ME ACUERDO DEL INVIERNO y del frío, del azul absoluto en las mañanas de diciembre y el sol helado en la cal de las paredes y en las piedras amarillas de la Casa de las Torres, me acuerdo del vértigo de asomarme a los miradores de la muralla y ver delante de mis ojos toda la hondura de los precipicios y la extensión ilimitada del mundo, las terrazas de las huertas, las lomas de los olivares, el brillo quebrado y distante del río, el azul oscuro de las estribaciones de la Sierra, el perfil de estatua derribada del monte Aznaitín, de cuyas laderas colgaban caseríos blancos y donde por la noche brillan luces como velas de iglesias y faros de automóviles solitarios que cruzan la oscuridad como reflectores antiaéreos y aparecen y desaparecen entre las hileras de olivos y en las curvas de la carretera. En la transparencia delirante del aire las cosas más lejanas adquieren una exactitud de cristales de hielo. Señalaban hacia aquellas montañas y decían que al otro lado estuvo el frente de la guerra, y que el viento del sur traía algunas veces los truenos retardados de una batalla remota. Sobre ese horizonte volaban de vez en cuando aviones enemigos que casi nunca se acercaron a Mágina y apenas eran reflejos metálicos de sol en la claridad del mediodía. De allí, del otro lado de la Sierra, venían los viajeros y los fugitivos, por esas veredas que ascienden desde el valle vino caminando mi abuelo Manuel cuando salió del campo de concentración y en una ladera junto al río recibió Domingo González los dos tiros de sal que lo dejaron ciego: por las camadas de esos olivares subió hacia la ciudad arrastrándose como un perro malherido. Hacia esa única dirección se orientaban todos los caminos posibles, más allá de los terraplenes sin vías del ferrocarril que nunca existió y de la corriente cenagosa del Guadalquivir, en aquellos roquedales que se volvían cárdenos al anochecer habitaban los juancaballos y tenían sus sanatorios los tísicos, que algunas veces venían a Mágina en furgonetas negras cargadas de grandes bidones vacíos de cristal que rebosaban de sangre cuando emprendían el regreso, sangre humana extraída con largas agujas de acero que ellos manejaban con guantes de goma y se limpiaban luego en los faldones de sus batas blancas, sangre de niños que tardaban en volver a casa cuando ya era de noche y veían abrirse la portezuela de un automóvil negro y una mano pálida que los reclamaba ofreciéndoles un caramelo o una onza de chocolate. Luego encontraban sus cuerpos lívidos en un muladar o en el arcén de una carretera y en los brazos o en el cuello les quedaba la señal morada de la aguja que les bebió lentamente la sangre. Veíamos pasar de lejos un ataúd blanco y alguien aseguraba que en su interior yacía, vestido de comunión, con un rosario y un libro con las tapas de nácar entre las manos, un niño atrapado por los tísicos. De vez en cuando se corría la voz por los patios de la escuela o en los corrillos de la plaza de San Lorenzo, han llegado los tísicos, alguien había visto sus largos coches funerarios o escuchado al pasar el ruido con que chocaban entre sí los bidones de vidrio, alguien había estado a punto de que lo atraparan y había huido desprendiéndose de las manos rapaces y frías con guantes de goma y de las caras cubiertas con mascarillas tras las que se oía una respiración sofocada por la avaricia de sangre, y entonces, durante unos días, hasta que el terror se esfumaba igual que había aparecido, nadie se atrevía a quedarse en la calle después del atardecer ni a desviarse del camino hacia la escuela, y mirábamos con espanto los pocos automóviles que circulaban todavía por la ciudad, y se extendía sobre los callejones y las plazuelas de nuestro barrio un silencio prematuro que era como la niebla tenue y violeta que manchaba el aire en cuanto el sol se ponía en las tardes de invierno, un silencio de augurio, poblado por los fantasmas nacidos del miedo de varias generaciones sucesivas, por el eco de los cerrojos y de los llamadores en las puertas, por los pasos de los desconocidos, los borrachos, los asesinos y los locos que perduraban en la memoria acobardada de Mágina y en las palabras siempre clandestinas o ambiguas de nuestros mayores, escoria del miedo y de las desgracias de la guerra.
Me acuerdo de la luz húmeda y dorada tras los días de lluvia y del verde de la hierba recién aparecida en los intersticios de empedrado y de la intensidad con que el sol relucía en ella y me veo a mí mismo desde mi distancia y mi estatura de adulto buscando insectos para guardarlos en una caja de cerillas que me aplicaba luego al oído escuchando el roce mínimo sobre el cartón de sus antenas y sus patas, siempre solo, salvo cuando estaba con mi amigo Félix, siempre mirando de lejos los juegos de los otros, asustado por ellos, que se maltrataban ferozmente entre sí y perseguían con saña a los débiles, a los pequeños y a los tontos, escondiéndome tras la ventana del portal para espiar sin peligro sus juegos y sus conversaciones, imaginándome aventuras que agrandaban el tamaño de los lugares y las cosas, que convertían los mínimos tallos de hierba en árboles de un bosque y los insectos en criaturas prehistóricas como las que había visto en el cine y el portalón cerrado de la Casa de las Torres en la muralla de un castillo, siempre esperando algo que no sabía lo que era, la llegada de mi padre o de mi abuelo Manuel, que vendrían del campo trayendo de reata a un mulo cargado de aceituna, de hortaliza o de forraje, y olerían a barro y a pana y a hierba segada, el regreso de mi madre, de la que me decían que estaba en un hospital y aparecía de pronto cuando ya casi me había olvidado de ella, parada en el umbral de una puerta, desconocida al principio, porque estaba más delgada y más pálida, inclinándose hacia mí para levantarme del suelo y oprimiéndome contra su pecho blando y cálido, llorando en silencio, limpiándome las lágrimas con un pañuelo que sacaba del mandil y que también tenía un olor de enfermedad y hospital.
No veo su cara de entonces, me acuerdo de su pelo canoso y de sus facciones envejecidas de ahora y no quiero imaginarla, igual que no quiero pensar que mi padre no es invulnerable al tiempo ni acordarme de mi abuelo Manuel y de mi abuela Leonor varados en un sofá como en la sala de espera de la muerte, pero alguna vez, cuando la llamo por teléfono desde algún lugar que ella no sabría identificar en los mapas, desde una lejanía que ella sólo puede concebir si la asocia a los paisajes de los sueños y de las películas, oigo su voz y es la misma voz que tenía cuando era mucho más joven, y agradezco su ternura ofrecida y su acento de Mágina y reconozco en ella la inocencia y la angustia, el tono con que me despertaba en las mañanas de invierno cantándome romances mientras abría los postigos y barría las baldosas y tendía las camas. Ésa era la voz que tenía antes de que yo naciera: no la voz de alguien cuya existencia se resume en el hecho de que es mi madre sino la de esa muchacha que tiene un lazo en el pelo y sonríe a la cámara con los labios apretados para que no se le vean los dientes y la de la mujer que posa en escorzo con un vestido de novia, con una manera de mirar y sonreír ladeando la cabeza que quiere parecerse involuntariamente al gesto con que posaban entonces las artistas de cine, apartando con la mano derecha una cortina tras la que se ve una balaustrada y un lánguido jardín francés que tal vez fue pintado hacia los años veinte por don Otto Zenner, apóstol en Mágina de la fotografía de estudio, antecesor y maestro de Ramiro Retratista.
No me acuerdo de su cara y huyo de la culpabilidad de imaginarme cómo será ahora mismo su vida, el progreso de la vejez, el dolor de las articulaciones, la dificultad de subir las escaleras, de mantener limpia la casa, ella sola, sin la ayuda de nadie, de cargar la leña para encender el fuego antes del amanecer, de cuidar y vestir y lavar a mis abuelos, la ciega obligación del trabajo a la que se ha inmolado desde que tuvo uso de razón, siempre obedeciendo a otros, siempre temiendo su crueldad o lacerada por su indiferencia, no creyendo jamás que merecía algo, que habría sido posible vivir de otro modo. Prefiero oír su voz tan joven en el teléfono y no pensar que tiene una vida exterior a la mía en la que apenas ha conocido algo más que el miedo, el trabajo, la necesidad y el dolor. Me despido, cuelgo el teléfono, me desprendo de la nostalgia y del remordimiento y me quedo mirando la ventana de la habitación del hotel o el vestíbulo del aeropuerto desde donde la he llamado para no imaginar la penumbra triste de mi casa, para no verla a ella, que aún sostiene en la mano el auricular como si no se resignara a no seguir escuchándome, como si el pitido de la línea fuera un valioso indicio de que yo todavía estoy al otro lado. Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un minuto de retraso entro en la cabina de traducción que me ha sido asignada, compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como adornos quirúrgicos.
Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono, que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace exactamente la mitad de mi vida. Ya hay timbres y no llamadores de metal en las puertas, la Casa de las Torres es ahora una escuela de artes y oficios, ya están vacías casi todas las viviendas de la plaza y el piso de tierra ahora es de cemento y han terminado de derribar la casa del rincón, que fue la primera donde no vivió nadie y estuvo años cayéndose, la que era de aquel hombre que mataron, dice mi madre, te acuerdas, donde vivió después aquel ciego que se volvía cada pocos pasos y levantaba el bastón y sacaba una pistola amenazando al aire. Pero en el interior de la casa que sigo llamando mía al cabo de tantos años sé que reina ahora la misma penumbra de cuando caminaba solo por las habitaciones en las tardes de invierno y buscaba fotografías y objetos misteriosos bajo la ropa blanca guardada en las cómodas y tras los cristales con visillos de las alacenas, cuando pasaba todo el día en la casa desierta con mi abuela Leonor porque mi abuelo y mis padres se habían marchado al amanecer a la aceituna y espiaba los sonidos de la calle esperando oír los cascos de los animales y las ruedas de los carros y los pasos de los aceituneros que volvían al filo de la noche trayendo consigo como un rumor de ejército fracasado, la puerta abriéndose al aire frío y al escándalo de las voces, los hombres descargando a los mulos sudorosos y el olor a estiércol, a tierra, a hierba, a tela de saco y a jugo de aceitunas machacadas, mi madre despeinada, envuelta en un chal negro con los filos manchados de barro, con las manos ásperas y los dedos desollados de recoger del suelo las aceitunas, mi abuelo entrando en la plaza de San Lorenzo con aire episcopal sobre un burro aplastado por su corpulencia, dando órdenes que estremecen la casa, muy alto, infatigable, iracundo, jovial, exigiendo la cena, volcando el agua helada de un cántaro sobre una palangana, lavándose la cara a manotazos en la cocina donde el puchero de la cena ya hierve junto al fuego. Yo me siento a su lado, le alcanzo un ascua con el pequeño badil de mover el brasero para que encienda un cigarrillo, miro sus manos abiertas y posadas como raíces en las rodilleras de pana de su pantalón, espero su voz, le pido que me cuente algo, que me hable de la mujer emparedada en la Casa de las Torres, que imite los aullidos de los lobos en la sierra de Mágina, cuando él la cruzaba de noche camino del heroísmo y de la guerra, y me sonríe y fuma despacio y empieza a contar procurando que lo oiga mi abuela Leonor, que lo interrumpe con ira y le dice que miente más que ve y duerme con los ojos abiertos, que sólo tiene en la cabeza pájaros y fantasías, que es mentira que él encontrara aquella momia en la Casa de las Torres, porque cuando apareció ella se acuerda de que todavía estaba preso, tanto presumir de buena memoria, le dice, y lo que te conviene se te olvida.
Pero yo he visto sus fotografías escondidas en los cajones y duplicadas ahora en el baúl que Nadia examina a mi lado pidiéndome que asigne nombres a las caras que vemos, que calcule fechas y vínculos y le cuente historias que pueblen únicamente para nosotros dos el espacio vacío de nuestro pasado común, inventado, imposible, y al encontrar la foto de mi abuelo Manuel firmada en el último año de la guerra por don Otto Zenner lo veo tal como mi imaginación me lo exaltaba cuando veía su retrato en los cajones prohibidos, como lo recuerda mi madre bajo la luz de su infancia, no una tiesa figura en blanco y negro sino un hombre más alto que ningún otro que ella conociera, rubio y grande con su uniforme azul y su gorra de plato, alzándola vertiginosamente en el aire para darle un beso antes de marcharse como todos los días a ese cuartel de donde una vez no volvió porque lo habían detenido. Yo lo he escuchado contar con una voz caudalosa y dramática el sacrificio de un batallón entero de guardias de asalto en la cuesta de las Perdices y he aprendido de él palabras que resplandecían en mi desconocimiento como hogueras o relámpagos en la oscuridad, guerra, batallón, acabamiento del mundo, ametralladora, ofensiva, escalinata, comunismo, carro de combate, yo he encontrado entre las ropas de su armario una guerrera azul con botones dorados y un correaje y una pistolera negra que olía intensamente a cuero y que me dio tanto miedo como si contuviera todavía un revólver, yo he abierto una caja de lata y he visto en su interior grandes fajos de billetes morados y he pensado con inquietud y orgullo que mi abuelo esconde un tesoro ganado hace mucho tiempo en una guerra, esa de la que se acuerdan siempre los mayores y que yo asocio oscuramente a las guerras de las películas y a las de los tebeos, y cuando mi abuelo nombra ante mí al general Miaja imagino una cara redonda con una blandura como de miga de pan y cuando se refiere a alguien llamado don Manuel Azaña me acuerdo de los tebeos de Hazañas Bélicas que alquila en la plaza del General Orduña un hombre con las piernas cortadas.
Cuelgo el teléfono y sé que cuando mi madre vuelva al comedor lo verá sentado en un sillón como un buda voluminoso y decrépito, como un mueble arcaico que nadie se atreve a desplazar, los ojos lacrimosos y azules absortos en el televisor o en la pared o en el puro vacío, los hombros montañosos caídos hacia adelante, como si gravitara sobre ellos una pesadumbre geológica, las manos en el regazo o en el filo curvo de la mesa, nudosas y torcidas como raíces de olivo, con manchas pardas en el dorso violáceo, inútiles para otra cosa que no sea levantar las faldillas sobre sus piernas reumáticas para guardar con avaricia el calor del brasero, que siempre le parece escaso, aunque mi madre acabe de remover con el badil las ascuas de orujo y arda al mismo tiempo el fuego en la chimenea, que le enciende el color en su cara congestionada e impasible pero no llega a vencer el frío alojado en las médulas de sus huesos y en las articulaciones de sus rodillas, endurecidas por la inmovilidad, tan frágiles que le parece que van a quebrarse y que no podrán sostenerlo cuando logra incorporarse después de varias tentativas gradualmente angustiosas en las que no permite la ayuda de nadie y avanza palmo a palmo apoyándose en el bastón, en la mesa, en los espaldares de las sillas, respirando como si tuviera en los bronquios telarañas o piedras, deslizando con prudencia lentísima las suelas de goma de sus zapatillas sobre las baldosas, asiéndose luego a la baranda que cruje cuando empieza la tarea agotadora y eterna de subir las escaleras, después de medianoche, cuando ya han terminado los programas de la televisión y mi madre la apaga y le dice que a qué espera para acostarse. Con esa voz ahora tan débil que yo no reconozco en el teléfono murmura buenas noches y mi madre, que se quedará a tejer punto, o a intentar la lectura difícilmente silabeada de un periódico, o a esperar que yo llame desde un país donde aún es de día, le contesta, si Dios quiere, y lo ve alejarse por el portal bajo el agobio de la anchura de baúl de sus hombros, le recuerda que dé la luz, no vaya a caerse, que tenga cuidado en la escalera, que no lo corre nadie, muy pronto ya no podrá subirla sin ayuda y habrá que ponerle una cama en la planta baja, porque ella es incapaz de sostener ese cuerpo tan desmadejado y tan grande que cada día pesa más. No se queda tranquila hasta que no escucha el conmutador de la luz en el piso de arriba y luego la puerta del dormitorio, los pasos que ahora suenan sobre su cabeza y el crujido del somier cuando el cuerpo se desploma en la cama, despertando acaso a mi abuela Leonor, que se acostó más temprano y reniega medio dormida contra él, porque por culpa suya, igual que todas las noches, seguramente va a desvelarse, no como él, que dice que no duerme, pero que en cuanto cae en la cama empieza a roncar como un cetáceo y ya no se despierta hasta muy avanzada la mañana, cuando el brasero de ascuas y la lumbre encendida por mi madre al amanecer hayan caldeado el comedor de donde ni él ni mi abuela se moverán en todo el día, sentados el uno junto al otro en el sofá de plástico marrón, severos e inmóviles como esos muertos de las fotos de principios de siglo, rígidos, agraviados, silenciosos, como si ya no vivieran en este mundo del que les da terror que se los lleve la muerte, atónitos, sumidos en una indiferencia vigilante y tal vez rencorosa, dejándose vencer cada pocos minutos por un sueño intranquilo del que despiertan con el sobresalto de haber podido morir mientras estaban dormidos. Durante el sueño la cabeza de mi abuelo Manuel va cayendo hacia atrás y se le descuelga la quijada inferior, y a través de los párpados entornados se le ve el blanco sin pupila de los ojos, que entonces parecen ojos de muerto o de ciego, y el aire silba entre sus dientes postizos, de los que tan orgulloso estaba hace veinte años, cuando acababan de ponérselos y adquirió una sonrisa feroz de tan desmesurada, como si por error hubieran injertado en su cara de siempre la boca de otro hombre mucho más joven o la carcajada de una máscara. Entonces se quitaba la dentadura para mostrar su maravilla a la admiración de los vecinos o para desconcertarnos a mis primos y a mí, nos sacaba la lengua por debajo del rosa crudo de las falsas encías, haciendo así que pareciera que tenía dos bocas superpuestas, una tensa y cerrada y amenazadora con su doble fila de dientes iguales, la otra blanda y de burla, con la punta de la lengua asomando entre el labio inferior y la ortopedia de la encía.
Pero ya apenas sonríe y casi no habla, tan aletargado en el silencio como en la pantanosa inmovilidad de su cuerpo cada día más pesado y más torpe, hinchado de tanto comer y de no moverse, un día le va a dar algo malo, le decía mi madre la última vez que fui a verlos, en un paréntesis apresurado entre dos viajes, no coma usted tanto pan, no moje esas sopas tan grandes en el aceite de las ensaladillas, pero él no hace caso, le dura todavía el miedo al hambre, como a todos ellos, finge que duerme cuando le regañan, y lo cierto es que muchas veces se queda dormido con el plato delante, la papada caída sobre el cernadero blanco que le atan al cuello para que no lo manche todo, pues le tiemblan mucho las manos y al llevarse la cuchara a la boca derrama la mitad. Él, que para mí fue el héroe de todas las aventuras, que se defendió a tiros cuando unos encapuchados quisieron robarle el sobre con mensajes secretos que le había confiado el comandante Galaz para que lo entregara personalmente y respondiendo con su vida al general Miaja, que aterrorizó con sus gritos y con el silbido de su cinturón la infancia de sus hijos, ahora deja resignadamente que mi madre lo afeite, que le ate al cuello el babero, que le ponga sobre los hombros una toquilla de punto para que la espalda no se le enfríe, pero lo que no permite es que le ayude nadie cuando entra en el cuarto de baño, y así lo deja todo, dice mi madre, le han comprado un recipiente con un tubo de plástico para que orine dentro pero se niega a usarlo o tal vez lo intenta y no puede, por culpa del temblor de las manos, de manera que cada vez que se levanta y cruza la habitación y abre la puerta del retrete pasan minutos larguísimos durante los cuales mi abuela y mi madre prestan una atención angustiada al menor ruido que escuchan, parece que tarda mucho, no se le oye, le habrá dado algo, un ataque, un desvanecimiento, y cuando no está en la casa mi padre se imaginan con terror qué ocurriría si resbalara en las baldosas del baño y se cayera, cómo podrían levantarlo, a quién le pedirían ayuda, si en la plaza de San Lorenzo están vacías la mitad de las casas y no vive nadie que sea joven y fuerte en las que permanecen habitadas. Quién queda todavía: la viuda de Bartolomé, que era en mi infancia una mujer opulenta y con la cara cremosa de pinturas y ahora está ciega y paralítica; Lagunillas, que tiene ochenta y cuatro años y una cara imberbe de niño disecado y vive en compañía de un perro y una cabra y para a los desconocidos por la calle preguntándoles si no conocerán por casualidad a una mujer hacendosa y honrada que esté buscando novio; un hombre triste y de ojos claros que se quedó viudo hace poco y no habla con nadie: ése es ahora el lugar que fue el centro de mi vida, el corazón del barrio de callejones empedrados y casas blancas de cal donde bullían voces de pregoneros y relinchos de caballos y donde las bandas populosas de niños emprendían tremendas guerrillas a pedradas o jugaban a procesiones y a películas y se subían a buscar nidos a las copas de los álamos y se colaban en las escalinatas y en los sótanos de la Casa de las Torres en busca de una momia fantástica y huían perseguidos por los alaridos de la guardesa y por los molinetes que hacía con su porra de vaquero, donde se oían al asomarse a los brocales de los pozos las conversaciones de los vecinos y llegaban en las noches quietas de agosto las voces y las tempestades del cine de verano y el clamor de los aplausos con que eran recibidos al final de las películas las cabalgatas victoriosas de los héroes. Junto a esas puertas clausuradas se reunían en los amaneceres de invierno las cuadrillas de aceituneros, y bajo ese suelo de cemento todavía están las raíces de los álamos cortados y la tierra dura y desnuda donde cavábamos los agujeros para jugar a las bolas y donde hincábamos la lima y trazábamos los cuadros numerados de la rayuela y del rongo, junto a esas esquinas desiertas donde ahora las luces son tan débiles como en el pasado se sentaban a tomar el fresco por las noches los grupos de vecinos y yo permanecía muy atento a sus palabras sin entenderlas casi nunca y miraba las paredes contra las que se aplastaban cabeza abajo salamanquesas inmóviles cuya saliva maléfica tenía la propiedad de dejar calvo a quien bebiera agua de un cántaro en el que ellas hubieran escupido.
Aunque no quiera estoy volviendo, aunque habite en idiomas extraños y me esconda en ellos como en una falsa identidad y camine por ciudades cuyos nombres ellos sólo han leído en las bandas iluminadas de aquella radio donde oíamos las novelas y las canciones de Antonio Molina y de Juanito Valderrama, aunque Nadia no esté tendida a mi lado en la oscuridad y me estreche por la espalda y me diga al oído cuéntame cómo eran, cómo vivían, cómo se imaginaban la forma del mundo, cómo pudieron entender y aceptar que tú te marcharas, de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento. Entonces mi voz repite para ella lo que me contaron otras voces y me parece que le estoy hablando no de mi propia vida, sino de otro tiempo mucho más lejano del que no es posible que yo haya sido testigo, a no ser que ese pronombre esconda más de una identidad o se dilate más hondo y más lejos que mi conciencia y que mi torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la respiración o la saliva. Quién recuerda y quién habla, quién veía al ciego Domingo González bajar por la calle del Pozo tanteando el empedrado y las rejas de las ventanas con la contera del bastón y llevando siempre escondida la mano derecha en el bolsillo del abrigo donde abultaba una pistola o un guijarro, quién escuchaba a medianoche, desvelado en su dormitorio, los pasos de ese hombre que pasaba junto a nuestra puerta rozando las paredes y se detenía ante la suya y sacaba una llave muy grande con la que tardaba unos minutos intolerables en abrir, murmurando mientras tanto en voz baja, volviéndose por miedo a que los pasos que resonaban en su oscuridad fueran los del hombre que lo había dejado ciego y ahora regresaba para matarlo, de quién es el recuerdo o el sueño de haberse extraviado una noche por plazas desconocidas entre hombres que sostenían antorchas y banderas y llevaban camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, quién ve la cara de mi abuelo Manuel sucia de barba y amarilla de terror y de hambre y adherida a las rejas de una prisión, quién lo busca una madrugada de lluvia corriendo a lo largo de una fila de camiones que tienen los faros encendidos y los motores en marcha y bajo cuyas lonas chorreantes se agrupan sombras de prisioneros esposados. Una de las primeras noches de la guerra mi madre, que tenía seis años, se perdió en la calle y fue arrastrada por la multitud que corría hacia los descampados del cuartel y mi abuela Leonor pasó varias horas de angustia buscándola por toda la ciudad, chocando con hombres y mujeres que gritaban cosas que ella no atendía, escuchando disparos. Tres años más tarde fue a llevarle a mi abuelo una cesta de comida al convento donde lo tenían encerrado y vio faros de camiones que emprendían la marcha y le dijeron que en alguno de ellos iba su marido. Corrió de uno en uno buscándolo entre las caras que miraban la lluvia bajo las lonas, repitiendo su nombre con la voz rota y ahogada por el estrépito de los motores y los gritos de mando, pero los camiones fueron alejándose y cuando ya no tuvo fuerzas para seguir corriendo vio las luces rojas del último y se figuró que había visto a mi abuelo haciéndole señas con la mano, como si se despidiera o la llamara. Sólo entonces tuvo miedo de verdad, porque hasta esa madrugada nunca creyó que pudieran matarlo, si él no ha hecho nada, se decía, al ver llorar a las otras mujeres, si él nunca se ha metido con nadie, ni ha robado ni matado, lo soltarían cuando se dieran cuenta de su error, no era posible que a un hombre lo encarcelasen por nada, nada más que por cumplidor y un poco charlatán, eso sí, la lengua lo perdía, al contrario de ella, que siempre prefirió callar, como su padre, que en los últimos años de su vida eligió el silencio como si se retirara a una casa de paredes inviolables de aire en la que vivía solo con su perro, hablándole en voz baja, abrumado no por la vejez sino por la vergüenza inextinguible y secreta de no haber conocido a sus padres y de llamarse Expósito Expósito: también ella, a los ochenta y cinco años, más de un siglo después de que mi bisabuelo fuera abandonado en la inclusa, conserva intacto el dolor de la injuria, igual que se acuerda todos los días de un hijo que se le murió de unas fiebres a los seis meses de nacer y de la noche en que vinieron a decirle que no esperara levantada a su marido porque lo habían hecho preso.
Lo guarda todo dentro de sí misma vigilante y callada como si no hubiera ninguna herida que el tiempo pudiera mitigar. Maldice a los canallas de los seriales sudamericanos de la televisión con la misma furia con que maldecía hace treinta años a los malvados de voz oscura y metálica de las novelas de la radio y a los de aquellos folletines que mi abuelo nos leía en las noches de invierno. La veo sentada en el sofá, con su bata azul marino, con su toquilla azul sobre los hombros, casi ciega, con un ojo escarchado por una catarata, con el pelo blanco y la cabeza todavía erguida por el mismo orgullo ensimismado que tiene en las fotografías de su juventud, con los pómulos pronunciados y anchos que daban a sus facciones una belleza arcaica, extendiendo la mano para tocarme el pelo y la cara y reconocerme con una precisión que la mirada ya no le permite, diciéndome, te acuerdas cuando eras chico y me pedías que te leyera por las noches, preguntándome dónde vivo y con quién, por qué no vienes casi nunca, cómo es posible que te quepan en la memoria tantas palabras y que puedas entender lo que dicen esos extranjeros en la televisión. A quién ve ella ahora mientras roza el mentón áspero de un hombre y no puede reconocer con la memoria de sus manos una cara infantil, de quién se acuerda cuando pregunta por mí y no le dicen que tal vez a esas horas estoy viajando en un avión para que el miedo no le impida dormir, a quién atribuye la voz que escucha de tarde en tarde en el teléfono, que sostiene rígidamente junto a su cara sin aceptar del todo el hecho inexplicable de que le permita hablar con alguien que está ahora mismo al otro lado del océano. La recuerdo parada en el escalón, junto a la puerta entornada, asomándose a la calle que ya no pisa casi nunca, las manos juntas en el regazo, apoyada en mi madre, mirándome mientras subo a un taxi y diciéndome adiós mientras piensa que ésta puede ser la última vez que me ve. Porque es el miedo lo que más firmemente sigue aliándome a ellos: en cualquier parte, cada vez que me sobresalta el timbre de un teléfono en mitad de la noche me despierto temiendo oír una voz que me diga que uno de ellos acaba de morir.