ME RECUERDO MIRÁNDOME LOS OJOS en el retrovisor, un fragmento de mi cara ovalado como un antifaz, tocándome la barbilla áspera, primero inerte en el interior iluminado del coche, de espaldas a la carretera, de donde venía una trepidación de motores de camiones, en medio de una extensión de tinieblas punteada a lo lejos por las luces de un pueblo, bajo un cielo en el que la Vía Láctea resplandecía con un brillo de escarcha, y luego, poco a poco, temblando, temblando como yo no he temblado nunca, al principio podía apretar las mandíbulas y contener el ruido extraño y mecánico de los dientes, sonaban como una máquina de coser, y cerraba las dos manos sobre el volante para que no se agitaran, fiero el temblor se extendía en oleadas por todo mi cuerpo, la calefacción del coche había dejado de funcionar y el frío estaba subiéndome desde las plantas de los pies, veía mi cara en el espejo moviéndose de un lado a otro como si negara, sujetaba el volante hasta que me dolían los nudillos y se hacía más violento el temblor de los brazos, apretaba los párpados para no ver las sacudidas de mi cabeza y tenía que abrir en seguida los ojos porque me cegaban en la oscuridad los faros del camión, busqué el tabaco y no lo encontraba, extraje un cigarrillo hincando las uñas en el filtro y me costó llevármelo a los labios, y cuando lo tuve en ellos no me acordaba de encenderlo, aproximar a él la llama del mechero requería una paciencia y una precisión imposibles, alguien hablaba como si nada en la radio, una mujer, como si yo no existiera y no hubiera estado a punto de morir, en la guantera había guardado una petaca de whisky, me quemó los labios y el paladar, y cuando se mezcló en la saliva a la nicotina tuve náuseas, abrí la puerta del coche y volqué medio cuerpo hacia el exterior, que olía a tierra helada, sin quitarme el cigarrillo de la boca, contorsionado en una postura que hacía más doloroso el temblor, sofocado por el humo, pero el filtro se me había adherido a los labios y no podía escupirlo, me lo arranqué como desprendiéndome de una materia pegajosa, vi la brasa apagándose sobre un grumo de tierra, ahora el temblor era más suave, pero todavía continuo, y el aire quieto y frío me aliviaba. Si yo hubiera muerto no habría sucedido la menor modificación en toda la amplitud de la noche, esa mujer que hablaba en la radio habría seguido presentando canciones, mis abuelos roncarían acompasadamente en su cama, mi madre se agitaría en sueños, porque duerme muy mal y tiene pesadillas, mi padre habría llegado al mercado de mayoristas, a las afueras de Mágina, y estaría cargando cajas de hortaliza en su furgoneta nueva. No pensaba estas cosas, las veía tan claramente como vi a mis padres, a mis abuelos y a mi hermana sentados alrededor de la mesa camilla cuando me acercaba en línea recta y a más de cien kilómetros por hora hacia los faros del camión y notaba un gusto amargo en la boca que debía de ser el sabor anticipado de la muerte, y más tarde, mientras el coche rompía la valla metálica de protección y daba tumbos sin gobierno sobre las crestas de los surcos, yo me aferraba al volante y me preguntaba con un residuo de lucidez y frialdad cuándo vendría una sacudida que me lo hundiera en el pecho y que arrojara mi cabeza contra el parabrisas, y otra parte de mí escuchaba la radio y notaba en el cuello el roce del cinturón de seguridad, tal vez en el instante de morir ocurra eso, una disgregación de identidades que vuelva simultáneos el espanto y la serenidad, la lejanía absoluta y la mordedura física del dolor, la conciencia de todo lo que uno ha sido y lo que va a perder, el tiempo abolido y a la vez rompiéndose como las apariencias firmes de la realidad y deshecho en esquirlas de angustiosos segundos.

Pero es de la serenidad de lo que mejor me acuerdo: el accidente, el miedo, las horas con Félix en Granada, la ebriedad suicida con que había pisado el acelerador al salir de los túneles de Despeñaperros, todo retrocedía hacia un pasado remoto, tan poderosamente como se retira el mar en una noche de resaca violenta. Quedaba en mi conciencia y alrededor de mí un silencio vacío, sin imágenes ni deseos, una quietud sin voluntad, indiferente al miedo y a la sorpresa de haber salvado la vida. Cesó el temblor, apagué la radio, porque no soportaba las voces ni la música, giré la llave de contacto y el motor enfriado tardó un poco en arrancar. Las sacudidas del coche sobre los surcos me afectaban como a un cuerpo muerto: yo era ajeno a ellas, igual que al instinto recobrado de peligro que me estremeció al encontrarme de nuevo en la carretera y ver líneas blancas que se curvaban y desaparecían frente a mí y faros y luces rojas de camiones. No tenía miedo de morir: ya estaba muerto, pero nadie más que yo lo sabía. En Madrid, a las seis de la madrugada, yo era un muerto que dejaba el coche alquilado en el aparcamiento del hotel y subía en ascensor a su habitación con una bolsa de lavandería en la mano y antes de entrar en la ducha pedía el desayuno por teléfono, un muerto experimentado y sagaz que conoce cada una de las costumbres de los vivos, igual que un espía en territorio enemigo, y que después de secarse se ata a la cintura una toalla de baño, abre la puerta al camarero que empuja una mesa con ruedas y sabe la propina exacta que conviene darle para que no sospeche la impostura. Pero no era serenidad, sino una lucidez anestesiada, el pensamiento obsesivo de que yo no estaba verdaderamente allí y de que mis sentidos ya no me vinculaban a las cosas, sino a sus apariencias más frágiles, como si hubiera sido desterrado para siempre de ellas, del color, del tacto, de los sabores y las voces, de las presencias humanas. Todavía era de noche, me acosté y cerré los ojos y cuando empezaba a dormirme despertaba con el sobresalto de que se me había hecho tarde o de que conducía de nuevo y estaba a punto de chocar con un camión. Vi amanecer sobre Madrid y pensé que ni esa luz ni esa ciudad tenían que ver conmigo porque serían iguales si yo hubiera muerto y no estuviera mirándolas. Pude no haber regresado a aquella habitación y casi todo sería idéntico a como yo lo veía. Lo más increíble no es morir, sino que a la mañana siguiente ilumine las calles el mismo sol de invierno de todos los días y circulen los coches y la gente desayune en los bares como si quien lo miraba todo aún existiera, como si ellos fuesen inmunes a la muerte.

Era una mañana de noviembre transparente y azul, dorada, muy fría, con esa frialdad luminosa de Madrid que vuelve nítidas las distancias y da una precisión de cristal tallado a las pupilas. Se parecía a la primera mañana que alguien pasa en una ciudad extranjera de donde ya no saldrá en el resto de su vida. Dócil, ajeno a todo, muerto, ocupé a las nueve en punto la cabina que me habían asignado en el palacio de Congresos, comprobé el micrófono, los interruptores, los auriculares acolchados, salí al corredor para fumar un cigarrillo, deseando no encontrarme con nadie que me conociera, incapaz de urdir las dos o tres frases habituales de saludo. Los muertos no hablan, mueven los labios y ningún sonido fluye de su boca, entran en su cabina de traducción y se acomodan en ella como ante los mandos de un batiscafo y miran la sala que hay al otro lado del cristal como mirarían el espectáculo de las profundidades submarinas, las filas de butacas que empiezan poco a poco a ser ocupadas por cabezas idénticas, la mesa que se extiende de un lado a otro del escenario, con figuras semejantes entre sí, sobre todo en la distancia, hombres con corbatas oscuras y trajes grises y mujeres de mediana edad con el pelo cardado, guardaespaldas que se reconocen a la legua por sus gafas de sol y por su forma de mirar por encima del hombro, azafatas jóvenes y vestidas de azul, grandes ramos de flores en las esquinas, fotógrafos y cámaras de televisión al pie del escenario, disparos multiplicados de flashes, y luego un silencio como el que preludia la señal para el comienzo de una prueba atlética, el zumbido tenue en los auriculares, las primeras palabras, lentas todavía, protocolarias, previsibles, fotocopiadas en la carpeta que me entregaron cuando vine, la urgencia ávida de atraparlas en el instante en que suenan y convertirlas en otras unas décimas de segundo después, el miedo a perder una sola, una palabra clave, porque entonces las que vienen tras ella se desbordarán como una catarata y ya no será posible restituirles el orden, palabras de niebla que se extinguen una vez que han sonado como la línea blanca de la carretera en la oscuridad del retrovisor, abstractas, fugaces, repetidas mil veces, resonando en los altavoces de la sala y al mismo tiempo, vertidas a tres o cuatro idiomas distintos, en mis oídos y en los de cada uno de los hombres y mujeres que miran hacia el estrado con caras semejantes de monotonía o de sueño, igualadas en su palidez por esta luz de aeropuerto, tan diferente de la luz exterior como las caras con las que uno se cruza por las calles, pero tampoco las voces ni las palabras se parecen a las que pueden oírse en un bar o en una tienda, son monocordes, civilizadas, metálicas, al cabo de media hora ya confunden sus sonidos y sus significados entre sí, en una pulpa neutra, como el rumor de los acondicionadores de aire. Cambian después, aunque no del todo, en los vestíbulos y en la cafetería, suenan más alto e incluso es posible distinguir unas de otras, asociarlas a la cara de quien las pronuncia, al color y a la expresión de sus ojos, como cuando en un autobús se escucha la conversación de dos desconocidos que ocupan los asientos de atrás y uno se vuelve para verlos, descubriendo entonces, casi siempre, que las caras y las voces no se corresponden, igual que una mujer vista de espaldas no parece la misma si uno la adelanta incitado por su figura o su manera de andar para verla de frente.

Aislado en la cabina, sobre el auditorio donde se celebraba un congreso internacional de turismo tan remoto como las vidas individuales de los hombres para un astronauta que sólo ve desde su cápsula las manchas azules de los continentes, más invisible y más ajeno que nunca, porque esa mañana estaba muerto, traducía como si escribiera a máquina sin mirar el papel ni el teclado, y mientras mi voz doblaba a otra mis ojos elegían mujeres en la distancia, facciones borrosas de azafatas, melenas oscuras o rubias, brillantes bajo los focos, perfiles cuyos rasgos exactos detallaba mi imaginación, piernas cruzadas sobre las butacas: buscaba y elegía sin deseo, escuchaba una voz de mujer en los auriculares e intentaba adivinar la cara a la que pertenecía, deambulaba luego, en el descanso, por los pasillos y el vestíbulo, aturdido por esa variedad inagotable y sin embargo uniforme que tienen los rostros en las dependencias de los organismos internacionales, me fijaba en todos, especialmente en los de las mujeres, mujeres con trajes de chaqueta, carteras de piel y melenas cardadas, nórdicas altas y blancas, hindúes con un círculo rojo en la frente y un walkman ceñido a la cintura del sari, sudamericanas de caderas bajas y pómulos anchos, azafatas de piernas largas y medias oscuras, con pañuelos al cuello, con tacones de aguja, con un acento consentido y nasal del barrio de Salamanca, fotógrafas de hombros anchos, gesto de desdén y cigarrillo en la boca. Las miraba a los ojos y pasaban a mi lado sin verme o detenían en mí por un instante la mirada: yo creo que ésa es la única tarea en la que he perseverado sin desfallecimiento en mi vida, mirar a las mujeres, oler sus perfumes y observar cómo se visten o se calzan, cómo sostienen las copas o los cigarrillos, cómo cruzan las piernas o apoyan un codo en la barra de un bar, de qué color se han pintado las uñas o se han teñido el pelo. Miro a las mujeres que van sentadas cerca de mí en el autobús, a las que suben justo cuando el conductor ha cerrado la puerta y abandona la parada, a las que pasan por la acera, a las que aparecen en las portadas y en los anuncios en color de las revistas, a las que se apresuran por la mañana temprano para llegar a los ascensores de los edificios de oficinas y a las que miran perezosamente tras la ventanilla de un taxi parado junto al mío en un semáforo, a las que entran descalzas en el escaparate de una tienda para cambiar la ropa de un maniquí y a las que me sonríen como si de verdad se alegraran de verme cuando he subido la escalerilla de un avión.

Miré a la rubia de la gabardina verde oscuro y la melena corta y despeinada con la misma atención rápida y exhaustiva con que las miro a todas, preguntándome siempre si no será una de ellas la mujer de mi vida, y era tan instintivo el hábito de mirar y elegir que ni siquiera esa mañana me abandonaba, amores pasionales que no duran ni los tres minutos de una canción, súbitos entusiasmos desbaratados por la solidez excesiva de unas piernas o la crueldad de una boca, pero no estoy seguro de que me fijara tanto en ella ni de que me gustara a primera vista, no era espectacular ni más alta que cualquiera de las otras ni tenía una de esas caras algo lánguidas de las que he tendido a enamorarme desde los once o doce años, pero se distinguía desde lejos por la pereza con que caminaba, no con lentitud, porque la vi abandonar a toda prisa la sala de prensa y me pareció cuando venía hacia mí que llegaba tarde a alguna parte, sino con desahogo, como si la tranquilizara la seguridad de que los lugares no desaparecen aunque uno tarde un cuarto de hora en irrumpir en ellos y que los trenes no se marchan con medio minuto de antelación por la pura perfidia de dejarlo a uno en tierra. No era una de esas mujeres que dejan tras de sí un rastro agraviado de miradas masculinas, al menos no entonces, no caminaba como si llevara sobre la frente la advertencia enfática de que bastaría mirarla para que se convirtiera en una mujer inolvidable. Iba a su aire, a una velocidad esquiva, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones de hombre y los faldones de la gabardina sueltos tras ella, como levantados por la prisa con que se movía, y tal vez lo único que me hizo retener su figura fue que me miró, venía mirándome mucho antes de cruzarse conmigo, mientras hablaba con un fotógrafo y sonreía por algo que él le había dicho, ése fue luego el recuerdo más exacto, los labios rojos sonriendo y toda la cara transfigurada por la risa, vuelta hacia el hombre que iba con ella y atendiendo a sus palabras pero con la mirada fija en mí, los ojos castaños y joviales bajo las cejas oscuras, la etiqueta plastificada donde leí su nombre mientras se cruzaba conmigo y seguía mirándome como si estuviera a punto de preguntar si nos conocíamos, Allison, la sonrisa eligiéndome unas horas más tarde, en la cafetería, cuando la vi avanzar por el pasillo entre las mesas con una bandeja de plástico en las manos y buscar un sitio libre, imposible, el comedor estaba lleno de congresistas disciplinados y voraces que movían angulosamente las mandíbulas sin separar los labios y manejaban cuchillos y tenedores como pinzas asépticas y ella había llegado tarde, la última, justo un minuto antes de que cerraran el autoservicio, pero las circunstancias, que a mí tienden a serme meticulosamente adversas, a ella la obedecían, y apenas se dispuso a buscar dónde sentarse un directivo sueco de una agencia de viajes que había comido frente a mí se levantó. No sólo traía la bandeja en las manos, también un corto chal negro y la gabardina doblada bajo un brazo, una carpeta de prensa llena de fotocopias debajo del otro, y un cassette diminuto y una revista americana en equilibrio inestable sobre los dobleces de la gabardina, pero nada acababa de caérsele, a mí se me habría desbaratado todo y habría enrojecido de vergüenza mirando a mis pies un escandaloso desastre de platos derramados y botellas rotas mientras los congresistas dejaban de comer y se volvían para observarme. Me puse en pie, le dije en inglés que si podía ayudarla, y ella, sin soltar la bandeja, me señaló la carpeta y la gabardina que ya se le escapaban de la presión de los codos, olía a colonia y a carmín cuando me incliné hacia ella y observé que no llevaba más que un sujetador negro bajo la americana de rayas grises y hombreras pronunciadas. ¿No le había visto antes una camisa blanca y una corbata? Dije su nombre para hacerle saber que ya me había fijado en ella y se quedó muy sorprendida. Me preguntó el mío y mi oficio. Hablaba inglés con un acento americano de la costa Este, aunque había en su pronunciación una ambigüedad que me impidió determinar con exactitud el sitio de donde procedía. Trabajaba ocasionalmente para una publicación especializada en turismo de lujo, pero no se creía autorizada a decir que era periodista. En realidad, dijo encogiéndose de hombros, con un gesto pensativo de incertidumbre, no estaba segura de ser nada. Calculé que tendría algo más de treinta años, pero algunas veces, sobre todo cuando se quedaba mirándome y me sonreía como si se hubiera olvidado del tenedor o del vaso de cerveza que tenía en la mano, parecía mucho más joven, acaso por la intensidad de su atención. Desde luego no era anglosajona, o no del todo, no al menos en los ojos ni en el metal de la voz. Llevaba el pelo cortado horizontalmente sobre las cejas y a la altura de la barbilla, extendido a los lados de la cara, muy abundante y un poco despeinado, de modo que a veces le cubría los pómulos y le hacía más delgadas las facciones. Quiso saber de dónde era yo, dónde vivía, cómo era mi trabajo, cuánto tiempo pensaba quedarme en Madrid. Me escuchaba muy seria, asintiendo, picoteaba con el tenedor en un plato de ensalada, con una inapetencia de mujer fumadora y nerviosa. Cambiaba muy fácilmente de expresión, se quedaba ensimismada un segundo, al limpiarse los labios o mirar la comida o la punta del tenedor, y desaparecía el brillo atento de sus pupilas, pero en seguida se echaba el pelo hacia un lado y sonreía de nuevo como si el gesto anterior no hubiera existido. Manifestaba casi simultáneamente urgencia y pereza, aburrimiento e interés, una doble actitud de mujer cansada y reflexiva que cumple su trabajo con una resolución sin fisuras y de muchacha predispuesta al asombro. Se pintaba los ojos y los labios, pero no las uñas, cortas y rosadas. Bebía un café y fumaba escuchándome el cigarrillo que yo le había ofrecido, un poco echada hacia atrás, entornando los ojos, como si estuviéramos solos y rodeados de silencio y no en un vasto comedor donde resonaban conversaciones en varios idiomas y ruidos de platos y cubiertos. La comida, el vino, el calor, la presencia y la mirada de esa mujer a la que había conocido menos de media hora antes, amortiguaban el sentimiento de exclusión y destierro, pero no la falta de sustancia real que había inoculado todas las cosas y a mí mismo la proximidad de la muerte. Le contaba algo y me oía la misma voz que cuando hablo a solas: le miraba los labios o el filo bordado del sujetador que sobresalía de su escote si se inclinaba hacia adelante para pedirme fuego y pensaba que era muy fácil desearla, pero no me trastornaba la posibilidad de acostarme con ella, la opresión interior que se afirma en el pecho cuando uno empieza a sentir que tal vez está siendo deseado por una mujer a la que ni siquiera ha besado todavía.

Vino el fotógrafo a buscarla y se despidió de mí tendiéndome la mano: tibia y suave, enérgica al estrechar la mía, con los dedos finos y la palma pequeña. No puedo tocar sin emoción la mano de una mujer, aunque sea un contacto rápido y casual, el de la mano de una cajera que me da la vuelta en el supermercado, el de una desconocida a la que ayudo a subir al estribo de un tren: un instante cálido, de cercanía franca y a la vez pudorosa de otro cuerpo, como si la palma de la mano fuera una oblea de ternura, una inmediata contraseña que no precisa de un sentido ulterior, que es en sí misma la promesa y el fruto. Recogió laboriosamente todo el arsenal que llevaba consigo, la carpeta, el bolso, el chal, la gabardina, se le olvidaba el cassette, volvió por él y se le cayeron al suelo las fotocopias, le ayudé a recobrarlas, se echó a reír cuando nos encontramos a gatas debajo de la mesa, cada uno con un puñado de folios en la mano. La vi marcharse al lado del fotógrafo, un barbudo muy alto, con zamarra y coleta, y me sorprendí preguntándome con desagrado y casi hostilidad hacia él si serían amantes: no necesito estar enamorado de una mujer para sentir celos, con sólo que me guste un poco ya empiezo a concebir posibles agravios y a mirar con prevención y rencor a cualquier hombre que ande cerca de ella. No volví a verla en el auditorio durante las sesiones de la tarde, ni tampoco en el vestíbulo ni en la cafetería. Dos o tres veces la confundí con otra rubia que se le parecía desde lejos. Ya de noche, mientras abandonaba aturdido de sueño los corredores vacíos del palacio de Congresos, pensaba que las ganas de dormir eran más fuertes que el deseo de encontrarme con ella. Pero me había dicho que estaba alojada en el mismo hotel que yo: retirarse pronto, comer algo ligero en el bar y tomarse una sola copa antes de ir a la cama a una hora nórdica era también seguir buscándola sin necesidad de confesarme abiertamente la evidencia incómoda de que me apetecía mucho estar con ella. La oí reír en cuanto entré en el hotel, cuando subía las escaleras de mármol hacia la recepción. Me llamó por mi nombre, hice como que iba distraído y tardaba en darme cuenta y la saludé con un gesto de la mano que en seguida me pareció perfectamente estúpido: estaba con ella, desde luego, el fotógrafo, que le tenía echado un brazo odioso sobre los hombros y se apresuraba a darle fuego cada vez que cogía un cigarrillo, aunque él no fumaba, y también un gordo de pelo albino y modales opulentos que no se había quitado de la solapa la insignia plastificada del congreso y resultó ser una implacable autoridad en los viajeros norteamericanos por España, desde Washington Irving a Ernest Hemingway. Cuando llegué estaban cenando: Allison me los presentó y el gordo me propuso que me quedara con ellos. A los pocos minutos ya había descubierto dos cosas: que el fotógrafo era homosexual, lo cual no dejaba de ser un alivio, y que el gordo, un asesor o directivo de la revista para la que trabajaba ella, no tenía la menor intención de callarse en toda la noche, al menos hasta que no hubiera volcado sobre nosotros la última nota a pie de página de su aplastante erudición. Lo sabía todo, había estado en todas partes, incluso en Mágina, le sorprendió mucho enterarse de que yo era de allí, se había extenuado recorriendo todas las carreteras y los paradores de España y devorando todos los platos regionales y asistiendo a todas las semanas santas y sanfermines y fiestas de moros y cristianos sin enterarse de nada ni aprender más que dos o tres palabras españolas que repetía con un acento infecto, nos hablaba de su segunda y su tercera y su cuarta mujer con una repulsiva falta de pudor, llamaba Papa y el Viejo a Hemingway, como si hubieran sido amigos del alma y se hubieran apoyado codo con codo en las barreras de todas las plazas de toros, bebía vino, rojo y sofocado, y se reía a carcajadas con la boca abierta, dándome golpes brutales en la espalda, y yo veía a Allison atender sonriendo, con educación y tal vez fastidio, apoyando el codo en el filo de la mesa, delante del plato que apenas había probado, y el mentón en la mano que sostenía el cigarrillo muy cerca de las uñas sin pintar, me miraba un instante, ladeaba la cara y alzaba las cejas, como pidiéndome disculpas, el fotógrafo, más bien borracho, se partía de risa con los exabruptos norteamericanos del gordo, que ahora fingía que mascaba un puro y hablaba entre dientes para imitar a Hemingway: yo pensaba con desesperación que aquel tipo no iba a callarse nunca, que estaba cansado y se me hacía tarde y a la mañana siguiente debía trabajar, que me había dejado coger para nada en un cepo absurdo, en una telaraña de palabras, dilaciones, cigarrillos y copas.

Hubiera querido tener el coraje de levantarme indignado y decirle a aquel bocazas que no siguiera enhebrando idioteces sobre mi país, que no éramos una tribu sanguinaria y exótica de matadores de toros ni una caterva de aborígenes entregados a la perpetua celebración de nuestras fiestas vernáculas. Tenía que irme pero no me iba, con los codos pegajosamente adheridos al mantel, imaginaba que me levantaba y les decía buenas noches aprovechando un resquicio de silencio en las explicaciones y las historias embusteras del gordo y que Allison me despedía sonriendo y se quedaba con ellos, mejor así, mejor acostarse y descartar tranquilamente una aventura sexual que incluso podía ser inverosímil, figuraciones mías, de tu imaginación calenturienta, diría Félix riéndose cuando se lo contara, es uno de sus adjetivos preferidos. Me armé de valor, me negué a aceptar otra ronda, miré el reloj y dije que me iba, furioso, enconado conmigo mismo, sonriendo, y hasta es posible que me hubiera levantado si Allison, con una naturalidad que me desconcertó, no hubiera puesto su mano sobre la mía para decirme que esperara un poco, la retiró en seguida pero el tacto suave de la palma y de las yemas de los dedos, que hicieron sobre mis nudillos una presión fugaz, se extendió a todo mi cuerpo en una cálida ondulación que por primera vez desde la madrugada anterior lo revivía. Extrañamente el gordo y el fotógrafo no parecieron advertir nada, y de hecho ella ahora no me miraba, dedicando una atención soñolienta a las carcajadas de los otros, pero la mano que había presionado sigilosamente la mía aún estaba posada en el mantel, como un secreto ofrecimiento, se alargaba para tomar un cigarrillo, sujetaba mi muñeca cuando yo le tendía el mechero encendido, los dedos finos y nerviosos rozaban migas diminutas de pan o hebras de tabaco sin que ella se diera cuenta de esos gestos que sólo yo percibía. Me había dicho que esperara, pero tal vez no era más que una actitud de cortesía, desconfiaba de nuevo, me impacientaba, si nos levantábamos todos lo más probable era que subiésemos juntos en el ascensor y que ellos tuvieran sus habitaciones en el mismo piso, un educado good night y una pesadumbre de soledad y de estafa cuando caminara solo por el pasillo, con la llave en la mano, otra noche en balde, como casi todas, y mañana falta de sueño y dolor de cabeza, el aburrimiento del trabajo y la búsqueda nunca saciada de mujeres, no exactamente por una imposición invencible del deseo, sino por la sola costumbre de imaginar y elegir, por el miedo a volver sin compañía de nadie a la mezquina soledad de una habitación vacía. No podía creerlo, pero el gordo estaba llamando al camarero y extraía ampulosamente de su cartera una tarjeta de crédito haciendo el ademán de espantar con la mano el dinero que los demás ofrecíamos: así que no estaba en el hotel, si hubiera tenido habitación se habría limitado a firmar la cuenta, pero quedaba el fotógrafo, a lo mejor él no se iba y proponía otra copa, ni muerto, me juré, y si se marchaban los dos qué haría yo con ella, tenía que decidirme en segundos, si tomábamos el ascensor estaba perdido, era incapaz de sugerirle que se viniera conmigo, se acababa el tiempo, en unos minutos todo sería irreparable, el gordo me sacudía la mano y yo lo invitaba con una sinceridad calurosa y absurda a visitar de nuevo Mágina, y hasta le di el teléfono de la casa de mis padres, el fotógrafo me dijo adiós bostezando, se despidieron de Allison, faltaban segundos para que nos quedáramos solos y yo aún carecía de una estrategia razonable, el gordo la abrazó engulléndola como un oso polar, con su irrompible entusiasmo americano, los pies de Allison, calzados con unas botas cortas, se alzaron del suelo, y cuando los vio subir a un taxi al otro lado de las puertas automáticas se pasó una mano por el pelo, dejó caer perezosamente los hombros y dijo que ya temía que no se fueran nunca. Está muy cansada, pensé, va a despedirme con esa afable indiferencia de los anglosajones y hasta es posible que con un beso en los labios que no significará absolutamente nada. Siempre se lo digo a Félix: los extranjeros no son como nosotros. Uno aprende sus idiomas, esconde como puede su complejo de inferioridad español, imita sus costumbres, adopta sus horarios y se habitúa a vivir en sus ciudades, pero da igual, no acaba nunca de entenderlos, jamás será uno de ellos. Decidí que en realidad no me importaba no acostarme con ella y que no tenía nada que perder: dije que la invitaba a una última copa en el bar del hotel tan desalentadamente como si ya me hubiera contestado que no y me sorprendió la facilidad con que aceptaba. Pero volvimos al bar y el camarero ya estaba apagando las luces. ¿Me arriesgaría a proponer una salida a las calles desapacibles y hostiles de Madrid, a una búsqueda seguramente desengañada de bares que ya estarían cerrados o a punto de cerrar? Sin decir nada nos acercamos al mostrador de recepción y esperamos a que nos dieran nuestras llaves. Allison balanceaba mecánicamente el lastre de la suya mientras nos encaminábamos hacia el ascensor. Aventuré, por decir algo, que el gordo era muy simpático, pero que tal vez hablaba demasiado: el inglés permite circunloquios que en español serían afirmaciones brutales. Ella dijo que le parecía un individuo odioso, parodió con exactitud fulminante una de sus afirmaciones sobre España y los dos nos echamos a reír: la risa, el modo en que me miró cuando me hice a un lado para que entrara delante de mí en el ascensor, actuaron sobre mi estado de ánimo como la presión de sus dedos o el roce casual de sus pies con los míos mientras estábamos cenando. Me contaba algo a lo que yo no atendía y permanecíamos inmóviles y más bien separados entre los espejos del ascensor, procurando que nuestros ojos no se encontraran en ellos, mirando los números rojos que se sucedían para aproximarnos al final de la tregua. Yo miraba su escote y la hendidura de penumbra que separaba sus pechos y pensaba con incredulidad que tal vez me bastaría una palabra para acariciarlos y besarlos, para morder golosamente dentro de mi boca sus pezones mojados de saliva. Rígido, avergonzado, cerraba los ojos y apretaba los dientes rogando que mi excitación no se hiciera ostensible. Me correspondía a mí bajarme antes: me pareció que la puerta se abría con una cruda brusquedad y vi frente a nosotros el pasillo enmoquetado y una acuarela de veleros anclados en un muelle. Ahora fue Allison la que se hizo a un lado para que yo saliera. La opresión en el pecho, la ingravidez en el estómago, la conciencia aguda de cada segundo de indecisión y de silencio. Ya en el pasillo, mientras ella se recostaba en la pared de cristal, su pelo rubio deslumbrado desde arriba por la luz fluorescente, le dije sin premeditación ni esperanza que me gustaría que se quedara conmigo. Justo entonces la puerta se estremeció antes de cerrarse y extendí rápidamente la mano para evitar no sólo la catástrofe, sino también el ridículo. Echó a un lado la cabeza, con una lenta sonrisa en sus labios pintados de rojo, dijo que sí y salió del ascensor encogiéndose de hombros.

De modo que increíblemente lo que yo había deseado iba a suceder. Procuré que no me temblara la mano al introducir la llave en la cerradura. Ahora hablábamos los dos, nerviosos, impacientes, hipócritas, como si aún estuviéramos en una situación neutral. Sobre el televisor, la bolsa de lavandería que llevé a Granada me recordó en un relámpago que veinticuatro horas antes había estado a punto de morir. Abrí el minibar murmurando con aire despreocupado una canción y Allison, a mi espalda, la reconoció en seguida y cantó en voz baja el estribillo: My girl. Me volví hacia ella con dos vasos de cerveza espumosa en las manos: se había quitado los zapatos y se había sentado en la cama con las piernas cruzadas. Bebió un trago de cerveza, se limpió la espuma de los labios y siguió contándome tranquilamente no sé qué historia sobre el gordo que había empezado en el ascensor. Pensé con impaciencia, casi con espanto, que si uno de los dos no hacía algo continuaríamos hablando educadamente hasta el amanecer. Me senté junto a ella y las plantas de sus pies se apoyaron en mi costado: llevaba unos calcetines cortos, de colores vivos, con dibujos, más bien incongruentes, tan ajenos en apariencia a ella como sus cortas uñas sin pintar. Se quedó callada, incómoda, con el vaso en la mano, sin mirarme, oscilando ligeramente sobre la cama mientras repetía con los labios apretados la canción de Otis Redding. Su cara cambió cuando me incliné para besarla: se transfiguraba ella entera, me apartó de sí después de agitar convulsamente su lengua en mi boca y se echó con un gesto brusco todo el pelo hacia atrás, se le afilaban los rasgos, me miraba sin sonreír, con una desarmada seriedad parecida al abandono y al miedo, se tendió de espaldas y el pelo dejó de cubrirle la frente y los pómulos y tuve la sensación de estar descubriendo las facciones de otra mujer, menos joven, mucho más deseable, aterrada, con las pupilas fijas, con una expresión de avidez y fatalidad en la boca entreabierta, en la cara manchada de saliva y carmín que se contraía en un gesto de expectación dolorosa cuando intentaba levantar la cabeza para mirar cómo iba siendo desnudada. Ya no hablábamos, ya no nos acogíamos a la mediación y a la mentira de las palabras, nuestras respiraciones apuraban con una furia sin dilación ni ternura el aire que se enrarecía entre nosotros, no teníamos pasado ni nombres ni dignidad ni pudor, no estábamos en Madrid ni en ninguna otra parte del mundo, sino en la convulsión de nuestros cuerpos acoplados, enlodados de sudor, desconocidos y respirando el uno contra el otro, mi lengua lamiendo su boca y su nariz y sus párpados, sus dientes mordiéndome mientras desfallecía y rodeaba mis caderas apretando en mi espalda los talones, pero ni siquiera al final cerró los ojos, los mantenía abiertos y sus pupilas ansiosas y espantadas seguían mirándome aunque sólo podían ver una sombra, yo me contenía desesperadamente y vislumbraba en un confín de mi memoria los faros de un camión y las líneas blancas de una carretera, pero estaba vivo y me arrastraba un ímpetu solitario de entrega y de culminación, no quería rendirme, no quería que el deseo acabara, ella se había tensado como un arco debajo de mí y me había levantado con la contundencia de un golpe de mar mientras se quejaba como en sueños con los ojos abiertos, pero ahora doblaba de nuevo las rodillas y me envolvía las caderas con los muslos y empezaba otra vez a moverse, con un ritmo lento y circular, yo apoyaba en la almohada las palmas de las manos y me desprendía de su cuerpo y entonces ella intentaba levantar la cabeza para mirar hacia la sombra húmeda donde mi vientre chocaba con el suyo, el pelo húmedo en las sienes, la frente ancha que yo veía por primera vez y que modificaba la forma de su cara, los tendones del cuello y las clavículas sobresaliendo descarnadamente de la piel: ahora, decía avariciosamente, ahora, ahora, los huesos de sus caderas chocaban contra mí, se hundían sus dedos en mi espalda, la domaba a mi ritmo, abría los ojos y los suyos estaban todavía mirándome, y hundía la cara en su cuello para no ver todo el sufrimiento de una vida de la que no sabía nada y no quería saber nada, ahora, repetía en mi oído, dijo mi nombre, Manuel, y cuando yo dije el suyo muchas veces seguidas con una entonación que no tenía nada que ver con mi voz sentí la alegría y el miedo de haberme aliado a una mujer desconocida que era exactamente igual a mí, a lo mejor y a lo más inconfesable y despojado y desesperado de mí mismo. Era posible que todavía estuviera muerto, que mi cuerpo fuera un guiñapo sangriento incrustado en chatarra bajo las ruedas de un camión: incluso entonces esa mujer estaría conmigo, abrazada a mí, abierta, despeinada, desnuda, arrodillada entre mis muslos, enaltecida por el conocimiento y el dolor, desvergonzada y pudorosa, incorporándose para quitarse un pelo rizado de los labios, sabia y vulnerable, entregada y hermética, tapándose el vello denso y oscuro del pubis con la mano en la que apretaba una pastilla de jabón cuando descorrí la cortina de la ducha y la abracé de nuevo entre el vaho caliente, marchándose antes del amanecer para regresar a otro país y a otra vida de la que yo no sabía nada, apareciendo de improviso en la cafetería de un hotel de Nueva York, transfigurada, con su traje masculino y su gabardina verde oscuro, con la sonrisa como una mancha roja en la cara circundada por los rizos del pelo. Pero también ahora, en Nueva York, era otra, puedo pasarme toda la vida mirándola y nunca será igual que unos minutos antes: ahora no era rubia, hablaba un español de Madrid y ya no se llamaba Allison: no me había engañado, protestó, riéndose de mí, cuando nos conocimos yo no le pregunté cómo se llamaba, ella nunca me dijo que ése fuera su nombre.