HÁBLAME, DICE NADIA, al cabo de unos minutos de silencio en los que su respiración se hizo más suave y pareció que estaba quedándose dormida, la sacude un estremecimiento y se cobija desnuda contra mí y sus dedos rozan mi cara en busca de los párpados para saber si he cerrado los ojos: me ha dicho que al principio, las primeras noches, le daban miedo el silencio y los ojos cerrados, temía que si dejaba de oír mi voz o de ver mis pupilas me convirtiera súbitamente en un extraño, como cualquiera de los hombres borrosos con los que había estado en noches fugaces antes de encontrarme, y ésa era también la razón de que mientras nos abrazábamos siempre me mirara con una fijeza próxima a la alucinación y de que si yo cerraba mis ojos en la furia del deseo o en el alivio simultáneo de un placer que al principio tuvo algo de inmolación y de dolor ella me los abriera con las yemas de los dedos, acariciándome los párpados, lamiéndolos, alzándomelos casi con violencia para no dejar de ver mis pupilas y saber que era yo quien estaba en ese instante con ella. Háblame, dice, murmura en mi oído, abrazada a mi espalda, estrechándose contra mis caderas y enredando sus muslos en los míos como si mi cuerpo fuera el molde exacto del suyo, y luego, a la mañana siguiente, mientras fumamos después del desayuno, me explica que anoche se dio cuenta de que al pedirme que le hablara lo estaba haciendo en el mismo tono de voz en que se lo pedía a su padre, y con la misma sensación de secreto y cobijo, y también de que no es la nostalgia lo que la ha inducido a repetir ese tono y a ovillarse contra mí como cuando era niña y no lograba dormirse y su padre se quedaba sentado junto a ella en la cama, sino un poderoso sentimiento de felicidad sobrevivido de entonces, intacto ahora en su alma y en el sosiego de su cuerpo y hasta en el modo en que las sábanas limpias y el edredón liviano y mi presencia envuelven su piel, más suave ahora que nunca, me dice, se toca y no se reconoce, como si el tacto de mis manos hubiera contagiado las suyas del mismo modo misterioso en que al verse a sí misma en los espejos se ve a través de mi mirada: no añora algo que tuvo y perdió, me dice, siente con estupor y gratitud que no ha perdido nada, que lo que ahora posee permaneció siempre con ella y la sostuvo sin que lo supiera y le ha permitido mantenerse a salvo de la dispersión y la locura y esperar sin saber qué esperaba y haber tenido la sagacidad y el instinto precisos para reconocer aquel don cuando ha aparecido de nuevo, cuando emergió de ella y se manifestó como un relámpago en la presencia de alguien.
Me pide que siga hablándole, no quiere dormirse todavía, aunque nada le gusta más, dice, sonriéndome desde el otro lado de la mesa, los labios entreabiertos y rojos y su ancha melena todavía despeinada, que presenciar casi en la oscuridad el modo en que me rindo al sueño: yo, tan nervioso siempre, tan tenso y al acecho, me vuelvo grande y pacífico junto a ella, desnudo, con las piernas abiertas, respirando muy suave, tan abandonado al acto de dormir como me abandono algunas veces a los halagos y a las indagaciones de su boca. La oigo medio en sueños, sonrío y abro los ojos, le aparto de la cara el pelo que me rozaba los muslos, me la quedo mirando y la atraigo hacia mí, le digo que he soñado con ella durante unos segundos, que he visto a mi padre subiendo a caballo por el camino de las huertas, que en unos pocos instantes he vuelto a la casa donde viví entre los tres y los ocho años, en una calle de Mágina cuyo nombre, para mí tan común, le da a ella una sensación de amplitud y verano, la Fuente de las Risas.
Oigo mi voz lenta y oscurecida por el sueño, y aunque he vuelto a despertarme del todo las palabras me traen poderosas sensaciones visuales que fluyen delante de mis ojos tan detalladamente como la figura del jinete colgada enfrente de nosotros, las palabras no cuentan, invocan, la memoria es una mirada pura y arcaica que me convierte en un testigo inmóvil de lo que estoy diciendo, y me oigo hablar igual que me oye Nadia, abrazado a ella en la serenidad de un viaje que sólo ahora he sabido o me he atrevido a emprender, cobijado y en paz, abandonado entre la conciencia y el sueño, como cuando iba con mis padres al cine y me asombraban en la pantalla el tamaño y los colores de las cosas y a punto de dormirme mi madre me tomaba en sus brazos y yo me iba durmiendo con los ojos entornados mientras veía la película, como cuando salíamos tarde de casa de mis abuelos, una noche de invierno, el frío de la calle me daba en la cara, recién salido del calor del brasero, de tanto sueño que tenía se me doblaban las piernas, y mi padre me cogía en brazos y me envolvía la cara en una bufanda de lana y me decía, cierra la boca, no vaya a entrarte el frío, la lana suave y picante humedecida por el vaho del aliento, la felicidad de ser llevado y abrigado y de ir mirando las luces en las esquinas y en el interior de las casas, en los comedores de donde viene el rumor de platos y conversaciones de la cena, de programas de radio donde sonaban pasodobles taurinos, los pasos de mis padres resonando en la calle vacía mientras me conducen al refugio seguro, blando y caliente de mi cama, las casas más altas de noche, sobrecogedoras como siluetas de gigantes, y en el duermevela del niño que apoya la cara en el hombro de su padre las voces y las imágenes de la visita inmediata disgregándose ya en materiales de sueños, un hule donde está dibujado el mapa de España y Portugal, una habitación a oscuras donde arde una mariposa de aceite sobre el mármol de una mesa de noche en recuerdo de las ánimas del purgatorio, una alacena con rejilla de alambre cuyo interior huele a especias y a tajadas de lomo sumergidas en manteca y de la que saldrá un lobo con las fauces abiertas en el transcurso de una pesadilla. Era, igual que ahora, la delicia y la intriga de extrañarlo todo y de no ser casi nada y casi nadie, una presencia al margen de las vidas de los mayores, que hablaban en torno a la mesa camilla o a la lumbre en un idioma todavía muy poco conocido y en una dimensión inaccesible del espacio, la mesa donde apoyaban los codos y cuya superficie yo apenas alcanzaba a ver alzándome de puntillas, los aparadores donde ponían las cosas para que yo no las tirara, las estanterías más altas de la alacena, la repisa sobre la que estaba la radio, muy grande, iluminada de noche, con algo de capilla o de sagrario, el reloj de pared cuya puerta abría mi abuelo todas las noches para darle cuerda ceremoniosamente con una llave tan dorada como el péndulo que yo miraba hipnotizado a través del cristal, viendo durante un segundo mi cara borrosa en su bruñida superficie y escuchando el ritmo de sus engranajes. Era vivir una vida clandestina en un reino de gigantes, hecho colosalmente a la medida de su estatura, moviéndome por lugares que ellos pisaban y no veían, tan lejanos y altos, ceñudos, deshechos por el trabajo, complacientes conmigo o silenciosos de ira, incomprensibles, misteriosamente dignos de piedad, tan severos y enigmáticos en sus conversaciones que yo espiaba con la misma impunidad que un gato y sin comprender mucho más de lo que un gato habría comprendido, arrodillado en los rincones, persiguiendo una pelota o una bola de goma bajo las tarimas de los braseros, queriendo alzarme para abrir una puerta, colándome donde ellos no me veían en los dormitorios con las cortinas echadas, en los graneros donde jugaba a nadar en un océano de trigo, en las cámaras con orzas olorosas a manteca y aceite y jamones crudos enterrados en sal, en las mismas habitaciones que ellos ocupaban y que para mí eran varias veces más grandes, con las paredes mucho más altas, con las oquedades de sombra mucho más temibles. Gateaba entre sus piernas, me introducía bajo las faldillas escuchando sus relatos sin fin sobre las cosechas y la guerra o una cualquiera de sus admoniciones, ten cuidado, no vayas a quemarte en el brasero, no te asomes a la puerta de la calle, no te acerques al gato, que te puede arañar, apártate de la lumbre, vete de la cocina, que puedes quemarte con el aceite de la sartén, no prendas papeles en la lumbre, que te mearás por la noche, no arrastres latas a patadas, que se morirá tu madre, no le des vueltas al paraguas, no dejes monedas en la mesa cuando vas a comer. Alzaba las faldillas, miraba en torno a la mesa el conciliábulo irreal de varios pares de piernas y de zapatos, veía los ojos fosforescentes del gato, que me miraba como si reconociera a un semejante y se frotaba contra las piernas de alguien, tal vez mi madre o mi abuela Leonor, y las brasas candentes bajo la ceniza tenían un resplandor de diamantes o de lava, sobre todo cuando alguien removía el brasero con la paleta y provocaba una incandescencia que me hacía acordarme de las erupciones de volcanes que había visto en el cine. Algunas mujeres se ataban a las piernas cartones con cintas de goma para que el calor del brasero no les llenara la piel de unos sarpullidos que llamaban cabrillas. Cerrando los ojos jugaba a que era invisible, escondiéndome en un baúl vacío del pajar jugaba a que estaba muerto o no había nacido o me había marchado de mi casa y podía oír sin embargo sus conversaciones sobre mí, su angustia por mi muerte o mi ausencia, oía pasos acercándose, oía la voz de mi madre o de mi abuela Leonor que me llamaban por todas las habitaciones de la casa, desde el portal, subiendo por las escaleras, temblando yo al oírlas acercarse, igual que los héroes de las películas cuando estaban escondidos en la selva y los perseguían los malvados con cintas negras en el pelo, dientes apretados y blancos y espadas curvas de piratas malayos, o golpeando tambores febriles en las aventuras de Tarzán, que me gustaban sobre todo por las piernas blancas y desnudas y los pies descalzos de Jane, me daban ganas de levantarle la breve falda de piel, de introducir mi mano en su escote tan cálido, no tienes remedio, dice Nadia riéndose, espiaba y juzgaba a los mayores como a los habitantes de esos mundos muy lejanos de la Tierra en los que sucedían algunas novelas de la radio y películas en blanco y negro cuyo recuerdo no me dejaba luego dormir, decidía en secreto no atender sus llamadas porque me había cambiado de nombre, elegía ser un niño perdido en un bosque y amenazado por un lobo y unos minutos después yo era el lobo o el árbol de copa inalcanzable bajo el que el niño dormía, me transmutaba en un jinete, en una serpiente, en un juancaballo, me tendía debajo de la cama y cerraba los ojos y era aquella mujer a la que según mi abuelo habían enterrado viva en el cementerio, subía a las habitaciones más altas y al abrir una alacena era mi abuelo o el médico don Mercurio y la pistola de juguete o el almirez que llevaba en la mano eran una lámpara de petróleo con la que iba a alumbrar a la emparedada de la Casa de las Torres.
Nos habíamos mudado del cuarto de la viga y ahora vivíamos en una casa que se me antojaba inacabable, en otra calle que daba a los terraplenes de las huertas y al valle del Guadalquivir, pero yo casi nunca me asomaba a la puerta, y cuando lo hacía era para sentarme en el escalón a esperar a mi padre, quieto siempre, dócil, paciente, cobarde, mirando con envidia y terror a los otros niños desconocidos que jugaban, mordiendo un hoyo de pan y aceite rebosante de azúcar o una onza de chocolate. El chocolate había que comérselo muy despacio, bocados chicos y mucho pan, repetía mi madre, no sólo para que durara más, sino porque si uno se lo comía demasiado aprisa podía hacerle daño en el estómago. En todas las cosas usuales se escondían propiedades maléficas: el agua demasiado fría del botijo podía matarlo a uno de calenturas, entre el musgo de los tejados se criaban serpientes venenosas que algunas veces caían a la calle y a las que sólo podía inmovilizar y volver inofensivas el quinto hijo de una descendencia de varones, si uno era capaz de contar todas las estrellas en una noche de verano lo mataba Dios, si no se apagaba el brasero antes de irse a dormir la candela soltaba un humo que envenenaba a la gente dormida. Todos los niños de la calle me parecían más grandes que yo, y si me invitaban a jugar con ellos era para engañarme, decía mi madre, para quedarse con mis bolas relucientes de níquel o con los tebeos recién comprados del Capitán Trueno que miraba apasionadamente mucho antes de aprender a leer. Aún no conocía a Félix, que era casi tan callado y tan miedoso como yo, que vivía al fondo de un corral de vecinos, en unas habitaciones umbrías en las que nunca me atreví a entrar, porque en una de ellas estaba siempre acostado su padre, inválido, rígido sobre la cama, quejándose del dolor que le había paralizado los huesos y que lo estaba matando tan despacio que tardó veinte años en morir. Me asomaba a la puerta, esperaba sentado, notando el frío de la piedra en las nalgas, pero el tiempo era eterno, mi padre no venía nunca, cuando se encendían las luces en las esquinas y el aire estaba oscuro y olía a humo y se escuchaban las campanas de la oración en las iglesias y los balidos de las cabras que volvían del campo era que mi padre estaba a punto de volver y que iba a empezar la novela en la radio, entraba en casa, en el portal empedrado, me asomaba con miedo al corredor de sombra que daba a las cuadras y al corral, olía a piedra húmeda y a estiércol, era como la boca de aquel túnel por el que caminaba un niño en una película, y el suelo era de piedra, no de losas ni de adoquines, sino una superficie ondulada de piedra viva, eso le decían, nacida y crecida allí como una criatura mineral, brillante de humedad como el lomo de una ballena, saltaban chispas cuando la golpeaban los cascos del caballo, ya en la noche cerrada, cuando mi padre había venido y volcaba en el portal una carga de hierba que llenaba toda la casa de un olor a savia y a tallos segados. Había espigas que pinchaban las manos y unas flores verdes que llamaban panecitos o plátanos y que dejaban en la boca un jugo muy dulce, pero no era bueno comer hierba, ni los tallos más tiernos, al que comía hierba se le hinchaba el vientre y se caía muerto en mitad de la calle, como en el año del hambre, decían, y yo imaginaba inacabablemente todo un año angustioso sin comer, un año que entonces contenía el tiempo inmóvil de la eternidad. Exploraba la casa, invisible, sin que mi madre lo supiera, porque en realidad no era yo quien estaba allí ni ellos eran mis verdaderos padres, me deslizaba en la penumbra mientras mi madre, sentada junto a la ventana, cerca de la radio iluminada, cosía algo, el hilo tenso extendido hacia arriba y la punta de la aguja brillando entre sus dedos, la luz verdosa de la radio, la luz azulada de la hornilla de gas, el invento del siglo, había dicho mi abuelo Manuel cuando la vio, un adelanto prodigioso, ya no hacía falta levantarse al amanecer para traer leña de la cuadra ni soplar hasta quedar exhausto, y la casa no se llenaba de olor a humo, el olor de la pobreza, decían, una mañana mi padre volvió del mercado antes de su hora de costumbre y con él venía un hombre vestido con un mono azul que traía una gran caja de cartón y de su interior salió aquella cosa blanca que resplandecía y que luego empezó a despedir fuego, no el fuego amarillo, naranja, rojo y violento de la leña, sino un fuego de color azul, una lumbre circular, domesticada, muy tenue, que se encendía aproximándole una cerilla, que silbaba antes de brotar y dejaba un olor muy pesado en el aire: había que tener mucho cuidado, les oí decir, que el niño no toque los mandos, que no se os olvide nunca apagarlo, porque nos envenenaríamos y nos moriríamos todos, como aquella mujer de la que contaban que había muerto mientras dormía por culpa de una hornilla de butano, se le olvidó apagarla y el gas estuvo saliendo toda la noche, silbando, como una serpiente, subiendo despacio por las escaleras, como esa niebla letal que mataba a los egipcios en «Los diez mandamientos». Un día me llevaron de la mano a una casa en la que ya se habían congregado todas las vecinas y mi madre me tomó en brazos para que viera un mueble nuevo instalado sobre un aparador: una especie de radio, forrada de madera brillante, con botones blancos y una pantalla gris y convexa que de pronto se inundó de una luz que hería los ojos y en la que apareció, como en un cine diminuto, una mujer rubia que leía sin mirar las hojas de papel desplegadas ante ella y pronunciaba todas las eses. Se produjo un parpadeo de blancos y grises, la mujer rubia ya no estaba, se veía a un matador hincando el estoque en la cerviz de un toro y todas las vecinas aplaudieron.
Me gustaba esa palabra que tanto decían, los adelantos, aunque avisaban que todos ellos estaban llenos de peligros, pero el peligro parecía la condición más habitual del mundo, no acercarse a los gatos para que no arañaran, ni a los cascos de los caballos y los mulos, porque podían aplastarle a uno la cabeza, no ponerse bajo los aleros en los días de viento, porque una teja podía matarlo a uno o porque una víbora podía caer al suelo y picarle en el tobillo, o peor aún, introducirse en la casa e ir en busca del calor de un cuerpo dormido y esconderse entre las mantas y las tocas de lana de un niño, no beber el agua donde hubieran escupido las salamanquesas, no descansar a la sombra en invierno para que no le diera a uno una pulmonía, no exponerse a los pasos de aire, que lo dejaban a uno idiota y con la boca torcida y los ojos vueltos, no aceptar los caramelos de los desconocidos, que podían ser tísicos en busca de la fresca sangre infantil, no respirar el aire inundado de gas, no tocar los enchufes, no mirar demasiado tiempo hacia ese aparato que yo no había visto nunca, pero del que decían que estaba en la casa opulenta de Bartolomé, en la plaza de San Lorenzo, un aparato que era igual que el cine, aunque mucho más pequeño y sin colores donde se veían las corridas de toros y los discursos de Franco. La televisión, contaban, se veía gracias a unos polvos blancos y grises que había en el interior de la pantalla, y esos polvos eran muy dañinos para los ojos, como el azufre que hacía brillar de noche los números y las agujas del despertador que había en la mesa de noche de mis padres. Pero uno no estaba seguro de que esas cosas existieran, todo era conjetural e improbable, y cuando algo sucedía tenía un aire de excepción y al mismo tiempo de naturalidad, estar solo en la oscuridad de la noche y pensar en lobos y no poder dormirse y soñar luego con ellos, estar despierto y recibir la luz del sol en los ojos y escuchar los chillidos de las golondrinas que habían anidado en el balcón, ver las caras inmensas en la pantalla del cine de verano y escuchar las voces de las novelas de la radio, los cascos de los caballos, la furia del viento, las ruedas de un coche deslizándose entre la lluvia, y todo eso escondido en el interior del aparato de donde fluía una luz verdosa, tras las cortinillas de crochet, creciendo o apagándose según girara uno el mando del volumen o el de las emisoras, la aguja negra moviéndose entre palabras que poco a poco era posible descifrar sílaba a sílaba y en voz alta, Madrid, Londres, París, Lisboa, Andorra, Su Excelencia el Jefe del Estado, Su Santidad el Papa, Manolo Escobar, Fidel Castro, el presidente de los Estados Unidos, Manuel Benítez el Cordobés, la capa de Luis Candelas, la canción del Cola Cao.
Oía siempre, espiaba sin comprender, aceptaba terrores y prodigios, me inventaba identidades maleables, nombres falsos, amigos que no existían, impunemente me aproximaba al círculo de los mayores y aprendía poco a poco a descifrar sus historias y a repetir palabras sonoras que decían, la aceituna, la televisión, la vaca recién parida, el acabamiento del mundo, los ciclones, la guerra, Azaña, el general Miaja, el comandante Galaz, don Juan Negrín, Franco, Ama Rosa, Juanito Valderrama, Guillermo Sautier Casaseca, Cinemascope, Avecrem, gas butano, Madrid, la momia emparedada, los adelantos, la operación, el hospital. Algunas veces no existía para nadie y exploraba solo la casa y encontraba tesoros tras la puerta del pajar y llanuras blancas de polvo debajo de las camas y selvas incandescentes en el fuego y otras veces era arropado hasta la barbilla, llevado en brazos, alzado más alto que una cumbre hasta el lomo de un caballo, cobijado en un chal, contra el pecho caliente y blando de mi madre, guiado de la mano por calles en las que me perseguía siempre el miedo a los niños mayores o a perderme o a escuchar la voz de la Tía Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres, despertado antes del amanecer para llevarme a alguna parte, a casa de mi abuela Leonor, donde la comida sabía de otro modo y las sábanas estaban más frías y tenían un olor distinto, para subirme a un coche negro y grande conducido por un hombre de huesos protuberantes en el cráneo pelado que se llamaba Julián y recorría durante un tiempo infinito una carretera entre olivares y se detenía ante un edificio de ladrillo rojo con corredores habitados por monjas que no ponían los pies en el suelo, que se deslizaban sobre las baldosas como una pluma empujada por el aire y abrían una puerta blanca al otro lado de la cual había una mujer desconocida, acostada, con el pelo húmedo a los dos lados de la cara y los ojos ansiosos, mi madre. Confusamente notaba que había pasado mucho tiempo sin verla, que estaba enferma, que la había olvidado, pero se incorporaba en la cama de barrotes blancos y fríos y me apretaba contra ella, y aunque su pecho era igual de blando parecía más caliente y olía de otro modo, como el cuarto de la viga cuando a mi padre le ponían inyecciones, olía a alcohol y a desgracia, olía a miedo, ahora lo sé, a terror y hospital.
No hay motivos, ni cronología, ni estados intermedios. Acostado junto a Nadia, a una hora de la madrugada que no sé precisar, porque me falta voluntad para volverme hacia la mesa de noche donde está el despertador, a punto de dormirme del todo o de recobrar la conciencia, siento la misma pereza absoluta que cuando estaba un poco enfermo y con fiebre y no me mandaban a la escuela y me abrigaban subiéndome el embozo hasta la nariz y las fotografías que he visto en el baúl de Ramiro Retratista se agregan a mis sueños como las imágenes de una película que estuviera viendo mientras me dormía, figuras inmóviles cuyos labios empiezan a moverse y adquieren una voz que sin darme cuenta es la mía mientras le hablo a Nadia, sonámbulos los dos, rendidos hasta más allá del límite de la fatiga y el deseo, buscándonos aún, acariciándonos con delicada cautela. Nunca he hablado tanto de mí mismo, como le hablo a ella, tan despacio, tan detalladamente, con la misma lentitud con que mis dedos le entreabren la boca o el sexo o le untan los pezones de saliva, quiere saber cosas de mí en las que ni siquiera yo he pensado, y entonces me doy cuenta de que por primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha, quien cuenta no para inventar o para esconderse a sí mismo, como cuando Félix y yo teníamos seis o siete años y me pedía que le contara historias o como cuando estaba solo en la huerta de mi padre y distraía las horas contándome en voz alta una vida falsa y futura, sino para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca entendí, lo que oculté tras las voces de otros. Ahora es mi voz la que escucho, hablando durante horas, hablándole a Nadia, y tengo la sensación de que la oigo yo mismo en una cinta grabada hace mucho tiempo o está sonando sin que yo sepa de dónde viene en los auriculares de una cabina de traducción. Yo soy, a través de Nadia, el testigo de mi propia narración, es ella quien reclama mi voz y quien la revive con la misma asidua ternura con que sus dedos rondan mi piel y quien modela a mi alrededor un espacio y un tiempo donde no hay nadie más que nosotros y en el que fluyen sin embargo todas las voces y todas las imágenes de nuestras dos vidas.
Pienso en la extrañeza de entonces, en la desarmada inocencia con que mis ojos presenciaban el mundo. El día es una eternidad vertiginosa de luz en los terraplenes de la calle Fuente de las Risas y cuando cae abruptamente la noche es para siempre, todas las cosas ocurren en un presente sin vaticinios ni recuerdos. Estoy jugando solo en la calle, ante la puerta entornada de mi casa, y de pronto sube un frío húmedo de la tierra y cuando mi padre vuelva del campo traerá consigo la plenitud de la noche y el olor de la hierba. Me muestra una cicatriz que tiene en el cuello y me cuenta que se la hizo la espada de un moro en una batalla de la guerra. Recorro las habitaciones de la casa en busca de mi madre, que tal vez ha ido a la tienda, y como no la encuentro supongo con angustia y resignación que no voy a verla nunca más. Estoy con ella, en la sala oscura de un cine, no en Mágina, sino en la capital de la provincia, y en la pantalla veo rostros de un tamaño abrumador y cuerpos cortados por las piernas que sin embargo caminan. Veo o sueño a un niño dormido y desnudo sobre una piel de oveja y una serpiente se desliza por un túnel de piedra arenosa y el niño se revuelve sin despertar y yo cierro los ojos porque sé que la serpiente va a picarle y que tal vez ese niño soy yo. Mi madre está hablando con una vecina y de pronto me aprieta contra su pecho y rompe a llorar y la vecina dice dos palabras que no entiendo: cometa y fin del mundo. Mi padre está acostado, con la cara muy blanca, más que la tela de la almohada, y sobre la mesa de noche hay frascos de medicinas y pequeñas cajas de cartón que han sido recortadas hasta adquirir formas de animales: un perro de orejas caídas, un burro con su serón, un gato con los bigotes retorcidos. Estoy jugando en una casa que no es la mía y de pronto extraño a mi madre y sé que no va a venir si la llamo. Estoy acostado en una cama extraña, frente a una puerta de cristales con visillos más allá de la cual hay una habitación que me da miedo: una mesa muy larga, de madera brillante, y sobre ella un perro de escayola con la lengua hacia afuera, y a su alrededor seis sillas tapizadas de verde en las que se me antoja que hay sentados seis hombres invisibles. Alzo la cabeza al oír una voz y mi madre viene hacia mí, sonriente y cambiada, me estrecha en su regazo y me toca con las manos frías la cara llena de lágrimas. Un hombre que ha venido y se ha sentado junto a la cabecera de la cama donde está acostado mi padre aunque es de día abre su mano derecha y en la palma hay un caramelo envuelto en un papel de color verde, y el sabor del caramelo en la boca es más verde aún, picante, muy intenso, el aire se vuelve fresco al entrar en la nariz. Es de día y de pronto es de noche. Estoy en el cuarto de la viga y unos hombres sacan por la ventana los muebles y luego estoy en el corral de nuestra casa en la Fuente de las Risas, mirando una hilera de hormigas rojas que suben por el tronco de un granado. Los granos son rojos como las cabezas de las hormigas. Las hojas de la higuera sueltan una leche blanca y picante que me escuece los ojos cuando los froto con los dedos manchados. Estoy jugando en la calle con un indio de goma que tenía mi madre en el bolsillo del mandil cuando apareció en la puerta donde un segundo antes no estaba y la sombra de alguien desconocido se inclina sobre mí y luego la cara y ya no tengo el indio. Veo a un niño flaco, parado frente a mí, con los ojos grandes y la cabeza pelona, con un mandil como el mío. Mi madre habla con la suya, que tiene las rodillas amoratadas y rojas bajo el borde de la falda, y dice: «Éste es el Félix, a ver si os hacéis amigos». Veo una caja de lata con dibujos de puentes y de mujeres con moños y sombrillas y al abrirla descubro un tesoro en billetes de banco, y más al fondo, en el armario, toco un cinturón y una funda de cuero con forma de pistola, pero la abro y está vacía. Veo un caballo de cartón que tiene los ojos grandes y quietos como ese niño llamado Félix y cuando me acerco a tocarlo alguien grita, en broma, «¡que te muerde!», y aparto la mano y escucho las carcajadas de mi abuela Leonor, que luego se repiten en un sueño. Se ha ido la luz mientras subía las escaleras, y una voz desde abajo, la de uno de mis tíos, murmura, ay mama mía mía mía, quién será, cállate hija mía mía mía, que ya se irá. En el sueño mi abuela Leonor y las vecinas de la calle ríen sin parar en la plaza de San Lorenzo y cada vez son más pequeñas y más gordas y tienen las bocas más grandes. Me despierto y no hay nada en la oscuridad. Eso mismo veía la mujer a la que emparedaron en la Casa de las Torres. Estoy de pie, en la oscuridad, sobre una superficie muy alta, una mesa, y hay contra mi pecho un cristal tan helado como el de las ventanas en los días de invierno. Extiendo las manos y no hay nada, ni arriba ni abajo, ni día ni noche. Una mano toca la mía y oigo las voces de mi madre y de mi abuela, que hablan con alguien como si yo estuviera dormido y dicen una palabra que no entiendo y que me da mucho miedo: radiografía. Ahora hay tanta luz que tengo que cerrar los ojos y un hombre de bata blanca que no huele como los hombres de mi familia está mirándome y su cabeza tiene alrededor una cinta de goma y en su frente hay un espejo redondo en el que veo mi propia boca abierta. Tengo frío en el pecho y a veces tengo mucho calor y mucha sed, una sed desesperada que me impide despegar la lengua del paladar y pedir agua. Mi madre me tiene en brazos junto a una puerta de cristales escarchados, y una mujer vestida de blanco me sonríe y me habla y yo sé que me miente y me arranca de los brazos de mi madre y me lleva al otro lado del cristal, donde está el médico con esa lámina de cristal o de acero en la frente que parece un ojo muy grande. En los descampados de la Fuente de las Risas Félix y yo removemos la tierra húmeda y grumosa buscando hormigas aladas. Alzan el vuelo y brillan en la mañana dorada y azul como fragmentos de cristal. Mi madre me lleva de la mano y no sé hacia dónde y estoy muerto de terror. En un escaparate hay una carroza de juguete, con cuatro caballos de color verde y un soldado que sostiene un látigo. He oído decir que antes de que yo naciera había carro de los muertos tirado por caballos y que un jinete los hacía galopar a latigazos. El nombre de ese carro me daba más miedo que la palabra tísico o la palabra hospital: la Macanca. Tengo en brazos a un gato pequeño y rubio que jugaba conmigo bajo la mesa camilla mientras los mayores hablaban muy por encima de nosotros y sin que nadie me vea lo encierro en un cajón donde hay cuchillos y cucharas y un artefacto metálico con mango rojo que sirve para batir huevos y que a veces uso yo como un arma de película. Mi madre tira de mí por un pasillo muy largo y mi mano sudada se escurre entre la suya y me quedo parado entre dos baldosas, un pie en una baldosa blanca y otro en una baldosa negra. No sé dónde estoy, pero no es en Mágina, y me va a ocurrir algo. En el corral de una casa donde hay ruedas amontonadas de coches mi amigo Félix come puñados de tierra oscura. La tierra sabe amarga y se deshace en la boca como una onza de ese chocolate que tiene dibujada a una Virgen. Bajo el envoltorio de colores algunas veces encuentro estampas de aventuras o de artistas de cine que huelen intensamente a cacao. Abro cajones y están vacíos. Abro cajones donde hay hojas amarillas de periódicos. Me gusta abrir cajones y mirar debajo de la ropa doblada para encontrar fotografías. Mi madre dice que ese hombre de pelo blanco que está sentado en un escalón y acaricia el lomo de un perro era su abuelo: qué raro, ella no es una niña y tiene o ha tenido abuelo, igual que yo, pero dónde está ahora, se lo pregunto y no me quiere contestar. A veces los mayores se quedan callados y no responden las preguntas. Abro un cajón y un gato con el pelo erizado salta sobre mí y me araña las manos y la cara y lo veo todo rojo, como cuando me oculto tras la cortina roja del cuarto de mis padres y no contesto si me llaman. Estoy atado a un sillón con correas y el hombre del espejo en la frente sostiene debajo de mi boca una palangana de sangre. El suelo donde estoy sentado junto a Félix mientras comemos tierra está frío y húmedo y sé que dentro de poco se encenderán las luces y será de noche y oiremos la trompeta del cuartel. Cuando la tierra está fría y huele a humo viene mi padre montado sobre un mulo y es que ya es de noche. Algunas veces la noche es más grande y azul y la luna está en el aire y también en el agua de las albercas. En las noches azules se ven desde el terraplén luces que tiemblan en la lejanía, se oyen las voces y la música del cine de verano y en el cielo hay un camino blanco y una luna amarilla sobre los tejados que parece una cara. Estoy tendido en una cama cuando abro los ojos y no sé dónde estoy, pero sobre la mesa de noche hay una carroza de juguete con cuatro caballos y un soldado que maneja un látigo. Cerca de mí dice una voz: «ya está volviendo de la anestesia», y siento que me duermo pensando en esa última palabra, que tiene el olor del hospital y un sabor amargo de medicina. Cuando tengo sueño mi madre dice, vámonos al cine de las sábanas blancas, y yo la creo porque pienso en la sábana blanca y vacía que hay frente a nosotros cuando aún no se ha apagado la luz. En el cine todo el mundo está callado y huele a la superficie roja y suave de las butacas o a pipas de girasol o a galanes de noche y no se ve nada en la pantalla, que es una sábana blanca. Luego en la pantalla es de día y más arriba y a su alrededor es una noche de verano sobre la que permanece inmóvil la cara de la luna, que se parece a la cara de mi madre. Dicen operación, dicen hospital, dicen sanatorio, próstata, penicilina, radiografía, anestesia. Las piernas con medias negras de la madre de Félix aparecen junto a nosotros, su mano con la manga enlutada lo levanta del suelo, le golpea la cara y la boca abierta de Félix está manchada de saliva, de tierra y de mocos. Dicen palabras que poco a poco voy reconociendo y empiezo a comprender, aunque a veces tengan significados imposibles, dicen matar el tiempo y yo imagino a un hombre encorvado que maneja un cuchillo contra la oscuridad, dicen estrella de cine y veo en el cine a oscuras y en la pantalla negra una luz que la cruza en diagonal como las estrellas fugaces en las noches de verano, dicen tirar la casa por la ventana y veo la ventana de nuestra cocina en la calle Fuente de las Risas y a mi padre investido de una estatura hercúlea que arranca la reja y levanta en sus manos una maqueta de la casa y la tira a la calle donde se rompe sobre el empedrado con un estrépito de cristales y de tejas. Hablan entre sí, cuentan, no paran nunca de contar, mi abuelo Manuel me sienta en sus rodillas, junto al fuego, se quita la boina y su calva brilla bajo la luz como la panza de un cántaro, sonríe y me dice, quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, y yo le digo que sí o que no y él repite una y otra vez lo mismo hasta exasperarme, no te he dicho que me digas que sí o que no, sino que si quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, o se me queda mirando y mueve la cabeza y dice con aire pensativo, bueno, hombre, bueno, así que tú eres el guarda de don Juan Moreno, y si le contesto que no vuelve a decir, bueno, hombre, bueno, pues yo pensaba que eras el guarda de don Juan Moreno. Sueño voces, las oigo a todas horas en la radio, venidas de no sé dónde, del interior del aparato, me subo a una silla para alcanzar su repisa y trato de mirar bajo ese resquicio por donde fluye al anochecer su luz verdosa queriendo descubrir quién se oculta dentro, cómo es posible que baste mover suavemente el sintonizador para que se sucedan voces de hombres y mujeres, canciones que algunas veces no se entienden, como las palabras de las emisoras extranjeras, aventuras que tienen lugar en los mares del Sur o en las calles de París, para que suene el estrépito del mar con más fuerza que en el interior de una caracola y la lluvia y el viento y los truenos de una tormenta, para que relinchen y galopen caballos y aúllen los lobos como en los relatos que me cuenta mi abuelo. Oigo las voces, les atribuyo caras, oigo el mar y lo veo con el mismo color azul oleoso y brillante que tiene en las películas, y que ya para siempre me gustará más que el color de los océanos verdaderos, oigo nombres de ciudades y de mujeres y me conmueve un amor desconsolado y simultáneo por ellas, discos dedicados, a la señorita más guapa de Mágina de parte de su novio, al niño Paquito Puga en el día de su primera comunión, oigo pitidos y murmullos semejantes a los ecos que suenan en una iglesia desierta y distingo voces que no puedo comprender, en idiomas extraños que a mi abuela le dan mucha risa, hay que ver, dice, lo raro que habla esa gente, con lo fácil y lo claro que hablamos nosotros, aprendo a distinguir la ironía en la voz de mi abuela Leonor y el miedo y la ternura en la de mi madre, que me despierta todas las mañanas cantando romances y canciones de Concha Piquer y del negro Machín mientras friega los suelos y hace las camas en el dormitorio contiguo, abro los ojos, escucho su voz, que ya había estado oyendo en los últimos minutos de sueño, sé que cuando entre a mi dormitorio va a descorrer las cortinas y a decirme mientras me sacude suavemente, las mañanitas de abril, gustosas son de dormir, y las de mayo, ni fin ni cabo, mientras del otro lado del balcón viene una luz de un amarillo de polen y un aleteo de golondrinas. Oigo las voces de las niñas en la calle, los pregones de los buhoneros que pasan, las palabras en latín que resuenan en la penumbra cóncava y fría de la iglesia, descubro que las voces pueden sonar también en el silencio, estoy tendido de noche en la oscuridad e imagino que oigo mi propia voz contándome una historia que me ha contado mi abuelo o que se repite la letanía temible de la madre y la hija que escuchan los pasos de su asesino o la de la Tía Tragantía, esa giganta vestida de harapos que ronda las esquinas sin luces en las primeras noches del verano, yo soy la tía Tragantía, hija del rey Baltasar, el que me oiga cantar no vivirá más que un día y la noche de San Juan.
Me tapo los oídos por miedo a escuchar esa canción, pero el insomnio de la noche está poblado de rumores que parecen palabras susurradas en un idioma extranjero, me escondo bajo las sábanas, me tapo la cabeza con la almohada, oigo mi sangre y mi respiración, imagino que yo soy ese niño dormido al que va a picar una serpiente, que los pasos suben en mi busca y no puedo despegar los labios para llamar a mis padres, en el silencio de la calle permanece el eco de las últimas canciones que cantaron las niñas antes de retirarse a sus casas, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí. Cuando salimos de casa de mi abuela Leonor y estoy casi dormido en brazos de mi padre miro el volumen sombrío de la Casa de las Torres y su portalón cerrado y sus ventanales vacíos y pienso en el fantasma de la mujer a la que enterraron viva, y cuando subimos por la calle del Pozo en dirección al Altozano (me han tapado la boca con la bufanda de lana, y la chaqueta de mi padre y sus manos huelen a tabaco y a tierra húmeda y a hierba segada) oigo acercarse unos pasos y unos golpes de bastón que me obligan a cerrar los ojos como cuando estoy vislumbrando una pesadilla, porque sé que si los abro veré bajar por la acera a ese hombre ciego que lleva un abrigo muy grande y unas gafas negras y camina rozando las paredes con su mano extendida. Luego Félix me pide que le cuente una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra. «Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que sostienen revólveres. Le hablo a Nadia en voz baja y miro frente a nosotros el grabado del jinete y aunque sé que es imposible tengo la sensación de que lo he visto hace muchos más años de lo que yo creía, en una de las páginas con los filos requemados de aquel libro que leía mi abuelo Manuel, la misma sensación de aventura y de sueño, de lejanía y viaje hacia la oscuridad por un sendero montañoso, mi abuelo atravesando la sierra de Mágina en una noche de tormenta estremecida por los aullidos de los lobos y los relinchos de los juancaballos, Miguel Strogoff perseguido por los tártaros en el primer libro que me compraron cuando supe leer, mi padre subiendo a caballo de la huerta cuando ya están encendidas las luces y apareciendo en una esquina de la calle Fuente de las Risas. Dejo a Félix, voy corriendo hacia él, descabalga de un salto, me levanta en sus brazos, noto su barba áspera en mi cara cuando me da un beso, me alza un poco más y me sienta sobre la albarda del caballo, me da miedo y vértigo, casi me caigo, soy un inútil y él seguramente lo sabe desde que nací, me dan terror los animales, hasta las lagartijas, pero él me sostiene y me pone las riendas en la mano y entonces yo también soy un jinete y me imagino que cabalgo por una película, perseguido por los indios, diciéndole adiós a Félix con la mano, un adiós muy rápido, para no caerme al suelo.
Y es ahora, mientras le hablo a Nadia, mientras las palabras vienen a mis labios tan involuntariamente y tan sin tregua ni orden como las imágenes de un sueño, cuando surge ante mí un recuerdo intacto y perdido, no un recuerdo, sino algo más poderoso y material, la sensación de ir montado en un caballo detrás de mi padre, abrazado a su cintura, apretando, porque él me lo ha dicho, las piernas y los talones contra el lomo, sintiéndome llevado y protegido por su fortaleza, dejando atrás las últimas cuestas empedradas de Mágina y descendiendo por un camino entre trigales verde claro y jaramagos: voy con él e imagino que cabalgamos hacia una aventura leída en los libros, sé que tengo ocho o nueve años y que dentro de poco abandonaremos la casa en la Fuente de las Risas y nos iremos a vivir con mis abuelos a la plaza de San Lorenzo, he visto a mi padre quedarse absorto por las noches delante de un papel en el que traza números de manera incesante, los he oído hablar de mudanza y de tierra y de miles de duros y he sabido que algo estaba a punto de sucedemos, algo más grande que la llegada de la radio o de la hornilla de butano. Bajamos por el camino, mi padre detiene el caballo junto a una casa pequeña que tiene hundido el tejado, baja de un salto, tiende la mano hacia mí y me dice que salte, no me atrevo, noto en su cara el desagrado, me ayuda a bajar, ata el caballo al tronco de un álamo seco. La casa está en ruinas, las veredas y las acequias están borradas por la hierba, el agua verde oscuro de la alberca apenas puede verse bajo las ovas y los juncos. Más allá de las terrazas abandonadas de la huerta se extienden las olivares que bajan hasta la orilla del río y en el sol de la tarde vibra el azul puro de la Sierra. Mi padre enciende un cigarrillo, pasa su mano derecha por mi hombro, me lleva por veredas umbrías bajo las copas de las higueras donde se agita con el viento suave un escándalo de pájaros. Ahora recuerdo el modo en que pisaba aquella tierra abandonada, el entusiasmo secreto con que arrancaba una mata de mala hierba y apretaba en su mano los grumos adheridos a la raíz, en cuclillas, con el cigarro en la boca, mirándome con una sonrisa de felicidad, de pasión e inocencia que hasta entonces yo nunca había visto en sus labios y en sus ojos: tenía treinta y dos o treinta y tres años y el pelo recio y ya casi blanco acentuaba la juventud de su cara cobriza. Tal vez si no hubiera visto en el baúl de Ramiro Retratista las fotografías que le hicieron cuando yo no había nacido no podría acordarme ahora de la expresión de su cara ni entender que aquel día, al pisar la tierra que había comprado y removerla con sus manos y dejarla escurrirse entre sus dedos estaba tocando la materia misma del mejor sueño de su vida.