ME REBELABA EN SILENCIO contra ellos, bajando la cabeza, procurando no mirar a sus ojos, no ver sus caras endurecidas por la obstinación del trabajo y de la voluntad, por el estupor de no entender y la decisión de no aceptar lo que no comprendían y les daba miedo. El mundo había cambiado a su alrededor, había en casa televisión y frigorífico y cocina de gas y hasta un grifo de agua corriente en el patio, había tractores en el campo y máquinas de cavar y segadoras, pero en ellos la única novedad era el asombro, porque el recelo que ahora sentían no era sino una derivación del miedo de siempre, del terror vivido, aprendido y heredado, del hábito de hablar en voz baja y con medias palabras y no poseer más garantía de supervivencia que la mansedumbre y la reclusión inquebrantable en los lazos de sangre. De qué manera había cambiado todo, que rápido, como en esas películas en las que se ve a una pareja de granjeros pobres y recién casados que cortan y amontonan fatigosamente troncos en medio de un valle salvaje, y empiezan a construir una cabaña, y en seguida la cabaña está terminada y es invierno y sale humo por la chimenea, y en el interior, junto al fuego, la mujer amamanta a un niño rubio, y en un parpadeo de los ojos el granjero mísero va vestido con levita y sombrero blanco y conduce un coche de caballos por una alameda que no ha tardado ni dos minutos en crecer, y en el siguiente fotograma el niño que hace nada era amamantado es adulto y se despide de su madre para ir a la guerra, y vuelve de ella al cabo de varios años, y sus padres tienen el pelo blanco y lo reciben en el porche de una casa con columnas delante de la cual no hay un coche de caballos, sino un automóvil, y ya no hay manera de saber quién es el padre ni quiénes son los hijos ni de quién es el funeral que se celebra en un cementerio con césped unos segundos antes de que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las palabras «The end». Pues a esa velocidad se transfiguraban las cosas, no ya en los relatos de los viajeros que venían de Madrid contando maravillas, sino en la misma Mágina, y a ellos les pasaba en la realidad igual que viendo las películas, que se les iba el hilo, que no reconocían los cambios de los personajes, que no alcanzaban a cubrir los tiempos eludidos entre los fotogramas ni a vincular el pasado inmediato con el vertiginoso presente. Que un niño de pecho se convierta en adulto en dos minutos de película ofendía el riguroso sentido de la verosimilitud de mis abuelos, pero no era más concebible que un guarnicionero al que habían conocido siempre cosiendo albardas y jáquimas en un portal fuera ahora un magnate de la ferretería, por ejemplo, o que un triste vendedor a comisión de máquinas Singer poseyera una cadena de tiendas de electrodomésticos y condujera un Dodge Dart. Todo era inverosímil: las familias en cuyos cortijos trabajaba mi abuelo en su juventud ahora estaban en la ruina, y sus palacios eran derribados para construir bloques de pisos. Los hijos desobedecían a los padres y abandonaban el campo para trabajar en la construcción, en los talleres de coches o de carpintería metálica; las mujeres fumaban en público y llevaban pantalones, los hombres se dejaban el pelo largo y parecían mujeres, a los cantantes no se les entendía, se estaba volviendo habitual el escándalo: contaban que un hijo del subcomisario Florencio Pérez, que iba para cura, abandonó de repente el seminario y se hizo comunista y ateo, y cuando vino a Mágina traía el pelo por los hombros y una barba sucia y enredada, así como una novia o amante extranjera con una falda tan corta que se le veían las bragas. «¡Casas de veinte pisos!», declamaba mi abuelo Manuel, «¡Cintas magnetofónicas! ¡Máquinas de varear los olivos!». Platos de duralex, muebles de formica que relegaron como una vergüenza a los pajares las pesadas mesas y aparadores y las sillas de anea en las que anidaban las chinches, neveras que enfriaban las cosas sin necesidad de cargarlas de hielo, estufas de butano, braseros eléctricos… Pero todo, en el fondo, era falso: la carne de los pollos gigantes sabía a paja, los huevos de las gallinas condenadas al insomnio en las granjas modernas tenían las yemas pálidas y no alimentaban, la leche de botella debilitaba a los niños, el butano era más venenoso que el humo de un brasero mal apagado y podía estallar como una bomba derrumbando casas enteras, la luz de los televisores podía dejarlo ciego a uno, los cantantes de la televisión en realidad no cantaban, sólo movían los labios y agitaban las caderas, la mitad de las noticias que daban en los telediarios eran mentiras, los americanos no habían llegado a la Luna, si se continuaba abandonando la tierra aquel simulacro de prosperidad se hundiría para devolvernos al año cuarenta y cinco, a los tiempos más negros del hambre.

Bajo el brillo como de tecnicolor que había adquirido el mundo ellos sospechaban la torva perduración de todas las viejas amenazas: no confíes en nadie más que en ti mismo y en los tuyos, no te señales nunca en nada, que no se te olvide lo que les pasó a tantos que se destacaron por ambición o imprudencia, o ni siquiera eso, que tuvieron mala suerte y fueron arrastrados cuando llegó la venganza como por una inundación: el vecino de la casa de al lado, o su hijo, aquel que vivía en Madrid y escribía en los periódicos y murió en un tiroteo con los guardias civiles, el pobre tío Rafael, que se pasó diez años en el servicio militar y volvió medio tísico y comido de piojos y de feroces sabañones que al cabo de casi treinta años seguían lacerándolo, el teniente Chamorro, asediado siempre por la policía, tan habituado como un ladrón a las humedades y a las humillaciones de la perrera. En la huerta, cuando el teniente Chamorro, en los descansos del almuerzo, hablaba de la revolución social y de la colectivización de la tierra, el tío Rafael lo escuchaba embobado y mi padre se quedaba mirándome de soslayo y yo lo notaba cada vez más incómodo. En invierno, hacia las diez de la mañana, comíamos embutidos y carne con tomate en la casilla, al calor de la lumbre, y en verano buscábamos la sombra fresca de un granado y mi padre me mandaba a buscar tomates, cebollas, pimientos y guindillas que yo lavaba bajo el chorro helado de la alberca y luego él cortaba en trozos menudos y aliñaba con aceite y sal en una fuente de barro, y el tomate carnoso y fresco y los trozos de pan untados en aceite tenían en el paladar un sabor inmediato de paraíso y de abundancia que otorgaba una sagrada materialidad a las invocaciones libertarias del teniente Chamorro: la tierra era pródiga y agradecía el trabajo honrado y cuidadoso, sólo algunos hombres rapaces la convertían en un infierno envenenado de necesidad y de usura, y alguna vez, en el porvenir, igual que en los primeros días de la humanidad, la única tarea noble sería el trabajo de las manos y el de la inteligencia, y el dinero y la explotación del hombre por el hombre se habrían olvidado. Mi padre, tan indiferente a la fatiga y a la somnolencia como al resplandor de aquellas profecías, se ponía en pie, limpiaba su navaja en el pantalón, daba una palmada. «Venga, a trabajar, que se os van las horas muertas diciendo tonterías». El teniente Chamorro, viejo y digno, con su boina sucia y sus gafas graduadas, movía la cabeza mientras tapaba su fiambrera y respondía con palabras aprendidas en los ateneos de su juventud. «Protesto enérgicamente. El peor enemigo de la libertad y de la justicia no es la dictadura de Franco, sino la ignorancia de los pobres». El teniente Chamorro había aprendido a leer y a escribir durante su servicio militar en el cuartel de Mágina, donde alcanzó el puesto de cabo mecanógrafo un poco antes de que empezara la guerra. Se enroló en las milicias que combatieron en la Sierra el avance de los facciosos desde la provincia de Granada, y con sorpresa suya descubrió que tenía aptitudes para la estrategia y el mando. Por iniciativa del comandante Galaz fue enviado a la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, de donde salió con el grado de teniente de Artillería. Fue apresado en la retirada de Cataluña, pasó varios años en la cárcel y cuando lo soltaron volvió a Mágina para trabajar otra vez a jornal en el campo. Pero seguía leyendo cualquier libro que encontraba con la misma pasión con que había leído casi todos los de la biblioteca del cuartel, y tenía una máquina de escribir donde mecanografiaba con lentitud y paciencia recuerdos de su vida y prolijos tratados de economía libertaria cuyas hojas iba quemando por prudencia a medida que las terminaba. Algunas tardes y casi todos los domingos bajaba a la huerta con el tío Pepe y el tío Rafael para ayudar a mi padre. Si faltaba varios días seguidos era que lo habían llevado preso a la perrera, no porque hubiera conspirado, pues según decía ya le faltaban fuerzas y entusiasmo, y lo cansaban la inutilidad, la poca ventilación y el exceso de humo de las reuniones clandestinas, sino por costumbre, porque el general Franco iba a pasar cerca de Mágina camino de sus cacerías en la Sierra o porque se anunciaba la visita a la ciudad de un ministro o de un arzobispo. Entonces el subcomisario Florencio Pérez, que era amigo suyo de la infancia, iba a su casa con una expresión patética de contrición y de luto y le decía, sentado en la mesa camilla, tomando tal vez un dulce y una copa de aguardiente que la mujer del teniente Chamorro le ofrecía como a una visita de respeto: «Chamorro, no tengo más remedio, me veo en la triste obligación de cumplir con mi deber».

Tres patas para un banco, decían ellos de sí mismos, el tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro, bajando por el camino hacia la huerta de mi padre, el tío Pepe y el tío Rafael, que eran hermanos y no se parecían en nada, montados en un burro grande y resabiado que al menor sobresalto echaba las orejas hacia atrás y descubría los dientes, señal de que tenía la intención de morder, el teniente Chamorro en una burra diminuta que se quejaba en las cuestas como un ser humano bajo el peso de su dueño, al que le arrastraban los pies calzados con unas abarcas de goma de neumático. El tío Rafael era flaco y pequeño, no tenía suerte en la vida, se quejaba, nada le salía bien, compraba un burro y lo engañaban, se iba al servicio militar y lo soltaban siete años después, lo llevaron a la guerra y combatió en las batallas más feroces, en la ofensiva de Teruel los pies se le helaron y estuvo en nada que se los tuvieran que cortar, como al cojo que vendía pipas y alquilaba novelas y tebeos en la plaza del General Orduña. El tío Rafael vestía chaquetas viejas y jerseys de pobre, con los puños deshilachados, y aunque era muy limpio parecía siempre que llevaba sin afeitar varios días, se mataba trabajando sin fruto, su único hijo varón se le había ido a Madrid, dejándolo solo. El tío Rafael hablaba poco y muy bajo, como pidiendo perdón. El tío Pepe era alto, vigoroso y seco como un álamo en invierno, bajaba a la huerta con traje y chaleco de pana, sombrero de fieltro y unas botas de orejas que jamás estaban sucias de barro ni de polvo, hablaba con circunloquios doctorales, se detenía tan minuciosamente en los pormenores de cada tarea que acababa siendo un perfecto inútil, nunca tenía aire de fatiga, de malhumor ni de amargura, le daba palmadas animosas al tío Rafael, venga, hermano, no te pongas así, que tampoco será para tanto, lo admiraba todo, me señalaba con un cuidadoso dedo índice la punta del primer brote en las ramas todavía peladas de una higuera o un tallo ínfimo de trigo recién aparecido en la tierra, fíjate, sobrino segundo, parece que está muerta pero las semillas se mueven por dentro igual que las lombrices, consagraba horas de sosiego budista a liar cigarrillos o a recortar un trozo de badana para adherirlo al interior de la bota y que no le rozara los juanetes, se ponía a contar algo y nos exasperaba a todos, la más breve narración se le perdía en ramificaciones y en exactitudes, y cuando emprendía el relato de la noche en que se volvió de la guerra éste duraba casi tanto como aquella aventura: el tío Pepe se volvió de la guerra como quien se vuelve del campo porque lo ha sorprendido la lluvia. Lo alistaron casi al final, en Caballería, le dieron una sumaria instrucción, un fusil y un mulo y lo mandaron al frente. Del mulo todavía se acordaba: alto, decía, castaño oscuro, muy noble, con cara de bondad, iba montado en él, se hacía de noche, oía retumbar cañonazos, veía en las cunetas cadáveres de mulos y de caballos con los vientres abiertos y gusaneras en las vísceras, y él pensaba, hay que ver, con el apaño que me haría a mí en Mágina un animal así, tan absorto iba pensando en sus cosas que se fue quedando rezagado, y cuando quiso acordar era noche cerrada, se puso a llover, pensó que corría el peligro de constiparse, detuvo al mulo, le dio media vuelta y sin esconderse de nadie ni temer que lo detuvieran o lo fusilaran por desertor tomó el camino de Mágina, llegó al cabo de dos días, ató las riendas del mulo a la reja de su casa y cuando su mujer salió y le preguntó que de dónde venía él le dijo con toda naturalidad: de dónde voy a venir, pues de la guerra. «Por eso la perdimos», decía el teniente Chamorro, «por aquel desbarajuste que había en nuestro bando». Yo me cansaba de oírlos, terminaba rápidamente de almorzar y me iba bien lejos para fumar un cigarrillo sin que me viera mi padre. El teniente Chamorro no fumaba ni bebía ni entraba nunca en las tabernas, que eran pozos abiertos por el capital, decía, para ahogar en vino la rabia de los pobres. «¿Y qué ha sacado usted de todo eso, de tantas palabras y tantas penalidades?». Mi padre lo desafiaba, de pie ante él, más fuerte y más joven, con un orgullo íntimo que yo le conocía muy bien, el de haber adquirido su tierra sin ayuda de nadie y haber convertido en pocos años aquella huerta abandonada en una de las más fértiles de Mágina. La primera vez que me llevó a ella era una vaga extensión de tierra yerma, con las acequias borradas por malezas secas, con la casilla y los corrales en ruinas, con la alberca densa de ovas y casi desaparecida entre haces de juncos. Durante años lo sacrificó todo, vendió la casa de la Fuente de las Risas, se entrampó con usureros, trabajó desde el amanecer hasta mucho después de la caída de la tarde y hasta tuvo que humillarse ante mi abuelo Manuel para que nos admitiera indefinidamente en su casa de la plaza de San Lorenzo. Pero ahora la tierra desaparecía bajo un verdor como de selva geométrica y el agua brotaba sin límite por el chorro de la alberca y cada tarde, fuera invierno o verano, subíamos al mercado una gran carga de hortalizas, y criábamos cerdos y vacas y era posible que muy pronto tuviéramos una máquina de cavar y un Land Rover. Él, mi padre, era el dueño, y el teniente Chamorro, con aquellos gestos ceremoniales y aquellas palabras que sonaban a sermones, un peón a jornal. Lo admiraba por saber tanto y haber leído tantos libros, pero no quería dejar que delante de mí prevaleciera su ejemplo. «Pues lo que he sacado, a mi edad, es una salud mucho mejor que la vuestra, porque no meto en mi cuerpo esos venenos que vosotros tomáis. Y lo principal de todo, que voy con la cabeza muy alta, y no he engañado a nadie en toda mi vida ni he abusado de nadie, y no escondo mis ideas aunque me lleven preso y aunque sepa que moriré sin ver instaurada en esta tierra ingrata la instrucción pública y la justicia social. He dicho». «Qué palabras», murmuró el tío Rafael. «Chamorro, has sido siempre un pico de oro»; el tío Pepe hizo ademán de abrazar al teniente Chamorro, pero él lo apartó echando a un lado la cara, y me pareció que debajo de los cristales de las gafas se limpiaba una lágrima. Era un hombre pequeño y fornido, a pesar de la edad, con la cara aplastada, con una vigorosa y delicada eficacia en el trabajo de la huerta. «Tú estudia mucho», me decía, «lee todos los libros que puedas, aprende idiomas, hazte ingeniero o médico o maestro, pero si subes gracias a tu esfuerzo y al sacrificio de tus padres no les vuelvas la espalda a los que no han tenido las mismas oportunidades que tú. Tu padre es un poco raro, y parece muy serio, pero aunque no te lo diga se muere de orgullo cuando le llevas notas altas. Dice que escribes a máquina con los diez dedos, que entiendes a los extranjeros y que puedes leer sin mirar al papel, como los locutores esos de la televisión. Estudia mucho pero aprende también a cavar y a regar y a coger aceituna y a ordeñar las vacas. El saber no ocupa lugar, y todo lo que tenemos viene de la tierra y del trabajo, y nunca sabe nadie lo que le traerá el día de mañana».

Creía con inquebrantable candidez en esas cosas: que el saber no ocupaba lugar, que el mundo era un pañuelo, que preguntando se llegaba a Roma, que la mejor lotería era el trabajo y la economía. Yo trabajaba junto a ellos, desde el amanecer los domingos y en los días de vacaciones, con una mezcla de involuntaria ternura y enconado desdén los veía rudos, monótonos, ignorantes, pero también leales y dignos en virtud de un instinto que sólo ellos poseían y les era tan propio como el color cobrizo de la piel o la aspereza y el vigor de las manos. Cuando mis compañeros, en vísperas de Navidad o a finales de mayo, aguardaban con una impaciencia nerviosa a que acabaran las clases, yo contaba los mismos días con desconsuelo, pensando que no vería a Marina, que tendría que madrugar y quedarme en los olivares o en la huerta desde que saliera el sol, limpiando cuadras, echando el pienso a las vacas y a los cerdos, arrancando patatas o cebollas o cavando la tierra o arrastrándome sobre ella para recoger aceituna. Al principio me dolían todos los huesos y se me levantaba la piel de las manos, pero luego la cara se me ponía morena y los brazos musculosos y notaba una energía desconocida en mi cuerpo y las palmas de mis manos adquirían una dureza semejante a la del cabo de una azada. Y por las noches, cuando volvía exhausto y me lavaba a manotazos con agua fría en la cocina, cuando me cambiaba de ropa y salía a buscar a mis amigos o a rondar la calle donde vivía Marina, me sentía a la vez fuerte y distinto a los otros, mayor que ellos, con una plenitud física mezclada de furia y de amargura que ellos no podían conocer. Las clases, los exámenes, me parecían obligaciones pueriles: no estudiaba, como otros, para que mi padre me comprara una bicicleta o me llevara de vacaciones a la playa, sino para ganarme un porvenir no atado a la tierra, para irme pronto de Mágina sin morirme de hambre. Cada uno de mis amigos había elegido ya su vida futura, y hasta el réprobo Pavón Pacheco estaba seguro de su porvenir como proxeneta y legionario. Martín quería ser científico; Serrano, que hasta los quince años había aspirado a ingresar alguna vez en la mafia, en calidad de pistolero, ahora quería convertirse en poeta o en guitarrista de rock; Félix se preparaba a conciencia para estudiar clásicas y lingüística y hacerse profesor. Pero no había nada que yo quisiera ser exactamente el día de mañana, como decían con reverencia mis mayores: no quería ser algo, sino ser alguien, una figura solitaria y novelesca concebida en la infancia, hecha irresponsablemente de personajes de películas, de aventureros de novelas y de tebeos, de desconocidos que pasaban por la plaza de San Lorenzo y a los que yo me quedaba mirando como si prefigurasen mi apariencia futura, la identidad escondida y cambiante que yo deseaba para mí, y a la que en los últimos tiempos había añadido el pelo largo y la barba y los viajes no por el centro de África ni por los mares del Sur en busca de islas desiertas sino por las carreteras de Europa y de los Estados Unidos. Quería ser algunas veces como el dueño del Martos, que recibía del extranjero aquellos discos imposibles de escuchar en la radio o de conseguir en las tiendas de Mágina: había sido, se contaba, marinero en un barco mercante, había vivido en Amsterdam, se había dedicado al contrabando en fronteras y puertos tropicales y ahora, hacia los treinta años, retirado de todo, cansado de aventuras, regentaba su bar y su discoteca como un antiguo forajido que se resigna a la nostalgia y a la legalidad. Quería cambiar a mi antojo de nombre, de ciudad, de país y de idioma, y mientras caminaba solo por las calles de Mágina o trabajaba en silencio en la huerta, al lado de mi padre, estaba inventándome de manera incesante pasados y porvenires, y había días y semanas enteras que dedicaba a la invención detallada de una sola vida, en París, por ejemplo, con diecinueve años, con una novia nórdica, descargando frutas en los mercados y escribiendo piezas de teatro del absurdo en una buhardilla, o en San Francisco, de batería de rock, viviendo con Marina, que había dejado un matrimonio infeliz en España y había subido a un avión transoceánico arrebatada de nostalgia por mí, y me buscaba entre los hippies de la ciudad, y pasaba hambre hasta encontrarme, y al final me veía por casualidad y casi no me conocía con mi pelo tan largo y mi barba parecida a la del batería de los Credence… Pero en algún momento cualquiera de esas vidas empezaba a aburrirme, notaba un hastío de la bohemia y del sexo que era frecuente en algunas novelas, vislumbraba una desconsolada vejez, y sin salir de la huerta de mi padre ni de mi cuarto en la plaza de San Lorenzo cambiaba por completo de vida, tenía veintisiete años, era corresponsal en Roma y bebía desengañadamente ginebra en una terraza de la Via Veneto, participando con fluidez y desgana en una conversación trabada en diversos idiomas, harto de mujeres cosmopolitas y de aventuras sexuales de una noche. Hubo temporadas en las que renuncié al rock y a las carreteras y fui comandante guerrillero en la sierra de Mágina, donde dirigía con éxito un atentado contra el general Franco, inspirándome con avidez plagiaría en las historias que contaba el teniente Chamorro, y luego entraba en la ciudad, por la calle Nueva, en un jeep descubierto, al frente de una columna de barbudos con estrellas rojas en las boinas y banderas rojas ondeando entre la multitud, sobre las torres de las iglesias, en el balcón de la comisaría, en el pedestal de la estatua otra vez derribada del general Orduña. Yo era un guerrillero frío, sereno, despiadado, con la expresión de Che Guevara en aquella foto que tenía en su habitación la hermana de Martín, que estudiaba segundo en la universidad y nos prestaba a veces discos tediosos de cantantes prohibidos y ejemplares de Mundo Obrero. Yo no tenía compasión con los fascistas hacinados en el patio del instituto —habilitado provisionalmente como campo de concentración—, ni participaba tampoco en las celebraciones tumultuosas de mis hombres. Ahora a quien plagiaba era al comandante Galaz de las narraciones del tío Rafael: alto, solitario, implacable en el mantenimiento de la disciplina y la justicia, me encerraba a solas en mi espartana habitación del cuartel general y nadie, ni mis amigos y lugartenientes —Félix, Martín, Serrano—, conocía el secreto que me atormentaba. Una noche, a oscuras, bajo la lluvia, montaba solo en un jeep y me dirigía a cierto chalet de la colonia del Carmen que gracias a mis órdenes expresas no había sido incautado. Bajaba de un salto junto a la verja, soportando con indiferencia militar la lluvia que me chorreaba por el uniforme, hacía sonar la campanilla. Se encendía una luz en el vestíbulo y una mujer joven, despeinada, con mal color pero muy hermosa todavía, Marina, salía a abrirme al jardín con un chal sobre los hombros. Teníamos preso a su marido, un notorio franquista, y bastaría mi firma para que saliera libre. Me suplicaba, con sus grandes ojos verdes anegados en llanto, como decían siempre en las novelas y en los seriales de radio, me juraba que su marido no era un conspirador, me prometía entregárseme, casi me arrastraba a su dormitorio. Tenía desabrochada la blusa y yo podía ver una luz macilenta el inicio de los pechos blancos que había visto desnudos y con los pezones pintados de verde oscuro en un sueño. Yo no le contestaba al principio. Dejaba la azada en el suelo y no seguía arrancando patatas de la tierra oscura y removida, y mi padre decía a mi lado, «pero hombre, que es para hoy, que se te van los pavos». La miraba fríamente a los ojos, ocultando todo el deseo, todo el sufrimiento y la ternura de tantas tardes en las aulas y en los pasillos del instituto, tantos años atrás. Sin decirle nada, hacía allí mismo dos llamadas de teléfono: una al campo de concentración, para pronunciar el nombre odioso de su marido —a quien ella, en lo más íntimo de su corazón, no amaba— y ordenar que lo pusieran inmediatamente en libertad. La otra a la frontera, para que los dejaran salir del país. Sacaba del interior de mi uniforme verde olivo un sobre y se lo tendía a Marina. Eran dos pasaportes. Los dejaba caer, mirándome con sus ojos nuevamente empañados de lágrimas, pero ahora de gratitud y acaso de amor. Me besaba en los labios, quería decirme algo, yo la hacía callar con un gesto, salía al jardín, donde aún diluviaba, dejaba entornada la verja, saltaba al jeep y lo ponía en marcha sin encender los faros y no me volvía para mirarla por última vez.

Te vas a quedar ciego de tanto leer, acabarás cazando moscas con la gorra, cómo pueden caberte en la cabeza tantas palabras, te quedarás sordo con esa música tan alta, qué piensas, que no te fijas en nada, que vas como alelado, se conoce que escribir a máquina te cunde más que coger aceituna. Vivía enfermo de palabras y voces, las palabras silenciosas de los libros y las voces de las canciones y de las emisoras extranjeras que sintonizaba después de media noche, atrapando a veces con un sentimiento de orgullo y de triunfo una frase entera en inglés o en francés, reconociendo nombres, imaginándome que era yo quien hablaba en un estudio iluminado, en el último piso de un rascacielos, imitaba sonidos y acentos con la felicidad de oírme convertido en otro, pero las voces que ahora más me trastornaban no eran las de las emisoras ni las de mis mayores, sino las que sonaban dentro de mí con la perpetua y sucesiva confusión de una radio cuyo sintonizador gira alguien buscando al azar. No quería ser algo, no quería tener una carrera y una novia y luego una esposa y dos o tres hijos y una oficina o un aula y una casa con televisión en color y cocina eléctrica y cuarto de baño, odiaba esa posibilidad con la misma furia con que odiaba quedarme en Mágina y trabajar en el campo, quería no estar atado a nada ni a nadie y no tener raíces, y vivir en la realidad de mi vida de adulto como vivía en las imaginaciones solitarias de la huerta. Ahora mis padres, mis abuelos y mis tíos eran sombras que murmuraban advertencias y recuerdos gastados por el tedio de su repetición. Sus horas de silencio y sus gestos de dolor me resultaban tan indiferentes como las carcajadas y las caras encendidas de sus celebraciones, y cuando llegaba el día del final de la aceituna y había en el campo grandes damajuanas de vino tinto y canastas de tortas de pimentón y las mujeres se morían de risa cantando coplas obscenas, o cuando terminaba la matanza o era el día de mi abuela Leonor y los portales y el corral de la plaza de San Lorenzo se poblaban innumerablemente de tíos y de primos, yo me quedaba al margen, con una botella de cerveza en la mano, emborrachándome con disimulo y suavidad, escapándome a mi cuarto del último piso para oír un disco en inglés y fumar un cigarrillo y para imaginarme que volvía a la ciudad muchos años después, barbudo y enigmático, al amanecer, con un petate de nómada al hombro, huraño y célebre, reconciliado en la distancia con ellos, acompañado por una amante rubia y extranjera con las piernas muy largas que provocaba el escándalo y la envidia en la vecindad.

Comía en silencio, me levantaba de la mesa en seguida, subía a mi cuarto como a la estancia más inaccesible de una torre. Si mi padre quería retenerme, mi madre intercedía en voz baja: «Déjalo, que tiene que estudiar». «Pues no sé cómo puede estudiar con la habitación llena de humo y con el ruido de esa música». Se quedaban sentados frente al televisor, en la habitación donde el reloj de pared al que solía darle cuerda por las noches mi abuelo llevaba años detenido, fijos en la fosforescencia azul de la pantalla, mirando con indiscriminado asombro el espectáculo continuo y fantasmal de los anuncios, de las películas y los noticiarios, y decían que no era bueno que el aparato se calentara y que esa luz podía hacer daño a los ojos. Mi padre durmiéndose en un sillón, agotado por sus madrugones inhumanos, mi abuela Leonor haciendo preguntas sobre el argumento de las películas o la identidad confusa de los personajes, mi madre con las manos siempre ocupadas en una labor de costura o de punto, mi abuelo Manuel adormilado, con ese aire de severidad y de agravio que se le iría acentuando a medida que se adentrara en la vejez. Mi abuela Leonor, cuando me levantaba, me pedía que me quedara un poco a su lado, me cogía la mano para que me sentara junto a ella, ya no hablas conmigo, me decía, ya no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera los tebeos, y yo qué iba a leerte, si casi no sé, y me lo tenía que inventar. Pero me agobiaba esa ternura porque recelaba en ella una trampa para devolverme a la docilidad de la infancia, y ya no me paraba a escuchar las historias de mi abuelo sobre la emparedada de la Casa de las Torres o la bravura de aquel batallón de la Guardia de Asalto que sucumbió entero en la cuesta de las Perdices, me desprendía de ellos, subía de dos en dos las escaleras, sin ver siquiera aquellas habitaciones por las que había deambulado de niño buscando fotografías en el interior de los cajones y objetos misteriosos en las alacenas, sin acordarme del miedo que me daba cuando iba a acostarme y se apagaba la luz y uno de mis tíos me cantaba desde abajo, «ay mama mía mía mía quién será, cállate hija mía mía mía que ya se irá». Me encerraba en mi cuarto, que tenía dos balcones, uno que daba a la plaza de San Lorenzo y el otro a la calle del Pozo y al horizonte abierto del valle del Guadalquivir y de la Sierra, y allí casi lograba sentir la exaltación de estar solo, ponía un disco muy alto, me tendía en la cama con una novela y un cigarrillo encendido, seguro de que nadie subiría a sorprenderme fumando, y ya estaba en mi buhardilla de París o en ese hotel de la frontera mexicana del que hablaba Eric Burdon en una canción: la alta cama de hierro, con los barrotes helados en las noches invernales, la mesa camilla, el baúl y el estante donde guardaba mis libros, mis cuadernos de ejercicios con tapas azules y mis diarios de monótona y exacerbada desdicha. Me asomaba al balcón y era tan intenso mi deseo de irme que de antemano lo veía todo como si estuviera recordándolo. La plaza ya sin árboles, con algunos coches aparcados, la luz amarilla del farol en la esquina de la Casa de las Torres, el pavimento de tierra apisonada donde tantas veces yo había jugado a las bolas o buscado insectos diminutos entre la grama. Pero algunas casas ya estaban deshabitadas, y no había parejas de novios hablándose en las puertas y acogiéndose a la penumbra de los zaguanes. Fumaba en el balcón y veía mi sombra proyectada en la plaza como la figura del héroe sin lealtades ni raíces en quien quería convertirme. En las noches de temporal, cuando el viento y la lluvia sacudían todos los cristales y los postigos de la casa, me imaginaba que vivía en un faro junto al mar, y me gustaba acordarme, encogido y caliente bajo las mantas y la piel de oveja que cubría la colcha, de la noche de invierno en que me contaron que nací. Llegaba al hotel de una ciudad fronteriza y nadie sabía mi nombre ni podía averiguar mi origen. No oía el tráfico ni las sirenas de la policía, como en la canción de Eric Burdon, sino los clamores de los pavos en los corrales de la vecindad y los llamadores en las casas de la plaza, no barrían el techo y las paredes los faros de los coches que pasaban como ráfagas por una autopista cercana, pero si cerraba los ojos y me dejaba adormecer por el tabaco y graduaba el volumen del tocadiscos podía escuchar truenos lejanos y un rumor de tormenta y cascos de caballos mientras surgía de la nada la voz de Jim Morrison cantando como una promesa y una letanía Riders on the storm.