MÁS LEJOS TODAVÍA, más allá de su doble memoria personal, confabulada, insuficiente, todavía dispersa, en un tiempo al que difícilmente llega la imaginación y del que ni siquiera hay testimonio en el archivo de Ramiro Retratista, pero en el que anidan las raíces más antiguas del azar que tardaría un siglo, calculan, en engendrarlos y reunirlos, tan lejos que casi todas las voces que han transmitido lo que ahora saben o deducen hace mucho que se extinguieron, igual que las vidas de la mayor parte de los testigos y las víctimas y que la ciudad donde esperan encontrarse de nuevo, Mágina, que se llama igual que entonces pero que tal vez no reconocerían si pudieran verla tal como la vio el médico joven y recién llegado a quien secuestraron unos desconocidos en la medianoche de un martes de carnaval. No empujados por una vocación desinteresada de saber, sino por la mutua necesidad de encontrarse en los hechos que los precedieron y los originaron, nacidos de una suma de casualidades y desgracias y de una nada en la que saben que se disgregarán igual que sus mayores y que no les importa, eternos cuando se miran sobrecogidos de deseo y cuando se abrazan con los ojos abiertos y también fugaces como sombras en la duración indiferente del tiempo, Manuel y Nadia buscan en el baúl que Ramiro Retratista legó al comandante Galaz y se remontan en el curso de las voces hasta alcanzar el relato de esa noche y se preguntan qué parte de verdad ha podido sobrevivir al cabo de tantos años y de al menos tres narraciones separadas entre sí por espacios larguísimos de secreto y silencio. Lo que ocurrió una sola vez, lo que permaneció inexplicado durante setenta años y siguió actuando sin que lo supiera nadie sobre el orden oculto de los hechos, se degrada primero en la memoria del primer testigo y luego en las palabras escuchadas y atesoradas por Ramiro Retratista y transmitidas al comandante Galaz en un futuro en el que ya no vive nadie a cuyo testimonio sea posible recurrir: queda en los vivos lo que los muertos quisieron entregarles, no sólo palabras, conjeturas y fechas, sino algo que a ellos dos les importa ahora mucho más, una parte de los motivos de sus vidas, de la tarea asidua, colectiva, impremeditada y ciega que ahora es la forma de sus destinos. Y por eso encuentran, agradecen y saben, por eso miran fotografías y restablecen confidencias y actos, y cuanto más aprenden más miedo tienen de que algo de lo que sucedió hubiera ocurrido de otro modo, extinguiendo hace un siglo o treinta años o dos meses la trémula posibilidad de que ellos se encontraran.

Para no perderse en un laberinto de pasados deciden establecer el principio de todo en el testimonio más antiguo que poseen: el médico joven, tal vez hambriento, desvelado en su cama, sobresaltado cuando logra dormirse por el tumulto de la última noche de carnaval, por las broncas y melopeas de borrachos que celebran el entierro de la sardina danzando exasperadamente en torno a un ataúd de cartón y a un guiñapo enmascarado, en una plaza fangosa donde no hay más luces que las de las antorchas y los farolillos de papel y en cuyo centro no se alza todavía la estatua de un general, sino una fuente de tres caños en la que abrevan al amanecer las cabras y las burras de leche. Había llegado de Madrid tan sólo unas semanas atrás, urgido por la conveniencia de huir de una persecución política cuyos motivos nunca explicó porque tal vez ni para él mismo estaban muy claros, pero que acaso no eran ajenos a la desbandada de internacionales y republicanos que tuvo lugar tras el asesinato del general Prim en la calle del Turco. Había pasado una noche de mal sueño y de frío en el vagón de tercera de un tren que sólo llegaba hasta las primeras quebradas de Despeñaperros, y desde allí vino a la ciudad en un carretón más incómodo y lento que la peor diligencia y al cabo de casi otro día de viaje por desfiladeros y cañadas abiertas entre roquedales fantásticos y luego por un paisaje inhóspito de monte bajo, dehesas baldías y laderas de pizarra que poco a poco se convirtió en una extensión ilimitada de tierra roja y dunas de olivares que se volvían azules al atardecer.

Era de noche cuando el carretón lo dejó en la plaza que se llamaba entonces de Toledo, junto a los soportales sin luces, frente a la torre negra donde ni siquiera estaba todavía el reloj que los milicianos detuvieron a tiros medio siglo después. Dejó en el suelo su maletín de médico y la bolsa de lona donde guardaba el canuto de estaño con el título, los pocos libros que no había malvendido para costearse el viaje y la bata blanca cuyo carácter de novedad higiénica le ganaría, esperaba, junto a la barba, el vocabulario escogido y el fonendoscopio, la confianza de sus pacientes futuros. Se ajustó el hongo negro a las sienes, se echó sobre el hombro izquierdo, con ademán emprendedor, un pliegue de la capa, empezó a andar no sabía hacia dónde con una determinación apenas malograda por la fatiga, el frío y la incertidumbre. Allí mismo, en la plaza de Toledo, alquiló días después a una mujer medio ciega y muy sucia dos habitaciones tan ventiladas como vacías a las que asignó en seguida los títulos respectivos y más bien imaginarios de vivienda particular y consultorio. En la primera instaló una cama con el colchón de bálago y una manta que por su olor debía de proceder de una caballeriza, así como un espejo y una palangana, y en la segunda dispuso tras mucha reflexión una mesa con tarima de brasero, un biombo con dibujos orientales tras el cual imaginaba que se desvestirían rumorosamente las damas enfermas y un sillón de aire frailuno en el que se sentó a esperar vestido con su bata blanca, apoyando el codo en el filo de la mesa y la mano en el mentón, como si posara para una fotografía, fumando pensativamente cigarrillos medicinales mientras miraba la puerta, el biombo, su título enmarcado en la pared, el suelo de ladrillo, las manchas de humedad, volviéndose de vez en cuando hacia el balcón para examinar sin melancolía, porque era muy poco aprensivo, el aspecto arcaico y desconsolador de la plaza de Toledo, casas bajas y feas, como aplastadas o torcidas, soportales insalubres y umbríos, aquella torre oscura que prevalecía como un coloso decrépito sobre los tejados y aquella fuente que era más bien un abrevadero rodeado de barro y de estiércol.

Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba El Fomento del Comercio, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad, mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro. Concluía el chocolate, se limpiaba los labios con un cernadero remendado, doblaba pulcramente el periódico, meneaba con un badil el mezquino braserillo y se disponía a esperar la llegada de algún enfermo, sin la menor sombra de desaliento o impaciencia y sin dudar nunca de sí mismo ni del éxito inminente de su pericia en la medicina, que en aquellas fechas, le dijo muchos años más tarde a Ramiro Retratista, era exigua, pues no sólo carecía de toda experiencia que no fuera la de asistir distraídamente a la disección de un cadáver amojamado y recosido cien veces, sino que sus conocimientos teóricos no pasaban de algunas máximas y descripciones anatómicas aprendidas de memoria para salir del paso en los exámenes que se celebraban de cualquier manera en las aulas turbulentas de la Universidad Central, más ocupadas en aquellos tiempos por las diatribas políticas y los furiosos motines que precedieron el triunfo de la Gloriosa que por las disertaciones de los catedráticos, muchos de ellos partidarios activos de la revolución o carcamales desconsolados por la ruina de la dinastía.

De modo que aprendió medicina mucho después de colgar en la pared de la habitación que llamaba consultorio su título de médico, cuando por fin se puso a leer en sus días de soledad y penuria los grandes volúmenes intactos que había traído de Madrid, no por afición, sino por aburrimiento, pues los periódicos que llegaban a Mágina de la capital, cuando llegaban, venían con un retraso arqueológico, y los que se publicaban en la ciudad no eran sino unas hojas lastimosas con poemas agropecuarios o patrióticos, anuncios de novenas y esquelas mortuorias. No había telégrafo, ni iluminación de gas, ni cafés, nada más que bodegas sórdidas que hedían a mosto fermentado: no había, por no haber, ni enfermos, o al menos él no tuvo noticia de que hubiera ninguno hasta esa noche de carnaval en que con tanta urgencia y tan malos modos se le requirieron sus servicios. Pero cuando eso ocurrió llevaba ya dos meses en Mágina, seguía sin poder mudarse la camisa con ribetes de mugre y vivía prácticamente de la caridad o la indulgencia de su patrona, que le servía con puntualidad su único alimento diario, el tazón de chocolate tal vez sustraído de la despensa parroquial, y se santiguaba y lo miraba de través con sus ojos cegatos cada vez que él le prometía el pago inmediato de los alquileres atrasados o se ofrecía a auscultarle el pecho a modo de compensación, con su celebrado fonendoscopio, aparato que hasta entonces no había tenido ocasión de usar sino en el examen siempre satisfactorio de su propio organismo.

De no haber sido por su carácter animoso, por sus imperturbables convicciones higiénicas, se habría sentido rápidamente estafado y desterrado, tan lejos de Madrid, de los cafés con orquestinas y mecheros de gas y de la palpitante actualidad política, pero él ofrecía a la adversidad y al desánimo una resistencia tan orgullosa como al frío, y del mismo modo que se paseaba todas las mañanas, hasta las más crudas y ventosas de aquel primer invierno de su vida en Mágina, sin taparse la boca con el embozo de la capa y respirando a conciencia el aire helado para que se le ventilaran los pulmones y se le oxigenara la sangre, así aguantaba la penuria y se sobreponía al tedio y aceptaba los rigores monacales de su soledad como circunstancias fortalecedoras del organismo y del espíritu, debilitados, se decía, por el desarreglo y la bohemia de la vida en Madrid y por los fervores enfermizos del sectarismo político. Otro en su lugar se habría rendido: incluso él mismo, si hubiera tenido a donde retirarse. Pero aquella falta absoluta de recursos tenía la virtud paradójica de no dejarle otra salida que la tenacidad, así que cada mañana siguió bebiéndose sus tazones de chocolate y poniéndose su bata blanca y mirando las paredes vacías y los dibujos del biombo y la puerta en la que no aparecía otra figura que la muy poco alentadora de la patrona medio ciega, y cada noche se desprendía de la bata antes de pasar a la otra habitación que sólo un optimista tan imbatible como él podía seguir considerando su vivienda particular, y se acostaba sobre el jergón de bálago y se cubría con la manta de mulo y con el levitín y con su chaqueta de viaje y la capa y hasta con la bata doctoral, pues a medida que avanzaba el invierno se hacía más insoportable el frío, sin que por eso hubiera nadie que atrapara un resfriado o un principio de pulmonía o al menos que tuviera la ocurrencia de acudir en busca de remedio a un médico pobre, joven y desconocido en la ciudad.

Pero actuaba como si supiera que al cabo de muy pocos años se habría convertido en médico de cabecera de la mejor sociedad y en confidente y aun en seductor de damas aprensivas, y sólo la llegada del carnaval lo puso algo melancólico, más que nada porque era refractario a todo júbilo colectivo y porque tenía un sentido casi hiriente del ridículo ajeno, y no podía menos que presenciar con desagrado la brutalidad de los excesos alcohólicos, lacra funesta de las clases humildes y obstáculo para su redención. Procuró no salir esos días, y la noche del martes se acostó imaginando con alivio el silencio del miércoles de ceniza. Había cerrado los postigos, pero encajaban mal y no impedían el paso del frío ni de las voces beodas que cantaban coplas indecentes en las que se escarnecía de manera unánime la majestad de don Amadeo de Saboya. Tardó en dormirse, contra su costumbre, y cuando le llegó el sueño vino enturbiado de máscaras de carnaval y tenebrosos callejones por los que andaba muerto de hambre y de ganas de orinar y perseguido por berlinas, postillones embozados y fogonazos de trabucos que tal vez eran la resonancia de los cohetes que estallaban bajo su balcón en la plaza de Toledo.

En el sueño sonaron tres golpes que volvieron a repetirse en la dudosa realidad cuando abrió los ojos y no supo todavía que estaba despierto. Oyó abrirse la puerta del consultorio que daba al corredor: no tenía llave, sino un pestillo que podía alzarse desde fuera con facilidad. Pensó confusamente que aún lo defendía la segunda puerta, la de su alcoba, bajo la cual se insinuaba ahora una raya de luz. Oyó pasos acercándose y quiso saltar de la cama y asegurar un cerrojo inexistente y no se movió. Al otro lado alguien sacudía sin cautela el pomo de la puerta. Empleó desesperadamente su voluntad en desear que no se abriera y en contener las ganas de orinarse. A medida que la puerta de cuarterones oscuros se deslizaba ante él un rectángulo tembloroso de luz y una sombra muy alta se extendieron hasta los pies de la cama. Un hombre con una capa de terciopelo que tenía en la oscuridad un brillo oleoso, con una chistera tan alta que debía inclinarse para no chocar con el dintel, con un antifaz amarillo que se adhería como un pañuelo a su nariz y a sus sienes y una gorguera de encaje blanco, sostenía en la mano izquierda una linterna sorda y esgrimía en la derecha algo que podía ser un bastón o una fusta. Dijo, no preguntó: «usted es médico», y él, incorporado a medias en la cama, sujetando la capa, el levitín, la chaqueta y la manta, para que no cayeran al suelo, con la misma sensación de ignominia con que se sujetaría el pantalón, pensó que esa voz le sonaba de haberla oído en alguna otra parte, tal vez en Madrid, y que quien quiera que fuese el hombre de la máscara había venido para pedirle cuentas de un delito en el que no estaba seguro de no haber participado con su complicidad.

«Vístase. Tiene que acompañarme», dijo la máscara, no en tono amenazador, y ni siquiera imperativo, sino con una seca autoridad no acostumbrada a la desobediencia ni al énfasis. Al ponerse en pie, no sin lamentar que un extraño descubriera que dormía vestido, vio que había alguien más en la otra habitación, una figura, pensó luego, en la que se advertía su condición inferior, tal vez de lacayo o cochero, de sicario sin escrúpulos. No llevaba antifaz, vio antes de que le vendaran los ojos, sino una máscara con greñas y bigotes de estopa y reventones carrillos de cartón. Decidió suponer que estaba siendo víctima de una de esas bromas a las que eran tan proclives en carnaval las imaginaciones pueblerinas. Mientras le ataban en la nuca las cintas de un antifaz que en lugar de aberturas para los ojos tenía dos ojos pintados pensó que iban a matarlo y se acordó con indiferencia de que a los condenados a garrote vil los encapuchaba el verdugo: le vino a la memoria una estampa patriótica del fusilamiento de Torrijos. El hombre de la fusta —ya con los ojos vendados supo que era él porque olía a jabón de lavanda y porque lo rozaba con los pliegues fríos y suaves de su capa— lo tomó del brazo casi con amabilidad y le hizo salir al corredor. Él mantenía la calma espiritual y hasta un residuo de entereza, porque nunca había sido asustadizo, pero las rodillas le temblaban y no notaba los músculos de las piernas: si el otro lo soltaba caería al suelo tan desmadejado como un muñeco de paja. Oyó con desconsuelo los ronquidos de su patrona, tan sonoros que más de una noche lo despertaban. Lamentó sinceramente que si lo mataban ahora no podría satisfacer su deuda con ella. Al bajar por el hueco estrecho de las escaleras su costado rozaba la cal de la pared y sonaban por delante los pasos broncos del hombre de la máscara de cartón: el del antifaz y la gorguera calzaba botines, y su mano derecha, que le tenía atenazado el codo, era a la vez suave, vigorosa y cruel.

Con una voz que a él mismo le pareció desagradablemente débil preguntó a dónde lo llevaban y no obtuvo respuesta. Su conciencia permanecía en un estado de incrédula expectación y casi duermevela, pero su cuerpo se encogía con el automatismo del pavor. Lo matarían en un coche cerrado, en una berlina de capota negra y ruedas rojas como aquella en la que viajaba Prim cuando le dispararon, lo llevarían a un solar de las afueras y sin quitarle el antifaz le pondrían en la sien o en la nuca el cañón de un revólver y él ni siquiera escucharía la detonación. Creyendo que aún faltaban algunos peldaños tropezó al llegar al zaguán, que estaba pavimentado con losas desiguales de piedra y olía a humedad y a bodega. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de la calle y entró una bocanada de aire frío con diminutas agujas de agua nieve y un vendaval de matasuegras, carcajadas, tambores redoblando y canciones de borrachos. Con razón le repugnaba tanto el carnaval. Al salir tropezó de nuevo, ahora en el escalón, y el hombre de la capa negra lo sostuvo, y el lacayo o cochero se acercó tanto a él que le echó en la cara su aliento a cebolla y aguardiente. Para cualquiera que lo viese sería un borracho más, tambaleándose, con el antifaz torcido, derribado por el vino, sostenido a duras penas por sus cofrades de parranda. El aire de la noche le tonificó los músculos y le devolvió una lucidez narcotizada hasta entonces por la resignación, tan propia de los sueños, a la fatalidad y al absurdo. Debió de hacer un movimiento instintivo de huida, porque el antifaz de raso y la gorguera le rozaron la cara, y la voz del enmascarado más alto le susurró: «No trate de escaparse, no vamos a hacerle nada. Si hace lo que debe se alegrará de este encuentro».

Sintió al mismo tiempo una gratitud efusiva y un terror ilimitado. En aquella voz no había amenaza, pero tampoco había piedad. Ahora caminaban más aprisa, bajando por los soportales, chocando bruscamente con cuerpos que avanzaban en sentido contrario y recibiendo palmadas y codazos y pisotones. Lo obligaron a torcer a la derecha, hacia la embocadura de pronto silenciosa y desierta de la calle Gradas. Entre la multitud se había sentido a salvo, aunque nadie habría reparado en él si de una cuchillada o de un tiro lo hubiera abatido, dejándolo caer como a un borracho sin remedio entre las piernas de las máscaras. Pero las voces se volvían poco a poco distantes y ya avanzaban sin chocar con nadie. Recordó que no había luz en esa calle tan estrecha, que iba a dar al claro de San Isidoro, donde había una fuente cuyo caudal escuchó al mismo tiempo que el chapoteo en el barro de los cascos de un caballo, que al sacudir la cabeza hizo sonar los arreos de un coche. «Ahora me harán subir poniéndome en los riñones el cañón de un revólver o la contera del bastón y el de las manos ásperas saltará al pescante y el otro se sentará a mi lado y no me soltará». Verificaba sin sorpresa su capacidad de vaticinio: oyó abrirse y girar una portezuela y desplegarse un estribo. Entre los dos enmascarados lo empujaron hacia el interior del coche como a un paralítico o a un preso y él no se resistió. Lo hicieron subir casi en volandas y no notaba el peso de su cuerpo. La tapicería sobre la que lo obligaron con malos modos a sentarse era de un cuero muy suave y acolchado. Eso le dio una ligera esperanza de no encontrarse en poder de la secreta. Los coches de la secreta eran siempre innobles simones con el forro de los asientos reventado y olían a tabaco malo, a sudor antiguo y algo que se parecía a los orines rancios de gato. Junto a él respiraba el hombre del antifaz, que había corrido las cortinillas sobre los cristales y removía bajo la capa su poderosa corpulencia, inquieto todavía, vigilante, aliviado. El postillón arreó al caballo e hizo sonar su látigo en el aire, y el coche, singularmente cómodo, se deslizó con sigilo por la calle embarrada, oscilando al ritmo pausado de los cascos, gradualmente más veloces a medida que dejaban atrás la plaza de Toledo y se acercaban, calculó él, a los descampados del oeste, donde se levantaban más allá de las últimas casas, como gigantes solitarios en la oscuridad, la plaza de toros y el hospital de Santiago, cuyas torres puntiagudas eran lo primero que se veía de Mágina viniendo por el camino de Madrid.

Tragó saliva, respiró hondo, acopió indignación y severas palabras: «Caballero», dijo, «en el caso de que usted lo sea, cosa que a la vista de su comportamiento incalificable me creo autorizado a dudar…». Sin levantar la voz lo interrumpió el otro: «O se calla o lo amordazo. Elija». A los muertos les ataban las mandíbulas y les ponían monedas de a duro sobre los párpados cerrados. Si lo mataban, si lo dejaban tirado en un muladar, se quedaría con los ojos abiertos y la mandíbula inferior descolgada, como los que mueren de un síncope, con un hilo de sangre o de baba en el mentón. Ecuánime y desesperado, pensó en lo rara que era la vida y en lo extravagante del destino: uno llega por casualidad a una ciudad desconocida, abre un consultorio al que no acude nadie, se acostumbra a estudiar anatomía y a alimentarse de chocolate caliente y cigarrillos de hierbas, se acuesta una noche y al poco rato se lo llevan con los ojos vendados y el lugar de su muerte es esa ciudad que hace unos meses no sabía que existiera; uno muere a los veintitrés años como una mosca o una cucaracha, sacrificado tan vilmente como una gallina, y sólo una mujer vieja y medio idiota, aunque de buen corazón, lo echa de menos, y a los pocos días nadie se acuerda de él y es como si no hubiera pasado por el mundo.

En las afueras los cascos del caballo sonaban sin eco y el viento sacudía el coche y hacía vibrar los cristales de las ventanillas. Muy lejos, a su espalda, petardeaba un castillo de fuegos de artificio, y de vez en cuando venían rachas discordantes de música. Si le quitaban la venda antes de matarlo vería ascender y estallar los cohetes contra un cielo blanco del que muy pronto descendería en silencio la nieve, sobre la línea quebrada de los tejados y las torres. Pero era tan joven entonces que desconocía la fortaleza de su temple. Sin darse cuenta se arrellanaba en el confortable asiento de cuero e iba adquiriendo un cierto interés objetivo en lo que él mismo llamaría muchos años más tarde el desarrollo de los acontecimientos. ¿Podía alguien seriamente reputarlo de conspirador? Había trasnochado en los cafés escuchando peroratas ardientes, arrebatadoras y un poco ridículas, como tantos, había gritado vivas y mueras ante los sables y los morriones de los guardias y acudido a sótanos y reboticas de donde había que salir luego de uno en uno y mirando por encima del hombro sin avivar mucho el paso, pero nadie en su juicio podría suponerle vínculo alguno con los sospechosos del magnicidio de la calle del Turco. Se había quitado de en medio, desde luego, pero nada más que por prudencia, o porque en el fondo ya lo aburría aquella vida desordenada y haragana de Madrid. De modo, decidió, que o se trataba de un malentendido que rápidamente se esclarecería o de una broma algo siniestra, y en ambos casos —y aun en el tercero, el de que fueran a matarlo— no le cabía otra actitud posible que mantener la dignidad, así como una sobria y ofendida reserva. Así que cuando el otro le preguntó, como queriendo congraciarse con él, si le había apretado en exceso el nudo del antifaz, negó con la cabeza y se mantuvo en silencio, y cuando el coche se paró por fin y se abrió la portezuela rechazó la mano que tomaba la suya en la oscuridad, y tanteó con el pie en busca del estribo y permaneció bien erguido e inmóvil hasta que de nuevo lo tomaron por el brazo y lo guiaron por un lugar empedrado que a juzgar por la resonancia de los pasos debía de ser un callejón. Pues el coche, en vez de seguir alejándose por los barrizales de más allá del hospital, había regresado al interior de la ciudad después de dar algunas vueltas sin dirección precisa, calculadas sin duda para desorientarlo, y el postillón recobró el tiempo perdido azotando al caballo hasta obligarlo a un galope temerario, urgido por el hombre del antifaz, que daba golpes nerviosos y continuos con el bastón en el cristal de la ventanilla.

Aún le temblaba todo el cuerpo por los sobresaltos de la carrera. Por una puerta muy pequeña lo hicieron pasar a un corredor y luego a una escalera con peldaños de piedra de cuya incomodidad dedujo que correspondía a dependencias de servicio. Después pisó losas de mármol y oyó al otro lado de un ventanal cerrado o de unos cortinajes una orquesta que tocaba valses muy rápidos. «Paciencia», dijo la voz junto a él, «ya estamos llegando». Lo obligaron a detenerse y supo sin vacilación que estaba ante una puerta cerrada. El hombre del antifaz dio tres golpes pausados y la puerta se abrió, dejando pasar un perfume barato y una voz de mujer. Lo guiaron hacia el interior, y al mismo tiempo que la puerta se cerraba tras él oyó una afanosa respiración que parecía la de un animal. Cuando los dedos suaves del hombre le rozaron la nuca al deshacerle el nudo del antifaz notó a lo largo de la espalda un escalofrío. Entonces tuvo miedo de verdad, no a morir, sino a ver algo que dañara sus ojos más irreparablemente que una luz súbita. Estaba en una habitación de techo bajo, alumbrada por dos palmatorias, la habitación de una criada, y frente a él había una cama de hierro bajo cuyas sábanas se agitaba y se hinchaba y retorcía un cuerpo cuya forma precisa tardó en reconocer, aturdido todavía por la oscuridad, asustado, inmóvil, sin darse cuenta de que el hombre del antifaz estaba junto a él y le tendía su maletín de médico. Percibía las cosas tan fragmentariamente como si las viera reflejadas en las esquirlas de un espejo roto, como desenfocadas y desfiguradas por una lente absurda: dos manos pálidas y largas asiéndose a unos barrotes helados, dos muñecas translúcidas, unas piernas con las medias caídas hasta los tobillos que pataleaban y arrojaban al suelo las ropas de la cama, unos ojos azules con un brillo de espanto entre mechones negros, apelmazados y oscuros por el sudor, una cara sin labios, una respiración que henchía y mojaba un pañuelo atado alrededor de la boca, un vientre grande, abombado, obsceno bajo el camisón deshecho en jirones, sin ombligo, agitado y convexo y reluciendo de sudor, pero sobre todo los ojos que lo miraban con un terror más poderoso que un grito, las sienes azules y las dos manos enroscadas en los barrotes, hincándose en las palmas las uñas lívidas y manchadas de una sangre menos oscura que la que manaba entre los muslos y encharcaba las sábanas. Le dijo a Ramiro Retratista que aquélla fue la primera vez en su vida que vio parir a una mujer, y que cuando lo llevaron allí ya era demasiado tarde: una hora después, aterrado, exhausto, con los brazos desnudos y empapados hasta los codos de sangre, como un matarife, logró arrancar de aquel vientre convulso como un lodazal de vísceras el cuerpo violáceo de un niño que se había estrangulado con el cordón umbilical.