MIRO SUS CARAS y tengo la sensación de que nunca los he conocido verdaderamente, de que nunca he sabido cómo eran, quiénes son fuera y lejos de mí, de qué se acuerdan, qué saben, cómo vivían en las edades oscuras del hambre y del terror, no hace siglos, sino años, no muchos, un poco antes de que yo naciera, cuando mi padre y mi madre se casaron y apenas tenían para pagar el alquiler de la buhardilla donde se fueron a vivir ni las fotografías que les hizo Ramiro Retratista, sin acordarse tal vez de que ya los había retratado cuando eran niños y llevaban escrito en la inocencia de sus caras todo el desamparo de su porvenir, mi padre con chaqueta y corbata y pantalón corto posando junto a una columna sobre la que hay un galgo de escayola, mi madre con alpargatas blancas y calcetines oscuros y un lazo en el pelo, con doce o trece años, llevando en brazos a uno de sus hermanos menores, sonriendo a la sombra de mi abuelo Manuel, junto a su estatura de árbol, ya sin el uniforme de la Guardia de Asalto, que estaría colgado desde mucho tiempo atrás en el mismo armario donde yo lo descubrí, calvo, sin el tupé rubio que aún tenía en su foto de bodas, con pantalones y chaleco de pana y una camisa sin cuello abrochada bajo la barbilla, solemne, como si al posar hubiera recordado que alguna vez fue gastador y seducía a las mujeres con sólo mirarlas bajo la visera de su gorra de plato, pasando su brazo derecho sobre el hombro de mi abuela Leonor en un gesto inusual de ternura, mirando de soslayo, con un poco de rencor, a mi bisabuelo Pedro, que no sabe que están haciéndole una fotografía, que se ha sentado como todas las mañanas de sol en el escalón y tiene entre las piernas a su perro sin nombre. Las caras de mis tíos, sus cabezas rapadas, sus rodillas de hambrientos y sus calcetines caídos, aquellas chaquetas de adultos que usaban, arregladas por mi abuela en noches sin dormir, cuando ya todos se habían acostado y no tenía que tejer las sogas y los capachos de esparto que le desollaban los dedos tan cruelmente como las aristas heladas de los grumos de tierra en las mañanas invernales de aceituna, mujeres y niños avanzando pesadamente de rodillas bajo las ramas de los olivos para recoger uno por uno los pequeños frutos negros, duros y fríos como balas, arrodillados sobre la tierra áspera o sobre el barro, irguiéndose con las manos en los riñones en un claro entre dos filas de olivos, mirando hacia adelante, hacia la hilada de árboles grises que los hombres golpean con sus varas de brezo provocando una granizada violenta de aceitunas sobre los mantones extendidos. No sé imaginar ni inventar y ya casi no puedo acordarme de sus palabras y es posible que no tenga ocasión de pedirles que me sigan contando, cómo era el campo de concentración donde te llevaron, le preguntaba a mi abuelo, qué sentía uno al saber que era fácil que lo condenaran a muerte, cómo es tener entre las manos un fusil y tenderse en una trinchera y mirar hacia el otro lado en busca de una cara o de una rápida silueta sobre la que disparar. «Yo cerraba siempre los ojos», decía el tío Rafael, «y era tan malo disparando que aunque no los hubiera cerrado no habría podido darle a nadie, me temblaban las manos y las rodillas nada más oler la pólvora, se me nublaba la vista y veía doble o triple el punto de mira y pensaba, hay que ver, si a mí no me han hecho nada esos que hay en la otra trinchera, qué iban a hacerme, si ni siquiera los conozco, así que cerraba los ojos y apretaba el gatillo y me decía, que sea lo que Dios quiera, pero me daba rabia cuando me paraba a pensarlo, hombres como castillos jugando al tiro al blanco y marcando el paso en vez de trabajar en lo suyo».

De eso hablaban a veces, del sentimiento del absurdo, de su incapacidad de comprender: les decían, «hay que tomar esa colina», y pensaban que aunque desalojaran al enemigo de ella no iban a tomarla, porque la colina seguiría exactamente en el mismo sitio, más pelada, estéril por las bombas, manchada de sangre, poblada de cadáveres sin rostro con las piernas abiertas y las vísceras derramadas sobre los calzoncillos sucios, pero en el mismo lugar, repetía moviendo la cabeza el tío Rafael, sin que nadie pudiera llevársela ni hacer nada de provecho con ella. Pero no tenían miedo, las cosas ocurrían demasiado aprisa para que lo tuvieran, tenían hambre, cuentan, les picaban los piojos y las chinches, se morían de frío bajo los capotes o los mareaba el calor bajo los cascos de acero, les hacían daño las botas militares, los martirizaban los sabañones, se acordaban de la cosecha que no podrían recoger ese año por culpa de la guerra y escribían a la luz de un candil cartas difíciles y ceremoniosas a sus mujeres o a sus padres, o se las dictaban a otros, apreciable Leonor, espero que al recibo de la presente estés bien, yo sigo bien a Dios gracias, escribía mi abuelo en una carta que encontré en su mesa de noche, y no hablaba de la derrota ni del terror a un juicio sumarísimo sino del tiempo que hacía o de lo que se acordaba de ella y de sus hijos en aquel lugar que yo imaginaba como los campos de concentración de las películas, barracones alineados, literas de tablas desnudas, torretas de vigilancia con reflectores y altavoces, alambradas eléctricas, nada de eso era verdad: cientos, miles de hombres deambulando como sombras por una accidentada extensión de rastrojos y olivos, me dijo cuando aún no había perdido la memoria o el gusto de contar, rodeada por una cerca de tablones y estacas como una dehesa, vigilada por un nido de ametralladoras, sin edificaciones ni campos de instrucción, sin un solo cobertizo donde refugiarse de la lluvia o del frío. Dormían en el suelo, bajo las ramas de los olivos, arrimándose a los troncos o a las protuberancias de las raíces, tirados sobre la tierra en las noches de calor, días y semanas y meses dando vueltas como viajeros perdidos, arracimándose y peleando entre sí cuando volcaban ante ellos los sacos de pan negro, mirando negrear en el suelo y entre las ramas las aceitunas que nadie había cosechado durante cuatro o cinco años, envilecidos por el hacinamiento, por el hambre y el tedio, esperando siempre una carta o un salvoconducto o una sentencia de muerte o de cadena perpetua, escribiendo si sabían hacerlo y si encontraban un lápiz y una hoja de papel: se despide tuyo affmo. este que lo es, tu marido, Manuel, la rúbrica tan fantasiosa como su voz o sus gestos, la letra inclinada, prolija, revelando el esfuerzo que le costaba elegir y transcribir cada palabra, el lápiz tan pequeño que casi desaparecía entre sus dedos, la breve punta humedecida de saliva, las palabras medio borradas después de tanto tiempo, desfiguradas de faltas ortográficas, me contarás como va por allí la cosecha aquí ha llovido mucho y están cargados los olivos pero nadie la coge y es una lástima, y ella, mi abuela, en Mágina, tan definitivamente lejos de donde él estaba porque no sabía calcular la distancia, oía los pasos y el silbato del cartero que venía por la calle del Pozo y corría hacia la calle antes de que sonaran al mismo tiempo el llamador y el silbato, sobrecogida de esperanza y de miedo, porque la mayor parte de las veces el cartero pasaba de largo, y además no era imposible que si se detenía fuese para notificarle una desgracia, que lo habían matado, que no iba a volver, igual que no volvió nunca el viejo de la casa del rincón, la que ocupaba ahora aquel ciego que no hablaba con nadie. Oía los golpes en el llamador y era como si resonaran dolorosamente en su estómago vacío, más arriba, en el centro de su pecho, abría la puerta y se quedaba con el sobre entre las manos que acababa de secarse en el mandil, leía con dificultad su propio nombre, Leonor Expósito, reconociendo con alivio la letra de él, miraba el remite, rasgaba con mucho cuidado el sobre y se quedaba mirando las misteriosas palabras, sin descifrar bien la escritura y sin poder entender la mitad de lo que él le decía, leyendo sílaba a sílaba en voz alta, mordiéndose los labios de humillación y de impaciencia, como cuando eran muy jóvenes y él la pretendía escribiéndole cartas copiadas de un manual de caligrafía y de correspondencia sentimental, comercial y amistosa. Al principio se las devolvía todas sin abrir, porque ésa era la costumbre, pero cuando empezó a aceptárselas muy pocas veces las abría, no sólo porque apenas supiera leer, ya que siempre habría encontrado a alguien que lo hiciera por ella, sino porque no imaginaba que pudiera existir alguna relación entre su propia vida y las palabras escritas, a las que en todo caso atribuía un poder maléfico: por obra de aquel diploma que aún seguía guardado en el armario él había dejado de trabajar en el campo para vestir un uniforme azul con botones dorados y quedarse en poco tiempo tan pálido de cara como un oficinista; los hombres que le avisaron de que él estaba preso le trajeron una carta dentro de un sobre amarillo; para visitarlo en la primera cárcel donde estuvo tenía que mostrar un papel al que llamaban salvoconducto; y ahora le hacía falta otro papel para que lo dejaran salir del campo de concentración. Su padre, Pedro Expósito, que era el único hombre a quien ella admiraba en la vida, no sabía escribir ni leer, y declaraba con huraño orgullo que él jamás había trazado una cruz ni estampado la huella de su dedo pulgar al pie de un documento. Y a su marido, a mi abuelo Manuel, fueron las palabras las que le hicieron perderse, no la lealtad ni el sentido del deber, únicamente el brillo de las sonoras palabras que tanto le gustaban, ruido y aire, murmuraba con desprecio mi bisabuelo hablándole a su perro, al que tal vez lo aliaba sobre todas las cosas el hábito común del silencio.

Dónde habrás aprendido a usar tantas palabras, la he oído decirle cada vez que lo sorprendía contándome alguna historia de cautividad o de heroísmo, riéndose de él, quién le mandaría hablar tanto y meterse tan sin juicio en las vidas de otros en vez de ocuparse de la suya, siempre acuciada de quebrantos y alimentada de palabras y embustes, de credulidad y de soberbia, para acabar luego así como te ves, le dice, medio inválido de tanto trabajar sin fruto ninguno, nada más que la miseria de una pensión que parece de lástima, y menos mal que te reconocieron los años como guardia de asalto, que si no de qué íbamos a comer. Uncidos como siameses el uno al otro por la vejez extrema y el miedo a la muerte y por una mezcla impredecible de rencor y compasión miran pasar las horas y los días frente al televisor y en los últimos tiempos dice mi madre que ya no discuten ni se echan en cara los agravios que a pesar del olvido tal vez los siguen envenenando como sustancias letales que actúan en la sangre sin que lo sepa la conciencia. Cuarenta y nueve años después del día en que salió del campo de concentración sin más hacienda que un capote viejo y un hato en el que llevaba un par de botas, un chusco negro y duro y una longaniza de carne de caballo, mi abuelo Manuel, ahora mismo, en Mágina, logra ponerse en pie con una lentitud mineral y tantea el suelo con la contera de goma del bastón y mira a una distancia inaccesible las puntas de sus pies, que avanzan centímetro a centímetro sobre las baldosas, y el dolor de las plantas le trae la imagen fragmentaria de alguna caminata olvidada, la sensación de que los pies van a abrírsele como si los partiera una cuchilla, de que las piernas y el cuerpo entero y la conciencia se deshacen en légamo porque desde hace muchas horas es de noche y él no ha dejado de caminar desde que amaneció, no sabe cuándo ni hacia dónde, sólo que no ha comido y que el camino no se acaba nunca bajo sus pies ni delante de sus ojos, una vereda perdida en alguna serranía, una carretera recta que el sol parece aplastar contra la llanura, un horizonte de colinas azules donde se extraviará cuando caiga la noche, sin más luz que la brasa del cigarro, sin oír durante muchas leguas nada más que sus pasos y el tintineo del cascabel atado a la jáquima del mulo. Era así como le gustaba contar, le digo a Nadia, explicándolo todo, inventándolo, la oscuridad de la noche, el aullido de los lobos, el brillo de un cigarro encendido, el cascabel que yo oía tan vívidamente como si hubiera ido con él en aquellos viajes a través de la Sierra, circunstancias triviales que adquirían en su voz una cualidad tenebrosa de augurios. Se ha acordado del cascabel porque ha oído moverse una cucharilla en un vaso, el de la medicina que le ha preparado mi madre y que él no sabrá beber sin derramársela casi entera en la barbilla y en el pecho, pero eso le ha pasado siempre, dice mi abuela Leonor, nunca ha sabido beber jarabes ni medicinas ni leche, pero lo que es el vino no se le pierde ni una gota, aunque lo bebiera en porrón, mira tú qué misterio.

En su memoria, como en uno de esos sueños livianos tan fácilmente interferidos por la realidad, la cucharilla que mueve mi madre se transmuta en el sonido monocorde de un cascabel y la fatiga de sus piernas lo devuelve sin que él mismo lo sepa a una de sus expediciones al otro lado de aquella sierra azul que me señalaba con un ademán enfático desde la cima de su estatura, hablándome de aquellos tiempos en que se buscaba furtivamente la vida con el estraperlo, otra palabra indescifrable que aprendí de sus labios, comprando patatas y judías y trigo en aldeas y cortijadas remotas para venderlo todo luego en Mágina, no a lo grande, como su vecino Bartolomé, que disponía de capital y de influencias y en unos años dobló su fortuna, sino con tan pocos medios y tan acobardado por el peligro de que lo atrapara la Guardia Civil que nunca tuvo la menor posibilidad de salir de pobre y ni siquiera de pagar sin agobios los plazos del mulo que había comprado al emprender el negocio, y que una noche de invierno acabó reventado bajo una carga excesiva en el repecho más difícil de un camino al que llamaban la cuesta de los Gallardos, dejándolo a merced de la nieve y de los lobos, que olían desde lejos la sangre vomitada por el animal —en los relatos de mi abuelo Manuel siempre era de noche y llovía o nevaba y se oían los rugidos del viento o de las fieras—. Pero no sabe si está recordando o sueña todavía, da un paso más, se apoya en el bastón y teme que se quiebre, no distingue entre el recuerdo y el sueño, entre las imágenes de su propia conciencia y las que ve moverse en torno suyo o en el televisor: en su memoria se han roto las fronteras y las subdivisiones del tiempo, y este momento en el que vive ahora mismo carece de realidad o de verosimilitud, tal vez porque a los rostros y a las cosas les falta un relieve preciso, surgen sin motivo, desaparecen sin explicación, como los objetos que examina y derriba un niño de meses, como alguna vez llego y me desvanezco yo mismo, su nieto mayor, entro en la habitación y lo beso y le pregunto cómo está y de repente me mira como si se asombrara de no reconocerme, sonríe y se deja besar pero íntimamente desconfía de que yo sea quien le dicen que soy, y cuando quiere mirarme para confirmar su sospecha o vuelve a abrir los ojos después de dormir unos minutos resulta que ya no estoy en la habitación, que han pasado días o semanas en ese instante de sueño, pregunta por mí y mi abuela le dice, pero Manuel, parece mentira, ¿no te acuerdas que se fue de viaje, que has hablado con él hace un rato por teléfono?

No es que no se acuerde, es que no sabe o no quiere regir la disposición de su memoria: ve imágenes detalladas y absurdas como fragmentos de sueños, está mirando a mi madre que limpia el hule ante él con un paño mojado y de pronto quien se inclina sobre una mesa desnuda es otra mujer, mi abuela Leonor cuando era muy joven y acababan de casarse y lo enloquecía de deseo el resplandor blanco de su piel y la caliente suavidad de sus muslos. Sonríe entonces muy tenuemente, con los ojos entornados y húmedos y un gesto amargo de agravio en la boca cerrada, como si vislumbrara durante unos segundos los paraísos de su vida y se diera cuenta de lo lejos que están, el amor de las mujeres, la soberbia y el coraje de su juventud, la música de los desfiles cuando marcaba el paso por una calle soleada y alzaba los ojos hacia los balcones donde aplaudían muchachas acodadas sobre banderas tricolores. Cuarenta y nueve años después de emprender el regreso hacia Mágina desde los corralones del campo de concentración sueña o recuerda que camina de noche y está tan cansado que a veces se duerme sin que sus pasos se detengan, tan vívidamente se sueña a sí mismo caminando que a pesar de la fatiga y del hambre siente de nuevo el vigor de sus piernas subiendo desde los talones como un flujo de savia, el gozo del aire limpio en los pulmones, el olor a hinojo y a tomillo y a noche húmeda de octubre. «Veinticuatro horas estuve andando sin parar», me decía: ha decidido que no se detendrá hasta que llegue a Mágina, y para avivar el paso imagina que desfila, como en las paradas del catorce de abril, la cabeza alta, el codo en ángulo recto junto al costado izquierdo para sostener la culata del máuser, me explicaba, usando una azada como fusil, la mano derecha llegando con energía hasta la altura del hombro, la respiración acompasada, aspirando el aire por la nariz para matar los microbios y expulsándolo siempre por la boca: con su uniforme puesto era más gallardo que nadie, pero lo de marcar el paso nunca se le dio bien, se distraía mirando a las mujeres con vestidos claros y escarapelas tricolores que aplaudían el desfile, sobre todo a los gastadores, los más altos, los primeros de todos.

Sonríe y tal vez no sabe por qué, abre los ojos del todo y no recuerda el sueño del que ha despertado, mira a su alrededor y tampoco reconoce la habitación donde está, se palpa las piernas bajo las faldillas y las nota rígidas de frío, así que no puede ser él ese hombre que camina infatigablemente de noche y marca el paso con un hatillo al hombro en lugar de un fusil, pisando la grava de la carretera con unas alpargatas que no se quitará hasta que las suelas se le hayan gastado, pues quiere reservar para las veredas de la Sierra las botas que le ha cambiado un preso por su ración de tabaco. Se muere de sueño, de cansancio y de hambre y no quiere detenerse ni comer todavía la poca longaniza que le queda ni el chusco negro que apenas ha mordido dos o tres veces desde que echó a andar, cualquiera sabe lo que tardará todavía en llegar a Mágina, cuándo verá a lo lejos el perfil de sus torres sobre la colina y la muralla, el Guadalquivir, la llanura, los olivares, el verde reluciente y húmedo de los granados en las huertas. Se quedaba dormido caminando y lo despertaba de pronto el golpe de su cara contra la tierra, se incorpora y no sabe dónde ésta, en un sueño dentro de otro sueño, en la carretera sin luces que lo llevará más tarde o más temprano a Mágina, en una habitación grande y caldeada donde suena la música de un programa de televisión y una voz que tarda en identificar lo reprende, pero Manuel, será posible, otra vez te has dormido.

Pero no duerme, no quiere dormir, sólo camina y marca el paso y sigue buscando en la negrura del cielo los primeros indicios del amanecer, le parece mentira haber sido tan joven, un día y una noche caminando como si lo empujara la corriente de un río, sin comer apenas, hablando para no dormirse, cantando flamenco por lo bajo con aquella voz que se parecía a la de Pepe Marchena: lo llevaba dentro, en cuanto bebía dos copas de aguardiente y escuchaba palmas animándolo se arrancaba por derecho, entonando bajo, o rompiendo en un grito como Miguel de Molina, y con el cante y el alcohol se le olvidaba todo y volvía a casa borracho y sin un céntimo, pero no iba a ser todo doblarse sobre la tierra desde que Dios amanecía y encerrarse a la caída de la noche como los animales en la cuadra. Eso mi abuela Leonor no quería entenderlo, por muy tarde que llegara lo esperaba despierta y le llamaba golfo, sinvergüenza, borracho, como si él anduviera siempre por ahí y no se matara trabajando por el pan de sus hijos. De haber podido elegir su destino le habría gustado ser cantaor, aunque lo de guardia tampoco estaba mal, colocación para toda la vida y paga del gobierno, cartilla del economato, tarjeta gratis para los tranvías, y luego lo que más le gustaba, el respeto del uniforme, el halago de que las mujeres se lo quedaran mirando por la calle, tan alto como un artista de cine, lo recuerda mi madre, con el mentón ceñido por el barbuquejo y aquella voz de autoridad que ponía, vamos, circulen, abran paso, respeten el orden de la cola o me veré obligado al uso de la fuerza, quién iba a decirle a él que de mozo de mulas llegaría a gastador de la Guardia de Asalto.

Y de repente la catástrofe, como si un rayo lo hubiera partido cuando más a gusto se encontraba en la vida, a pesar de la escasez de los últimos meses de la guerra y de los rumores sobre el desmoronamiento de los frentes. A él eso ni le iba ni le venía, pensaba con su imperturbable suficiencia de siempre: ¿había hecho él algo malo? ¿Se había manchado las manos de sangre? «El que algo teme algo debe, Leonor», le dijo a mi abuela el último domingo de su libertad, «y como yo no he hecho nada de lo que deba avergonzarme no me pienso esconder». Todo en vano, todo perdido para siempre desde aquella mañana en que se lo llevaron esposado como a un criminal, con sus botas limpias, sus guantes blancos y su uniforme de gala, a él, que nunca se metió en nada, que hasta estuvo a punto de que lo fusilaran aquella vez que los milicianos ocuparon el cortijo donde había trabajado hasta el principio de la guerra y la señora, que lo quería mucho, lo llamó a su palacio de Mágina y se le hincó de rodillas y le dijo, llorando con tales veras que en nada estuvo que le contagiara las lágrimas: «Manuel, por lo que más quieras, tú no eres como esos ingratos, ve al cortijo y habla con ellos a ver si puedes salvar algo, que yo te sabré corresponder». Pero cuando llegó aquellos vándalos ya habían incendiado la casa y no pudo rescatar del incendio más que unos pocos libros y unas cucharillas de plata, así como un busto bendecido de Nuestra Señora del Gavellar, patrona de Mágina, que se llevó oculto bajo la chaqueta, y no faltó mucho para que le dieran un tiro o lo arrojaran a la lumbre, no por lacayo del capital y traidor a su clase, como los milicianos le decían, sino por idiota, dijo mi abuela Leonor al verlo con la ropa chamuscada y la cara negra de tizne, como recién salido de las calderas de Pedro Botero, quién te manda, le gritaba, qué se te había perdido a ti en el cortijo, haberle dicho a la señora que bajara ella misma a defender lo suyo, si tanto aprecio le tenía.

Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él, aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en El Debate los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en ABC la carta de Alfonso XIII a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas, las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una resaca de licores mezclados.

La universalidad de su entusiasmo pobló mi infancia de desconocidos admirables: don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don Alejandro Lerroux, don Juan de la Cierva, Largo Caballero, el Lenin español, don Niceto Alcalá Zamora, don Miguel Primo de Rivera, Millán Astray, el general Miaja, el comandante Galaz, Azaña, los héroes del Plus Ultra, Madame Curie, a quien le atribuía el invento benéfico de los aparatos de radio, Roosevelt, Stalin, el doctor Fleming, Mussolini, Adolfo Hitler, y hasta el emperador de Abisinia, cuyo exilio le costó a mi abuelo Manuel lágrimas tan sinceras como el heroísmo de los italianos que lo derrocaron, y a quien llamaba Jaime Selassie, o el Negrus, imaginando que el color de su piel era el motivo del apodo que le daban en las crónicas internacionales. Las palabras esdrújulas y los latiguillos verbales relucían como joyas en su imaginación, y llamaba a la Guardia Civil «La Benemérita», aunque algunas veces se le enredaban las sílabas, y «La ciudad condal» a Barcelona, y sabía que las turbas de las que hablaban los periódicos de derechas eran multitudes amotinadas y que la Sociedad de Naciones estaba en Ginebra, si bien nunca logró entender un mapa. Se le confundían las líneas de las fronteras y los ríos tan insolublemente como las cantidades de una suma, y cuando yo quise explicarle en el mapa de mi enciclopedia escolar dónde estaba Mágina se negó a creerme: no podía ser tan pequeña y estar tan perdida y tan lejos del mar, si él lo había visto una mañana desde la cumbre del monte Aznaitín, desde lo más alto de la Sierra, tan cansado de andar que ya creía que iba a morirse, unos minutos antes de volver sus ojos hacia el norte y ver como un espejismo el valle del Guadalquivir cubierto por un océano inmóvil de niebla violeta sobre la que se levantaba como una isla muy distante la colina de Mágina.

Tal vez está acordándose de ese amanecer cuando los ojos se le quedan fijos en el vacío y le brillan de lágrimas y no hace caso o no escucha si le preguntan en qué piensa. Nota demasiado tarde la humedad que le rebosa de los lacrimales, que se desliza luego por las mejillas sin que él pueda detenerla, paralizado en el sofá, como si hubiera perdido la potestad de mover sus manos adormecidas al calor del brasero, de buscar un pañuelo y detener esas dos lágrimas de las que se avergüenza en secreto como de una vejación, como si se hubiera orinado en los pantalones: eso sí que no, pensará, al menos todavía, hasta cuándo, ojalá muera antes. Como un avaro que desconfía más de quien tiene más cerca tal vez guarda para sí mismo sus instantes de lucidez y los aludes de recuerdos parecidos a sueños y a jirones de fábulas que irrumpen en la monotonía del estupor y la amnesia igual que fulgores visuales en la memoria de un ciego. Preferirá que no sepan, que no sospechen que todavía razona y que ha adquirido la potestad de presenciar los menores hechos de su vida con una clarividencia que nunca tuvo mientras le sucedían y que ahora no quiere compartir con nadie por avaricia y orgullo y también por miedo a que las palabras la degraden. Nunca volverán a decirle que ha inventado lo que cuenta, porque ahora sólo se lo cuenta a sí mismo y obtiene una satisfacción sombría al pensar que las cosas que vio y no le fueron creídas cuando las relataba perecerán con él como tesoros tragados por el mar. Nadie oirá nunca más las palabras que aún suenan en su imaginación como débiles ecos de las que tantas veces pronunció en voz alta, a nadie volverá a contarle que una noche muy oscura de invierno un hombre le pidió lumbre y vio a la luz del mechero que era Alfonso XIII, ni que una vez encontró entre la maleza de la orilla del río el esqueleto de un juancaballo, ni que él fue uno de los hombres que acompañaban al difunto don Mercurio cuando se descubrió en la Casa de las Torres aquella momia que unos días después robó alguien, él sabía quién… Y entonces, cuando advertía nuestra expectación, se quedaba callado, muy serio, con la cabeza baja, apretando los labios, como si lo agobiara la posesión de un secreto que a pesar suyo le era imposible revelar y que en cualquier caso no merecían los testigos incrédulos de su narración. Sigue contando, le pedía yo, un poco más, todavía no es hora de acostarse, quién robó la momia, por qué la habían emparedado. Sonreía mirándome con satisfacción y malicia, vigilaba la puerta por miedo a que apareciera en ella mi abuela Leonor y empezara a reñirle, chasqueaba la lengua, se pasaba la mano por la boca. Y añadía luego, cuando ya iba a acostarse, después de haberle dado cuerda al reloj de pared con una llave que guardaba en el bolsillo del chaleco y con la que yo estaba seguro de que regía el curso del tiempo: «No habiendo más asuntos que tratar, se levanta la sesión».