NADIA SE ECHA A REÍR, desconcertada al principio, halagada por los celos retrospectivos de él, que se parecen tanto a los suyos, entorna los ojos castaños y se toca ligeramente los labios con las yemas de los dedos, está queriendo acordarse con detalle de algo o encontrar unas palabras que sean tan exactas como el metal claro de su voz y sonríe en silencio, aprieta los labios, adelanta un poco el mentón, traga saliva, él ya conoce esos gestos y sabe que preludian un tranquilo monólogo, y al mirar tan de cerca su cara pensativa y delgada entre la ancha melena que le llega a los hombros desnudos se pregunta cómo fue cuando tenía diecisiete años y llevaba el pelo largo y liso y partido por la mitad y la frente descubierta, en qué se parecían a los de la mujer de ahora los rasgos de la muchacha medio norteamericana que llegó a Mágina con la de que iba a descubrir el país perdido y la oculta biografía de su padre y acabó comprobando después de unos pocos meses que los lazos íntimos de su mutua lealtad se les habían extraviado a los dos en el viaje desde América y que era tan imposible su restitución como una marcha hacia atrás en el tiempo, hacia el momento no percibido por ella, aunque sí por él, pues llevaba años esperándolo, como el vigía de una fortaleza en el desierto que ha empezado a ser sitiada mucho antes de que se distinga la primera silueta lejana del primer enemigo, en que se bifurcaron sus dos vidas, no porque apareciera alguien, el hombre que le arrebataría a su hija, sino porque surgieran en ella los estigmas de la mujer futura en la que sin saberlo ya estaba convirtiéndose, la que permanecería soberana y joven en el mundo cuando él, su padre, declinara en dirección a la muerte y se perdiera en ella exactamente igual que si no hubiera vivido nunca.

Pero ella no podía imaginar entonces la intensidad desesperada y lacónica del amor de su padre. La descubrió mucho tiempo después, en una residencia de ancianos de New Jersey, durante cada uno de los días que tardó en llegarle una muerte serenamente deseada, cuando él le contó por fin las vidas que había vivido antes de que naciera ella y volvieron a mirarse como no se miraban desde aquel único invierno que pasaron juntos en Mágina. El hombre alto y enérgico de cuyo brazo iba ella por los aeropuertos y luego por los vestíbulos de los hoteles y las calles luminosas de Madrid le parecía ahora un jubilado monótono y más bien egoísta que pasaba las tardes sentado en un sofá con una chaqueta vieja, unas gafas de leer y una copa al alcance de la mano y mantenía desganadas conversaciones en voz baja con otro anciano prematuro, el fotógrafo gordo que hasta el mes de abril no se quitó el abrigo y la bufanda por miedo a las corrientes de aire. La incomodaba notar detenidos en ella los ojos claros e inquisitivos de su padre, alojados en la sombra de sus cejas espesas, le hacía temprano la comida para poder irse cuanto antes, fregaba rápidamente los platos y ordenaba con descuido la cocina y el comedor, algunas veces se olvidaba de vaciar los ceniceros y salía a toda prisa, no sin pintarse antes los labios y los ojos, y su padre, sentado en el sillón, con las gafas caídas sobre la nariz aguileña y un libro o una copa en la mano, la miraba irse en silencio o le decía adiós con una pesadumbre mal disimulada por la sonrisa de siempre, la que los había aliado por encima de todo y sin necesidad de palabras hasta una noche cualquiera del invierno anterior, cuando ella volvió un poco más tarde de lo habitual y no le contó dónde había estado y él no hizo ninguna pregunta y supo con sólo mirarla que todo lo que había esperado y temido desde que ella alcanzó la pubertad estaba empezando a ocurrir. Alguna vez se iría para siempre como se iba ahora cada tarde, adulta, extraña, maquillada, transfigurada no por las formas de sus caderas y sus pechos sino por la posesión de un secreto que a él le era inaccesible y lo confinaba gradualmente en la impotencia asombrada y quejumbrosa de la vejez.

A las dos y media ya estaba en la calle, cuenta Nadia, muchas veces ni siquiera comía para alargar unos minutos más el tiempo de la cita, subía hacia el instituto, con la esperanza de verlo desde la otra acera o en el interior de algún bar adonde hubiera ido para beber una cerveza con sus compañeros, pero si lo veía por la calle no se acercaba a él, ni siquiera le decía adiós, era una norma de seguridad, o una precaución de adúltero inhábil, pero a ella, sobre todo al principio, no le importaba obedecerla, le gustaba verlo entre los demás, singular y secretamente suyo, más alto que los otros, con su pelo rizado y canoso y sus grandes manos moviéndose en el calor de una charla trivial: incluso alguna tarde, a la hora de salida, había caminado en dirección contraria a los grupos de alumnos que abandonaban el instituto y lo había visto venir conversando con alguien y casi enrojecer apartando los ojos de ella. Le gustaba pensar que compartían una aventura tan clandestina como el activismo político, una intimidad hermética tras la puerta cerrada del piso que él tenía alquilado en un edificio nuevo al norte de la ciudad, en una calle fea y anónima que aún no estaba asfaltada, y donde no era fácil que se fijaran en ellos. Tenía una llave, la escondía por las noches debajo del colchón o en una bolsa de maquillaje recién adquirida, la llevaba bien escondida y apretada en la palma de la mano cuando subía en el ascensor y cruzaba el pasillo oloroso a pintura reciente y a madera nueva, y si él no había llegado aún se tendía a esperarlo en el sofá y fumaba uno de sus cigarrillos negros, escuchando con impaciencia el ruido del ascensor y los pasos de los vecinos, apagando el cigarrillo y poniéndose en pie cuando oía la llave de él en la cerradura para verlo en el umbral en cuanto la puerta se abriera, su pelo rizado y canoso, su chaqueta de pana, el aire de fatiga con que dejaba en el suelo la cartera negra, la sorpresa inagotable y la avidez con que la miraban sus ojos y le oprimían la cintura las manos que luego dejaban en su cara y en su boca un olor a tiza y a nicotina, una certeza delicada y absoluta de predilección. En América, el año anterior a su viaje, había estado con jóvenes de su misma edad que la besaban y la tocaban y se tendían sobre ella en el asiento trasero de un coche como si no tuvieran tiempo ni capacidad de verla, como si les diera igual que fuera ella o cualquier otra la muchacha a quien acariciaban con nerviosa premura: y a ella le ocurría casi siempre lo mismo, la empujaba una curiosidad abstracta, como ajena a su cuerpo, rápidamente borrada por la fugacidad y la decepción. Al abrazarla él decía su nombre y la miraba a los ojos. «No deberías venir a estas horas, seguro que te ha visto alguien»: pero ya estaba derribado y vencido por el deseo, pues nunca había creído que pudiera ofrecérsele sin condiciones ni límites un cuerpo como el que iba descubriendo codiciosamente al despojarla de la ropa, aquella resplandeciente desnudez vertical que se le había acercado la primera noche y que surgía cada vez como intocada y limpia de sus pantalones vaqueros caídos en el suelo y de las bragas y la blusa y los calcetines rojos de lana. Miraba de soslayo el reloj que había dejado sobre la mesa de noche, a las tres y cuarto como máximo tenía que levantarse, se daba una ducha rápida, se vestía angustiosamente mientras ella permanecía cansada e inmóvil en la cama, abrazando un almohadón, a las tres y veinticinco salía otra vez con su chaqueta de pana oscura y su cartera, y muchas veces, cuando volvía de clase, a las seis, ella estaba dormida, desnuda bajo las mantas, o intentando leer uno de sus libros de bolsillo y de aficionarse a las canciones sudamericanas y francesas que a él le gustaban, perezosa, sonriendo, muestra siempre los dientes al sonreír, blancos y fuertes entre la curva roja de los labios, entorna los ojos brillantes bajo las pestañas y se le forman dos pliegues a los lados de la boca, sus facciones adquieren una expresión de salud y de burla, dispuesta para el amor, con una franqueza sin duda desconocida para él hasta entonces y no siempre tranquilizadora. En las tardes y los anocheceres prematuros del final del invierno él le enseñó la lentitud, aunque es posible que también la aprendiera al mismo tiempo que la inventaba para ella, la persiana bajada, porque en el piso no había cortinas que graduaran la penumbra, la lámpara en el suelo, cerca de la cama, una canción de Jacques Brel en el tocadiscos y su voz en el oído de Nadia repitiendo la letra, con un acento impecable, imaginaba ella, y traduciéndosela luego mientras le ponía su cigarrillo en los labios y le besaba los hombros, el cuello, los pómulos pecosos, ne me quitte pas, y reanudaba muy lentamente las caricias, como si derramara sobre ella todos los saberes de la experiencia y de la admiración, cuidadoso, literario, devoto, recitándole letras de canciones francesas y versos de Neruda, con accesos de desvarío que la arrastraban a una violenta y estremecida revelación de sí misma y paréntesis de callada tristeza, al final, ya recostado en la almohada y fumando de nuevo, voluntariamente, sinceramente enigmático, dejándole entrever en sus palabras la sombra de la imposibilidad y la separación, un pasado de infortunios y peligros heroicos, de mujeres memorables encontradas y perdidas en el curso de una sola noche. Cuando ella miraba el reloj y empezaba a vestirse él ponía en el tocadiscos una canción de Joan Manuel Serrat: «Te levantarás despacio, poco antes de que den las diez…».

«Era como una película», dice Nadia, riéndose, no de él, sino de sí misma, «como una de aquellas películas francesas que a él le gustaban y que yo no había visto». Al paso de los años se ha ido volviendo más cautelosa y más sabia, ya no confía igual que antes en su resistencia solitaria al dolor, pero ha afianzado su ironía y no ha perdido ni uno solo de los gestos de entonces, la costumbre de sentarse en la cama abrazada a un almohadón, su manera ensimismada de hablar, tocándose los labios con las yemas de los dedos cuando no encuentra la palabra o el giro exacto que busca, la indolencia gustosa, la falta absoluta de sentido del tiempo, la risa súbita que le ilumina los ojos antes de romper nítidamente en su voz. Se da cuenta de que Manuel lleva un rato callado y deja de reír y de hablarle del otro, le toma la cara entre las manos, aprieta contra él su vientre cálido y sus muslos. «Me recuerdas a mi padre», dice, «él también tenía celos y callaba, prefería no saber, igual que tú, celos y miedo a que me pasara algo malo, al fin y al cabo era un español a la antigua y quería preservar la honra de su hija, aunque él no le diera ese nombre, le llamaría juventud o inocencia y estaba seguro de que yo sola no sabría protegerme, y a ti te pasa más o menos lo mismo, te imaginas que fui deslumbrada y engañada por un seductor veinte años mayor que yo, te lo cuento y quieres salvarme, subir a una máquina del tiempo como al corcel de un caballero medieval y rescatarme cuando estaba a punto de ser ultrajada. Pero nadie me engañó, y menos José Manuel, o el Praxis, como le llamabas tú, y si hubo alguna mentira la inventé y me la conté yo misma y me la creí porque yo quise creerla, porque me apetecía y me excitaba, cómo iba a engañarme él, si era transparente, aunque él pensara lo contrario, aunque se sintiera culpable por no decirme la verdad y por estar siéndole infiel a su compañera y a sus principios, se marchaba todos los fines de semana a Madrid y no me decía que allí estaba con otra mujer, como si yo no me diera cuenta nada más que mirándole la cara que traía los lunes, pero me daba igual, por lo menos al principio, quería tenerlo y lo tenía, estaba segura de que si me comparaba con otra era yo quien salía ganando, y no me importaba que fuera la vanidad y no el amor lo que le hacía seguir conmigo, iba a esperarlo a su piso y abría la puerta con mi llave, miraba sus papeles y sus libros, tenía cientos de ellos apilados en el suelo, contra la pared, pero a mí no me sonaban los títulos de casi ninguno de ellos ni los nombres de los autores, salvo dos o tres, y me abrumaban, me sentía un poco idiota, como si no hubiera leído ni un solo libro en mi vida, o al menos ninguno de los que eran imprescindibles para él, usaba también ese adjetivo para referirse a las películas y los discos que le gustaban. Yo le registraba los cajones, aunque él me lo tenía prohibido, pero ya sabes lo curiosa que soy, hasta le encontré una foto enmarcada de su mujer que había escondido en el fondo del armario, a lo mejor volvía a ponerla en la mesa de noche cuando yo me marchaba, una cara carnosa, un poco mustia, ya sabes, con melena corta y gafas redondas, no su mujer, su compañera, cuando por fin se atrevió a hablarme de ella decía esa palabra con reverencia, como para disuadirme de que yo la insultara, no estamos casados pero precisamente por eso mi compromiso con ella es más sincero y más fuerte, eso me dijo la última vez. Pero me gustaba mucho, aunque no fuera por las razones que él creía, me gustaba que me llamara por sorpresa a medianoche y me llevara a tomar una copa fuera de Mágina, en algún bar de la carretera, o a cenar con un grupo de camaradas suyos en una cortijada, algunas veces a la luz de un candil, les decía que yo era la hija de un militar republicano exiliado y yo me sentía orgullosa no sólo de mi padre, que estaría en casa esperándome sin poderse dormir, sino también de él, y pensaba que para aquella gente era una compatriota y no una extranjera, porque yo también les ayudaba, aunque él casi nunca me lo permitía, por miedo a comprometerme, se quedaba muy serio y me decía, cuanto menos sepas mejor para ti. Pero como actor era bastante malo, igual que la mayoría de los hombres, y poco a poco empezó a irritarme no que me mintiera, sino que lo hiciera tan mal, cuando le daba el ataque de responsabilidad o de culpa se inventaba reuniones para no estar conmigo, me llamaba con mucho misterio para decirme que había peligro y que no fuera al piso, y cuando volvió de las vacaciones de Semana Santa estuvo varios días muy serio, me abrazaba con desesperación y luego se apartaba de mí con esa vergüenza que os da a los hombres si no estáis a la altura de vuestra vanidad, le preguntaba qué piensas, y él decía que nada, vuelto de espaldas a mí, y a lo mejor al día siguiente ya parecía el mismo de antes y me llevaba en el coche a cenar en un merendero junto al río, pero en mitad de la conversación volvía a poner aquella cara tan seria, como de estar agobiado por problemas que yo no podía entender, a lo mejor se imaginaba que estaba actuando en una película sueca o francesa en la que pasan minutos y minutos sin que nadie diga nada y a mí me daban ganas de soltarle una bofetada y exigirle que me dijera de una vez lo que no se atrevía a decirme, pero no, yo fingía que no me daba cuenta y él se quedaba ya toda la noche con aquella cara de víctima o de canalla atormentado, y entonces comprendí que si no había cortado ya conmigo era porque prefería esperar al fin de curso para que todo acabara sin necesidad de una ruptura abierta. No quería hacerme daño, claro. Nunca quieren hacerlo. Como si bastara una mentira para suavizar ese horror de que a uno lo dejen».

Y entonces fue cuando de verdad empezó a necesitarlo con una devoradora urgencia física y tuvo lucidez para medir el arrebato en que vivía, un fervor acrecido al transmutarse en insatisfacción y luego en sufrimiento, una agobiante incapacidad de no pensar en él o de cumplir las costumbres y las obligaciones diarias, la limpieza de la casa, el orden de su habitación, la compra, la comida, la conversación cada vez más difícil con su padre, que se convertía dolorosamente para ella en una figura inerte cuando no en un posible acusador. Era ella quien llegaba ahora después de medianoche y quien no encendía la luz al cruzar el comedor camino de su dormitorio, y él quien permanecía despierto esperándola y no hacía preguntas a la mañana siguiente. Tendida en su cuarto, con el pestillo echado, alguna tarde en que José Manuel le había avisado por teléfono para que no fuera a verlo, oía a su padre hablar en voz baja con aquel fotógrafo gordo que ahora llevaba, en vez del impermeable azul marino y la gorra de plástico, un lastimoso traje de entretiempo, y desplazaba hacia ellos una parte de la impaciencia y la rabia que le había provocado la cancelación de la cita. Se imaginaba hablándole fríamente al otro, burlándose de su cobardía, provocándole un deseo que ya no iba a satisfacer, viendo en sus ojos la incapacidad masculina de aceptar el rechazo. Se complacía amargamente en recapitular las pruebas de su vanidad, su palabrería, el gusto con que se escuchaba a sí mismo cuando creía estar maravillándola a ella, sus manías verbales, praxis, en tanto en cuanto, imprescindible, el desasosiego y hasta el miedo que se apoderaban de él si ella emprendía en el amor alguna imperiosa iniciativa. Sonó el teléfono y se puso en pie tan rápidamente como la primera vez que él la llamó. Pero tampoco ahora se dio prisa en salir: se miró en el espejo, esperando que su padre golpeara la puerta, tardó un poco en contestar, como si hubiera estado dormida, en el comedor le sonrió a Ramiro Retratista y le dijo buenas tardes antes de ponerse al teléfono, y el fotógrafo hizo ademán de levantarse y se le cayó de las rodillas un libro muy grande que parecía una Biblia y una foto antigua de mujer. «… Y de ese modo descubrí que las palabras de aquella carta estaban sacadas del Cantar de los Cantares», le oyó contarle a su padre mientras ella aceptaba una cita para esa misma noche, no en el piso, sino en una taberna sórdida y proletaria de los Miradores, detrás de la iglesia del Salvador, un sitio con carteles de Carnicerito, cubas de vino bronco y anaqueles de botellas estriadas donde sonaban en una radio mugrienta confusos programas de flamenco que parecían estar siendo emitidos diez o quince años atrás: no había letrero en la puerta, pero la taberna tenía un nombre brutal, Nadia no logra acordarse, era el apodo del dueño, un apodo feroz, se pasa la lengua por los labios. Matamoros, dice, pero sabe que no, y es Manuel quien recuerda, Ahorcamonos, y los dos se echan a reír, él también fue allí algunas veces con sus amigos, cuando entre todos sólo reunían el dinero suficiente para una botella de vino blanco y malo, y les llamaba la atención ver entre los albañiles de cara enrojecida y los borrachos lívidos y de pelo aplastado a algunos barbudos con libros bajo el brazo que se sentaban con las cabezas muy juntas en las mesas del fondo, detrás de una cortina sucia.

Cuando la levantó, con una pegajosa sensación de repugnancia en los dedos, él aún no había llegado. La primera vez que estuvo allí, una noche de invierno en la que el viento batía los árboles oscuros de los miradores, le pareció un lugar opresivo, pero también caliente y abrigado, casi novelesco, con aquellas caras sombrías que la miraban fijamente y que le hicieron acordarse de los guerrilleros de boina calada, cejas peludas y piel cobriza y aceitosa que le ayudaban a Gary Cooper en Por quién doblan las campanas. Ahora la taberna le pareció nauseabunda y patética y se enojó con él por haberla elegido y luego consigo misma por hacerle caso. En la radio Juanito Valderrama cantaba El emigrante. Olía a humo de picadura y de Celtas, a ropa sudada y a madera empapada en vino agrio. Cómo la mirarían, piensa Manuel, cuando la vieran sola y extranjera y tan joven en aquel lugar donde no entraban mujeres, donde las caras y las voces y hasta el sonido de la radio y la luz de las bombillas desnudas tenían una turbiedad rancia, un anacronismo de miseria antigua que tal vez ella no podía notar tan crudamente como nosotros, y que a los tipos recién venidos de la universidad, desertores transitorios del Monterrey y de los bares sólo para socios de la calle Nueva que frecuentaban sus padres, les resultaba proletario y exótico. Entró sin mirar nada más que un instante hacia la barra, atemorizada y resuelta, y las pupilas beodas que la siguieron mientras cruzaba hacia el reservado tenían la misma consistencia pegajosa que la cortina y la madera de la mesa donde se sentó, apoyando la espalda en la cal húmeda de la pared, frente a la puerta, como si vigilara la llegada de un enemigo. Él vino tarde, disculpándose, con la chaqueta bajo el brazo, con la cartera negra en la mano, abultada de libros y de hojas de examen, ya habían empezado los finales y se pasaba noches en blanco corrigiendo, aunque él no creía en el sistema, lo encontraba rígido y sobre todo injusto, pero a ver quién cambiaba la rutina de los profesores, y la de los alumnos, desde luego, acostumbrados a copiar apuntes y a repetir de memoria nombres y fechas, el próximo lunes tenía examen con los del último curso y había decidido permitirles que consultaran libros y animarlos a que expresaran sus opiniones personales. Movía las manos frente a Nadia, con ademanes rápidos de prestidigitador, echado hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, como si estuviera en un aula. Pero no paro de hablar, dijo, advirtiendo el silencio indiferente de ella, incómodo ante su mirada, que ahora lo traspasaba como una mano que se extiende para descubrir la inconsistencia de una sombra. Encendió un cigarrillo, dio una palmada, llamó al tabernero por su nombre, le sonrió cobardemente a ella al preguntarle qué iba a beber: nada. Él pidió media de vino del país. Se puso muy serio y por fin la miró abiertamente a los ojos. Saber de antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella, pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas, comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa, hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos. No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber, arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos muchas veces: «On n’oublie rien de rien, on n’oublie rien du tout». «Vete a la mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar el dolor.

Nunca más volvió a verlo. Vio el ochocientos cincuenta con matrícula de Madrid pasar despacio a su lado y alejarse por la plaza de Santa María y siguió caminando con la mirada en las losas y los pulgares asidos al cinturón de sus vaqueros. Cruzó sin pausa ni fatiga la ciudad entera hasta la colonia del Carmen, sin ver nada ni pensar nada, diciendo en voz baja insultos en español y en inglés que surgían de sus labios con la misma fluidez sin voluntad con que avanzaban por delante de ella las punteras de sus zapatillas blancas, rítmicas, indiferentes, hipnóticas, llevándola por aceras y plazas adoquinadas que ella no veía, junto a escaparates iluminados y portales oscuros, entre un difuso rumor de figuras humanas y motores de coches, de canciones oídas al pasar en los bares, tras una niebla de carcajadas y voces. Se recuerda caminando siempre en la noche perfumada de junio, tendida en su dormitorio, la cara contra la almohada y los brazos colgando a los lados de la cama, saliendo al comedor para buscar cigarrillos cuando creía que su padre ya estaba dormido, odiándolo por su corrección anglosajona, por su apariencia de frialdad, mirándose al amanecer en el espejo, con las pupilas afiladas de insomnio y un cerco rojizo en los párpados, con una punzada en los riñones tan furiosa como un dolor de muelas, fea y pálida, muchos años mayor al cabo de una sola noche, revolviéndose, negando, decidida a no permitir la indignidad y a no dejar sin castigo la mentira: fue a la tarde siguiente cuando revivió, se acuerda de que era una tarde vacía y silenciosa de sábado y de que su padre no estaba, se dio un largo baño caliente, sumergió la mano bajo el agua y la fue subiendo por los muslos y cuando los apretó sobre ella hasta que le dolieron las ingles ya era la mano de él la que estaba tocándola. Se cepilló el pelo, se puso las bragas y el sujetador que él prefería y se maquilló pensativamente antes de vestirse, apenas una sombra en los ojos y un poco de carmín en los labios, eligió una falda y una blusa de colores vivos, unos tacones bajos. No quería seducirlo de nuevo, sino desafiarlo. Atravesaba en pocas horas varias edades de su vida futura, empujada por el vaticinio de una conciencia de sí misma que sólo poseería del todo diecisiete años después. No llevaba bolso: la llave del piso le hería la palma de la mano. Pulsó el timbre antes de abrir, y cuando empujó la puerta aún no había descartado la posibilidad de encontrarse con él. Sin encender la luz del pequeño vestíbulo lo llamó: por el modo en que sonaba su voz supo que no estaba y que seguramente no vendría. Recorrió el pasillo sin cuadros ni lámparas, el comedor, el dormitorio con las persianas echadas, con el tocadiscos en el suelo y un cenicero lleno de colillas sobre los libros apilados en la mesa de noche. En el cuarto de baño olió intensamente una toalla y un frasco destapado de loción de afeitar. Todo permanecía igual que la última vez, cinco o seis tardes antes, pero en la inmovilidad de las cosas ella notaba un cambio más definitivo porque era invisible. Sin que se modifique su apariencia exterior un lugar o un rostro pueden volverse desconocidos y hostiles. Iba por las habitaciones como anestesiada, con los ojos secos y el corazón sobresaltado cada vez que oía el ruido del ascensor o unos pasos, o el motor del frigorífico que se ponía en marcha en la cocina. Buscó en el armario la foto de la mujer de la melena corta y las gafas redondas, pero ya no estaba. La chaqueta de pana osciló levemente en su percha y ella buscó en los bolsillos y encontró un billete del Metro de Madrid, el capuchón de un bolígrafo y un paquete casi vacío de Ducados. Encendió uno y para aliviar el mareo se tendió en la cama, doblando bajo la nuca la almohada que olía fuertemente a él. Pensaba, repetía en voz baja: no siento nada, no estoy aquí, no he venido a esperarlo. Se quitó los zapatos y al flexionar las rodillas la falda amplia del vestido quedó recogida entre sus muslos. Lo veía aproximarse despeinado y desnudo, triunfal en su virilidad tan rápidamente recobrada, vanidoso, asombrado de ella, arrodillándose en la cama, ascendiendo, mientras en el tocadiscos sonaba a poco volumen una canción muy lenta y en un rincón ardía una vela que daba un brillo tembloroso de aceite al sudor de los cuerpos: ahora la cera derretida cubría el cuello de la botella y el disco de Jacques Brel tenía una leve capa de polvo, y un rastro ofensivo de sudor duraba en las sábanas que él no había cambiado.

Llevaba dos noches sin dormir. Cerró los ojos, se cobijó de cara a la pared, las rodillas en el vientre, los puños cerrados sobre el pecho, el oído atento a los ruidos de la calle, que le llegaban desde esa tranquila lejanía de las primeras tardes del verano, negándose a llorar, cruelmente obstinada en la inmovilidad y en la espera, minuto a minuto, aplastada por la lentitud gratuita y enrarecida del tiempo que sólo impone el insomnio con la misma eficacia que el dolor. Supo que iba quedándose dormida como habría notado gradualmente los efectos paralizadores de un veneno o de la inyección de un anestésico. Despertó en la oscuridad, distinguiendo poco a poco las rayas de luz eléctrica que filtraba la persiana. Era de noche y ya estaban encendidas las farolas de la calle. «Te levantarás despacio», recordó, «poco antes de que den las diez». Tenía mal cuerpo y le pesaba tanto la cabeza como si antes de dormirse hubiera bebido y fumado mucho. El olor de las colillas en el cenicero le dio náuseas. Encendió la luz inhóspita del techo, se quedó un rato sentada en la cama, conteniendo el mareo, los codos en las rodillas y la cara en las manos, moviendo de un lado a otro la cabeza, como si se meciera a sí misma, mirando las baldosas y sus pies descalzos entre la celosía de los dedos cruzados. Ponerse en pie, calzarse, oprimir el botón del ascensor y bajar a la calle era una secuencia de gestos imposibles. Entonces sonó el timbre de la puerta y ella apartó las manos de la cara con un acceso indeseado de temor y alegría que desbarataba todos los propósitos de su dignidad. Pero no era él, no podía serlo, él no llamaría al timbre de su propia casa. Decidió esperar: sin duda alguien llamaba por error. Cualquiera que fuese volvía a tocar el timbre, ahora muchas veces seguidas, con impaciencia o ira, golpeaba también la puerta con los puños. Salió descalza al pasillo escuchando el roce de sus pies en las baldosas y los breves crujidos de sus articulaciones. Ahora los golpes hacían temblar la madera de la puerta y no eran sólo golpes de puños, sino de algo más duro y terminante, un pesado objeto de metal. Levantó la tapa de la mirilla y no vio nada: una voz que murmuraba muy bajo le pareció durante una fracción de segundo la voz de él diciendo su nombre. La luz del corredor se apagó. Cuando volvió a encenderse apareció en la mirilla una cara diminuta y convexa, con ojos abultados y bigotes larguísimos, con una boca que se abrió desmesuradamente al gritar. «Abran», escuchó, y los golpes redoblaron en la puerta, «policía». Retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda encontró la pared, tenía de pronto unas ganas furiosas de orinar y todo su cuerpo temblaba inconteniblemente, las manos, el mentón, las rodillas, se fue encogiendo contra la pared como si el terror la disminuyera de tamaño y los golpes vibraban en su nuca igual que en el tabique donde la apoyaba, y cuando la puerta se abrió violentamente después de un ruido de arañazos en la cerradura y la luz del corredor irrumpió en el vestíbulo los policías la encontraron acuclillada en un rincón, mirándolos con los ojos muy brillantes y abiertos entre el pelo en desorden que le tapaba la cara.

Se nos ha olvidado cómo eran aquellos cabrones de sociales, dice Manuel, o hemos preferido no acordarnos: eran jóvenes, eficaces, brutales, de una chulería calculada y grosera, tan estridente como el color de sus camisas y el tamaño de sus corbatas y de las pistolas que esgrimían. Mientras uno de ellos, el que parecía mayor y más cruel, registraba las habitaciones derribando a patadas las pilas de libros y pisando los papeles y los discos tirados en el suelo, el otro, más delgado, tal vez más joven, con el pelo castaño y las patillas un poco más cortas, la condujo a ella al sofá apretándole dolorosamente un brazo y sin dejar de mirarla guardó la pistola en la sobaquera y le preguntó por él. «Si te portas bien no vamos a hacerte nada. Mi compañero es un poco bruto, así que será mejor que procures no irritarlo. No tenemos nada contra ti, por ahora. Así que será mejor que nos digas donde está tu amigo. Estás nerviosa, a que sí. ¿Quieres un cigarrillo?». Se lo estaba encendiendo cuando el otro salió del dormitorio. Los botones del chaleco parecían a punto de reventarle sobre el torso hinchado por la ira. Adelantó una mano en la que llevaba todavía la pistola, cogida por el cañón: todo su cuerpo se encogió en el sofá al sentir que iba a ser golpeada con la culata y casi percibir el sabor de la sangre en su boca. Pero no pueden hacerme nada, pensaba, yo no soy española: era como decirse «estoy soñando» en medio de una pesadilla y no lograr sin embargo que se desvaneciera el peligro. Los dedos blancos y crueles como los de un cirujano se cerraron en torno a su barbilla, hundiéndose en la piel, oprimiéndole las mandíbulas: la hizo levantar la cara y mirarlo tan de cerca que le rozaban los labios los pelos negros del bigote. La saliva le olía a tabaco rubio, y la piel a colonia. Le hablaba como escupiéndole, ella nunca había oído en español palabras tan obscenas, le daban tanto miedo como la boca húmeda del policía y el metal reluciente de la pistola. El pulgar y el índice de la mano que había levantado su cara ahora le mantenían torcidos los labios, y el hombre hablaba mirándola a los ojos, haciendo preguntas sucias que celebraba con una carcajada, eligiendo insultos que ella no había oído hasta entonces, amenazas precisas como una cuchillada. «No era nadie el tipo. Encima de rojo corruptor de menores. Y ahora se larga y si te he visto no me acuerdo, así que tú, además de puta, tonta». «Venga, hombre, déjala ya, ni que fueras su padre». El otro policía la ayudó a levantarse y le puso un nuevo cigarrillo en los labios. Se acomodó junto a ella en el asiento posterior del coche donde la llevaron a la comisaría. No pensaba en José Manuel, sino en su padre, con un sentimiento feroz de culpabilidad y lejanía lo imaginaba esperándola en la casa de la colonia del Carmen, acostado, sin poderse dormir, contando, igual que ella, las campanadas del reloj de la torre. No la llevaron a una celda, como había supuesto, a un lugar pequeño y lóbrego con un jergón y un ventanuco enrejado. La hicieron pasar a una oficina común, con una mesa y un archivador metálico y una silla de madera donde le ordenaron sentarse, en medio de la habitación, bajo una lámpara de luz muy blanca. En la pared había un retrato de Franco y un calendario con una fotografía en color de la Virgen del Gavellar, patrona de Mágina. La dejaron sola mucho tiempo, y cuando volvió a abrirse la puerta, a su espalda, el policía que entró fue el de las patillas más largas y el bigote más espeso, ahora con la corbata floja y en mangas de camisa. Usaba tirantes y no se había quitado la sobaquera, pero ya no llevaba la pistola. Se quedó de pie, junto a ella, apoyando un codo en el respaldo de la silla, repitiéndole metódicamente los mismos insultos y amenazas, ahora en voz baja, casi al oído, como si le hiciera una confidencia, una babosa proposición. Con el mismo gesto de la vez anterior, que sin duda usaba habitualmente con los detenidos, le oprimió la barbilla con el pulgar y el índice torciéndole el labio inferior y la obligó a levantar la cara hacia él. La voz fue de nuevo sonora y brutal: «Serás todo lo americana que quieras, pero como no cantes ahora mismo tú no te vas de aquí sin una manta de hostias». Le soltó la cara y ella sostuvo su mirada. El terror se había ido convirtiendo en una especie de resignación o sorda indiferencia. Entonces se abrió la puerta y sin entrar en el despacho el otro policía le hizo una señal a su compañero. «El viejo ha venido», le oyó decir, «quiere que se la lleves ahora mismo». «¿El viejo? ¿A estas horas? No me jodas, hombre, dile que se vaya a dormir, que la tengo en el bote». «No veas como se ha puesto, si parece otro. Me he hecho el loco y me ha amenazado con una sanción».

De mala gana el policía más corpulento la tomó por la muñeca y la hizo cruzar un pasillo con puertas de cristales cerradas y subir una escalera. En un despacho con muebles envejecidos y oscuros un hombre de sesenta y tantos años, de pelo crespo y gris, con la cara cuadrada y el labio inferior grueso y caído, la invitó a sentarse frente a él y le dijo secamente al policía que los dejara solos. «Pero, jefe, si estaba al caer, si la hemos cogido como quien dice in fraganti». El subcomisario Florencio Pérez tuvo por fin un rasgo de carácter y dio un puñetazo rotundo encima de la mesa: «Usted se calla y obedece y si quiere hablar me pide antes permiso. Y ahora hágame el favor de salir». Ni un gallo en la voz, ni el más leve temblor en el labio. El policía se encogió ostensiblemente de hombros e hizo un gesto de desdén, pero cuando iba a salir sus ojos se encontraron con los del subcomisario y no se atrevió a cerrar de un portazo. «No se preocupe, hija mía, no le va a pasar nada. Son jóvenes y los pierde la imprudencia, pero lo que es a mí, con mis años, no les tolero que me falten al respeto. Puede irse ahora mismo a su casa. Es muy tarde, así que imagino que su padre estará preocupado por usted». Se levantó y era más bajo de lo que parecía cuando estaba sentado. Con una galantería rancia y algo desmedrada le cedió el paso en la puerta y la tomó delicadamente del brazo mientras bajaban al vestíbulo. Al pasar junto al despacho de los inspectores irguió los hombros y alzó la barbilla. Hacía fresco en la plaza del General Orduña, y resonaban en ella el agua de la fuente que hay al pie de la estatua y las voces de los taxistas que conversaban frente al edificio de la comisaría. El subcomisario Florencio Pérez, llevando aún a Nadia del brazo, se acercó a uno de ellos, alto y nudoso, con los hombros muy anchos y una cabeza grande y pelada: «Julián, me va a hacer usted el favor de llevar a esta señorita a su casa. En la colonia del Carmen, ella le indicará el número». Le abrió él mismo la puerta trasera, se inclinó un poco al dejarla pasar y ella pensó que iba a besarle la mano. «Señorita, disculpe por todo, y preséntele mis respetos a su padre». Ni una duda, ni una palabra en falso, ni una concesión. «¿Lo conoce usted?», dijo Nadia, ya subida en el taxi. «Nos conocimos hace mucho tiempo. Pero seguramente él no se acordará de mí». El taxi negro y grande arrancó y el subcomisario Pérez lo siguió mirando hasta que desapareció tras la esquina de la calle Mesones. A la luz del vestíbulo de la comisaría lió con el pulso firme un cigarrillo, sin perder ni una hebra, pasó golosamente la punta de la lengua por el filo engomado y echó a andar fumando camino de su casa, a pasos cortos, con las manos atrás, con la cabeza alta y el humo saliéndole a chorros por la nariz, calculando el embuste que iba a decirle a su mujer cuando se tendiera junto a ella en la cama y las palabras con que al día siguiente se lo contaría todo a su amigo Chamorro.