LLEGARON UN MEDIODÍA de principios de octubre, recién terminada la feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención —especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas— en la puerta de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono. Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta, pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos, turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera. En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus excompatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre. Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la mesa, de mayor a menor, leía el New York Times o la Enciclopedia Británica, o libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés, nunca libros ni periódicos españoles.

Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido —que ella recordara, nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer—. Salió del cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar, pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella, como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te parece si nos vamos a España».

Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes, como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación. Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara». Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella había exigido en sus últimos días —con la sospecha desesperada y rencorosa de que ni después de muerta accederían a concederle un deseo— y desde que volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después, tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar, mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador, inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.

Habían volado de Nueva York a Madrid: el silencio sobre la mujer hacia la que ninguno de los dos sintió nunca algo parecido al amor se contagió sin que se dieran cuenta a todas las cosas. Pasaron quince días de septiembre en un hotel y él apenas le mostró la ciudad de la que había estado hablándole desde que tuvo edad para comprender palabras, juzgar fotografías, interpretar mapas de continentes y países. Se limitó a pasear algunas tardes junto a ella en silencio, bajando por Velázquez hasta Alcalá y el Retiro, señalándole en los atardeceres, desde la plaza de la Independencia, la perspectiva levantada y lejana de la Gran Vía, de la torre del Círculo de Bellas Artes, del edificio de la Telefónica, del que le había contado que lo utilizaban como punto de referencia los artilleros de las baterías franquistas que castigaban la ciudad desde el primer otoño de una guerra más mitológica para ella y mucho más familiar que las de Vietnam o Corea. Madrid había sido un nombre dotado de esa sonoridad definitiva que tienen algunos nombres en la infancia y un paisaje del heroísmo y de un sentido de la felicidad que se encarnaba misteriosamente en la figura de su padre y al mismo tiempo lo aislaba de la realidad exterior. De modo que la belleza de la ciudad en aquellos días de septiembre, su luz fría, sus verdes y azules de acuarela, el violeta de sus atardeceres, estremecido por la intermitencia de los letreros luminosos, la conmovieron sin sorprenderla, ofreciéndole la sensación, para ella desconocida, de pertenecer a ese lugar, de estar más vinculada a él que sí hubiera nacido, igual que su padre, en un primer piso del barrio de Salamanca, en una calle por la que sin duda pasaron más de una vez pero que él no quiso precisar, acaso muy cerca de una iglesia blanca y de cresterías góticas donde lo sorprendió una mañana de domingo, descubierto, respetuoso, arrodillándose en uno de los últimos bancos cuando sonó la campanilla de la consagración, inmovilizado de estupor cuando volvió la cara hacia un lado y la vio a ella, que lo había seguido sin que él lo advirtiera, y que al verlo detenerse dubitativamente ante la entrada de la iglesia y quitarse el sombrero y avanzar unos pasos por el corredor central como no atreviéndose a una profanación había notado que en unos pocos segundos su padre se le volvía un desconocido, ese hombre mayor, vestido de oscuro, con cautelosos andares, con espaldas anchas y rectas, que se parecía tanto a cualquiera de los otros que a esa hora se acercaban a la iglesia, llevando del brazo a mujeres con tacones altos y vestidos de entretiempo y estolas de piel. Era tan joven e ignoraba tantas cosas sobre él que no le fue posible darse cuenta de que a quien se parecía su padre aquella mañana era al hombre que podía haber sido si no hubiera roto para siempre, en Mágina, en las primeras horas nocturnas de una confusión que velozmente se desbocaría hacia la guerra, con el destino que le fue asignado desde que nació.

Lo vio solo en la iglesia, envejecido, ridículo en su apariencia de devoción, las dos manos pálidas posándose en la madera gastada del banco, el anillo de boda que era el recuerdo inerte de una mujer a la que nunca había querido, los labios moviéndose como si fingieran una oración, y todo él tan extraño en aquella penumbra, entre aquella gente, obesos militares con fajines morados y mujeres con velos translúcidos, hombres de trajes a rayas, bigotes finos y caras embotadas, y en el altar un cura que daba la espalda a los bancos de la iglesia y recitaba en latín. Estaban en uno de los últimos bancos, pero cuando entró ella hubo caras que se volvieron para mirarla y reprobar su presencia, su pantalón vaquero, sus zapatillas, su pelo suelto y largo, con reflejos de oro y de cobre bajo el temblor de la claridad de las velas. Se quedó de pie junto a su padre con un sentimiento casi de protección y él tardó un poco en volverse y en verla, y cuando lo hizo le sonrió y le apretó un instante la mano. Una música de órgano y un murmullo unánime de alivio crecieron cuando la misa terminó, pero su padre, en vez de salir, se sentó en el banco y fue mirando una por una las caras de los que pasaban en dirección a la calle, y cuando pareció que no quedaba nadie más siguió sin moverse, las manos unidas y blancas entre las rodillas, la expresión atenta y abatida, como si a cada minuto que pasara fuese aceptando más desoladamente la vejez «Vámonos», dijo ella, pero él, sin mirarla, negó con la cabeza, le hizo con la mano un gesto muy antiguo con el que solicitaba su paciencia, como cuando la llevaba al cine y ella estaba aburrida, siguió sentado mientras un sacristán recorría las naves laterales con un apagavelas. Entonces notó que su padre se ponía levemente rígido, que se contraía un poco, que sus dos manos se curvaban infinitesimalmente sobre sus rodillas, que retrocedía inmóvil a un círculo más escondido de su soledad: nadie más que ella habría podido notarlo, averiguaba las sensaciones de él tan simultáneamente como dicen que las perciben dos hermanos gemelos, pero lo veía alejarse aunque él le sonriera y le tomara otra vez la mano y la mirara con una expresión de fidelidad y gratitud que nadie más que ella pudo ver nunca en sus ojos. De la sacristía, al lado izquierdo del altar, estaba saliendo una lenta comitiva, el sacerdote que había dicho la misa vestido ahora con una sotana negra y reluciente, una mujer de pelo blanco y cabeza torcida en una silla de ruedas que empujaba un hombre de cara redonda, bigote y traje negro, y junto a la que avanzaba como montando guardia un militar más joven con la gorra de plato bajo el brazo derecho. Venían desde el fondo de la iglesia hacia la claridad del atrio con una solemne y opaca determinación, y a medida que avanzaban la luz del día daba un tono más blanco al pelo de la mujer en la silla de ruedas, como un halo de algodón que volvía más seco el rictus de su boca torcida, caminando con la acompasada lentitud de una procesión, agrupados, desafiantes, acorazados en sí mismos, como si posaran para una fotografía de familia y la individualidad de cada uno se cumpliera del todo en la manera en que caminaban sin separarse, el hombre del traje negro empujando suavemente la silla con las ruedas de caucho que se deslizaban con un rumor de ventosas sobre el pavimento, el militar a la derecha, ceremonioso y severo, con el brazo izquierdo doblado en ángulo recto y adherido al costado y la gorra tan perfectamente horizontal como una ofrenda, el sacerdote a la izquierda, sonriendo con una cierta abyección de criado, con la cabeza baja, murmurando tal vez palabras de despedida o de consuelo. La mujer parecía aislada por completo del mundo, no sólo de la iglesia, sino también de la compañía de los otros y del impulso que la conducía hacia la salida, como idiota, moviendo la boca en una especie de oración, con los labios pintados de rojo como una sonrisa superpuesta a su cara y al maquillaje blanco y rosado en los pómulos. Él, su padre, apenas volvió la cabeza cuando pasaron a su lado, y ella no pudo ver la expresión de sus ojos, pero olió a perfume eclesiástico y a loción de afeitar y a polvos de arroz y vio los ojos del hombre vestido de negro fijarse en ella y tal vez desearla con una mirada turbia y fugaz que había visto otras veces en desconocidos solitarios y de mediana edad, y condenarla al mismo tiempo sin posibilidad de absolución. Unos segundos más tarde ya no quedaba nadie en la iglesia y el sacristán daba una palmada desde el altar mayor que resonó en el espacio cóncavo y les ordenaba por señas que se fueran, sin miramientos, como un guardián atareado.

No le preguntó nada, se colgó de su brazo cuando salieron de la iglesia acordándose del orgullo con que hacía ese gesto a los doce o trece años, en mañanas de domingo más frías pero con una luz semejante, cuando acompañaban a su madre hasta la puerta de la iglesia y se quedaban paseando hasta que ella salía por avenidas de árboles que en otoño adquirían tonalidades azules y púrpura, llegando hasta un espacio abierto de marismas desde donde veían la silueta azulada de Manhattan, al otro lado de la lenta anchura marítima del East River, los tornasoles metálicos de las agujas de los rascacielos, las formas verticales de la ciudad alzadas sobre el agua como espejismos de la bruma. Se enganchaba de su brazo, apoyaba la mejilla en su hombro, rozándole la cara con la melena lisa y rojiza, y no necesitaba cruzar con él más que unas pocas palabras triviales en español para sentir que estaría a salvo de todo mientras siguiera formando parte de su alma. No le importaba saber tan poco sobre la vida que había tenido antes de llegar a América: lo veía como una figura sin pasado, solitaria y erguida en el vacío del tiempo anterior al nacimiento de ella, aislada de su trabajo en la biblioteca de la universidad y hasta de la figura simétrica pero distante de su madre, con la que hablaba durante las comidas sin mirarla a los ojos, educado y ausente, con un pliegue casi imperceptible de disgusto en un ángulo de la boca. Le traía regalos, juguetes de latón pintado, cuentos de Calleja, álbumes de cromos con las tintas gastadas, libros de fotografías en blanco y negro sobre un país que para ella fue hasta los dieciséis años tan íntimo e inaccesible, tan alejado de su experiencia diaria como las tierras por donde viajaban los héroes vagabundos cuyas aventuras le leía él para que se durmiera por las noches. Su imaginación se había educado en los recuerdos españoles de su padre: recuerdos detallados y asiduos, pero también impersonales, de los que él borraba cuidadosamente toda señal de emoción y toda referencia a su propia biografía, como si le mostrara un paisaje quedándose junto a ella para mirarlo, despojado de presencias humanas. Nunca le habló de sí mismo, ni siquiera cuando viajaron juntos a España, por un pudor o una timidez de los que sólo prescindió dieciocho años más tarde, en una residencia de ancianos de New Jersey, en los últimos días de su última vida, él, que tantas había tenido, que había transitado por ellas casi con la misma indiferencia con que se trasladaba de guarnición y de ciudad durante su juventud, cuando aún creía que a un hombre sólo le está permitido conocer una sola biografía, y que la suya estaba determinada ya hasta el día de su muerte: matrimonio, hijos, ascensos regulares en el escalafón, tedio, disciplina, retiro, decrepitud, aniquilación final tras la que no quedarían de él otras huellas en el mundo que unos cuantos diplomas y fotografías, algún rasgo en las caras envejecidas de sus hijos.

En el Retiro, aquel domingo, en un merendero a la sombra de los árboles, tan cerca del estanque que llegaba a la umbría donde ellos estaban una brisa húmeda, él la invitó a un vermú con berberechos y la observó, sin probar nada, con la misma atención con que la miraba inclinarse sobre las páginas ilustradas de un libro español cuando era una niña y estaba aprendiendo a leer y repetía dubitativamente cada sílaba rozando el papel con el dedo índice. Le gustaba el vermú, y como casi nunca había tomado alcohol la mareaba un poco, a pesar del sifón, y el sabor delicado de los berberechos le daba una felicidad en el paladar que desde entonces siempre asociaría a Madrid y a las mañanas indolentes de domingo. Untaba trozos de pan en el caldo tibio, se mojaba los dedos, se atrevía luego a chupárselos, imaginando la expresión de disgusto con que la habría mirado su madre, tomaba un sorbo más de vermú y se limpiaba los labios con una servilleta de papel y aunque no alzaba los ojos sabía que él la estaba mirando y que le sonreía. «¿Los conocías?», preguntó, y su padre, que había introducido un cigarro en la boquilla y se disponía a encenderlo, dejó el mechero sobre la mesa y le dijo distraídamente que no: a esa misma iglesia lo llevaban a él cuando tenía la edad de su hija, explicó, y se detuvo para encender el cigarrillo, había entrado en ella porque al pasar la reconoció de pronto y olió los cirios y escuchó las notas del órgano y fue por un instante como si tuviera diecisiete años y hubiera salido a pasear por la calle Velázquez con su uniforme de cadete. «Me pareció que los conocías», dijo ella, «y que te daba un poco de miedo que ellos te conocieran a ti». Su padre bebió un trago de vermú y sonrió antes de hablar, igual que hacía siempre cuando iba a mentirle y los dos lo sabían. «Soy muy viejo y hace muchos años que falto de Madrid. Ya no conozco a nadie». Llamó con una palmada al camarero y tardó un rato en reunir las monedas que debía pagarle: le costaba aceptar y calcular el valor que ahora tenía el dinero en España, y le repugnaba tocar el perfil metálico y ennoblecido del general Franco, a quien había conocido en el casino de oficiales de Ceuta, comprobando que no le llegaba más arriba de los hombros.

«Quiero llevarte a Mágina», le dijo, en el mismo tono que si le hiciera una declaración impersonal. «Si te gusta la ciudad podemos quedarnos allí todo el invierno». Tal vez necesitaba compensarla por algo, disculparse ante sí mismo por haberle mentido, por no ser ya o no haber sido nunca el héroe de su infancia. «Y qué haremos luego», dijo ella. «Podemos volver a América si tú quieres». «Lo que yo quiero es vivir en tu país». Él bebió un poco más de vermú y sacudió la ceniza de su cigarrillo con un gesto que pertenecía a una elegancia antigua, desconocida para ella, anterior a la guerra, y no hubo el más leve tono de tristeza en su voz. «Éste ya no es mi país. Ya no hay ninguno que lo sea».

Eso había querido darle siempre: lo que él no tenía, todo lo que perdió sin saber cuánto iba a importarle, a pesar suyo: la transparencia del aire de Madrid, los azules de la sierra de Mágina, un golpe de viento con olor a barbechos mojados entrando por la ventanilla levantada de un tren, el habla de las mujeres en los mercados y de los hombres en los bares, los ojos de la gente, las miradas francas y hasta crueles de los desconocidos en las calles, la ropa colgada en los balcones desde donde llegaba la música de un programa de radio, el sabor del pan y el brillo crudo del aceite, todas las cosas banales y necesarias que a él nunca iban a serle restituidas y que ella echaba de menos sin haberlas conocido siquiera. Desde que llegó a Madrid estuvo huyendo de la sorda evidencia del desengaño y del fraude: nada más bajarse del avión todos los años de su vida en América se le desvanecieron como si hubiera pasado allí unas pocas semanas: pero poco a poco también se le fueron perdiendo los años más lejanos que había ido a buscar, y se vio despojado, tan absurdo como un turista al que le roban su documentación y su dinero y todo su equipaje, colgado en el vacío, sin expectativas ni nostalgia, sin más compatriota verdadera ni punto de referencia estable que su hija.

Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla, o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel, impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de Madrid.

Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una canción de los Rolling Stones, Brown sugar: nunca había esperado oír una de esas canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía de ser una high school, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles, garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.

Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí, terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.

«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo mejor me pierdo». Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.