HABÍA SONADO EL TIMBRE y al oírlo pensó que sería su hija quien llamaba, pero le extrañó, porque ella nunca se olvidaba las llaves, igual que no se olvidaba de recoger la ropa sucia del cuarto de baño ni de retirar cada noche antes de acostarse los ceniceros o las copas, con un sentido del orden natural e instintivo, que la circundaba en la casa como el olor de la colonia que usaba, sin esfuerzo, sin premeditación, del mismo modo que otras personas fomentan el desorden con su sola presencia. Entraba en su dormitorio cuando ella no estaba, no por esa turbia curiosidad policial de un padre hacia su hija adolescente, sino para complacerse a solas y sin las limitaciones del pudor en la ternura de que ella existiera, veía su ropa en el armario, sus libros alineados en una estantería, sus discos, que él íntimamente detestaba, los pares de zapatillas deportivas y de botas, la ropa interior y las camisas y jerseys doblados en los cajones, y le gustaba el limpio olor femenino y el orden en el que parecían cobijarse todas las cosas, y cada pormenor le confirmaba su amor hacia ella y la gratitud por la fortuna que había tenido al engendrarla, al asistir a su crecimiento y a su aprendizaje, al haberla inducido tal vez, involuntariamente, a poseer una serena actitud de certidumbre que se manifestaba en la disposición de los objetos que le pertenecían tan indudablemente como en los rasgos de su cara o en su manera de mirar.

Pero había sonado el timbre otra vez, era posible que ella hubiera vuelto y que al detenerse ante la verja se diera cuenta de que olvidó las llaves al salir, se disculparía cuando él le abriera, y se levantó del sofá y pensó que nada más entrar vería el cenicero colmado y la botella de coñac sobre la mesa de la lámpara, reprobando en silencio esos indicios de desorden. Él mismo fue así en otro tiempo, aunque con una crispada obsesión de la que ella carecía, un maniático del lugar exacto de las cosas, de las superficies pulidas, de los uniformes abrochados sin una sola arruga, correas relucientes, botas charoladas, habitaciones desnudas, mesas sin un rastro de ceniza, papeles clasificados en los cajones, filas de soldados que revisaban sus ojos como la cinta métrica de un agrimensor. Desde lejos, desde la barandilla de la galería a la que se asomaba con desgana el coronel Bilbao, la formación era una especie de milagro geométrico, un rectángulo de cabezas y hombros y una oleada simultánea de brazos que se dirigían a las culatas de los fusiles y piernas que se ponían rígidas sobre la grava: pero de cerca se veían las caras, los rasgos de estupidez y de pobreza, la mugre y el desgaste de los uniformes, los ojos con legañas, con una inmóvil desesperación por huir de la que nadie más que él parecía darse cuenta. Pero también él lo olvidaba, o cerraba los ojos para no ver que el orden de la guarnición y de las filas de soldados era una maquinaria implacable de sumisión y desdicha, como el de una oficina o una fábrica o un tajo de segadores. Se había acostumbrado a no saber, a no mirar más allá de cierto límite, a no imaginar que existía otro mundo a un paso del cuartel donde la gente no llevaba uniforme ni caminaba en línea recta y marcando el paso. Había conocido desde niño una sola forma de vivir y no se le ocurría que pudiera haber otras, que él pudiera no haber sido un militar. No amaba el Ejército, pero tampoco amaba a su primera novia el día que se casó con ella, y nada de eso le impidió ser un oficial modélico ni un marido escrupulosamente fiel. El mundo exterior lo desconcertaba. La mayor parte de los militares con los que trataba le parecían incompetentes o absurdos, pero podía distinguir grados en su nulidad o en su estupidez: al menos los entendía, mientras que a los civiles los encontraba incomprensibles, como si vivieran en otro país o tuvieran costumbres que sería preciso estudiar no para imitarlas sino para deducir las normas de su comportamiento. Durante años le pasó lo mismo con los americanos, y no sólo porque le costó habituarse a su inglés, sino porque no lograba predecir sus reacciones ni calcular con un poco de tranquilidad lo que estarían pensando mientras lo miraban a los ojos. Únicamente lo serenaba o lo disculpaba la apariencia del orden: un objeto fuera de lugar lo sobresaltaba como un ruido de carcoma en la noche o la primera grieta que anuncia la ruina de una casa, y por eso cuando pasaba revista a una dependencia o a una formación los oficiales inferiores se quedaban paralizados de miedo, en posición de firmes, pues no pasaba por alto ni la menor deficiencia y lo examinaba todo como si llevara una lupa o un microscopio, el polvo bajo las camas, la limpieza de las cocinas, el brillo y la eficacia de las armas, y como nunca anunciaba de antemano sus visitas de inspección los oficiales y los suboficiales del cuartel de Mágina perdieron desde su llegada la negligente rutina en la que habían vivido los últimos años, consentida por la misantropía alcohólica del coronel Bilbao y favorecida por la ausencia de jefes intermedios: en la cantina de los soldados ya no había papeles ni restos de comida tirados en el suelo, el calabozo fue desinfectado y encalado, los camareros de la sala de oficiales usaron otra vez chaquetillas y guantes blancos, los jergones del cuerpo de guardia volvieron a tener sábanas limpias y los centinelas de descanso ya no se quejaban del olor a caballo de las mantas ni del martirio de las chinches. Pero no era, como sospechaban algunos de sus enemigos, un militar filántropo, o uno de aquellos oficiales politizados que simpatizaban abiertamente con la tropa: cuidaba del cuartel y de los hombres a su mando como se habría ocupado de mantener a punto un automóvil si el azar impasible de su vida lo hubiera destinado al trabajo de chófer, con la misma indiferencia y perfección con que llevaba a cabo todos los actos obligatorios de su vida, y jamás se le habría ocurrido un gesto de familiaridad con un soldado, no por desprecio, sino por un sentido de la jerarquía idéntico al que le inducía a abstenerse de la más mínima falta de consideración hacia un superior. Cruzaba la puerta de una compañía y el cuartelero rígido, que al oír el paso rápido de sus botas se había apresurado a tirar el cigarrillo y a alisarse el uniforme, anunciaba con un grito su aparición, y en el interior se oía un rumor unánime de botas y de manos con las palmas abiertas golpeando costados, y aparecía el capitán o el suboficial de más alta graduación y se le cuadraba con un ímpetu olvidado hasta entonces en el cuartel. Él no mandaba descanso en seguida, respondía tranquilamente al saludo, veía el nerviosismo o el miedo del capitán o del sargento de semana y lo dejaba firme casi un minuto entero, mirándolo a los ojos, complacido por la brusca suspensión de todo movimiento que provocaba su llegada, y luego exigía que se lo mostraran detalladamente todo, desde las armas hasta el orden y la limpieza de la furrielería y los libros de contabilidad de la oficina, con una actitud no amenazadora, pero sí impenetrable, que desconcertaba a sus subordinados más que un grito o que la promesa de un arresto, con una distancia sin altanería que descartaba de antemano cualquier posibilidad de confabulación o indulgencia. En la sala de oficiales y en la de suboficiales se murmuraba sobre su dureza inflexible y su orgullo: se atribuía a despreciables influencias políticas la rapidez de su carrera. No confraternizaba con nadie, no participaba en las murmuraciones usuales sobre un próximo levantamiento militar, no visitaba el casino ni el prostíbulo, no se le pudo atribuir una querida, no entraba a la sala a tomar una copa cuando salía de servicio: incluso no parecía que saliera nunca, ni que tuviera otra vida fuera del cuartel ni más aficiones que el cumplimiento neurótico de las ordenanzas y la lectura de enciclopedias sobre estrategia militar cuyos volúmenes alineados en la biblioteca del cuartel nadie había abierto en los últimos veinte años. Hablaba con fluidez idiomas extranjeros, contaban, había pasado dos años en una academia militar de Inglaterra, la misma a la que asistió de joven, durante su destierro, el rey don Alfonso XII, explicó con orgullo, en un brindis celebrado en su honor, el coronel Bilbao. Salvo el día de su llegada, nadie recordaba haberlo visto de paisano. Estaba casado, tenía un hijo, esperaba otro, pero pasaban las semanas y su mujer no venía a reunirse con él. El coronel Bilbao, tan desdeñoso con todos, tan encerrado siempre en su despacho de la torre, lo mandaba llamar a cualquier hora del día o de la noche y se quedaban horas enteras conversando. Entre los oficiales su único defensor era el teniente Mestalla: joven, nervioso, entusiasmado, fanático, adicto a la gimnasia, a las marchas, a los ejercicios de tiro, a las duchas de agua helada. El tedio de aquella guarnición de tercer orden, la frustración y el alcohol no habían tenido tiempo de gastarlo. Castigaba con fría brutalidad a los soldados torpes o cobardes, los humillaba si no se atrevían a saltar el potro o eran incapaces de trepar por una cuerda, y ansiaba parecerse al comandante Galaz, salvar a la patria, combatir en una guerra para ascender en seguida o recibir a título póstumo una laureada. «Mi comandante, perdone el atrevimiento, pero debo decirle que antes de que usted llegara esto parecía más que un cuartel un balneario para viejos reumáticos». Tan excesivamente joven, con su desprecio petulante hacia lo que él llamaba la vida civil, con ese temblor de las mandíbulas apretadas cuando se quedaba inmóvil ante una formación. No pestañeó cuando el comandante Galaz desenfundó tranquilamente su pistola y le apuntó al pecho, pero las mandíbulas le temblaban como si mordiera una presa. Disparó contra él como contra un espejo que le devolviera una imagen monstruosa de sí mismo: lo hizo apenas una hora antes de que le tomaran esa foto que su hija no hubiera debido ver, una de las dos que le trajo, enmarcadas en cartulinas con un filo dorado, aquel hombre del impermeable azul marino, la bufanda y la boina, que dijo llamarse Ramiro y haberlo conocido antes de la guerra y se quedó parado ante él, sin atreverse a entrar todavía: sonó por segunda o tercera vez el timbre una tarde de noviembre y al asomarse a la ventana del salón el comandante Galaz vio que era un desconocido y no su hija quien había llamado.

Un cobrador tal vez, un vendedor a domicilio, con una especie de boina de plástico que hacía juego con el impermeable y una flaca cartera de plástico negro bajo el brazo, la clase de cartera donde se guardaban facturas modestas o documentos de gestoría. Esperaba debajo de un paraguas, aunque llovía muy poco, con un aspecto más bien patético de docilidad y paciencia, como un cobrador infortunado. Se enredó lastimosamente con el paraguas, la cartera y la boina cuando quiso descubrirse y tenderle la mano al comandante y buscar algo en sus bolsillos, todo al mismo tiempo, y el paraguas mal cerrado cayó al suelo y la mano que se dirigía hacia la boina se detuvo y quiso rescatar la cartera que también se caía, sujeta por el codo. Sacó la otra del bolsillo, pero tampoco pudo estrechar con ella la mano del comandante Galaz porque tenía algo entre los dedos, una pequeña tarjeta de visita. Su cara redonda, con una gran papada que abrigaba cuidadosamente la bufanda, tenía una ajada desolación infantil, aunque sin duda no era mucho más joven que el comandante Galaz, pero era una cara con blanduras femeninas, temblorosa, casi imberbe, una de esas caras lunares que en vez de madurar se reblandecen y debilitan con los años. Como un viajero desesperado que no acierta a subir su equipaje a un tren ya en marcha se quitó la boina y la guardó arrugada en un bolsillo, abandonó el paraguas en el suelo, le entregó la cartera al comandante Galaz, como intentando poner método al desastre, buscó otra vez la tarjeta de visita, que se le había perdido, la encontró mojada y arrugada entre los pliegues de la boina de plástico, murmuró su nombre, acertó a sonreír, resoplando suavemente, como si en el último minuto hubiera alcanzado el tren.

«Claro que usted no se acuerda de mí, después de tantos años, tampoco es que habláramos mucho, la verdad es que hablar, lo que se dice hablar, sólo hablamos una vez, cuando usted fue a mi estudio para hacerse aquella fotografía de uniforme, bueno, tampoco era mi estudio, entonces yo trabajaba para don Otto Zenner, que en paz descanse, mi maestro, pero aquel retrato sí que me acuerdo de que se lo hice yo, cuando usted acababa de llegar a Mágina, le pregunté que si era un retrato oficial o familiar y usted me dijo que las dos cosas, que se lo iba a enviar dedicado a su señora, y al verlo el otro día por la plaza del General Orduña me sonó su cara y en seguida me acordé, será por mi trabajo pero yo tengo una memoria muy buena para las caras, y la de usted no ha cambiado mucho, lo natural, claro, con los años, y me dije, Ramiro, sería un detalle que le llevaras esa foto al comandante Galaz, y entonces me acordé de la otra, es mucho peor, claro que es una instantánea, yo me había comprado entonces una cámara portátil con mis ahorros, y un flash moderno, sin que don Otto lo supiera, don Otto decía que esa manera de hacer fotos era un insulto a nuestro arte sublime, y me iba por ahí a retratar a la gente que veía por la calle, como los repórters internacionales, y aquella noche en que estalló el Movimiento me tiré a la ciudad con mi cámara y me dije, Ramiro, ésta va a ser una noche histórica, decían que los del cuartelillo de la Guardia Civil estaban sublevados, y que ustedes, los militares, iban a salir del cuartel para tomar el ayuntamiento, la plaza estaba llena de corros de gente y ya se veían armas y banderas, se había declarado la huelga general, y don Otto me ordenó que atrancara la puerta y cerrara los postigos, porque los bolcheviques intentarían asaltarnos de un momento a otro, yo lo obedecí, lo dejé en el laboratorio, borracho, escuchando himnos alemanes en su gramófono, y me escapé por la puertecilla de atrás, hacía un calor tremendo, ya era de noche y aún subía fuego de las piedras, me encaminé al cuartel a ver lo que pasaba y entonces vi un gentío que venía de allí, los militares ya han salido, me contaron, en una columna de coches y camiones, parece que van hacia el ayuntamiento, estaban abiertos los balcones de todas las casas y las luces encendidas y se oían muy alto las emisoras de radio, así que en lugar de al cuartel fui a la plaza de Santa María, y logré entrar en el ayuntamiento, rodeado de gente, todo el mundo hablaba a gritos y se oía una música muy fuerte en la radio, un desbarajuste, pero nos callamos todos al oír los motores de los camiones de ustedes, yo me asomé a una ventana de la planta baja, en una oficina que estaba llena de papeles tirados en el suelo, y vi llegar los camiones, se alinearon en la plaza, delante de la iglesia de Santa María, y empezaron a bajar los soldados, yo estaba muerto de miedo, pero no paraba de hacer fotos, pensaba que si moría esa noche a lo mejor se salvaba por casualidad la película y me recordaban como a un héroe, y luego salí al patio y me asomé a la escalinata donde estaba el alcalde y lo vi subir a usted, solo, con la pistola al cinto, sin prisa pero con mucha energía, sin mirar a nadie, y el alcalde, a mi lado, temblaba de miedo, suponía que usted iba a detenerlo o a matarlo, y entonces usted se paró en el segundo o en el tercer escalón y se cuadró, y yo disparé la cámara y no oí lo que usted decía, pero aquí tiene la foto, una copia, y la otra también, la primera, en cuanto lo vi me dije, Ramiro, a lo mejor es una impertinencia de tu parte, pero seguro que al comandante Galaz le gustará tener estos recuerdos».

Hablaba sin levantar los ojos, gordo y tímido, hundido en el sofá, sin quitarse el abrigo que llevaba debajo del impermeable ni la bufanda bien doblada para que le protegiera la garganta y el pecho de cualquier peligro de enfriamiento, con las rodillas juntas y la cartera de plástico en el regazo. Se había resistido a entrar, él no quería ser una molestia, tan sólo había venido para entregar aquellas fotos, pero el comandante insistió, no por verdadero interés, sino por cortesía, y Ramiro Retratista volvió a disculparse al entrar en el vestíbulo y dio profusamente las gracias cuando el comandante le ayudó a desprenderse del impermeable, era un honor para él ser recibido en aquella casa, pero no quería molestar, se sentaría nada más que un momento, y lo hizo al principio en el borde del sofá, con la cartera entre los brazos, disponiéndose a abrirla, no le parecía correcto aceptar una copa, pero negarse con insistencia era una falta de buena educación, así que bebió un poco de coñac, con aire de continencia, apenas mojándose los labios, y poco a poco se fue hundiendo en el sofá y bebía a tragos más largos, aunque protestaba cuando el comandante se disponía a servirle un poco más, no le sentaba bien la bebida, se le subía muy pronto a la cabeza y hablaba más de la cuenta, pero empezó a encontrarse más a gusto, sin miedo ya a las corrientes de aire, con el calor del coñac en el estómago y arrebolándole la cara y el de la estufa eléctrica tan cerca de los pies. No tenía costumbre de beber, y aún se acordaba con remordimiento de las feroces borracheras solitarias que le deparaba en otro tiempo el aguardiente alemán de don Otto Zenner, pero tampoco tenía costumbre de hablar y aquella tarde, casi sin darse cuenta, sació las ganas retardadas de hacerlo, y aunque el comandante no hablaba mucho más que el sordomudo Matías le sonreía de un modo que a él lo animaba a no detenerse, sirviéndole de vez en cuando un poco más de coñac, asintiendo a sus palabras con las manos enlazadas sobre las rodillas, en una actitud que a Ramiro le parecía la más propia de un caballero que él hubiera visto nunca, la cabeza erguida, la frente alta, los ojos claros y atentos bajo la sombra de las cejas, aquel aire tan viril que le daban las dos arrugas verticales a los lados de la boca, el traje de sport, la pajarita, los zapatos recios y elegantes: calculó que sería un poco más viejo que él, pero la vejez no lo había abatido ni le había desfigurado los rasgos, porque éstos, más que por la carne o por la piel, estaban definidos por los huesos, modelados en una dureza como de pedernal que permanecería indestructible hasta que se muriera. Las arrugas de la frente se le acentuaron cuando miró las fotografías, pero no sonrió con esa satisfacción automática de quien contempla su cara. Miró primero la foto hecha en el estudio, se pasó una mano larga y pálida por el mentón, no se acordaba de cuándo se la hizo, aunque sí del motivo, su mujer le había pedido una foto con el uniforme nuevo, con la estrella de comandante en la gorra de plato y en la bocamanga, y él quizá se la envió después de escribirle una dedicatoria en el margen, y luego supo, por una carta de ella, que la había enmarcado y la había puesto sobre el piano vertical del salón, y que se la mostraba al niño para que no olvidase la cara de su padre y le diera besos como a una estampa religiosa. Durante cuánto tiempo la habría conservado, qué habría hecho con ella cuando le dijeron que él había traicionado a los suyos y destruido su carrera, que estaba al otro lado, no sólo de las fronteras establecidas por la guerra sino también de las que trazaban implacablemente la decencia y el honor, la lealtad a la familia, a la religión y a la patria, a todas las palabras que él había obedecido sin fervor, pero con una entrega absoluta, con una dedicación sin fisuras, hasta aquella noche de julio en la que fue tomada la segunda fotografía, ya convertido, en ese mismo instante, en un desertor y un apóstata, en un renegado para el que no podría haber indulgencia o perdón. Imaginaba el llanto, los gritos, la mujer hinchada y sudorosa apartando la foto de todas las demás que había sobre el piano y tirándola al suelo y pisándola hasta romper el cristal en añicos, cortándose con una esquirla aguda cuando se inclinara para recogerla y mirar de nuevo la sonrisa invariable y desgarrarla o quemarla literariamente en la hornilla de la cocina, desmayada tal vez, víctima simultánea de su traición política y de su deslealtad sentimental, caída pesadamente al suelo con su vientre a punto de abrirse en el parto de un hijo al que él ya no conocería, el oficial de treinta y seis años que caminaba junto a una silla de ruedas por el pasillo central de una iglesia de Madrid.

Se puso las gafas para ver más claramente el rostro de su juventud. Oía hablar a Ramiro Retratista, lo miraba con asidua atención, sin hacerle caso, sin creer del todo que sus palabras aludían a él. No asociaba esa cara con ningún recuerdo, no la encontraba parecida a la que veía cada mañana y cada noche en el espejo, y no sólo porque fuera la de un hombre mucho más joven, sino porque lo consideraba tan extraño a sí mismo como un hijo cuyo comportamiento no supiera explicarse. El correaje, la guerrera con las condecoraciones de África, el bigote tan fino, la gorra de plato ladeada, la sonrisa tan preceptiva como las insignias del arma de Infantería cosidas junto al botón más alto que le ceñía el cuello. Pero ni siquiera entonces era él ese hombre de la fotografía, el que veían y admiraban o temían los otros, el que recibía las confidencias del coronel Bilbao y las vacuas novedades del teniente Mestalla, y menos aún el héroe a quien unos pocos vencidos siguieron recordando en Mágina muchos años después de la guerra, una sombra pertinaz y todavía no abolida, descubría con sorpresa, casi con fastidio, resucitada y alzada de nuevo desde el interior de una cartera de plástico por ese pobre hombre sofocado por la calefacción y el coñac que seguía hablando y se pasaba la mano blanda y sudorosa bajo la bufanda de lana. «Qué orgulloso estará de usted su padre, Galaz»: el coronel Bilbao, a las cuatro de la mañana, daba vueltas por su vasto despacho adornado con banderas y anaqueles de armas, con la guerrera desabrochada, con las manos atrás y la cabeza blanca abatida sobre el pecho, estremeciendo con los tacones de sus botas el piso de madera encerada. «Su padre, sobre todo, pero también su suegro el general, y su esposa, esa chica tan guapa. La conozco desde que era una niña. Cuando supe que se había comprometido con usted me alegré como si fuera mi hija». El coronel Bilbao dejó de pasear y apoyó las dos manos en el respaldo labrado de un sillón, mirando al comandante Galaz tras un mechón de pelo blanco. «Le diré una cosa, Galaz, y le exijo que no la repita nunca, o mejor todavía, que la olvide en cuanto la oiga, porque es el dolor más grande de mi vida. Mi hija es una golfa y mi hijo un inútil, un sargento que por sus propios méritos no pasará de subteniente, si llega. Son mi vergüenza, Galaz. Y lo miro a usted y pienso, ojalá él fuera mi hijo. Lo he pensado siempre, desde que usted era un cadete y su padre me contaba sus calificaciones tan brillantes y su comportamiento ejemplar… Puede retirarse, Galaz, le estoy robando horas de sueño, y usted es joven y necesita dormir». Él no se permitía ninguna familiaridad con el coronel, aunque éste lo alentara: se puso en pie, se cuadró junto a la puerta, dijo: «¿ordena usía alguna cosa más, mi coronel?», y volvió a su dormitorio por la galería que rodeaba el patio, conteniendo las ganas de encender un cigarrillo, postergando unos minutos el placer de fumar para permitírselo cuando estuviera solo, tendido en su estrecha cama militar, de espaldas a la ventana por donde se veía el valle azul oscuro del Guadalquivir, mirando en la penumbra el grabado del jinete, con el que había ido adquiriendo al cabo de unas semanas una especie de confianza secreta: tampoco sobre ese hombre joven sabía nadie nada, y la expresión de su cara era un enigma tan definitivo como el de su identidad y el de los lugares donde estuvo el grabado antes de que llegara al escaparate de aquel anticuario donde él lo encontró.

Se había olvidado de la presencia de Ramiro Retratista: lo oyó toser brevemente, pudorosamente, como una señora de visita, apartó los ojos de las fotografías y los alzó sobre las gafas enarcando las cejas pero no encontró los suyos, fijos en las dos manos gordas y enlazadas sobre la cartera de plástico vacía: desde que dejó de ser un militar no había advertido en ningún hombre esa actitud de sumisión, que ahora lo irritaba, y acaso entonces también, aunque no se permitiera a sí mismo la franqueza de reconocerlo. «Yo creo que en Mágina no sabe nadie que ha vuelto usted», dijo Ramiro, sin levantar los ojos, «nadie se acuerda ya de nada, pero yo sí, a lo mejor por mi trabajo, me paso los días mirando fotos antiguas y ordenándolas, porque me ha prometido un periodista, Lorencito Quesada, usted no lo conoce, que va a organizar una exposición de mi obra patrocinada por el ayuntamiento, y que lo publicarán luego todo en un libro, Hombres y nombres de Mágina, del ayer al mañana, o algo parecido. Bueno, Lorencito no es periodista de verdad, trabaja de dependiente en El Sistema Métrico, pero escribe mucho en Singladura, aunque se queja de que nunca le pagan, lo hace por vocación, y tiene muchas amistades en el ayuntamiento, y hasta en la policía, es íntimo del subcomisario Florencio Pérez, y yo le digo, pero hombre, Quesada, porque no le gusta que le llamen Lorencito, a quién le van a interesar esas fotos tan rancias, y él dice que son un tesoro, un documento histórico. Y lo que son es una amargura. Imagínese que abro una caja y me pongo a mirar fotos y pienso, éste ya está muerto, y éste también, y el de más allá, y de la mayor parte de los nombres no me acuerdo ni yo mismo, aunque lo peor no es eso, lo peor es salir a la calle y quedarse mirando las caras de la gente y pensar, a éste lo retraté yo cuando era un niño, esa gorda con granos era una mujer escultural cuando fue a mi estudio hace treinta años, ese viejo que anda doblado sobre el bastón se hacía fotos para regalárselas a sus amantes. Una tristeza, se lo digo yo, y lo peor es que parece que nadie se da cuenta, que no saben que envejecen, que engordan, que se les cae el pelo, que se van a morir. Claro que usted es un caso excepcional, si me permite decírselo, por eso no me costó ningún trabajo reconocerlo en cuanto lo vi en la plaza del General Orduña, el otro día, que estaba usted mirando las carteleras del Ideal Cinema, lo vi de perfil y me dije, Ramiro, ese hombre es el comandante Galaz, no ha cambiado en tantos años, aunque tenga menos pelo, con perdón, y se le haya puesto casi blanco, y yo sé lo que me digo, me he pasado la vida fijándome en las caras de la gente». Rechazó una nueva dosis de coñac, ya sí que era verdad que se iba, claro que volvería, si al comandante no le molestaba, y no le diría a nadie que lo había visto, entre otras cosas porque hablar, lo que se dice hablar, no hablaba con nadie, es decir, le hablaba a su ayudante, Matías, que estaba sordomudo por culpa de una explosión, a lo mejor el comandante se acordaba, le pusieron de mote el Resucitado, y él no lo había despedido más que nada por caridad, pues aparte de ser más bien inútil ya entraban muy pocos encargos en el estudio, pero qué iba a hacer el pobre si él cerraba, pedir limosna o descargar hortalizas en el mercado de abastos.

Lo ayudó a ponerse el impermeable, le entregó el paraguas, que ya se le olvidaba, lo acompañó a la puerta, asintiendo sin desagrado a sus palabras, le estrechó la mano gorda y débil junto a la verja, animándolo a volver, y Ramiro Retratista se deshacía en expresiones rancias de gratitud y monótonas disculpas, cualquier cosa que necesitara no tenía más que pedírsela, el archivo estaba a su disposición, y si a su hija le apetecía encargarse un retrato él se lo haría con mucho gusto, la vio con él por la calle, era una muchacha muy guapa, un retrato de los de verdad, de los antiguos, en blanco y negro y con sus contraluces escultóricos, como los que hacía en sus mejores tiempos don Otto Zenner, como los retratos inmortales de Nadar. Volvió muchas veces a lo largo del invierno, con su impermeable y su paraguas y su boina de plástico, con la bufanda cruzada sobre el pecho y bien pegada al cogote, para evitar lo que él llamaba la resfrialdad del clima de Mágina, con su cartera vacía de cobrador: siempre anunciaba que no se quedaría más de media hora y que sólo bebería una copita de coñac y acababa yéndose de noche y consumiendo sorbo a sorbo media botella, y una tarde de abril trajo en la cartera una fotografía de una mujer muerta y emparedada hacía más de un siglo, bebió más de la cuenta y le confió al comandante Galaz el gran secreto de su vida: tal vez avergonzado, dejó de ir durante varias semanas, y cuando volvió, una tarde perfumada y calurosa de mediados de mayo, vino tras él un isocarro inverosímil de reparto de piensos compuestos de cuya cabina en forma de huevo emergió a duras penas un hombre rubicundo y casi esférico que sonreía con placidez vacuna y hacía gestos delicados y rápidos con sus manos de hércules. Matías, el Resucitado, exayudante ya de Ramiro Retratista, que había cerrado el estudio en cuanto pudo encontrarle esa colocación y gastado la mitad de sus ahorros en comprarle el isocarro, abrió la portezuela de atrás y sacó de ella sin esfuerzo visible un tremendo baúl y se lo cargó al costado para dejarlo luego en el vestíbulo del comandante Galaz. «Me voy de Mágina, amigo mío, me marcho para siempre de esta ciudad ingrata», dijo Ramiro Retratista, sentado otra vez en el sofá, mirándose las manos enlazadas sobre las rodilleras de un anticuado pantalón de entretiempo. «Pensaba quemar mi archivo, porque ni me van a hacer la exposición ni el libro ni nada, ya sabía yo que ese Lorencito era un bocazas, un simple, un botarate, pero me he dicho, Ramiro, el único hombre con sensibilidad que hay en Mágina es el comandante Galaz, por qué no le regalas a él la obra humilde de toda tu vida…».