a cabo todos los propósitos que me contaste aquella noche: pensaba en los míos de entonces y estaba segura de que tú también los habrías abandonado. Me repetiste un verso de una canción de Jim Morrison: queremos el mundo y lo queremos ahora. Querías irte de Mágina y no volver nunca. Me pediste que te contara cómo era Nueva York y qué se sentía al volar de noche sobre el Atlántico. Tú no habías visto el mar y ni siquiera habías viajado en tren. Tenías diecisiete años, sólo habías salido de Mágina para ir a la capital de la provincia, no habías besado a ninguna mujer. Yo fui la primera que besaste. No sabías hacerlo, apretabas la boca cerrada contra la mía y respirabas muy fuerte. No me mires así, es verdad lo que te estoy contando. Venías por el corredor del palacio de Congresos con los mismos andares que cuando te acercaste a mí en la acera del instituto. Me acuerdo hasta del nombre de la calle: avenida de Ramón y Cajal. Por un momento pensé que tú también me habías reconocido, porque me mirabas muy fijo, pero cuando llegué frente a ti desviaste los ojos. Aquella noche, al verme, procurabas caminar erguido, pero se te notaba desde lejos que no podías mantenerte en pie. Estabas muy despeinado, te brillaban mucho las pupilas, llevabas un cigarrillo apagado en la boca. Acababan de dar las doce y no había en la calle nadie más que nosotros. Venías hacia mí al mismo paso que yo, íbamos a cruzarnos como otras veces, casi rozándonos, sin que tú me miraras. Te quedaste quieto y yo también me detuve. Ni se me había ocurrido hablarte. Vi que te apoyabas en una farola y que estabas muy pálido y me dio lástima de ti. Llevabas los faldones de la camisa fuera del pantalón y el sudor te brillaba en la cara. Me acerqué a ti sin pensarlo, te pregunté si te pasaba algo y si podía ayudarte. Fuiste a hablar y el cigarrillo se te cayó de la boca. No era lástima lo que sentía, sino compasión, porque yo también estaba desesperada esa noche y me veía reflejada en ti. Era la primera vez que me mirabas a los ojos, pero yo creo que no reparabas en mi cara ni comprendías mi presencia. Me pasé uno de tus brazos por los hombros y estreché tu cintura: pesabas mucho, te daban escalofríos, no te podías sostener en pie. Olías a ginebra, pero por el brillo de tus pupilas y la expresión floja de tu boca me di cuenta de que también habías fumado hachís. Intentabas hablar y se te enredaba la lengua, repetías un nombre. Conseguí llevarte hasta el parque Vandelvira y te senté en un banco junto a la fuente luminosa. Me pedías que te dejara, te quedabas mirándome con los ojos vidriosos y me preguntabas en inglés quién era yo. Apoyabas los codos en las rodillas y la cabeza se te descolgaba poco a poco hacia el suelo, ibas a vomitar. Mojé mi pañuelo en la fuente y te lo pasé por la cara: lo lamías con la boca abierta, me lamías las manos, pero te daban arcadas otra vez y yo te empujaba hacia adelante y te sostenía la cabeza para que no te vomitaras encima. Tardaste muchísimo en lograrlo, te quejabas, me apretabas contra tu cara la mano en la que tenía el pañuelo, y al final te quedaste gimiendo con la cabeza caída y yo te limpié un hilo de baba que te seguía colgando de la boca. Hice que levantaras la cabeza, volví a empapar el pañuelo para mojarte la cara y estuve abrazada a ti hasta que dejaste de temblar. Dijiste que no podías volver a tu casa, que no tenías la llave, que no te acordabas del camino. Mirabas a tu alrededor como si te hubieras despertado en una ciudad que no conocías. Hablabas muy bajo y muy seguido, medio delirando, y cuando te propuse que fueras a mi casa respondiste que no moviendo mucho la cabeza, estabas obsesionado con lo tarde que era, pero tampoco querías ir a la tuya porque tendrías que despertar a tus padres. Te ayudé a levantarte, ya te sostenías mucho mejor, te pasé el brazo por la cintura y me gustó la fuerza con que me estrechabas, me decías que nunca habías abrazado por la calle a una mujer, ni por la calle ni en ningún otro sitio, y me apretabas la cadera con una mano muy abierta, ya no me preguntabas que adónde íbamos, te dejabas llevar, muy dócil, borracho perdido, atontado por el hachís, con las pupilas muy dilatadas y una sonrisa como de estar soñando lo que veías y lo que me contabas en ese inglés tan raro que estaba hecho de zurcidos de canciones. Decías algo y se te olvidaba en seguida, dos o tres veces me preguntaste mi nombre, lo repetías como si te gustara mucho, me dijiste que me llamaba igual que la novia de Miguel Strogoff y a continuación empezaste a contarme el libro, pero se te olvidaba el argumento, decías que las palabras eran un hilo y que si dejabas de hablar el hilo se rompería y se te borrarían todas de la memoria, por eso hablabas tan rápido, tan angustiosamente, y era inútil pedirte que repitieras algo que yo no había entendido porque ya no te acordabas. Te llevé a mi casa, pero no querías pasar del vestíbulo, te daba mucha vergüenza y otra vez te volvía a obsesionar lo tarde que era, te hice entrar de la mano, te dejé sentado en el sofá mientras iba al dormitorio de mi padre, que ya tenía apagada la luz, pero que seguramente estaba todavía despierto. Cuando volví al comedor tú mirabas el grabado del jinete, decías que era Miguel Strogoff, y luego que te recordaba a los jinetes en la tormenta de Jim Morrison. Puse muy bajo un disco de Carole King y preparé café, y mientras lo bebíamos tú seguiste hablando, me contaste tu vida entera, lo que acababa de pasarte esa noche, lo que querías hacer cuando te marcharas de Mágina, hablabas con una mezcla de candidez y temeridad y de miedo y orgullo que yo no había encontrado en nadie y que después tampoco he vuelto a encontrar. No sabías nada y querías saberlo todo, no habías estado en ninguna parte y me hablabas de ciudades y países a los que querías ir como si ya hubieras regresado de ellos, no habías tocado a ninguna mujer y se te notaba en los ojos una predisposición para el deseo que era la misma de ahora, sólo que más escondida y más torpe. Ya no me rehuías la mirada, estábamos sentados en el sofá oyendo a Carole King y te quedaste callado, vi que tragabas saliva, que sin darte cuenta te ibas inclinando hacia mí, pero no sabías besar, yo te pasaba la lengua por los labios y tú no los separabas, me rozabas la blusa y no te atrevías a apretarme las tetas, yo tuve que empujarte con mis manos para que lo hicieras, y pensaba mientras tanto, estás loca, mi padre podía salir del dormitorio y sorprendernos, pero en ese instante me daba igual, no era excitación lo que sentía, sino una dulzura muy tranquila y al mismo tiempo llena de extrañeza, como la que me provocaban entonces algunas canciones, como si estando contigo no tuviera la obligación de fingir ni de temer nada. Te apartabas de mí para mirarme, pero volvías a encontrarte mal, era otra de esas oleadas angustiosas del hachís, de pronto parecías verme muy lejos, respirabas con la boca entreabierta, te tranquilizabas acariciándome la cara y el pelo.
Eran más de las cuatro cuando pasamos por la plaza del General Orduña camino de tu casa. Cruzamos abrazados toda la ciudad, yo recostaba la cabeza en tu hombro y te hacía preguntas sobre tu vida y sobre tu familia, te pedía que me explicaras cosas del trabajo en el campo, pero de eso no querías hablarme, te quedabas serio y cambiabas de conversación. En la esquina de aquel palacio que tenía cabezas de monstruos o de pájaros en los aleros me dijiste que te dejara solo. Qué miedo tenías, estabas muy pálido otra vez, apretabas las mandíbulas y te mordías los labios. Casi no me besaste, parecía que te daba vergüenza mirarme, me volviste la espalda y fuiste andando hacia tu casa muy cerca de las paredes. Tropezabas, estuviste a punto de caerte. Yo seguí esperando hasta que te vi decirme adiós: eso fue todo. Al otro día ya no me conociste. Me acordaba de esa noche y era como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, o como si la hubiera soñado. Pero yo nunca he tenido sueños así. Mi padre y yo nos marchamos de Mágina a principios de julio. Él quería volverse a América, pero yo no. En Madrid encontré trabajo en una agencia de viajes. Mi madre me había dejado en su testamento unos miles de dólares. Para nosotros la vida en Madrid era entonces mucho más barata que en Nueva York, pero mi padre no quería quedarse. Me dijo que ya no soportaba España, que había tardado demasiado tiempo en volver. Todo lo irritaba, compraba un periódico y lo tiraba en seguida en una papelera, si yo ponía la televisión para ver las noticias se marchaba, decía que se estaba convirtiendo en un viejo intratable y me pedía que lo disculpara, y es verdad que ya no era el mismo de un año antes. Pero yo me negaba a aceptar que en el fondo prefería que me dejara sola. El día que mataron a Carrero Blanco tuvimos por primera vez una discusión a gritos: no me permitió que saliera a la calle. No aprendes, me decía, no te das cuenta de lo que pasa en España, no sabes que cualquiera de esos desalmados puede dispararte un tiro. Pero yo me quedé y él se marchó. Vendió la casa de Queens y se fue a vivir a una residencia de ancianos en New Jersey. Allí tenía un amigo, otro veterano del ejército de la República. Pasamos años sin vernos. Lo visité con Bob para invitarlo a nuestra boda, se lo quedó mirando de arriba abajo, le estrechó la mano, le pidió que nos dejara solos unos minutos y me dijo que otra vez me iba a equivocar. Al nacer el niño me pareció que se reconciliaba un poco conmigo, o que se enternecía al acordarse de cuando yo era pequeña. Le hacía los mismos juegos que a mí y le contaba cuentos de Calleja, y a mi marido se lo llevaban los demonios, porque decía que eran cuentos demasiado crueles para la mente de un niño. Yo disimulaba delante de mi padre, igual que conmigo misma, pero en cuanto nos quedábamos solos me miraba con esa seguridad que siempre tuvo de adivinarme el pensamiento y me decía: te advertí que era un error. No quiso que yo supiera lo enfermo que estaba. El mes pasado me llamaron de la residencia para decirme que le quedaba muy poco tiempo de vida. Desde entonces no me separé de él. Le hablé de ti, se sonreía cuando yo le contaba la sorpresa de haberte vuelto a ver en Madrid, me pedía detalles, me dijo que iba a morirse con la tranquilidad de estar viéndome de nuevo como yo había sido cuando viajamos juntos a España, los primeros días, en Madrid, cuando bajábamos del brazo por la calle Velázquez y él me invitaba a berberechos y a vermú en los merenderos del Retiro. Tú no puedes saber cómo habías cambiado, me decía, lo demacrada y flaca que estabas, parecías una de esas americanas histéricas. Me sentaba a su lado en la cama y me pasaba horas escuchándolo. Los últimos días casi no hablaba, porque le faltaba el aire. Murió mientras dormía. Yo le dejé dormido una noche y ya no se despertó. La enfermera me dijo que tenía los ojos cerrados y una mano sobre el pecho, y la otra colgando fuera de la cama. Después del entierro me quedé dos días más en el albergue. No lloraba, no me podía creer que mi padre estaba muerto. Pensaba que si no fuera por mi hijo no habría nadie de mi sangre en el mundo. Me acordé de la mujer en la silla de ruedas, del hombre vestido de oscuro y del militar un poco más joven a los que vi una vez en aquella iglesia de Madrid. Pero ellos no tenían nada que ver conmigo, y ni siquiera con mi padre, al menos con el hombre que yo había conocido. Acababa de llegarme la notificación del divorcio y yo me llamaba otra vez como él. No sabes qué orgullo sentí al firmar los papeles que me presentaban en el hospital con mi verdadero apellido, Galaz. Me quedé muy sorprendida cuando me llamaste Allison en el comedor del palacio de Congresos, hasta me dio rabia, y estuve a punto de decirte que ése no era mi nombre, pero al mismo tiempo me gustaba que te hubieras fijado con tanto disimulo en la etiqueta de mi solapa, y estabas tan satisfecho de tu golpe de efecto que preferí no romper el malentendido: sería un modo de observarte como si tú aún no me vieras, yo permanecería oculta para ir descubriendo qué había sido de tu vida en todos estos años y en qué te habías convertido. Porque recelaba de ti, a veces eras exactamente el mismo y otras me parecías uno de esos ejecutivos internacionales, y lo peor era que no tenía tiempo, regresaba a América a la mañana siguiente, no quería arriesgarme a una situación falsa o a un desengaño pero tampoco perder la ocasión increíble que se me estaba ofreciendo, así que decidí en un instante cambiarme a tu hotel, y cuando nos arrodillamos debajo de la mesa a recoger los folios que se me habían caído y nos echamos a reír ya estaba segura de que me gustabas, pero tenía que ser prudente, parecías tan serio que me daba miedo lo que pudieras pensar de mí si me mostraba demasiado dispuesta. Me iría rápidamente a trasladar mi equipaje, y si tú no me proponías una cita buscaría el modo de encontrarme contigo por casualidad cuando acabara la sesión de la tarde, pero todo se me torció, quedé atrapada en un atasco, en el hotel tardaron horas en darme habitación, no me daba tiempo a llegar al palacio de Congresos y me arriesgué a sacrificar la prudencia para llamarte por teléfono, comunicaba siempre, decidí ir a buscarte, pero era la hora de cierre de los comercios y no pasaba ni un solo taxi libre, pensé que lo más razonable sería quedarme esperando en el hotel, pero me faltó paciencia, así que cuando conseguí un taxi y llegué al palacio de Congresos ya no quedaban más que las limpiadoras. Vuelta al hotel, toda la Castellana abajo, tenía los nervios de punta, me sacaba de quicio la lentitud del tráfico y habría sido capaz de amordazar al taxista para que se callara, llamé a tu habitación, pero no estabas, me preparé un baño, acababa de meterme en el agua cuando sonó el teléfono, resbalé en las baldosas, ni me dio tiempo a pensar que podías no ser tú, era aquel pelmazo que hablaba de Hemingway, él y Sonny habían recorrido todo Madrid en mi busca y estaban encantados de invitarme a cenar. Lo habría estrangulado con el cable del teléfono. Le dije que estaba muy cansada: le daba lo mismo, cenaríamos en el hotel. Porque además se le notaban ganas y una cierta esperanza de acostarse conmigo: recién divorciada, pensaría, sola en Madrid, con un trabajo inseguro en una revista donde casualmente él tiene mucha influencia. Cuando tú apareciste en lo primero que pensé fue en pedirte socorro. Yo te veía mirarlo de lado durante la cena y pensaba, se va a ir, está a punto de salir corriendo. Buscaba tus pies debajo de la mesa y estaba tan aturdida que tropecé con los suyos, menos mal que me di cuenta, porque se quedó callado y empezó a sonreírme, hasta me guiñó un ojo, con mucho disimulo, levantando la copa para que ni tú ni Sonny lo advirtierais.
Ahora nos parece que todo esto tenía que ocurrir así, pero me da miedo pensar lo fácil que habría sido perderte esa noche, lo cerca que estuve de no cogerte la mano cuando dijiste que te ibas, y me pregunto qué habría hecho si no llegas a decirme que me quedara contigo, no se atreverá, pensaba, si no me ha dicho que salgamos a tomar otra copa fuera del hotel es que está muy cansado, o que no le gusto tanto como parecía, estábamos esperando a que llegara el ascensor y tú lo único que hacías era jugar con la llave y mirar la flecha iluminada, como si tal cosa, sin prestar mucha atención a lo que yo te contaba, empezamos a subir y a mí me faltaban ánimos para tomar la iniciativa, qué pensarías, tan correcto, tan serio, y cuando se abrió la puerta me dio un sobresalto en el estómago, si no me dice nada se lo diré yo, qué calma, esperaste al final para decidirte, y justo entonces va y se cierra la puerta, me eché a reír de nerviosa que estaba y tú enrojeciste, hacía años que un hombre no se ponía colorado delante de mí, me dieron ganas de abrazarte allí mismo, en medio del pasillo, y de llenarte la cara de besos y decirte en español que si no te acordabas de mí. Pero qué miedo tenía cuando entramos en tu habitación, me habías puesto la mano en la cintura al dejarme pasar y me excité de tal modo que tuve tentaciones de salir huyendo o de tenderme en la cama y reclamarte sin preámbulos, pero tú actuabas muy despacio, con un dominio que me desconcertaba, tu cigarrillo, tu cerveza, tus bromas suaves en inglés, esa manera de decirme que me pusiera cómoda, como si se lo hubieras dicho ya a otras mujeres en aquella misma habitación, no había sabido nada de ti en diecisiete años y me enfurecía de celos, desconfiaba, temía que fueras de verdad como me pareciste cuando te vi desayunando, que actuaras conmigo tan meticulosamente como cortabas el croissant a la plancha con tu cuchillo y tu tenedor, pero cómo cambiaste en cuanto empezamos a besarnos, eras otro, no estabas rígido ni tenías miramientos, era como si al quitarte la ropa te hubieras quitado también una máscara o una armadura, no tenías vergüenza pero eras más delicado que nadie, me empujabas como queriendo partirme y al mismo tiempo me cuidabas, me apartabas el pelo para verme la cara y me sonreías mientras yo estaba corriéndome, y esperaste casi al final para unirte a mí, pero ni siquiera entonces te dejé que cerraras los ojos. Tú no sabes cómo miras en ese momento ni cómo estás mirándome ahora. Esa mirada es mía y no la ha visto nadie más que yo. Y ya no me da rabia que no recuerdes aquella noche en Mágina. Es mía también y me gusta que sólo puedas saber que existió porque yo me acuerdo y te la cuento.